Capítulo Trece

El uno de septiembre de 1939, la Alemania nazi dio inicio a la segunda guerra mundial bombardeando la ciudad polaca de Varsovia. El 27 de septiembre, los alemanes cruzaban el río Vístula, que divide la ciudad; poco después, los judíos de Varsovia fueron conducidos al gueto de la ciudad: medio millón de personas, al principio, en una zona de poco más de un kilómetro cuadrado. En julio de 1942, los nazis empezaron a deportar en masa a los judíos del gueto. Entre el 22 de julio y el 3 de octubre, trescientos mil fueron enviados a diversos campos de concentración (Treblinka y Chelmno eran los más cercanos a Varsovia) y exterminados. En abril de 1943, los cuarenta mil judíos que quedaban en el gueto se enfrentaron a los nazis. Combatieron heroicamente durante tres semanas. Y casi todos ellos murieron.

Uno de los supervivientes fue Rachel Spiegelman. Antes de la guerra, Rachel y su familia disfrutaban de profesiones liberales y una buena posición: hija y nieta de médicos, Rachel había estudiado derecho y trabajaba como encargada del bufete de su marido. Además de polaco y yiddish, hablaba alemán e inglés, y había estado en América de niña, para visitar a unos familiares que habían emigrado allí.

Había vivido lujosamente toda la vida, y pasar de tener criados y casas de verano a tener que convivir con cinco personas más en una habitación en el gueto fue un golpe anímico tremendo.

Y sin embargo, tanto como lo permitieron las circunstancias, Rachel se encontró a sí misma. Era fuerte y sensata, y también valiente. Cuando los nazis informaron a los residentes del gueto de que iban a formar consejos judíos que supervisarían las casas, la sanidad y la manufactura de productos, ella prohibió que cualquier miembro de su familia se uniera a los consejos, declarando que quienes trabajaban con los alemanes llevaban al resto al matadero. Cuando su marido la desobedeció y se incorporó a un consejo, Rachel lo expulsó de la habitación que compartían con los padres de ella, su hermano y su cuñada.

Entonces organizó su barrio para trabajar evitando los consejos y chocó con ellos repetidas veces a causa de sus edictos. Con un joven polaco del que se rumoreaba que era su amante, dirigió un mercado negro, procurándose de algún modo carne y azúcar cuando los alemanes sólo permitían que enviaran rábanos y remolacha al gueto. Cuando los nazis ordenaron a los consejos judíos que buscaran «voluntarios» para ser deportados, Rachel, moviéndose a la desesperada, encontró trabajo para sus vecinos en fábricas de armamento o los escondió, retrasando el reguero de muertes en el gueto pero incapaz al final de impedirlas. Combatió con los judíos que quedaban durante el alzamiento del gueto a lo largo de dos semanas; una de las pocas mujeres que quedaban para hacerlo; a la tercera semana, a regañadientes, trató de escapar del gueto con su joven amante polaco. Lo lograron, pero fueron entregados por uno de sus «amigos» polacos. A él lo fusilaron y a ella la enviaron a Treblinka.

Desde abril hasta principios de agosto, Rachel fue una esclava en el campo; el 3 de agosto se decidió que ya no era necesaria. La enviaron un kilómetro y medio más allá, a Treblinka II, donde estaban las «duchas». Estas duchas estaban conectadas a enormes motores de gasoil que bombeaban monóxido de carbono… Letal, pero no muy eficaz. Pasaba casi media hora hasta que los cientos de personas que abarrotaban las «duchas» morían. Era una muerte larga y aterradora, y entre setecientas mil y novecientas mil personas murieron de esa forma en ese campo.

Sin embargo, el 3 de agosto hubo algunas muertes sorprendentes en Treblinka: un oficial de las SS y varios guardias. Los mataron algunos de los judíos que trabajaban en el campo llevando a cabo las ejecuciones, rebuscando en los cadáveres dientes de oro y otros bienes, y transportando los cuerpos a las fosas comunes. Los judíos eligieron ese día para intentar una revuelta, y aunque no tuvo éxito, más de doscientos escaparon del campo durante el caos que se produjo. Rachel fue una de ellos. La mayoría de los fugitivos volvieron a ser capturados o asesinados. Rachel no. Se dirigió al norte y acabó encontrando un pasaje a Suecia. Cuando terminó la guerra, emigró a Estados Unidos.

La historia de Rachel sería notable por sí sola si hubiera terminado aquí. Pero no fue así. Cuando llegó a Estados Unidos, Rachel se enfureció al descubrir que su país adoptivo, el que había luchado por la libertad de Europa, trataba a los americanos negros como trataron los alemanes a los judíos. Incluso algunas de las leyes eran idénticas: nada de matrimonios interraciales, escuelas y servicios segregados, violencia ignorada o activamente promovida por aquellos cuyo trabajo era mantener la paz. «Hay camisas negras bajo esas túnicas blancas», escribiría más tarde.

Así que hizo algo al respecto. Volvió a la Facultad de Derecho y solicitó revalidar su título…, y al día siguiente cogió un autobús hacia Montgomery, Alabama, el corazón del Sur. Aprobó los exámenes y abrió un gabinete: una abogada judía ofreciendo servicios a los campesinos y obreros negros. Quemaron con bombas incendiarias su oficina dos veces el primer mes. Al siguiente, alguien disparó por la ventana. La bala rebotó y alcanzó a Rachel en la pierna. Fue al hospital para que se la sacaran, y el residente de urgencias le negó la ayuda negándose a atender a una «judía amante de los negros». Rachel respondió sacándose la bala ella misma, en el propio hospital, dejándola caer en la carpeta del residente, y marchándose por su propio pie. Luego demandó al hospital y al residente. Ganó el pleito. Volvieron a incendiar su oficina.

Perseveró: durante el boicot a los autobuses de Montgomery en 1955, compró su primer coche para evitar montar en autobús y llevaba y recogía del trabajo a amigos negros. Durante las protestas de Birminghan en 1963, fue arrestada dos veces por policías blancos y mordida tres veces por sus perros. Durante la marcha de 1965 de Martin Luther King, ella y King caminaron cogidos del brazo mientras pasaban ante sus oficinas, la mitad de cuyos socios eran ahora negros.

Justo antes de morir en 1975, escribió en la revista Time: «Pienso que el trabajo que he hecho fue el trabajo que estaba destinada a hacer. Sé lo que es perder mis derechos y que te digan que no tengo derecho a existir, ver a mi familia, mis amigos y mi humanidad arrancada de mí. Son malos recuerdos, envueltos en pena y furia. Pero también sé lo que es ver a otros empezar a ganar sus derechos y su humanidad, que te digan: “sí, sois nuestros hermanos y hermanas”. Mi trabajo, aunque sea una parte pequeña en un conjunto más grande, ha ayudado a hacer de esto una realidad. Hace que esos malos recuerdos sean un poco más fáciles de recordar, porque estos otros recuerdos… estos son gloriosos».

Esta es la mujer que Michelle Beck quería interpretar. ¿Podría hacerlo?

Bueno, pertenecía al sexo adecuado.

Sin embargo, para cuando Michelle y yo estuvimos esperando en la antesala de Roland Lanois, cualquier atisbo de que considerara que Michelle era completamente equivocada para el papel había desaparecido. Después de llegar a cierto punto como agente, simplemente dejas de preocuparte por las implicaciones a largo plazo de lo que estás haciendo y te enfrentas a los detalles del momento. Alguien podría llamarlo amoralidad forzada, pero en realidad es sólo cuestión de apoyar a tu cliente y hacer lo que hay que hacer. En ese momento, yo intentaba impedir que Michelle empezara a hiperventilar.

—Respira —dije—. Respirar va bien.

—Lo siento mucho, Tom —se disculpó Michelle. Agarraba con tanta fuerza ambos lados de su silla que parecía que iba a dejar señales en el metal—. Es que estoy tan nerviosa. Creí que no lo estaría. Pero lo estoy. Oh, Dios —exclamó. Empezó a darse golpes con el puño en el pecho—. Oh, Tom, lo siento —se disculpó otra vez.

Le sujeté el puño antes de que pudiera romperse una costilla.

—Deja de disculparte. No has hecho nada malo. Es lógico estar nerviosa, Michelle. Es un papel muy importante. Pero creo que no es necesario que te magulles. ¿Has leído la escena que Roland quiere que hagas?

—Sí —asintió ella, y entonces sonrió tímidamente—. Lo he memorizado todo. Todos los papeles. No quería cagarla. ¿No es una estupidez?

—No, en realidad no —dije—. ¿Sabes? Cuando Elvis empezó a trabajar en su primera película, memorizó el guión entero. Todos los papeles, no sólo el suyo. Nadie le dijo que había otra forma de hacerlo.

Michelle me miró, confundida.

—¿Elvis era actor?

—Bueno, yo no diría tanto —contesté—. Pero hizo algunas películas. El rock de la cárcel, Ámame tiernamente, Amor en Hawaii.

—Creí que eso eran canciones.

—Son canciones. Pero también son películas.

—Oh, magnífico —refunfuñó Michelle—. Ahora se me han metido las canciones de Elvis en la cabeza. —Se levantó y echó a andar. Mirarla empezaba a cansarme.

Rajiv, el secretario de Roland, salió del despacho.

—Muy bien —dijo—. Estamos preparando la cámara de vídeo, así que si quieren pasar, empezaremos ahora mismo.

Michelle inspiró profundamente; parecía que intentaba inhalar el ficus que había al otro lado. Rajiv dio un pequeño respingo ante el sonido.

—Danos un minuto —dije.

—No hay prisa —asintió Rajiv, y cerró la puerta.

—Oh Dios —exclamó Michelle, retorciéndose las manos—. Oh Dios, oh Dios, oh Dios, oh Dios.

Me acerqué y empecé a hacerle un masaje en los hombros.

—Vamos, Michelle. Esto es lo que querías.

—Dios, Tom. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Nunca antes había estado tan nerviosa por una prueba.

—Es porque por fin tienes un guión con palabras de más de dos sílabas.

Michelle giró sobre sus talones y me dio un empujón, medio en serio, en el pecho.

—Eres un capullo.

—Tomo nota. Por otro lado, ya no estás hiperventilando. Venga, vamos. Hagámoslo de una vez.

Le cogí la mano, me acerqué a la puerta del despacho, y la abrí.

Dentro estaban Roland, su ayudante Rajiv, y una mujer a la que no reconocí. Roland y la mujer estaban sentados cómodamente en el sofá; Rajiv atendía la cámara de vídeo y toqueteaba algo.

Roland se levantó y se acercó a nosotros cuando cruzamos la puerta.

—Tom —saludó—. Un placer volver a verte. Espero que estés bien.

—Lo estoy, Roland, gracias —respondí, y señalé a Michelle—. Esta es mí representada, Michelle Beck.

—Por supuesto. Señorita Beck. La mujer que ha hecho que mi pobre ayudante caiga en actividades traicioneras. Es un placer.

Roland cogió la mano de Michelle y, de modo dramáticamente juguetón, la besó. Michelle sonrió insegura y me miró. Yo me encogí de hombros, como dándole confianza.

—Y ahora, si me permiten hacer las presentaciones —continuó Roland—. Primero, señorita Beck, me gustaría presentarle a Rajiv Patel, mi ayudante, con quien ha tenido muchas largas e interesantes conversaciones telefónicas. Creo que en algún lugar del despacho le ha erigido un altar.

Rajiv era de piel bastante oscura, así que resultó sorprendente ver como se ruborizaba.

—Hola, Michelle —saludó, y siguió toqueteando la cámara de vídeo.

—Y esta —dijo Roland, volviéndose hacia la mujer del sofá—, es Avika Spiegelman, que es una de las productoras auxiliares de la película.

Me acerqué y le estreché la mano.

—Un placer —dije—. ¿Es usted pariente de Rachel Spiegelman?

—Era mi tía —contestó—. En realidad, prima segunda, o prima en segundo grado, o como quiera llamarlo. Pero todos la llamábamos «tía Rachel». Era más sencillo así.

—Además de ser una de nuestras productoras, la señora Spiegelman actúa como asesora de la película, ofreciéndonos sus reflexiones sobre la Rachel Spiegelman real. Me pareció que podría ser interesante que nos diera sus ideas.

—Me encantó usted en Canción de verano —le dijo Avika a Michelle—. Era perfecta para ese papel.

Roland y yo pillamos la intención de aquella declaración; Michelle no. En cambio, sonrió animadamente.

—Gracias —dijo. Avika le dirigió una fina sonrisa. Iba a ser un público más duro de lo que yo esperaba.

—Muy bien, estamos listos —anunció Rajiv.

—Espléndido. —Roland dio una palmada y se volvió hacia Michelle—. Mi querida señorita Beck, si no le importa sentarse delante de la cámara. La señora Spiegelman le dará la réplica mientras Rajiv la graba. ¿Tiene una copia del guión?

—Ha memorizado la escena, Roland —dije.

—¿De veras? Bueno, eso es sin duda un punto a su favor, querida. Tomemos asiento, ¿quiere?

Michelle se sentó delante de la cámara de vídeo. Rajiv fijó el foco y luego dio un paso atrás. Avika abrió su guión. Roland se acomodó en el sofá. Yo permanecí junto a la puerta.

Michelle asintió. Roland miró a Avika y asintió también. Avika pasó las páginas hasta que encontró la línea que estaba buscando.

—«¿Cómo te atreves a decirme qué puedo y no puedo hacer? —dijo sin entonación—. Eres mi esposa, no mi dueña».

Michelle parpadeó, abrió la boca como para decir algo, y luego la volvió a cerrar.

—Lo siento —se disculpó—. ¿Podría repetir esa línea?

—«¿Cómo te atreves a decirme qué puedo y no puedo hacer?» —repitió Avika—. Eres mi esposa, no mi dueña.

Michelle miró a Avika, luego me miró a mí, llena de pánico.

—¿Algo va mal, señorita Beck? —inquirió Roland.

—Yo… esto… yo… —empezó a decir Michelle, y se llevó las manos al pecho. Al final, encontró las palabras—. Esa no es la escena que había memorizado.

—Es la escena veintinueve —dijo Avika, mirando la parte superior de su guión.

—He memorizado la escena veinticuatro. Creí que íbamos a hacer la escena veinticuatro.

Roland miró a Rajiv.

—Rajiv, ¿le dijiste a la señorita Beck que íbamos a hacer la escena veinticuatro?

—No lo creo —contestó Rajiv—. Estoy bastante seguro de que dije la escena veintinueve.

—Debo de haberlo leído mal después de anotarlo —se excusó Michelle—. Mis nueves y mis cuatros se parecen mucho.

—Igual que los míos —afirmó Roland—. Es un error común, estoy seguro. ¿Por qué no hacemos entonces la escena veinticuatro?

Avika estaba al quite.

—Esa escena tiene sólo cuatro líneas —dijo—. Tres las dicen otros personajes.

—¿Cuál es la línea de Rachel? —preguntó Roland.

Avika miró la página.

—«Sí» —leyó.

—Humm —murmuró Roland—. No es una frase muy larga.

—Ahora sabemos cómo memorizó la escena —escupió Avika. Ni siquiera Michelle pudo pasar por alto el comentario. Se ruborizó y empezó a respirar entrecortadamente.

Roland volvió a dar una palmada y se levantó.

—¿Por qué no hacemos una cosa? Rajiv irá a por una copia del guión para la señorita Beck y nos pasaremos un par de minutos preparando la escena veintinueve, y cuando estemos preparados lo intentaremos. ¿Les parece bien? De acuerdo. Rajiv, si no te importa, ve a buscar ese guión y trabaja con la señorita Beck durante un par de minutos. Voy a dar un paseo.

Salió de la habitación. Después de un momento, Avika Spiegelman lo siguió. Rajiv vaciló, y luego entró en el despacho principal para buscar otra copia del guión.

Me acerqué a Michelle.

—No te dejes llevar por el pánico —dije.

—¿En qué estaría yo pensando? —comentó Michelle. Se pasó las dos manos por el pelo.

—Tan sólo memorizaste la escena equivocada, eso es todo. No es nada de lo que preocuparse.

Michelle se volvió a mirarme.

—Tom, la escena tiene cuatro líneas. ¿No crees que tendría que haberme dado cuenta de que era la escena equivocada?

—Bueno, creo que el hecho de que tu única línea fuera «sí» debería haberte llamado la atención —admití.

Michelle se inquietó. Levanté rápidamente la mano.

—Pero… incluso así, fue un error honesto, Michelle. Tienes que seguir adelante y hacer bien la escena. —Le cogí la mano y la apreté con suavidad—. Puedes hacerlo, Michelle. Pero tranquilízate.

—¿Viste cómo me miraba esa mujer?

—Tengo la impresión de que Avika Spiegelman no encuentra muchas cosas divertidas en la vida. Considérala alguien a quien compadecer, no temer.

—Me hizo sentirme como una idiota, Tom. Como si estuviera en la escuela primaria y las monjas fueran a reñirme.

Sonreí.

—Es un símil muy bueno, Michelle —dije.

—¿Un qué?

Rajiv volvió con los guiones en la mano.

—Escucha —dije—. Practica la escena con Rajiv. Yo voy a buscar a Roland y trataré de engatusarlo. Para eso me pagas.

Michelle sonrió débilmente cuando me marché.

El despacho de Roland estaba en un rincón de los estudios. A la izquierda había unos platos enormes. A la derecha había un parquecito en el centro de un puñado de oficinas. Roland estaba en el parquecito, de pie. Avika Spiegelman lo acompañaba. A medida que me fui acercando quedó claro que Avika le estaba dando la brasa con algo. Sin embargo, antes de que yo pudiera oír de qué se trataba, me vio acercarme, cerró la boca, le dirigió a Roland una mirada, y se apartó. Roland se quedó allí, con una sonrisita triste en la cara.

—Parece que estabais teniendo una entretenida conversación —apunté.

—Encantadora —ironizó Roland mientras observaba cómo Avika se dirigía al despacho—. Me recordó una de las experiencias dentales más dolorosas de mi vida.

—Aumenta la anestesia —sugerí.

—O simplemente haz que te arranquen los colmillos —repuso Roland—. Que es, ahora que lo pienso, el proceso al que estoy sometido en este momento. Tom, ¿te importaría mucho si me fumo un cigarrillo?

—En absoluto.

—Gracias —dijo Roland. Sacó un Marlboro y lo encendió—. Estoy tratando de dejarlo. Pero me temo que ahora no es un buen momento.

—¿Tan mal va la prueba?

—Bueno, Tom, todavía no la hemos hecho, ¿no? Tendrá que leer esas líneas para ver si lo hace bien.

—Duch —dije, de parte de mi clienta.

Roland lo pilló.

—Lo siento, Tom. No pretendo menospreciar a Michelle. Es una chica encantadora. Y me temo que no he sido sincero con ella ni contigo respecto a esta prueba.

—¿A qué te refieres?

Roland le dio una larga calada al cigarrillo antes de responder.

—Para ser breves —dijo—. Me queda menos de un mes de mi opción para Malos recuerdos. Si para entonces no tengo el reparto principal, perderé la opción. Los buitres ya están dando vueltas por ahí, ya sabes.

—No lo sabía.

—Sí. Bueno, por eso Michelle tiene la prueba hoy, no por tu trabajo de la semana pasada. De hecho, cuando quedó claro que Ellen iba a dejarlo, le dije a Rajiv que hiciera todo lo posible para animar a la señorita Beck a la prueba. No espero que sea brillante, desde luego. Pero si fuera pasable, creo que podría convencer a la señora Spiegelman para que nos permita intentarlo. Michelle tiene, como bien dices, tirón de taquilla en este momento.

—No quisiera parecer grosero, Roland. Pero ¿importa lo que piense Avika? Tú eres el director y el productor.

—Tiene su gracia —mencionó Roland—. Una de las condiciones que la familia Spiegelman puso en mi opción de la biografía oficial era el derecho a rechazar a la actriz principal. En ese momento, cuando todo el mundo desde Ellen Merlow a Meryl Streep estaban interesadas en el guión, consideré que era la menor de mis preocupaciones.

—Sobreentiendo que Avika no está muy impresionada hasta el momento —dije.

Roland usó el cigarrillo como puntero y señaló hacia el despacho.

—En nuestra conversación previa a tu llegada, la señora Spiegelman declaró que ha visto animales de compañía más inteligentes que la señorita Beck.

—Bueno, yo también —dije sinceramente—. Pero no han producido trescientos millones de ganancias con sus dos últimas películas.

—Te deseo toda la suerte del mundo para convencer a la señora Spiegelman con ese argumento —manifestó Roland.

—No sabía que tenías tanta presión en esta prueba.

—Por eso dije que lo sentía, Tom. No fui completamente sincero contigo en la cuestión. No sé si habría cambiado algo si lo hubiera sido; de todas formas, intentaré ser más sincero que el típico productor de Hollywood.

—Tienes otros proyectos en la manga, estoy seguro —comenté.

—No, en realidad no —contestó Roland, y mostró de nuevo aquella sonrisa triste—. Soy un productor de prestigio, Tom. Uno de esos tipos que contratas cuando tu estudio ha estado haciendo demasiadas películas de acción y necesitas lanzar una que compita en los Oscars para demostrar que todavía te importa el arte del cine. Ninguna de mis películas obtiene beneficios. Incluso Los campos verdes tan sólo cubrió gastos, y eso después de salir en vídeo. Así que suelo trabajar en un solo proyecto cada vez. He estado pensando en ese proyecto de Kordus, pero ya sabes dónde estamos. Lo cual me recuerda, ¿has leído ya el guión?

—Lo he hecho. Es muy bueno.

La verdad es que no sólo era bueno, sino sorprendentemente bueno. Y escrito por un estudiante de cinematografía de veintiún años. Al leerlo, tomé nota mental de que tenía que conseguir que me contratara como agente, o de robárselo a quien lo tuviera ahora.

—¿Verdad que sí? —Roland le dio una última calada a su cigarrillo, lo tiró al suelo y lo apagó—. Si no consigo sacar las castañas del fuego de este proyecto, me va a costar mucho colocarlo. Vamos, Tom, volvamos para el segundo acto.

Regresamos. En la oficina, Rajiv había acercado una silla y estaba sentado con Michelle repasando la escena veintinueve. Avika, al vernos entrar a Roland y a mí, señaló su reloj y luego a nosotros dos.

—Bien —dijo Roland—. ¿Estamos preparados para volver a empezar?

Michelle me miró, insegura. Le sonreí y le hice una señal con los pulgares hacia arriba. Rajiv le dio la vuelta a la silla y ocupó su posición tras la grabadora de vídeo. Roland se sentó de nuevo y asintió con la cabeza mirando a Avika. Avika recitó su línea.

Sonó mi teléfono.

—Lo siento —me disculpé cuando todos se me quedaron mirando. Salí de la oficina.

Era Miranda.

—Carl quiere saber cuándo vas a venir a la oficina.

—Probablemente no tardaré mucho —dije—. Michelle está autodestruyéndose en este momento. ¿Ha dicho por qué?

—Mencionó algo de que alguien necesitaba un perro con urgencia, y que Marcella tendría los detalles —respondió ella—. No tengo ni idea de qué significa eso. Parece un código, y he perdido mi anillo decodificador secreto.

—Sé qué significa —dije—. Pero no puedo. Tengo que estar con Michelle esta tarde. Le prometí que la acompañaría a hacerse la máscara de látex.

—Yo tan sólo soy la mensajera —replicó Miranda—. No puedo darte permiso para no cumplir las órdenes de tu jefe.

Suspiré.

—¿Está ahí Carl ahora mismo? —pregunté.

—Déjame comprobarlo —dijo Miranda, y me puso en espera. Mi música de espera, me horrorizó descubrir, era Olivia Newton-John. Iba a tener que pedirle a alguien que rescatara mi hilo musical de los setenta. Antes de que se volviera completamente insoportable, Miranda regresó.

—Marcella dice que está en una reunión, pero que puede dedicarte tres minutos si de verdad lo necesitas. También dice que su tono indicaba que probablemente no quieras hacer uso de esos tres minutos.

La puerta del despacho de Roland se abrió y Roland asomó la cabeza.

—Tom —me llamó—. Creo que será mejor que entres. Tenemos un problema.

—Tengo que irme, Miranda —dije, y apagué el móvil.

En el despacho, Michelle estaba tendida en el suelo. Rajiv, jadeando, le estaba poniendo cubitos de hielo en la frente. Había corrido hasta el bar para recoger los cubitos, demostrando que la caballerosidad no había muerto, sino que simplemente se había quedado sin aliento. Avika estaba sentada en el sofá, sin saber si poner cara de preocupación o de enfado.

—No sé qué ha pasado —dijo Roland—. Estaba muy nerviosa recitando sus líneas, pero parecía estar bien. Y entonces los ojos se le pusieron en blanco y se cayó de la silla.

—Estás de broma.

—Está desmayada en el suelo, Tom —recalcó Roland, y su amabilidad pareció esfumarse durante un segundo—. No me suelo cargar a los actores en las pruebas. Suelo esperar a que estén actuando en el plato.

—Qué jodida pesadilla —murmuré, y entonces me volví hacia Roland—. Es su autosugestión.

—¿Qué? —exclamó Avika desde el sofá.

Volví a suspirar.

—Ha estado viendo a un hipnoterapeuta —expliqué—. El maldito idiota le aplicó una autosugestión que hace que se desmaye cada vez que se estresa demasiado.

—Es la cosa más estúpida que he oído jamás —farfulló Avika. La ignoré.

—Dale unos cuantos segundos y estará como nueva —le aseguré a Roland.

—Menudo alivio —rezongo Avika, y se levantó—. Bueno, ya he perdido suficiente tiempo por hoy. Cuando se recupere, déle las gracias por su tiempo y luego muéstrele la puerta. No va a tener el papel. Roland miró a Michelle tristemente.

—Sí, bien, de acuerdo —asintió.

—Creo que no le está dando una oportunidad —apunté—. Aún no la ha oído hacer la prueba.

—¿Quién tiene tiempo? —preguntó Avika—. Entre las escenas equivocadas y los desmayos, para cuando terminemos la escena la opción de Roland habrá caducado, de todas formas. Como si eso importara. Sinceramente, señor Stein, no sé en qué estaba pensando Roland. Su cliente es buena para papeles que requieren adolescentes a las que desvirgar. Pero este papel es algo completamente distinto. Michelle Beck tiene tanto en común con mi tía como David Hasselhoff con Ghandi. Después de lo que he visto hoy, le daría antes el papel a un perro que a ella.

—Podría conseguírselo, si quiere —dije.

Roland saltó antes de que Avika pudiera responder.

—Gracias por venir, señora Spiegelman —intervino, acompañándola a la puerta—. Y no se preocupe. Encontraremos a alguien para el papel.

—No se ofenda, Roland —replicó ella—. Pero si este es el punto donde estamos en el proceso de casting, lo dudo seriamente. —Me saludó con la cabeza y se marchó.

Roland se volvió hacia mí y su estado de ánimo se vino abajo.

—¿Un escocés? —me ofreció.

—No, gracias. Tengo que conducir de vuelta.

Michelle gimió levemente mientras recuperaba la consciencia.

—Bueno —dijo Roland—. Me tomaré uno doble por los dos.

—¿Un mal día? —preguntó Miranda cuando Michelle y yo llegamos a la oficina.

—No te lo puedes ni imaginar —respondí, y conduje a Michelle al interior de mi despacho para que se tumbara en el sofá. La reacción de Michelle a su increíble prueba fracasada había dejado atrás la mera depresión y había pasado a la región de los estados mentales intratables farmacéuticamente. La insté a dar una cabezada antes de que fuera a que le cubrieran toda la cara de látex.

—Eso es terrible —comentó Miranda, después de que le contara nuestra pequeña aventura—. Es decir, no pensaba que fuera buena para el papel, pero vaya manera de pifiarla.

—Si yo fuera su hipnoterapeuta, me quitaría de en medio durante un par de semanas —dije yo—. No creo que su próxima sesión vaya a ser muy agradable. Oye, ¿averiguaste algo más sobre lo que quería Carl?

—Sí —respondió Miranda mientras buscaba su libreta—. Me pasé por la mesa de Marcella y recogí el mensaje. Aquí está. Al parecer, un perro especialista que tienen en una película de Bruce Willis contrajo un desagradable caso de sarna, y necesitan un sustituto para algunas tomas que van a hacer esta tarde. —Arrancó la página y me la tendió—. Vas a tener que pasar un montón de tiempo maquillándote, Tom.

—Ja ja ja —dije, cogiendo la nota. La película se estaba rodando en Pasadena, lo que era una buena noticia; no estaba lejos de donde yo vivía y a dos pasos de Pomona, donde Michelle tenía que ir para que le hicieran la cara—. No soy yo. Es Joshua, el perro maravilla.

—¿No se llama así ese amigo tuyo que telefonea siempre? —preguntó Miranda.

—Pues sí. Curiosamente, los dos se parecen un montón. ¿Cuándo se supone que debo estar en el plato? —pregunté.

—Se supone que lo antes posible. Lo cual, supongo, significa ahora mismo.

—Bien —dije—. Miranda, voy a necesitar que hagas algo por mí. Tienes que llevar a Michelle a que le hagan la cara.

—Estoy ocupada.

—Venga ya. ¿Haciendo qué?

—¿Respondiendo al teléfono? —aventuró Miranda.

—¿Quién va a llamar? Carl no, porque voy a llevar a su perro al plato. Michelle no, porque van a envolverla en látex. La única persona que podría llamar es Van Doren, y no quiero hablar con él de todas formas.

—Hmrph —farfulló Miranda.

—¿Hay algún problema, Miranda?

Ella arrugó el rostro.

—No. Es que ahora que está tan deprimida, me siento culpable por no querer que se llevara el papel. Me olvidé de que a veces es una persona de verdad, y no sólo esa cosa que gana doce millones de dólares por ser resultona. Me molesta sentir lástima por alguien que gana más en un día que yo en un año.

—Inténtalo —le sugerí—. Se supone que debo ir con ella, pero no puedo. Ya la has visto, Miranda. Decididamente, no está en condiciones de quedarse sola en este momento. Ni mucho menos de conducir. Me da miedo que en su estado se quede roque en la 60, se pase al carril contrario, y se estampe contra un todoterreno. Mira, en cuanto acabe con este otro asunto, iré para allá. Y de todas formas, Michelle te aprecia. Cree que tú la aprecias también, por algún extraño motivo. Podría ser un gran momento de unión para las dos.

—Hmrph —repitió Miranda.

—Vamos, Miranda. Eres mi ayudante. Ayuda.

—¿Puedo almorzar a gastos pagados? —preguntó.

—Por supuesto. Y cenar también.

—Yaju —exclamó Miranda—. Taco Bell, allá voy.

—Entonces —dijo Joshua—, ¿puedo tener ya mi propio tráiler?

—Todavía no —respondí—. Pero mira, tienes tu propio cuenco de agua.

—Tío, ese es el problema de ser un perro —refunfuñó Joshua—. Faltan los detallitos.

Joshua y yo esperábamos mientras el equipo de la segunda unidad de la última espectacular película de acción de Bruce Willis preparaba la próxima toma. La primera unidad estaba en Miami, rodando en exteriores con Willis y las demás estrellas. La segunda unidad, mientras tanto, se quedaba en Los Ángeles, rodando todas las escenas que la primera unidad no quería hacer: escenas secundarias, planos generales y, por supuesto, las escenas con perros. Joshua, de hecho, era la mayor estrella del plato ese día.

En el espacio de menos de una semana, Joshua se había convertido en el perro más solicitado de la industria cinematográfica de Los Angeles. Todo gracias al anuncio de Mighty Dog: Joshua lo clavó a la primera toma, una hazaña que no era menospreciable en una industria donde treinta segundos de acción animal se traduce a menudo en doce o quince horas de rodaje. Esto sorprendió tanto al director que rodó dos veces el anuncio para cubrirse las espaldas. Incluso con la toma extra, el anuncio quedó acabado en dos horas justas, ahorrando a la compañía anunciante unos doscientos mil dólares en sueldos. La compañía trató de amarrar a Joshua con un contrato en exclusiva antes de que se terminara el anuncio. Lo rechacé amablemente. Joshua se meó en los zapatos del representante de la compañía.

Para cuando volvimos a casa, Al Bowen había recibido diez llamadas telefónicas pidiendo a Joshua para un anuncio. Dejamos que Bowen escogiera; tengo la clara impresión de que Bowen estaba aprovechando la oportunidad para devolver algunos favores. No era un hippie desprendido, después de todo. No es que nos molestara ni a Joshua ni a mí. Joshua se lo estaba pasando bien y a mí no me importaba vagar por el plato, picotear de la mesa del catering y ponerme al día con mis lecturas.

A Joshua le gustaba especialmente tratar con perros ahora que era uno de ellos: cuando no estábamos en un plato, íbamos a la playa o a un parque donde podía alejarse, meneando la cola, para conocer y saludar a otros miembros de la especie. Yo sospechaba que su entusiasmo por los otros perros probablemente procedía de Ralph, que se había pasado casi toda la vida sin disfrutar de la compañía de otros perros y ahora compensaba el tiempo perdido. Pero claro, desde que Joshua estaba en la Tierra, también había estado solo la mayor parte del tiempo. Así que tal vez los dos estaban compensando el tiempo perdido.

La tendencia a cotillear con mala uva era, sin embargo, puro Joshua.

—¿Ves ese perro de allí? —Joshua señaló a un pastor alemán con el hocico—. Tengo entendido que estuvieron a punto de despedirlo la semana pasada porque no dejaba de lamerse los genitales delante de la cámara.

—Basta —dije—. Qué cosas más horribles dices de tu coprotagonista.

—Eh, yo no he iniciado el rumor —protestó Joshua—. Y de todas formas, es cierto. Oí a su entrenador hablar con otro mientras estaba en el plato. Por lo que entendí, sin las cámaras, hace su escena a la perfección. No se podía pedir un perro mejor entrenado. Pero en cuanto oye las cámaras en marcha… zas, zambullida a la entrepierna. Es el sonido de las cámaras, creo. Un perro tan bonito, ya sabes. Una verdadera lástima.

—¿Sabes? Tus chismes serían mucho más interesantes si fueran sobre seres humanos —afirmé.

—Tal vez para ti —insinuó Joshua—. Pero yo estoy en el universo canino, Tom. Es un juego completamente diferente. ¿Ves esa caniche? Tiene garrapatas. Le vi una cuando estábamos haciendo esa escena cerca de los árboles. Tenía el tamaño de un todoterreno, Tom. Tuve miedo.

—No creo que ninguno de los otros perros llegue a apreciarte si supieran cómo hablas de ellos a sus espaldas.

—Bueno, esa es la cuestión —dijo Joshua—. No puedo decírselo a ninguno de ellos, ¿no? No poder hablar es una perrería, Tom.

—¿Es eso un sarcasmo?

—Por supuesto.

Al Bowen eligió ese momento para acercarse.

—Pasa usted mucho tiempo hablando con ese perro —comentó.

—Bueno, también lo veo a usted hablando con sus perros —respondí—. Y con sus otros animales.

—Yo les hablo a mis perros —rectificó Bowen—. Usted, sin embargo, habla como si mantuviera una conversación. Le veo hablarle a Joshua desde el otro lado del plato. No sé cómo explicárselo, Tom. Puede que tenga el perro más listo del mundo, pero sigue sin hablar.

—¿Que no habla? —dije, fingiendo incredulidad—. ¿Que no habla? Joshua, ¿qué hay en lo alto de una casa?

Joshua soltó un ladrido que podría haber sonado como «roof[7]», si uno hubiera bebido suficiente.

—¿Y al pie de un árbol?

Esta vez podría haber sido «root[8]».

—¿Y quién es el mejor jugador de béisbol de todos los tiempos?

El ladrido, con un poco de ayuda, podría haber sido un «Ruth[9]».

—Ahí lo tiene —dije—. Un perro parlante.

—Muy gracioso —respondió Bowen—. ¿Puede llevar por favor su perro parlante al plato? Es la última toma del día. Lo necesitamos como el tipo fuerte y silencioso, si no le importa. —Nos dio la espalda y se marchó.

—Hmmmm —apuntó Joshua—. Creo que tendría que haber dicho «DiMaggio».

—No me puedo creer que te supieras el chiste.

—Entre mi cerebro, el cerebro de Ralph, y los recuerdos de Carl, te sorprendería las cosas que tengo aquí dentro —respondió Joshua—. Bueno, vamos allá. Me encantan esos sabrosos bocaditos de hígado que me dan cada vez que hago bien una escena.

Echó a correr hacia el plato, dirigiéndose al pastor alemán al que había estado apuñalando por la espalda unos momentos antes.

El pastor alemán, ajeno a la traición de Joshua, lo saludó con una babosa sonrisa canina.

Fue un momento feliz. Recuerdo al menos ese detalle.

Respondí al móvil al segundo tono.

—Michelle no puede haber terminado con el asunto del látex —dije—. Apenas son las cinco.

—Tom, tienes que venir —me urgió Miranda. Su voz sonaba extraña, forzada—. Tenemos un problema. Un problema gordo.

—¿Qué problema?

—No es algo de lo que querrías hablar por un teléfono móvil —me advirtió Miranda.

—Es un teléfono digital, Miranda. A prueba de fisgones. ¿Qué es lo que ocurre?

Silencio al otro lado del teléfono.

—¿Miranda?

De repente, Miranda volvió a hablar.

—Michelle está en el hospital, Tom. Es malo. Muy malo. Creen que tiene lesiones cerebrales. Piensan que puede morir. Le acaban de poner un respirador y están tratando de decidir qué hacer a continuación. Tienes que venir, Tom. Está en el hospital Valle de Pomo na. Está saliendo de la 10. Date prisa.

—Muy bien —dije—. Voy para allá, Miranda.

—Date prisa, Tom.

—Lo haré.

—Date prisa —repitió, y entonces colgó.

Después de que colgara me di cuenta de que su voz sonaba rara porque había estado llorando.