Carl miró su reloj.
—Maldición —refunfuñó—. Me he perdido la reunión de las cuatro.
—La premier de La llamada de los malditos fue hace cuatro meses, Carl —apunté—. ¿Qué han estado haciendo desde entonces?
—Exprimiendo a Joshua, me imagino. Acuérdate de que tiene mis recuerdos. Es mejor que tenerme a mí allí, pues no creo que estuviera preparado para una absorción cerebral diaria. Fue idea de Joshua que los yherajk nos usaran como agentes.
—No lo pillo. Si tienen todo tu conocimiento, no veo por qué me necesitas a mí para que haga algo por ellos.
—Bueno, siguen siendo cubos de gelatina —dijo Carl—, lo cual limita su capacidad para relacionarse. Pero creo que hay algo más. Creo que ya tienen un plan, pero quieren saber que yo, y ahora tú, lo aceptamos. Para ellos no es sólo una cuestión de cuál es la forma más eficaz de hacer algo, pues de lo contrario Joshua se estaría dirigiendo a las Naciones Unidas ahora mismo. Pero está la idea que los yherajk tienen de entregarse hasta en el momento más crucial, incluso en sus estrategias reproductoras. Creo que una vez más nos ceden el momento a nosotros. Están diciendo: tomad, confiamos en que cojáis esto, el momento más importante de la historia de nuestras dos razas, y haced que funcione.
—Eso es mucha confianza —afirmé.
—Sí, bueno, sinceramente, también es molesto —contestó Carl—. No estoy diciendo que deberíamos rechazar la responsabilidad, en absoluto, pero toda la presión es para nosotros; si sale mal, el fracaso recae completamente sobre nuestros hombros. Sobre ti, Tom, ya que te la he endilgado. ¿Has pensado, desde que empezamos con esto, lo que estamos haciendo?
—He intentado evitar hacerlo —respondí—. Me abruma un poco. Intento concentrarme en las cosas más pequeñas, como esperar que Joshua vuelva pronto.
—Probablemente sea la actitud correcta —admitió Carl—. Pero yo sí que lo pienso. Es monumental y abrumador… Ojalá hubiéramos terminado ya.
—Va a salir bien, Carl. No te preocupes —lo animé. Me había sorprendido su comentario; no sonaba al Carl Lupo que todos conocíamos y temíamos.
Carl debió de darse cuenta, porque de repente mostró una sonrisa lupina, fiel a su nombre.
—Puedo contarte estas cosas, Tom, porque los dos formamos parte del mayor secreto que jamás haya tenido nadie…; ninguna otra persona me creería. Ni a ti tampoco. ¿A quién más vamos a contárselo?
—Es curioso. Joshua dijo una vez lo mismo.
—De tal palo tal astilla —declaró Carl, y se levantó—. Bueno, vamos, Tom. Tenemos que regresar. No puedo mantener a Rupert esperando mucho más tiempo. Se pone nervioso cuando tiene que estar de pie.
—¿Tres horas y media para almorzar? —preguntó Miranda mientras me seguía al interior del despacho—. Eso es un poco extravagante, incluso para los baremos de Hollywood. Tu jefe te mataría, si no fuera porque has almorzado con él.
—Lo siento, mamá —respondí—. Haré todos mis deberes antes de salir esta noche.
—No te hagas el listo o te quedarás sin postre —replicó ella—. ¿Te gustaría escuchar tus mensajes, o quieres seguir dándole a la lengua?
—Oh, me gustaría oír los mensajes, por favor —afirmé mientras me sentaba.
—Eso está mejor —replicó Miranda—. Tienes seis, cuéntalos, seis mensajes de Jim van Doren. En un período de dos horas antes de tu almuerzo. Creo que eso es acoso según las leyes de California.
—Ojalá fuera cierto. ¿Qué es lo que quiere?
—No lo dijo. Sin embargo, no parecía particularmente contento. Sospecho que si sus jefes de Espectáculo no lo han arrojado a la hoguera, están en proceso de hacerlo. Carl me llamó esta mañana para pedirme algo de información sobre ese programa de seguimiento guiado tuyo. Mencionó que planeaba sacar a Van Doren y a Espectáculo en el Times. No parecía prometedor para ninguno de los dos, si quieres mi opinión.
—Bien —dije—. Eso hará que los dos se vuelvan más molestos. ¿Alguien más?
—Llamó Michelle. Al parecer tiene algún tipo de dificultad con la gente de Tierra resucitada. Dijo algo de una máscara de látex. No me pareció que tuviera mucho sentido. También dijo que Ellen Merlow está definitivamente fuera de Malos recuerdos, y que ahora consideraba que era apta para el papel porque se ha leído «Iceman en Jerusalén» —Miranda me miró, confundida—. ¿No se referirá a Eichman en Jerusalén?
—Dale un poco de cuartelillo, Miranda —le sugerí—. Ha pillado dos tercios del título.
Miranda hizo una mueca.
—Sí, bueno, y apuesto a que esa será la media del resto del libro también. De todas formas, llamará más tarde. Ultimo mensaje, de tu misterioso amigo Joshua. Dice que está bien, y que no llames, que está ocupado en este momento pero que estará allí cuando llegues, signifique eso lo que signifique. ¿Tratando con gente peligrosa de nuevo, Tom?
—No digas bobadas —repuse. ¿Por qué no debía llamar? A pesar de la confirmación de Joshua, estaba preocupado. Combatí la necesidad de coger el teléfono. Decidí pensar en cambio en otra tarea completamente inútil—. Miranda, ¿podrías ponerme con Roland Lanois?
—Por supuesto. ¿Quién es?
—Miranda —exclamé, fingiendo sorpresa—. Eres tan pueblerina… Es el director y productor de la oscarizada película Los campos verdes, y también de la inminente Malos recuerdos. Su productora está en los estudios de la Paramount, creo.
—¿Qué? —exclamó Miranda—. Tom, no puedes hablar en serio. No irás a conseguirle a Michelle ese papel, ¿verdad?
—¿Por qué no? No está totalmente fuera del reino de lo posible que pueda conseguirlo, ¿sabes?
Miranda puso los ojos en blanco y alzó las manos al cielo.
—Llévame ahora, Dios. No quiero seguir viviendo aquí.
—Oh, basta ya. Y búscame a Roland.
—Tom, los dioses de la decencia me imploran que te impida hacer esa llamada.
—Tienes un aumento del diez por ciento en tu salario si me pones a Roland al teléfono ahora mismo.
Miranda parpadeó.
—¿De verdad?
—Carl lo aprobó en el almuerzo. Así que tienes una opción. Decencia o un aumento. Tú decides.
—Bueno, hoy ya he hecho mi buena acción por la humanidad —decidió Miranda—. Es hora de cobrar.
—Eso es lo que me gusta de ti, Miranda. Tus sólidos valores morales.
Miranda dio un pasito de baile mientras salía del despacho. Sonreí. Luego cogí el teléfono e hice una rápida llamada al móvil de Joshua.
No hubo respuesta.
Roland estaba en una reunión, pero su secretaria dijo que le encantaría tener una charla si no me importaba pasarme por sus oficinas dentro de una hora.
—Roland odia hablar de negocios por teléfono —dijo la secretaria—. Dice que le gusta tener cerca a la gente por si tiene que apuñalarla.
Ya eran más de las cuatro y media. Si quería llegar a los estudios de la Paramount en una hora, tendría que salir ahora mismo. Le di instrucciones a Miranda para que me llamara inmediatamente si Joshua llamaba, y me marché.
A medio camino, en Melrose, me di cuenta de que me estaban siguiendo. Un decrépito Escort blanco tres coches por detrás permanecía constantemente tres coches por detrás; cada vez que uno de los coches que había entre nosotros cambiaba de carril, el Escort se pasaba peligrosamente al otro carril, dejaba que lo adelantara otro coche, y luego regresaba peligrosamente al carril anterior, manteniendo el correspondiente espacio de seguridad. Los constantes toques de claxon que causaban estas maniobras atrajeron mi atención en primer lugar. En cierto modo fue un alivio: si hubiera sido el gobierno, o matones de la mafia, no habrían sido tan ineptos.
Me acercaba a un semáforo. A propósito, reduje la velocidad para perderme el ámbar (la primera vez que recordaba haberlo hecho), y cuando se puso en rojo, paré el coche, eché el freno de mano, abrí el maletero, encendí las luces de emergencia y bajé del coche. Rebusqué en el maletero justo cuando el conductor que tenía detrás, en un oxidado Chevrolet Monte Carlo, empezaba a gritarme en español. Se calló al darse cuenta de que sacaba un bate de aluminio, olvidado allí desde la última temporada de softball.
El tipo del Escort blanco ni siquiera me vio venir. Mientras yo recorría la calle, él hablaba furtivamente por el móvil. Los rasgos blancos y regordetes del tipo se hicieron reconocibles mientras me acercaba. Era Van Doren, naturalmente.
Me detuve junto a la ventanilla del conductor, le di la vuelta al bate para sujetarlo por el extremo grueso, y golpeé con fuerza la ventanilla con la parte del mango. Van Doren se sobresaltó con el ruido y miró alrededor, confuso. Tardó unos cinco segundo® en darse cuenta exactamente de quién llamaba a su puerta. Se pasó otros tres intentando calcular cómo salir pitando antes de darse cuenta de que estaba encajonado. Finalmente, sonrió con mansedumbre y bajó la ventanilla.
—Tom —exclamó—, qué pequeño es el mundo.
—Sal del coche, Jim —dije.
Los ojos de Van Doren se clavaron en el bate.
—¿Por qué?
—Mientras me estés siguiendo, eres un peligro para los otros conductores —le hice saber—. No puedo tener sobre mi conciencia otra muerte que no sea la tuya.
—Creo que me quedaré en el coche —respondió Van Doren. —Jim, si no bajas del coche exactamente dentro de tres segundos, voy a liarme a porrazos con el parabrisas.
—No te atreverás —replicó Van Doren—. Hay una calle entera llena de testigos. Con cámaras en los teléfonos.
—Esto es Los Angeles, Jim. Nadie va a sacar el móvil a menos que yo lleve placa. Una. Dos.
Van Doren abrió apresuradamente la puerta y se desabrochó el cinturón de seguridad.
—Muy bien —dije una vez hubo bajado del coche—. Vamos. Cogeremos mi coche.
—¿Y el mío? No puedo dejarlo aquí.
—Claro que puedes —afirmé—. La policía vendrá de un momento a otro a recogerlo.
—Por favor —suplicó Van Doren—. No puedo. Es un coche de la empresa.
—Deberías haberlo pensado antes. Vamos, Jim. Menos charlar y más caminar. El semáforo ha cambiado ya.
Le di un empujoncito con el bate. Echó a andar. Subimos a mi coche y conseguimos saltarnos el siguiente semáforo en ámbar, restaurando así mi equilibrio kármico de tráfico.
Van Doren vio cómo su Escort se perdía en la distancia.
—Quiero que sepas que esto equivale a un secuestro —dijo.
—¿De qué estás hablando? Allí estaba yo, en un semáforo, preocupándome por mis cosas, cuando abriste la puerta de pasajeros y te sentaste en mi coche. Empezaste a hacerme preguntas embarazosas. Un verdadero coñazo. Pero, naturalmente, ya habías hecho esto antes. Dejaste seis mensajes en mi despacho hoy mismo, por cierto. Te llevo en mi coche para seguirte el juego. Después de todo, estás actuando de manera un tanto errática. Si hay alguien en peligro aquí, Jim, soy yo.
—Te olvidas de nuevo de los testigos —insistió Van Doren.
—Oh, venga ya —dije, pasando al carril de la izquierda—. Todos los que estaban allí han adelantado ya a tu coche y se han perdido hacia la puesta de sol. Lo único que hay es un coche abandonado en mitad de una arteria de tráfico importante. Si yo fuera tú, Jim, empezaría a inventarme una coartada ahora mismo. Normalmente, te sugeriría que te han robado el coche, pero nadie te va a creer. Conducías un Escort.
Van Doren se me quedó mirando durante unos instantes, luego asintió para sí, como si cayera en la cuenta de algo.
—Creo que tenía razón —declaró—. Se te ha ido por completo la olla.
Suspiré y giré hacia el norte.
—No, Jim, pero estoy cansado de ti. Tu artículo sobre mí era un puñado de mentiras de principio a fin. Hizo que dos de mis clientes más importantes me dieran la patada. No hay nada en él que sea cierto, y has causado mucho daño a mi carrera. Posiblemente podría demandaros a ti y a Espectáculo por libelo y ganar.
—Te costaría trabajo demostrar que hubo malicia —repuso Jim.
—No lo creo. Después de todo, viniste a hacer un perfil sobre mí, y cuando me negué, salió ese artículo. Dada la cantidad de mierda que flota en la superficie de tu revista cada semana, creo que un buen abogado probablemente podría convencer a un tribunal de que me la tenías jurada. Apuesto a que nuestros abogados son mejores que los vuestros.
—¿Por qué me estás amenazando?
—Es sencillo. Quiero que me dejes en paz. No te he hecho nada, ni a nadie, aparte de intentar ser el mejor agente para mis clientes. No fumo crack. No me acuesto con niños pequeños. No descuartizo animales por diversión. No hay nada que contar, Jim. Déjame tranquilo.
—Bueno, hay un problema, Tom —repuso Van Doren—. No te creo. Tal vez no estés perdiendo la cabeza, aunque en este momento lo dudo. Pero guardas algo en la manga, y algo extraño. —Alzó una mano y empezó a enumerar sus argumentos—. Primero, mi jefe recibe una llamada del Times esta mañana sobre tu «programa de seguimiento guiado». Dicen que Carl Lupo dijo que este programa lleva algún tiempo en marcha. Pero yo sé con toda seguridad que no es así… Mi contacto dentro de tu compañía me lo dijo.
—Ese no sería el mismo «contacto» que usó tu artículo para robarme a uno de mis clientes, ¿no?
—No sé nada de eso —replicó Jim—. Aunque he oído que le rompiste la nariz a un agente el otro día.
—No está rota. Sólo magullada.
—Segundo —continuó Van Doren—, hoy has almorzado con Carl Lupo durante casi tres horas. Tres horas, Tom. La última vez que Carl Lupo almorzó con alguien durante tres horas, se unió a Century Pictures como presidente. Definitivamente, algo se cuece entre vosotros.
—¿Nos observaste durante tres horas mientras almorzábamos? Jim, necesitas tener una vida propia.
Van Doren soltó una son risita.
—Tal vez sí. O tal vez ya tenga una vida, siguiendo el artículo más grande de Hollywood, un artículo que me permitirá dejar de escribir mierda sobre agentes del tres al cuarto que no le importan a nadie. Podrías facilitarme las cosas y decirme de qué se trata, y entonces te dejaré en paz.
—Bien —dije—. Carl y yo estamos preparando el terreno para un encuentro entre humanos y alienígenas venidos del espacio. Él incluso ha estado en su nave. Yo tengo uno alojándose en mi casa. Su mejor amigo es un perro.
—Muy bien —asintió Van Doren—. Eso sí me lo creo. Una nave espacial. ¿Estaba allí Elvis con Jim Morrison y Tupac Shakur?
—Pues claro que no. Eso es una tontería.
—Bien. No me importa que no me lo cuentes, Tom —continuó Van Doren—. Pero no esperes que me lo trague. Está pasando algo y lo voy a averiguar. Trabajo para una revista de mierda, pero no soy un periodista de mierda. Soy bueno en lo que hago, pienses lo que pienses.
—Si eres tan bueno, ¿cómo es que me has seguido tan mal hace un momento?
—Oh, eso —exclamó Van Doren, sonriendo de nuevo—. Es que soy muy mal conductor.
Paré el coche. Van Doren miró alrededor.
—¿Dónde estamos?
—En el lugar donde te bajas de mi coche.
—¿Vas a dejarme aquí? —preguntó.
—Bueno, no creerías que iba a llevarte a donde voy, ¿no?
—Tío, eres la maldad personificada.
Se bajó del coche, luego dio la vuelta y se agarró a la puerta durante un momento.
—Por cierto, Tom, no hay baños de azufre por esta zona. Y tu padre está muerto y tu madre vive en Arizona, lo cual hace que sea difícil cenar con ellos en un caso e imposible en el otro. Si aquí no hay un artículo, ¿por qué empezaste a mentirme desde el principio?
No respondí. Cerró la puerta, se metió las manos en los bolsillos, y se marchó.
Roland Lanois asomó la cabeza desde el interior de su despacho.
—Lo siento, Tom —se disculpó—. Se me ha hecho un poco tarde y tenía que terminar con el papeleo.
—No hay problema. A mí también se me ha hecho tarde. Tuve que acompañar a alguien con el coche.
—Bueno —dijo Roland, abriendo la puerta del despacho—. Estamos perdonados los dos. Entra en el santuario, Tom.
Roland Lanois, nacido en Montreal, educado en Oxford y Eton, era culto, sofisticado e ingenioso; tenía buen gusto y fama en toda la industria por ser el productor más exquisito del negocio. La mayoría de la gente que lo conocía asumía que era gay. De hecho, se abría paso entre su público femenino como una cosechadora en un campo de trigo. La gente de Hollywood no está acostumbrada a que los hombres heterosexuales tengan ningún tipo de cultura.
—¿Puedo ofrecerte algo, Tom? —preguntó Roland—. ¿Una copa? Los representantes de Elien Merlow acaban de enviarme un Glenlivet de dieciocho años con muy buena pinta. Sería un honor si me ayudaras a descorcharla.
—Gracias —acepté, sentándome en el sofá—. Sin hielo, por favor. Con un poquito de agua, si es posible.
—Ah —exclamó Roland mientras abría la botella—. Un hombre refinado. Tengo un poco de Evian que nos servirá. Lo ideal, claro, sería un poco de agua del lugar donde se hace el escocés, pero habrá que contentarse. De todas formas, la mayoría de la gente de esta ciudad le pone hielo al whisky. Son unos salvajes.
Roland sirvió las copas.
—¿Cómo es que han enviado el whisky los representantes de Ellen? —pregunté.
—Oh, vamos, Tom —respondió Roland, mirándome con una leve sonrisa—. No estarías aquí si no supieras ya que Ellen está fuera de Malos recuerdos. Parece que va a aceptar un papel más regular, y lucrativo, en la televisión.
Roland dijo «televisión» como si al formar la palabra le dolieran los dientes.
—Quiero que sepas que lamento oír eso. Habría estado magnífica en el papel.
—Sí, es cierto. —Roland había sacado la Evian y administraba delicadamente unas gotas en nuestros vasos—. Era perfecta. Una actriz brillante, con la edad adecuada, y atrae al público al que nos dirigimos. Pero está en trámites de divorcio, y no parece que su acuerdo prematrimonial sea fácil de digerir. Le preocupa poder mantener su estilo de vida después del divorcio. Un rancho de caballos, al parecer, se lleva más dinero del que tú o yo sospecharíamos.
Roland me entregó el whisky y se sentó al otro lado del sofá.
—Y como sabes, no trabajamos con un presupuesto muy holgado en Malos recuerdos. Así que abandona el barco para interpretar a una madre de un barrio residencial cuyo mayordomo es un alienígena. Se lleva doscientos cincuenta mil dólares por episodio. La NBC se ha comprometido a comprar cuarenta y cuatro. Ella se queda con su rancho de caballos, y yo con el culo al aire. Salud.
Roland extendió la mano para hacer entrechocar nuestros vasos. Bebimos.
—Demonios, sí que es un buen whisky —dije.
—Sí, bastante bueno. Por eso me lo enviaron, para suavizar el golpe. Extrañamente, lo enviaron con un puñado de salchichas de Hickory Farm. Curioso, ¿no? Sospecho que tienen un nuevo ayudante que no está acostumbrado a cómo funcionan estas cosas. Al menos no vino con una de esas cestas de fruta con un globo y un animal disecado. Creo que me habría suicidado.
—Los globos no están tan mal —bromeé.
—No, lo que acabaría conmigo sería el animal disecado —puntualizó Roland—. Bueno, Tom. No has venido a compadecerte conmigo por mi proyecto, aunque has sido muy amable al hacerlo hasta este momento. ¿Qué tienes en mente?
—Está bien, iré al grano. Tengo una clienta que está muy interesada en conseguir el papel que Ellen Merlow ha dejado vacante en Malos recuerdos. Michelle Beck.
—Oh, sí, es verdad —asintió Roland—. Llama casi todos los días, insistiendo. Se ha hecho buena amiga de mi ayudante, Rajiv, de hecho, hasta el punto de que el pobre muchacho está prácticamente arriesgando el cuello por contarle todas las cosas que se supone que son secretos de producción. Un problema, pero uno es consciente del efecto que alguien como la señorita Beck tiene sobre los varones jóvenes. Probablemente Rajiv estará presumiendo con sus viejos amigos de la universidad. No he tenido valor para despedirlo.
—Eres un buen hombre, Roland Lanois.
—Gracias, Tom. Últimamente no lo oigo lo suficiente.
Volvimos a entrechocar los vasos, y entonces Roland se acomodó en el sofá, la mano en la barbilla. Pareció que estaba sopesando algo importante, y de hecho tenía la capacidad intelectual para hacerlo.
—Dime, Tom, ¿qué te parece Michelle Beck para el papel?
—Supongo que eso depende de si me lo preguntas como agente o como amante del cine —respondí.
—Ja ja ja —rio Roland, con los ojos brillando de diversión—. Me gustaría oír primero la respuesta del agente.
—Sería magnífica —contesté—. Es atractiva, es taquillera, te garantizará sin ninguna duda una recaudación de veinte millones el primer fin de semana más una fuerte taquilla en los estrenos en el extranjero.
—¿Y como amante del cine?
—Tendrías que estar chalado perdido para ofrecerle el papel.
—Caramba —exclamó Roland, al parecer, impresionado—. Eso es algo que no suele oírse en boca de todos los agentes.
Me encogí de hombros.
—No te estoy diciendo nada que no sepas ya. Y parecería un idiota si dijera otra cosa.
—Lo que me parece interesante —dijo Roland—, es que pienses que estaría loco si le ofreciera el papel y, sin embargo, aquí estás, dispuesto a pedirme que lo haga. Es un ejemplo de doblepensar casi orwelliano. Me fascinará oír cómo reconcilias las dos posturas.
—No hace falta ninguna reconciliación —contesté—. Creo que probablemente ella no sirve para el papel. Seré sincero en eso. Pero…, y aquí hay algo que tampoco vas a oír decir a muchos agentes, yo podría estar equivocado, y equivocado a lo grande. Puedo citarte un montón de actores y actrices que nadie sospechaba que pudieran coger un papel que no les iba y hacerlo funcionar. Sally Field fue Gidget[6] durante años. Ahora tiene dos Oscars. Sin ir más lejos, el primer papel en el cine de Ellen Merlow fue una película de terror que pasó directamente al mercado del vídeo.
—No lo sabía —admitió Roland.
—Ciudad Sangrienta III: El despertar. También tiene el primer y único desnudo de Ellen hasta el momento.
—Vaya. Tendré que buscarlo.
—Ahora Ellen tiene dos Oscars también. Mi argumento es que el hecho de que yo piense que Michelle no es adecuada para el papel no significa que no lo sea.
—Muy bien, argumento anotado —asintió Roland—. Pero tenemos la complicación de que la señorita Beck no tiene la edad adecuada ni, digámoslo de la manera más delicada posible, la cantidad adecuada de energía intelectual.
—Tenemos actrices de cuarenta años que mueven cielos y tierra para que parezca que tienen veinticinco —repliqué—. Creo que podemos hacer que la tecnología cosmética funcione también en la otra dirección. Podríamos tener que reducir la edad del personaje media década o así, pero eso no va a restarle en absoluto impacto a la historia. Y en cuanto a la parte intelectual, puede sorprenderte saber que Michelle ha estado leyendo recientemente a Hannah Arendt.
—Sí que me sorprende —admitió Roland.
—Mi secretaria Miranda y ella estuvieron discutiendo sobre el libro esta misma tarde —afirmé. No mencioné que Michelle se había equivocado con el título del libro.
Roland apoyó el brazo en lo alto del sofá y bebió su whisky, pensativo. Entonces negó con la cabeza.
—Lo siento, Tom —dijo—. Pero me cuesta mucho ver a Michelle Beck en este papel. No me atrevo a ofrecérselo y que acabe siendo un fiasco para mí y para ella. Ya ves en qué posición me hallo.
—No te estoy pidiendo que le des el papel. Todo lo que estoy pidiendo es que le hagas una prueba. Si la caga, bien. Pero ella sabrá que lo ha intentado. Sabrá que yo hice el esfuerzo. Conociendo a Michelle, eso la hará esforzarse más en lo próximo que haga. Y una vez más: los dos podríamos estar equivocados en esto. No hace ningún daño cubrir todas las posibilidades. Roland, ¿cuál es ahora mismo el estado de la película?
—Se ha pospuesto, naturalmente —declaró Roland—. Estábamos en proceso de contratar al equipo y ahora tenemos que dejar que se marchen. Es un maldito inconveniente… Voy a perder a Januz, mi director de fotografía, para que se vaya a otro proyecto. Una película infantil. Sobre primates. —Hizo una mueca—. Esas cosas nunca salen bien. No sé en qué está pensando.
—¿Tienes a alguna otra actriz prevista?
—Ninguna de las realmente buenas. Una vez seleccionada Ellen, todas aceptaron otros compromisos. Lo más pronto que tendremos abierta nuestra lista de opciones de clase A será dentro de nueve meses como poco. Tenemos algunas de clase B que podrían hacerlo, pero no es el tipo de película que tenga éxito sin un protagonista de renombre.
—Bueno, entonces no tienes nada que perder.
Roland volvió a adoptar su pose pensativa.
—Aunque Michelle superara nuestras expectativas, no veo cómo podríamos permitírnosla —afirmó—. Ya sabes que los estudios no invierten dinero en este tipo de cosas.
Interiormente bailé la danza de la victoria. Cuando un productor empieza a hablar de dinero, significa que ha despejado cualquier problema filosófico que pudiera tener con tu cliente. Ahora nos dirigíamos hacia los pasos finales del baile. Por fuera, naturalmente, no mostré ninguna emoción.
—Michelle no quiere hacer esta película por el dinero —dije—. Creo que, si supera nuestras expectativas, podríamos llegar a un acuerdo en lo referente al caché.
Un minuto más de pose pensativa.
—Muy bien, vale —asintió Roland—. Supongo que no puede hacer daño echarle un vistazo. Y si, Dios mediante, nos sorprende y ponemos la producción en marcha, tanto mejor. Para serte sincero, Tom, estaba pensando en abandonar Malos recuerdos por otro proyecto, que de hecho va en la misma línea… Un drama sobre el Holocausto, quiero decir.
—¿De veras?
—Sí, bueno —Roland ladeó la cabeza en lo que sospeché era su versión de un gesto de indiferencia—, en realidad todavía no es un proyecto. Es sólo un guión… Nos lo envió un estudiante de la NYU, pero es maravilloso. Trata de un poeta polaco, católico, al que meten en un campo de concentración nazi por ayudar a los judíos durante la segunda guerra mundial.
—¿Krzysztof Kordus? —pregunté.
Roland pareció sorprendido.
—Sí, eso es, ese es el tipo. Una vez más, Tom, estoy impresionado. La mayoría de la gente en este negocio no sabe nada que no lean en Variety. Pues este guión es brillante, realmente conmovedor. Hicieron algo sobre ese tal Kordus hace un par de décadas en televisión —de nuevo, casi escupió la palabra—, pero este guión es muy superior a lo que hicieron entonces. El problema ahora, claro, es conseguir permiso para usar la obra de este tipo en la película. Voy a hacer que Rajiv averigüe quién está a cargo de los derechos literarios de Kordus, y ver qué podemos conseguir. Probablemente nos costará un ojo de la cara. Así es como funcionan estas cosas.
—No hace falta que Rajiv se ponga a investigar nada —dije—. Puedo decirte quién administra los derechos literarios de Krzysztof. Lo tienes delante.
Roland quitó el brazo del sofá y se inclinó hacia delante.
—Venga ya —dijo—. No puedes estar hablando en serio.
—Es verdad. Mi padre era el agente de Krzysztof. Cuando Krzysztof murió, nombró a mi padre administrador de su legado. Cuando murió mi padre, yo heredé el cargo. Traté de entregar el legado de Krzysztof a un agente literario de verdad, pero su familia me pidió que continuara con él. Querían mantenerlo dentro de la familia, como si dijéramos. Yo no podía decir que no, así que acepté. No es un trabajo muy difícil, ya que los contratos de sus libros ya están firmados. Todo lo que hago es repasar los contratos y enviar a su hija un cheque cada tres meses.
—Tom —declaró Roland—, me alegra muchísimo que te hayas pasado por aquí. Espera un momento y te enseñaré el guión de este proyecto. Léelo y hablamos.
—Dos guiones, si no te importa —le pedí—. Recuerda por qué vine aquí en primer lugar.
—Pues claro, por supuesto, preparemos esa prueba. ¿Dentro de una semana estaría bien? ¿Digamos a mediodía?
—Sería perfecto.
—Magnífico —dijo Roland, y se levantó—. No te vayas a ninguna parte; vuelvo en un santiamén.
Salió a pedirle los guiones a su ayudante. Yo terminé mi whisky. Era un whisky muy bueno.
Llamé a Michelle con la buena noticia en cuanto llegué a casa. Ella chilló como un cerdito feliz, cosa que para mí no hablaba en favor de sus posibilidades para conseguir el papel.
—¡Gracias, Tom, gracias, gracias, gracias! —exclamó—. ¡Soy tan feliz! ¡No puedo creerlo!
—Tranquila, Michelle —dije con amabilidad—. Hasta ahora, todo lo que tenemos es una prueba. Aún no has conseguido la película. Podrías ir sólo para descubrir que te odian.
Era mi manera sutil de prepararla para la decepción.
No funcionó.
—Oh, no me importa —afirmó—. Estoy preparada. He estado ensayando el papel. Se van a sorprender. Ya verás. Estarás presente, ¿verdad, Tom?
—Um… —reflexioné—. Oh, qué demonios. Estaré allí.
—Tom, podría besarte —exclamó Michelle.
—Tratemos de no estropear nuestra relación de agente y clienta —dije yo. Michelle se echó a reír. Sentí un escalofrío y cambié de tema—. Miranda me ha dicho que llamaste antes por un problema con la gente de Tierra resucitada. Algo sobre una máscara de látex.
—Oh, eso —dijo Michelle—. Tom, quieren verter látex sobre mi cabeza para poder hacer un muñeco que me doble, o algo así. No quiero hacerlo.
—Michelle, no es tan malo. Tienen que hacer esas máscaras para poder rodar tomas de tu cabeza haciendo cosas que normalmente una cabeza no puede hacer, como que se te hinchen las venas o te exploten los ojos. Cosas así. Todas las grandes estrellas de acción las tienen. Arnold Schwarzenegger lo ha hecho. De verdad, no eres una estrella de acción hasta que te han hecho una máscara.
—Pero te echan esa sustancia pegajosa en la cabeza y luego te quedas allí sentada durante horas —protestó Michelle—. ¿Cómo se respira con eso encima?
—Según tengo entendido, te meten unas pajitas por la nariz.
—Ni hablar.
Hubo un roce en la puerta trasera. Me volví a mirar y vi a Ralph al otro lado.
—Michelle, espera un segundo, tengo que dejar entrar a mi perro —dije.
—Tom, no puedo hacer lo de la máscara de látex. No quiero pajitas en la nariz. ¿Y si tengo que estornudar? ¿Y si se caen? ¿Cómo voy a respirar?
—Michelle, déjame que, oh, espera un segundo.
Solté el teléfono, corrí a la puerta y la abrí. Corrí de vuelta al teléfono. Ralph entró por la puerta.
—Michelle, ¿sigues ahí? —pregunté.
—No voy a hacerlo, Tom —insistió ella—. Soy claustrofóbica. Ni siquiera puedo ponerme una manta sobre la cabeza sin pasar miedo. No me importa si me despiden o no.
—No digas eso. Escucha, ¿cuándo se supone que te van a hacer esa máscara?
—Justo dentro de una semana. A las tres de la tarde. Tengo que ir a Pomona.
—Maldición. Es el mismo día que la prueba.
—Bueno, pues entonces no me podré hacer la máscara.
Ralph se me acercó y se sentó. Empecé a acariciarle la cabeza con los nudillos, ausente.
—¿Qué te parece si te acompaño a las dos cosas? —sugerí—. Te recojo y vamos a la prueba. Cuando la prueba termine, vamos a hacernos la máscara, y yo me aseguraré de que las pajitas estén en su sitio. ¿De acuerdo?
—Tom… —empezó a decir Michelle.
—Vamos, mujer. Después iremos a Mondo Chicken. Yo invito.
—Vale, de acuerdo —aceptó Michelle—. Siempre sabes decir lo más adecuado, Tom.
—Por eso me quieres, Michelle —dije. Colgué el teléfono y me arrodillé para acariciar las orejas y el pelaje de Ralph.
—Eh, Ralph —dije, con esa voz de idiota que se usa con los perros—. ¿Dónde está tu amiguito Joshua? ¿Tu amiguito? ¿Ese al que voy a matar por marcharse al bosque cuando le dije que no lo hiciera? ¿Dónde está el pequeño hijo de puta, Ralphie?
—¿Y a mí qué me cuentas? —respondió Ralph—. Sólo soy un perro.
Grité durante mucho mucho rato.