Uno imagina la raza humana reuniéndose con la primera especie alienígena y piensas en Encuentros en la tercera fase o tal vez en Ultimátum a la Tierra: grandes producciones con científicos, funcionarios del gobierno y un montón de música de fondo. El hecho es que el primer contacto con humanos se produjo por teléfono. Es poco espectacular si lo piensas a gran escala, pero en retrospectiva, me parece reconfortante. Y ahora que lo pienso, es típico de los yherajk: se morían por conocernos, pero son lo bastante educados para asegurarse antes de que son bienvenidos.
En su momento, sin embargo, pensé que era un bromazo telefónico. Porque, ¿quién piensa que los extraterrestres van a usar el teléfono?
La llamada se produjo a las once y cuarto. Yo acababa de regresar de la premier de La llamada de los malditos. Me escaqueé de la fiesta posterior porque no quería tener que decirle a nadie qué me parecía la película. Elise estaba en Richmond, Virginia, haciendo promoción de su libro… Recuerdo que me dejó un mensaje diciendo que tendríamos que comprarnos una granja para criar caballos cuando nos jubilemos. Joder, ¿qué demonios voy a hacer yo con caballos? Pero a ella le gustan. Nunca tuvo uno de niña.
Estaba sentado en el salón con mi segunda cerveza, escuchando a Fritz Coleman hablar sobre una de esas lluvias de estrellas anuales. Las Perseidas o las Leónidas. Nunca me acuerdo cuál es cuál. Fritz estaba hablando de ello cuando sonó el teléfono. Lo atendí.
—Diga —dije.
—Hola —respondió la voz al otro lado—. Me llamo Gwedif. Soy representante de una raza alienígena que ahora mismo está en órbita sobre su planeta. Tenemos una proposición interesante, y nos gustaría discutirla con usted.
Miré la pantallita LED del teléfono que mostraba la información de la llamada. No había nada.
—Esto no tendrá que ver con los productos Amway, ¿no?
—Por supuesto que no —me aseguró Gwedif—. Ningún vendedor aparecerá en su puerta.
Gracias a la cerveza, me sentía lo suficientemente relajado para no hacer lo que suelo hacer con las bromitas telefónicas, que es colgar. Y, de todas formas, era incluso interesante: cuando me llaman, suele ser algún aspirante a actor que busca representante. Estaba aburrido y Fritz había dado paso a la publicidad, así que le seguí el juego.
—Un representante de una raza alienígena —repetí—. ¿Como esos tipos de la secta de La Puerta del Cielo? ¿Están siguiendo un cometa o algo?
—No —respondió Gwedif—. Soy uno de los alienígenas. Y pasamos por Hale-Bopp de camino hacia aquí. No vimos ninguna nave espacial. Esa gente no sabía de qué estaban hablando.
—Uno de los alienígenas, nada menos —dije—. Eso es nuevo. Dígame, ¿funciona esto con otra gente? Quiero decir, me encanta, personalmente.
—No lo sé —respondió Gwedif—. No hemos llamado a nadie más. Señor Lupo, sabemos que parece increíble, pero pensamos que era la mejor forma de hacerlo…, saltarnos la parte ooh-ah tipo Spielberg e ir directos al grano. ¿Por qué ser tímidos? Sabemos que le gusta ser directo. Vimos ese documental de la PBS.
—Te acordarás de eso, Tom, hicieron que un equipo de rodaje de la KCET me siguiera durante un semana hace cosa de un año, cuando estaba preparando el casting de La llamada de los malditos para Sony. Lo exhibieron en un cine antes de pasarlo por la tele, así que puede entrar en la categoría para ser nominado al Oscar. Estoy seguro de que pueden ir olvidándose de los votos de los ejecutivos de Sony: el documental hace que parezca que los embauqué. Bueno, tal vez lo hiciera.
Sea como sea, los «alienígenas» lo vieron, y de ahí la llamada en cuestión. Y ahora querían fijar una reunión. Para entonces ya me había terminado la segunda cerveza y había ido al frigorífico a por la tercera. Así que me dije, qué demonios.
—Claro, Gwedif… No te importa que te llame G. wedif, ¿no?
—Para nada.
—¿Por qué no concertamos una cita para la semana que viene en mi despacho? Llama a recepción y pregunta por Marcella, mi secretaria.
—Hmmmm, eso va a ser difícil —repuso él—. Esperábamos poder charlar esta noche. Hay una lluvia de meteoritos ahora mismo.
No comprendí muy bien esa última parte, pero supuse que era inherente al paquete cuando estás hablando con «alienígenas».
—Muy bien —dije—. Charlemos esta noche.
—Magnífico —contestó Gwedif—. Estaré ahí abajo en unos quince minutos.
—Cojonudo —repliqué—. ¿Vas a necesitar algo? ¿Un aperitivo? ¿Una cerveza?
—No, estoy bien, aunque agradecería que encendieras la luz de la piscina.
—Claro, por supuesto —asentí—. Todo el mundo sabe que hay que encender las luces de la piscina cuando vienen alienígenas de visita.
—Hasta luego —dijo Gwedif, y colgó.
Me levanté del sofá, apagué la tele, y me dirigí a la puerta corredera de cristal que da a la zona de la piscina. El interruptor de la piscina está junto a la puerta, así que lo pulsé mientras la abría.
—Nunca has estado en nuestra casa, Tom, pero tenemos una piscina enorme, de tamaño olímpico. Elise nadaba en la UCSD y todavía la utiliza para mantenerse en forma. Yo chapoteo en la zona menos profunda… Floto mejor que nado.
Me tumbé en un sillón del patio y, seguí bebiendo mi cerveza y pensé en lo que acababa de hacer. Nunca invito a desconocidos a casa, ni siquiera a los que están cuerdos, y ahora acababa de invitar a alguien que se decía representante de una especie alienígena para charlar un rato. Cuanto más lo pensaba, más estúpido parecía, por supuesto. Unos diez minutos después, estaba convencido de que me había puesto en la picota para algún tipo de asesinato ritual hollywoodiense, de esos donde el locutor empieza a dar la noticia diciendo: «La víctima parecía conocer a su atacante, no hubo ningún tipo de lucha», y luego hay una toma de las paredes, que están todas manchadas de sangre. Me levanté para entrar en casa y telefonear a la policía, cuando me di cuenta de que un meteorito cruzaba el cielo.
Eso no era una gran cosa en sí misma. Había lluvia de estrellas, después de todo, y mi casa está lo suficientemente alta en las colinas como para que la contaminación lumínica no sea tan grave: llevaba viendo caer pequeños meteoritos todo el tiempo que estuve sentado allí. Pero la mayoría eran pequeños, lejanos, y velocísimos; este era grande, cercano, y caía del cielo directamente hacia mi casa. Parecía que se movía despacio, pero mientras lo contemplaba me di cuenta de que iba a impactar en unos cinco segundos. Aunque no hubiera estado paralizado, mirándolo, dudo que me hubiera dado tiempo de meterme en casa. Parecía que no iba a tener que preocuparme de que me asesinaran unos psicópatas, después de todo: iba a morir por la caída de un meteorito. En ese punto, una porción absurdamente racional de mi consciencia pensó: «¿Te das cuenta de cuáles son las probabilidades de ser alcanzado por un meteorito?».
A unos dos segundos del impacto, el meteorito se hizo añicos con un tremendo estallido sónico, y los diminutos pedazos de roca se vaporizaron en la atmósfera como una súbita exhibición de fuegos artificiales. Estaba mirando aturdido el punto de la explosión, parpadeando ante las imágenes residuales, cuando oí un sonido lejano y sibilante que se acercaba. Lo vi una fracción de segundo antes de que chocara contra mi piscina: un trozo de meteorito que tenía que ser del tamaño de un barril, dando vueltas y más vueltas. La explosión del meteorito debió de actuar como freno a su aceleración, porque si algo de ese tamaño impactara en mi patio trasero a la velocidad que llevaba el meteorito, ni yo ni ninguno de los vecinos habríamos vivido para contarlo.
Resulta que cayó en la piscina como un autobús, y me alcanzó una ola de agua calentada de repente. Surgió vapor del punto donde había impactado, en el fondo. Recuperé mi raciocinio lo suficiente para preguntarme cuánto iban a costarme los daños a la piscina, y si mi seguro de hogar cubría las lluvias de meteoritos. Tenía dudas al respecto. Varias luces de la piscina se habían apagado con el impacto. Corrí hasta la puerta y cerré el interruptor, para no tener agua electrificada, y a continuación encendí las luces principales del patio para echar un vistazo a los daños.
Milagrosamente, la piscina parecía tener buen aspecto, si no contabas las luces rotas. El agua burbujeaba todavía donde había caído el meteorito, pero incluso así, pude ver lo suficiente para comprobar que el hormigón no parecía roto. El trozo de meteorito había entrado con el ángulo justo en la piscina: la masa de agua, en vez de la masa de hormigón, había absorbido el impacto. No obstante, el nivel de agua de la piscina estaba un palmo más abajo que antes del «amerizaje».
Si mis vecinos oyeron algo, no dieron ninguna muestra de ello; o al menos nunca me enteré si lo hicieron. Los muros en torno al patio tienen tres metros de altura; los hice levantar allá por 1991, cuando tuve por vecino a un batería de heavy metal. Me harté de soportar sus fiestas y verlo a él y a sus mujeres celebrar orgías a base de cocaína en el jacuzzi, y fue más fácil construir el muro que conseguir que se marchara. Al final, resulta que no tendría que haberme molestado: una semana después de construir el muro, su esposa solicitó el divorcio y él tuvo que vender la casa como parte del acuerdo. George Post vive allí ahora. Cirujano plástico. Buen vecino. Tranquilo.
Después de que el agua se apaciguara, al cabo de unos instantes, oí un pequeño crack, y me asomé a la piscina a tiempo para ver un líquido denso manar de los restos del meteorito y flotar hasta la superficie. Era una sustancia transparente de aspecto oleoso. Flema espacial. Después de acumularse durante un par de minutos, la flema hizo algo sorprendente: empezó a moverse hacia el lado de la piscina. Cuando llegó al borde, un tentáculo salió disparado hacia el hormigón del patio y el resto de la flema salió del agua deslizándose a través de él. Cuando quedó totalmente fuera, lanzó otro tentáculo que se agitó durante un segundo, y luego se detuvo y volvió a reunirse con el resto de la flema. Empezó a deslizarse hacia mí.
Ni siquiera soy capaz de expresar qué se me pasó por la cabeza en ese momento.
—Tom. ¿Conoces esos sueños donde algo horrible se te acerca, y tú corres lo más rápido que puedes, pero te mueves a cámara lenta? Fue como esa sensación: horror disociado y total inmovilidad. Mi cerebro había dejado de funcionar. No podía moverme. No podía pensar. Estoy seguro de que hasta dejé de respirar. Todo lo que pude hacer fue mirar a esa cosa moverse por el patio hacia donde yo me encontraba. Por tercera y última vez esa noche, tuve la completa impresión de que iba a morirme.
La criatura se detuvo a unos dos palmos delante de mí y se convirtió en una forma compacta que parecía gelatina. Una protuberancia del tamaño de una pelota emergió en la parte superior y subió hasta el nivel de mis ojos sostenido por un tallo de masa viscosa. Y entonces «habló».
—¿Carl? Soy Gwedif. Hablamos por teléfono. ¿Preparado para tener una reunión?
Entonces hice algo que no había hecho nunca antes. Me desmayé en el acto.
Estuve fuera de combate sólo un par de segundos: me desperté y me encontré a Gwedif alzándose sobre mí. Lo olfateé: olía como una zapatilla de tenis vieja.
—Supongo que esto no estaba previsto —dijo.
Me aparté de él lo más rápido que pude y busqué el objeto peligroso más cercano. Mi botella de cerveza se había roto, así que la agarré y la blandí en la mano, con el extremo roto hacia fuera.
—Aagh —gimió Gwedif.
—Aléjate —le advertí.
—Tu arma aparta —dijo—. Hacerte daño no pretendo.
La frase resonó en mi cabeza durante un segundo antes de que recordara dónde la había oído: era una línea de diálogo de Yoda en El imperio contraataca. Me dejó tan fuera de juego que me relajé un poquito. Bajé la botella de cerveza.
—Gracias —dijo Gwedif—. Ahora, Carl, voy a avanzar hacia ti, muy despacio. No te asustes, ¿de acuerdo?
Asentí. Lentamente, como prometió, Gwedif avanzó hasta llegar frente a mí.
—¿Vamos bien hasta ahora? —preguntó. Volví a asentir—. Muy bien, pues. Extiende la mano.
Lo hice. Lentamente, él extendió un tentáculo y envolvió con él mi mano. Me sorprendió no encontrarlo viscoso; de hecho, era firme y cálido. Mi cerebro buscó un concepto para relacionarlo y encontró uno: esos muñecos de goma deformables. Esos de los que tiras de los brazos y se extienden un metro. Era algo así.
Con la mano envuelta en su tentáculo, Gwedif hizo algo inesperado. La estrechó.
—Hola, Carl —dijo—. Encantado de conocerte.
Miré a Gwedif, anonadado, durante unos veinte segundos. Entonces me eché a reír.
—¿Qué puedo decirte de la experiencia de conocer a una especie de vida inteligente completamente nueva, completamente extraterrestre? Bueno, claro, Tom, ya sabes cómo es: tú también has pasado por eso. Pero creo que a estas alturas ya te habrás dado cuenta de por qué no te conté ese primer encuentro con Joshua, y lo hice por un motivo. Quería darle a tu cerebro consciente algo relativamente familiar con lo que trabajar, mientras tu subconsciente trataba de aceptar la existencia del alienígena. No sé si fue justo proceder así; puede haber sido una especie de coitus interruptus para apreciar el asombro del momento. ¿Qué? Bueno, me alegra saber que no te molestó, entonces.
Pasó una hora entera antes de que mi cerebro se calmara lo suficiente para que Gwedif y yo pudiéramos empezar a tener una conversación de verdad. En el ínterin, él respondió a mis preguntas medio coherentes, me permitió tocarlo, meterle literalmente las manos dentro en una ocasión, y por lo demás me habló hasta que mi mente volvió a la racionalidad. Me porté como un niño con un juguete nuevo. Ya sé que resulta difícil de creer. Y lo es, supongo.
¡Pero es que me resultaba imposible contener mi entusiasmo y emoción! Sólo una persona en el planeta puede ser la primera con quien contactan los alienígenas, y esa era yo. No comprendía todavía por qué, ni para qué, pero en ese momento no me importaba. La respuesta a una de las preguntas más grandes que se ha hecho jamás la humanidad, ¿estamos solos en el universo?, estaba allí sentada, globular y apestosa, en el salón de mi casa. Fue… indescriptible. Un subidón de proporciones monumentales. Media hora después, mientras las implicaciones calaban en mí, lloré de alegría.
Hablamos durante toda la noche, naturalmente; yo estaba demasiado entusiasmado para dormir y Gwedif, al parecer, no necesita hacerlo. Cuando dieron las nueve de la mañana, llamé a Marcella y le dije que iba a tomarme el día libre porque estaba enfermo. Marcella se preocupó, quiso enviarme a un especialista. Le dije que no se preocupara, que podía cuidar de mí mismo. Entonces me fui a dormir, pero me desperté dos horas más tarde, demasiado excitado para quedarme en la cama. Encontré a Gwedif fuera, junto a la piscina.
—Estoy admirando mi obra —manifestó—. No sé si puedes apreciarlo, pero esto —sacó un tentáculo y señaló la piscina—, requirió cierto esfuerzo. Intenta meter una cápsula en el interior de una piscina desde setenta mil kilómetros de distancia. Y no causarle daños importantes. Y además con la apariencia de un meteorito natural por el camino.
—Ha sido un detalle —dije.
—¿Verdad que sí? —coincidió Gwedif—. Un grano en el culo. Perdona la expresión, ya que obviamente no tengo culo donde me puedan salir granos. Pero tenemos que hacerlo así si queremos aterrizar cerca de una ciudad. Puedes engañar a algunos miembros de las Fuerzas Aéreas todo el tiempo, y a todas las Fuerzas Aéreas durante algún tiempo, pero no puedes engañar a todas las Fuerzas Aéreas todo el tiempo. Es mejor así que acabar abatido por un caza. Naturalmente, queda el problema de la vuelta. Esa cosa —señaló el artefacto del fondo de la piscina— no va a moverse si no la izan.
—Entonces, ¿cómo vas a regresar? —pregunté.
—Bueno, hemos previsto un encuentro cerca de Baker para esta noche. Allí no hay nada más que desierto, así que no tenemos que preocuparnos por los mirones. Incluso así, probablemente causemos perturbaciones fuertes en el radar. Va a tener que ser una cosa rapidita, llegar y volver a marcharnos en seguida. Esperaba que pudieras llevarme.
—Naturalmente —asentí.
—Y también que vinieras conmigo.
—¿Qué?
—Vamos, Carl —dijo Gwedif—. No pensarás que he venido desde tan lejos sólo para saludarte. Tenemos asuntos serios que tratar, y será muchísimo más rápido si vienes a la nave.
Aunque conocía a Gwedif desde hacía muy poco tiempo, notaba que me estaba ocultando algo. Quería llevarme a la nave, sí, pero me daba la impresión de que para algo más que para charlar. Tuve el destello inmediato del tópico de la abducción extraterrestre, atado a la mesa mientras una masa de gelatina preparaba la sonda rectal. Pero eso no habría tenido ningún sentido. No actúas de manera amistosa con alguien sólo para hacer luego experimentos de laboratorio. Para eso se habrían apoderado de mí sin más.
Y, de todas formas, yo quería ir. ¿Quién no?
Esa mañana, llamé por teléfono a un taxi y me fui a un vendedor de coches de segunda mano en Burbank y compré un coche barato que no llamara la atención. Pagué dos mil dólares por una camioneta que tenía veinte años. Luego fui a un desguace y le quité las matrículas a un coche siniestrado. Por fin, arranqué el Número de Identificación del Vehículo del salpicadero. No sabía si Gwedif tenía razón en lo del radar encendido cuando vinieran a recogernos, pero no quería dejar allí mi coche si venía alguien a investigar.
A eso de las ocho nos dirigimos por la 10 abajo, rumbo a la 15, con destino a Baker en mitad de ninguna parte. Gwedif se tumbó bajo el asiento de la camioneta y extendió un tentáculo para poder ver y charlar. La furgoneta no valía lo que había pagado por ella: casi me dejó tirado dos veces en la salida, y una vez tuve que hacer una parada de emergencia en una gasolinera para echarle agua al radiador.
A unos siete kilómetros de Baker, Gwedif me hizo salir de la 15 y seguir una carretera secundaria durante unos cuantos kilómetros hasta que llegamos a un camino sin señalizar que se dirigía al sur. Lo seguimos durante otros siete u ocho kilómetros, hasta que finalmente las únicas luces que pudimos ver fueron mis faros y el destello de las estrellas en el cielo.
—Muy bien —dijo Gwedif por fin—. Este es el lugar.
Detuve la camioneta y eché un vistazo alrededor.
—No veo nada —dije.
—Vienen de camino —respondió Gwedif—. Dales otros tres segundos.
El suelo tembló. A treinta metros a nuestra izquierda, un cubo negro de seis metros de lado cayó sin más ceremonias del cielo. El suelo se agrietó en el punto donde aterrizó.
—Hmmm… un poco pronto —comentó Gwedif.
Miré el cubo, que a pesar del hecho de haber caído del cielo, carecía de cualquier tipo de grandeza.
—No parece nada del otro jueves —manifesté.
—Pues claro que no —admitió Gwedif, transfiriéndose desde detrás del asiento—. Reservamos las lucecitas monas para cuando vayamos a hacer nuestra presentación formal. Por ahora, sólo queremos salir de aquí sin llamar la atención. ¿Preparado?
Empecé a abrir la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Gwedif.
—Creí que nos marchábamos.
—Y nos marchamos —afirmó Gwedif—. Conduce hasta el cubo. No podemos dejar este vehículo en mitad de ninguna parte. Alguien podría encontrarlo. Por eso hice que enviaran una caja de tamaño económico.
—Ojalá lo hubiera sabido. Habría traído el Mercedes.
—Ojalá lo hubieras hecho —me dio la razón Gwedif—. El aire acondicionado es un buen invento.
Giré el volante y conduje torpemente hacia el cubo negro. Cuando el guardabarros chocó contra la superficie del cubo, pisé con suavidad el acelerador. Hubo una leve resistencia, y luego una especie de desgarro cuando la superficie del cubo envolvió la camioneta.
El interior del cubo estaba tenuemente iluminado, una luminiscencia que procedía de las paredes. El espacio era completamente neutro, y el único rasgo arquitectónico era una plataforma a tres metros de altura que no pude ver bien, ya que estábamos debajo.
—¿Cuándo nos marchamos? —pregunté.
Gwedif extendió un tentáculo para tocar la pared más cercana.
—Ya lo hemos hecho —afirmó.
—¿De verdad? Ojalá esta cosa tuviera ventanas. Me gustaría ver adonde vamos.
—Muy bien —dijo Gwedif. El cubo desapareció. Grité. El cubo volvió a aparecer, transparente pero visiblemente tintado.
—Lo siento —se disculpó Gwedif—. No debí haberlo hecho completamente transparente. No pretendía asustarte.
Me controlé, bajé la ventanilla de la camioneta y contemplé el planeta, que era de color púrpura oscuro a través del cubo tintado.
—¿A qué altura estamos? —pregunté.
—A unos setecientos cincuenta kilómetros —dijo Gwedif—. Tenemos que ir despacio durante los primeros kilómetros, pero cuando llegamos a los ciento y pico, ya no hay nadie mirando y podemos aumentar la velocidad.
—¿Puedo salir de la camioneta? Quiero decir, ¿me sostendrá el suelo?
—Claro. Está sosteniendo la camioneta, después de todo.
Abrí la puerta y, con mucho cuidado, coloqué un pie en el suelo del cubo y apoyé en él todo mi peso. El suelo parecía ligeramente esponjoso, como un tatami, pero, en efecto, sostuvo mi peso. Salí del todo, dejando abierta la puerta de la camioneta, y me aparté del vehículo. Miré hacia arriba y pude ver a través de la plataforma; al otro lado había otras dos manchas viscosas, también con los tentáculos extendidos hasta las paredes: el piloto y el copiloto, asumí.
Después de deambular durante unos minutos, le pedí a Gwedif que hiciera el cubo completamente transparente. Durante un brevísimo segundo sentí un arrebato de pánico otra vez, pero inmediatamente fue sustituido por la más sorprendente sensación de júbilo: una visión del planeta tal como la veía Dios, sin las molestias de un traje espacial o un visor. Le pregunté a Gwedif si había gravedad artificial en el cubo y me dijo que sí; le pregunté si podía suprimirla para que pudiera flotar, pero me dio largas. Dijo que prefería no tener la camioneta flotando por ahí sin rumbo. Redujeron la gravedad para que igualara a la de la nave espacial a la que nos dirigíamos; de repente, pesé veinte kilos menos. Después de unos cuantos minutos más, les pedí que volvieran a tintar el cubo: mi cerebelo había aceptado que no había peligro, pero mis regiones reptilianas tenían problemas con ello.
El vuelo duró poco menos de media hora. Redujimos la velocidad de manera apreciable al acercarnos a la nave espacial, aunque naturalmente no sentí la deceleración. Pero la vi: un momento estaba mirando la negrura del espacio y al siguiente una enorme roca vino hacia mí, no muy distinta del meteorito de la noche anterior. Di un respingo involuntario, pero de repente pareció detenerse y flotar a lo que parecían ser unos pocos kilómetros de distancia.
—Ahí está —señaló Gwedif—. Hogar, dulce hogar.
Me resultaba imposible juzgar el tamaño de ese asteroide convertido en nave espacial. A medida que nos aproximábamos, supuse que debía de tener más de un kilómetro de diámetro, una suposición que Gwedif confirmó. El asteroide no parecía tener ningún elemento que no fuera natural, pero al acercarnos vi vetas negras moteando la superficie. Nos dirigimos a una de ellas.
—¿Tiene nombre la nave? —pregunté.
—Sí —respondió Gwedif—. Dame un segundo para traducirlo.
Guardó silencio un momento.
—Se llama Ionar. Es el nombre de nuestro primer antepasado, como Adán o Eva para vosotros. También significa «explorador» o «maestro» en un sentido amplio, ya que Ionar, al darse cuenta de que era el primero de su especie, aprendió cuanto pudo del mundo, de modo que sus… —hizo otra pausa aquí— hijos pudieran conocer cuanto fuera posible. Su exploración es el primer y mayor recuerdo de nuestra cultura. Nos pareció que su nombre sería bueno para esta nave. Adecuado. Eso me recuerda que deberíamos taparte la nariz antes de subir a la nave.
—¿Cómo dices?
—Nos comunicamos por medio de olores —explicó Gwedif—. Cuando dije que tenía que traducir, me refería a que tenía que traducir los olores que asociamos con un concepto a un análogo auditivo. Pero sólo unos cuantos de nosotros tienen esa habilidad… y obviamente el resto hablará en nuestra «lengua materna». Y no creo que nuestra conversación le parezca muy atractiva a tus sentidos.
—No querría parecer grosero —dije.
—Bueno, a ver qué tal —me puso a prueba Gwedif—. Así es como decimos Ionar.
Un olor como el pedo de un perro brotó de Gwedif.
—Y así es como se pronuncia mi nombre.
El pedo esta vez pertenecía a un perro más grande que el primero. Los ojos me lagrimearon.
—Ahora, si tienes en cuenta que hay un par de miles de miembros de mi raza en la nave… —precisó Gwedif.
—Entiendo tu argumento.
—Eso pensaba. Lo dispondré todo. Mira, estamos a punto de atracar.
Nuestro cubo empezó a posarse en el borde de una de las superficies negras, de unos cien metros de largo y la mitad de ancho. Bajo el cubo, la superficie negra se aclaró, revelando lo que parecía un sistema estanco alrededor del exterior del cubo, que lo atravesó lentamente Cuando rebasamos aquella piel, vi que nos internábamos en un hangar cavernoso de unos treinta metros de profundidad. El hangar estaba tenuemente iluminado, y por lo que pude ver no había otros cubos ni ninguna otra cosa que pudiera parecer una nave.
Pensé en preguntarle a Gwedif al respecto, pero entonces se produjo un suave golpe y aterrizamos. Casi instantáneamente el cubo empezó a fundirse: un agujero circular se formó en el centro y se ensanchó, mientras el resto se deslizaba por las paredes del cubo, que se deslizaban también. Los yherajk de la plataforma de pilotaje resbalaron por las paredes una fracción de segundo antes de que las paredes se derritieran como cera; la plataforma en sí misma se perdió en la pared y desapareció. La masa del cubo quedó amontonada en el suelo del hangar; luego fue absorbida súbitamente, dejándonos allí a mí, los tres yherajk y la camioneta. Todo el proceso duró menos de un minuto.
—Interesante —exclamé.
—Sí —asintió Gwedif—. Los desarrollamos sólo cuando los necesitamos. Sin embargo, para hacer un cubo se tarda un poco más que para deshacerlo.
En una pared cercana apareció una puerta y un yherajk salió y se acercó a nosotros. Traía en un tentáculo lo que parecía algodón de azúcar. Se acercó a Gwedif, lo tocó un breve instante, y me ofreció el algodón de azúcar.
Lo cogí.
—¿Me lo como?
—No creo que te guste —apuntó Gwedif—. Métetelo en la nariz.
Lo hice y de inmediato sentí el «algodón» expandirse hasta bloquear por completo mis senos nasales. Contuve la necesidad de estornudar.
El yherajk que me había ofrecido el algodón se marchó, igual que hicieron los pilotos, después de tocar brevemente a Gwedif.
—Bien —dijo este cuando nos quedamos a solas—. Oewij, el que ha traído los tapones para la nariz, me ha dicho que la reunión con toda la nave ha sido dispuesta en nuestro salón comunitario, y que se requiere nuestra presencia inmediatamente. Sin embargo, me parece justo y educado permitirte algún tiempo para que descanses o incluso duermas, si así lo deseas. Sé que no has descansado mucho desde que nos hemos conocido. O, si quieres, puedo preparar un recorrido por la nave. Es decisión tuya, en realidad.
—No estoy cansado —contesté—. Y me encantaría hacer un recorrido por la nave. ¿Tal vez después de la reunión?
—Naturalmente —asintió Gwedif,
—Bueno, pues. Vayamos a esa reunión.
Gwedif y yo entramos en la Ionar a través de la misma puerta por la que había desaparecido el otro yherajk. Tuve que agacharme para poder pasar, y luego mantenerme encogido mientras recorríamos varios pasillos. El techo era un pelín más bajo que yo. Supongo que tenía sentido: los yherajk no son exactamente altos. Esos pasillos debían parecerles espaciosos.
Gwedif notó mi incomodidad.
—Lo siento —se disculpó—. Tendría que habernos procurado un transporte para que pudieras sentarte. Pero me pareció que podrías querer conocer un poco la nave camino a la sala comunitaria.
—No importa —dije, mirando alrededor. Los pasillos parecían tallados en la roca del asteroide y no tenían ningún tipo de adorno, como el hangar en el que acabábamos de estar. Se lo mencioné a Gwedif.
—Tienes razón —contestó—. Los yherajk nunca han dado mucha importancia a lo visual. Aunque vemos bastante bien según vuestros baremos, no es nuestro sentido principal, como lo es para vosotros. Las paredes tienen guías olorosas que funcionan del mismo modo. Y esto no quiere decir que no tengamos impulsos artísticos. Más tarde, cuando recorramos la nave, te llevaré a nuestra galería de arte. Tenemos algunos tivis realmente bonitos.
—¿Qué es un tivis? —pregunté.
Gwedif se detuvo durante un segundo, tan repentinamente que tuve que frenar, y al erguirme choqué con la cabeza contra el techo.
—Intento pensar si hay un análogo humano, y no encuentro ninguno —dijo Gwedif—, supongo que la expresión más parecida sería «pinturas de olor», pero no es del todo adecuada. Oh bueno —echó a andar de nuevo—, ya lo comprenderás cuando los veas… o más exactamente, cuando los huelas.
Corrí tras él. Unos cuantos pasillos más y nos detuvimos ante una puerta.
—Ya hemos llegado —anunció Gwedif—. Bueno, Carl, casi todos los yherajk que hay en la nave están ahí dentro. Quiero saber si estás preparado.
—Creo que mi mente podrá aceptarlo —afirmé.
—No me refiero a eso. Sólo quería asegurarme de que tus tapones para la nariz son seguros. Huele muy mal.
—Siento como si tuviera la nariz llena de cemento.
—Muy bien. Entremos, pues.
Extendió un tentáculo hacia la puerta. A su contacto, se abrió hacia dentro.
Dos cosas me asaltaron inmediatamente cuando entramos. La primera fue que la tradición yherajk de monotonía visual continuaba inalterable: la sala consistía en un domo sin adornos sobre un gran suelo circular que hacía pendiente hacia abajo, donde un pequeño estrado central sobresalía modestamente, también sin adornos. En el suelo, grupos de yherajk se reunían aquí y allá, como hacen los humanos antes de una reunión de negocios.
Lo segundo fue que incluso con los tapones en la nariz el olor de la sala me golpeó el pecho como un misil. Era como si hubiera fermentado un establo entero. Un olor increíblemente fuerte. Me apoyé contra la pared.
—¿Estás bien? —preguntó Gwedif.
—Creo que me estoy colocando con el olor —dije—. Y no de una manera agradable.
—Eso es porque todo el mundo está hablando en este momento. Mejorará cuando empecemos la reunión y todos se callen —afirmó él—. Por ahora, haz aspiraciones profundas.
No muy lejos, un yherajk se separó del grupo y se acercó a nosotros. Tocó brevemente a Gwedif (yo empezaba a pensar que esta era su forma de reconocerse o saludarse) y después extendió un tentáculo hacia mí. Miré a Gwedif.
—Carl, te presento a Uake —dijo Gwedif—. Uake es el ientcio de la Ionar, nuestro líder en las operaciones de la nave y las interacciones sociales. El capitán y el sacerdote. Te da la bienvenida y espera que hayas tenido una visita interesante hasta el momento. Le gustaría estrecharte la mano.
Extendí la mano, dejé que el tentáculo de Uake la envolviera, y lo estreché.
—Gracias, ientcio. Ha sido una visita muy interesante, y os doy las gracias por concederme este honor.
Dirigí mi comentario directamente a Uake, dando por hecho que Gwedif traduciría sin más preámbulos.
Así lo hizo.
—He transmitido el mensaje y he añadido mi propio comentario de que deberíamos empezar pronto la reunión, antes de que te desmayes por el olor. Uake dice que el honor es nuestro, por tu visita. Dice que si lo acompañamos al estrado, comenzaremos la reunión y tendremos el parloteo bajo control. ¿Vamos?
Uake, Gwedif y yo atravesamos la multitud camino del estrado. Cuando llegamos, también lo hicieron otros tres yherajk, que traían un bloque de algo y lo dejaron sobre el estrado.
—Me pareció que querrías tener algo donde sentarte —dijo Gwedif—. No tenemos sillas, pero esto debería hacer la misma función.
Le di las gracias y tomé asiento. Uake se situó en el otro extremo del estrado y Gwedif lo hizo entre nosotros.
Debió de transmitirse alguna señal olorosa, porque los yherajk se separaron y rodearon el estrado formando círculos concéntricos. La sala se volvió mucho menos apestosa: todos debían de haberse callado.
—El ientcio está a punto de comenzar su discurso —me anunció Gwedif—. Me ha pedido una vez más que te traduzca para que puedas comprender lo que se dice. Me temo que la traducción no será exacta: Uake usará Alta Habla, que utilizamos para pasar rápidamente grandes cantidades de información. Pero podrás hacerte una idea. Si tienes alguna duda, házmelo saber: nuestra conversación no interrumpirá el discurso.
Guardó silencio unos minutos y luego empezó a hablar de nuevo, deteniéndose y arrancando según iba hablando Uake.
—El ientcio les da a todos la bienvenida a la reunión, con la esperanza de que este momento de nuestro viaje los encuentre a todos bien y en paz consigo mismos. Nos pide que recordemos ese momento, hace ya unos setenta años (de los tuyos) en que nuestros equipos científicos captaron las primeras débiles señales de inteligencia de este mundo, y la confusión, el revuelo, la alegría y el temor que esas señales, primero sonoras, luego visuales, causaron en nuestra raza.
»Nos pide también que recordemos el día en que esta nave empezó su viaje hasta este lugar, nuestra embajada a un pueblo tan extraño y tan distinto a nosotros. El viaje serviría a dos propósitos: aprender sobre esas gentes, descubrir si podíamos comunicarnos con ellos, y si era posible, entonces, establecer contacto, con la esperanza de unir a nuestros dos pueblos en amistad y reciprocidad.
»El ientcio refiere ahora las dificultades del viaje, su duración, tanto en distancia como en tiempo, los diversos accidentes que redujeron el número de tripulantes y causaron daños a la nave, y el intento de motín que provocó la aciaga muerte de Echwar, nuestro primer ientcio, y la pérdida de una décima parte de la tripulación. Este relato se hace para recordarnos incluso en este momento de felicidad que no podemos perder de vista todo lo que el viaje ha exigido de nosotros.
»Ahora, dice el ientcio, nuestro viaje llega a la cúspide, donde descubriremos si nuestros esfuerzos darán lugar a un recuerdo épico para todos los yherajk, para ser narrado en los días en que nuestra raza sea vieja y las estrellas se hayan vuelto rojas por la edad, o si desaparecerán en la oscuridad. Hemos conectado con uno de los humanos, uno que creemos que será sabio y cuyas acciones determinarán nuestro rumbo. Es difícil asignar nuestros destinos a la voluntad de uno que no es de los nuestros, pero así son esos encuentros… Aunque nos preparamos para el momento, el momento en sí no es algo que podamos controlar.
Me quedé aturdido por lo que estaba oyendo. Esas criaturas habían viajado a través de las estrellas, a lo largo de distancias inimaginables. Y si lo que yo oía era correcto, el éxito o fracaso de su viaje estaba en mis manos. Era una carga que no quería ni, sinceramente, comprendía. Le pregunté a Gwedif si estaba entendiendo bien lo que se decía.
—Oh, sí —respondió Gwedif—. Tus acciones en esta reunión determinarán lo que nos suceda a nosotros y a nuestro viaje. Es algo que sabemos desde hace mucho tiempo, y algo que es característico de los yherajk: la entrega del control con la esperanza de que el momento germine en algo más grande. Este es ese momento.
—Espera un instante —repliqué, enfadado—. No he venido aquí a hacer de Dios para vosotros. Me estás pidiendo que haga algo que no sé si puedo hacer. Ni siquiera sé qué es lo que queréis que haga, mucho menos si puedo hacerlo. Siento como si me hubieran engañado.
Gwedif desarrolló un tentáculo y lo colocó sobre mi mano.
—Carl —afirmó—, no se te pide que hagas de Dios. Tu parte va a ser explicada ahora. Si te niegas, entonces podremos volver a casa y nuestro pueblo planeará un nuevo modo de contactar con el tuyo. Eso es todo. No vamos a lanzar nuestra nave contra el Sol si fracasamos… El drama que se está relatando es parte de la naturaleza formal del Alta Habla. Llevas conmigo lo suficiente para saber que no solemos hablar así. Pero necesitamos conocer tu punto de vista sobre este asunto. Conoces a tu gente como nosotros no podremos conocerla nunca. Necesitamos ver a través de ti para saber si podemos entablar contacto con los humanos aquí y ahora. ¿Lo comprendes un poco mejor ahora?
Asentí.
—Muy bien —continuó Gwedif—. El ientcio está hablándote a ti ahora. Te da formalmente la bienvenida a la Ionar, te desea felicidad en este momento de tu viaje y te ofrece la hospitalidad de la nave, la tripulación de la Ionar, y espera que la reconozcas.
—¿Cómo hago eso? —pregunté.
—Ni idea. Ningún humano lo ha hecho antes. Intenta saludar y yo transmitiré con olor el discurso.
Me levanté y saludé. Dos mil tentáculos yherajk brotaron y devolvieron el saludo.
—He dicho que reconoces la hospitalidad de la nave y les deseas felicidad en este momento del viaje —tradujo Gwedif. Es más o menos la respuesta correcta y no te compromete a nada más. ¿Ha estado bien?
—Sí —contesté, y volví a sentarme.
—Bien. Uake te está hablando ahora del viaje y de lo que hemos aprendido de tu gente a través de vuestras transmisiones de radio y televisión. Lo que está diciendo es completamente intraducible debido a la complejidad de la estructura del Alta Habla que está usando, pero el resumen es que aunque vuestras transmisiones apuntan a una cultura rica y fascinante, también la hemos encontrado contradictoria y confusa al mismo tiempo. No hay ninguna estructura en las transmisiones de vuestro planeta al espacio.
—Bueno, es televisión, ya sabes —dije—. Está hecha para que la entiendan los humanos y nadie más. Creo que tenemos un programa científico que envía mensajes a culturas alienígenas al espacio exterior, pero es lo único que está pensado para públicos no humanos.
—El ientcio desea informarte de que hemos recibido esos mensajes del SETI y los hemos encontrado… divertidos. Quizá esta sea probablemente la palabra más adecuada. La televisión es mucho más interesante.
Menos mal que Carl Sagan ya no vivía para oír esas palabras.
—El ientcio dice que hemos descubierto que podemos aprender algo de vosotros a partir de la televisión y la radio —continuó Gwedif—. Algunos de nosotros, y obviamente se está refiriendo a mí en este momento, hemos aprendido a hablar inglés, y hemos empezado a unir piezas de la historia cultural y mundial de tu planeta.
»Pero somos conscientes de que hasta ahora hemos sido incapaces de distinguir con claridad qué es real y qué es ficción…, qué representa vuestra auténtica cultura y qué constituye vuestra imaginación. Comprendemos la diferencia, por ejemplo, entre vuestros noticiarios y vuestros programas de entretenimiento. Pero carecemos de contexto para ver cuál es una exageración del otro. Esto es una fuente de frustración para nosotros… Para los yherajk, a veces parecéis una cultura de mentirosos patológicos, incapaces de notar la diferencia entre verdad y falsedad. Eso nos hace estar muy nerviosos en el momento de iniciar el contacto. Necesitamos a alguien que nos ayude a crear un contexto, para poder separar la verdad de las mentiras y hacer una valoración correcta del estatus de vuestro planeta.
»Esto nos interesa específicamente pues se refiere a las tendencias de vuestro planeta respecto a la idea de contacto alienígena. El programa del SETI implica que vuestro planeta está buscando activamente contactar con otros pueblos, pero vuestros programas de entretenimiento muestran que sois hostiles a la idea, y teméis que los pueblos que podáis encontrar intenten someter el planeta. Es más, cuando mostráis a los alienígenas como amistosos o benevolentes, tienden a ser de aspecto humanoide. Cuando son hostiles o violentos, tienden a parecerse a nosotros. Obviamente, esto resulta muy preocupante.
—Creo que subestimáis la influencia de los presupuestos en efectos especiales en este tema en concreto —repuse.
—El ientcio reconoce que pudiera ser el caso —tradujo Gwedif—. Una vez más se trata de una cuestión de contexto y conocimiento de la cultura. Espera que ahora comprendas nuestra situación.
»Eres uno de los hombres más poderosos de la industria que crea los programas que se transmiten fuera de vuestro planeta, y es así por tu personalidad y tu inteligencia. Estás en una posición única para ayudarnos a comprender la diferencia entre lo que es real y lo que es ficticio, entre las cosas que tu planeta espera y las que teme. Es su esperanza, y desea recalcar que también es la esperanza de todos los yherajk de esta nave, que puedas ayudarnos en nuestros esfuerzos para comprender a tu pueblo, para proporcionarnos una base sólida sobre la realidad de la humanidad como sólo puede hacer un humano.
Parpadeé.
—¿Eso es todo? ¿Queréis consejo?
—Para empezar —asintió Gwedif.
—Pues claro. Os ayudaré en lo que pueda —afirmé—. Pero no sé si será mucho. Debéis entender que ni siquiera los humanos comprenden a la humanidad la mayoría de las veces. Podría deciros todo lo que sé, pero sólo sería mi opinión. Y tardaría años en hacerlo.
—El ientcio comprende que sólo eres un hombre entre muchos miles de millones. Sin embargo, de esos miles de millones, tú eres uno cuya mente y capacidades se prestan más favorablemente a nuestras necesidades. Respecto a tardar años en saber lo que sabes…
Gwedif se detuvo un momento y pareció vacilar.
—En cuanto a tardar años —continuó—, tenemos otros medios.
—Tom, ¿te llegó a contar Joshua cómo se reproducen los yherajk? ¿No? Bueno, no me sorprende demasiado. Es algo enormemente personal. A nivel celular, todos los yherajk son iguales: enormes colonias de organismos unicelulares que se reproducen asexualmente. Pero sus experiencias son distintas y únicas para cada uno. Piensa en ellos como en una raza de gemelos idénticos que comparten la misma información genética pero son obviamente personas distintas, divididas por sus experiencias individuales.
Cuando los humanos descubrieron la genética, empezaron a discutir si la gente es como es debido a la herencia o al medio ambiente, qué son nuestros genes contra nuestras experiencias. Con los yherajk, ni siquiera existe este debate: como todos son iguales genéticamente, quién y cómo son se basa en las experiencias. La personalidad lo es todo.
Las personalidades de los yherajk son curiosas. Por ejemplo, una vez formadas, pueden transferirse. Sus personalidades no tienen que permanecer en un cuerpo concreto. Esa personalidad y su conjunto de experiencias pueden pasar de un cuerpo a otro, si, por ejemplo, ese cuerpo estuviera muriendo a causa de una enfermedad o de otra cosa de esa naturaleza. Los yherajk hacen una versión muy simplificada de esto cuando transmiten información: un solo yherajk puede marcharse y tener una serie de experiencias, y cuando vuelve, conecta con un grupo entero y «descarga» sus recuerdos en el grupo. Entonces todos los yherajk saben lo que ese sabía.
Pero es necesario el contacto físico y requiere mucho tiempo. El Alta Habla yherajk, que es una versión aún más simplificada de esto, realiza la misma función codificando un concepto como molécula aromática, que luego se suelta y es decodificada automáticamente por los yherajk que entran en contacto con ella. Sería como tener un recuerdo vivo creado en la cabeza simplemente al decir una palabra. Algo fascinante.
En la reproducción yherajk, las personalidades hacen otra cosa completamente distinta: se funden con otra personalidad. Los yherajk se unen en una gran masa, y en vez de transferir simplemente información o incluso un «alma» de un cuerpo a otro, sus almas individuales interactúan con la masa entera de sus cuerpos combinados. Algunas porciones de una personalidad acaban siendo dominantes, así como otras porciones de diferentes personalidades.
Una vez resueltas esas tendencias de personalidad, la masa se divide en dos partes. Una de ellas se divide de nuevo y se convierte en el yherajk original, con sus propias tendencias de personalidad y recuerdos intactos, pero físicamente más pequeño de lo que era antes. La otra parte es una personalidad completamente nueva: tiene los recuerdos y el intelecto de sus padres, pero con un «alma» completamente nueva, por decirlo así, hecha de la nueva personalidad fundida, y dispuesta para funcionar. No existe la infancia, per se, con los yherajk.
Esta fusión no es fácil: exige que el yherajk en cuestión rinda su voluntad y permita que otra entidad, otra alma, se mezcle libremente con la suya. Esta otra alma se rinde ante ti y tú a ella… Una comunión completa. Pero con un gran riesgo; si las defensas de un yherajk están bajas, el otro yherajk, si no ha sido sincero en la unión, puede atacar la personalidad del otro y destruirla, sustituyéndola con la suya propia. Es una «muerte del alma», y causarla es el peor crimen que un yherajk puede cometer contra otro. Gran parte de la reticencia que los yherajk sienten para hablar de su reproducción viene de su potencial para cambiar en un instante de un acto de perfecta unión a otro de violación absoluta.
Pero es raro… mucho más raro que el asesinato entre nosotros. La mayor parte del tiempo es una experiencia placentera, y al parecer mejor para ellos que el sexo para nosotros.
Lo interesante es que aunque casi todas las reproducciones tienen lugar entre dos yherajk, no hay ninguna barrera teórica para que la fusión ocurra entre tres, cuatro, o incluso más. Es mucho más complicado, y requiere más tiempo para que las tendencias de personalidad remitan, pero puede hacerse. Gwedif me dijo que una de las grandes epopeyas de la memoria de los yherajk tenía que ver con una colonia de exploración, asediada por unos atacantes, que se mezclaron todos con la esperanza de dar a luz un héroe que pudiera salvarlos de la destrucción. Eran cuatrocientos en la colonia. Funcionó, naturalmente. De otro modo no sería una epopeya. Durante milenios, en parte por respeto a la epopeya, ese ha sido el récord.
El ientcio de la Ionar planeaba romper ese récord. Proponía dos mil, la tripulación entera de la Ionar. Y también un humano.
—No te entiendo —le dije a Gwedif, después de que tradujera la propuesta del ientcio.
—El ientcio te suplica que te fundas con nosotros —repitió Gwedif—. Vierte tu conocimiento con el nuestro y ayúdanos a dar a luz a un nuevo yherajk… Uno que tenga una íntima comprensión de la humanidad, que pueda ayudarnos a aprender, rápida, fácilmente, si nuestros dos pueblos pueden unirse en amistad. Sería un gran regalo, y serías recordado no sólo como nuestro primer amigo humano, sino también como padre, el padre más importante del yherajk más grande en toda la larga historia de nuestra raza, uno por quien dos mil de nosotros habrán rendido su voluntad para crearlo. Es un evento de una gran trascendencia.
Miré a las masas de yherajk y tuve la clara impresión de que dos mil de ellos estaban esperando que dijera algo. Cualquier cosa. Tuve pánico escénico, pero no había ningún sitio adonde ir.
Traté de ganar un poco de tiempo.
—No sé si os habéis dado cuenta de esto —apunté—, pero no soy un yherajk. No me fundo muy bien.
—El ientcio dice que, con tu permiso, yo actuaré como conductor —tradujo Gwedif.
—¿Y eso qué significa?
Gwedif hizo un momento de pausa.
—Oh, demonios —dijo por fin—. Uake acaba de enviar algunas chorradas en Alta Habla que ni siquiera voy a tratar de traducir. Carl, lo que significa es que metería unos tentáculos en tu cerebro, leería tus recuerdos, y los transmitiría al resto de la tripulación. Hablando burdamente, hurgaría en tu cráneo buscando el material adecuado.
—Parece doloroso —comenté.
—No lo será, te lo prometo. Pero vas a sentirte atiborrado como no puedes ni imaginar. Carl, no me interpretes mal: estaré descargando tu cerebro al grupo. En la fusión no hay secretos, y el retoño de esta unión sabrá lo que tú sabes. Sabemos que te estamos pidiendo mucho, más de lo que se ha pedido jamás a ninguno de nosotros. Si no quieres hacerlo, no lo hagas.
—¿Qué sucederá si digo que no? —pregunté.
—Nada —contestó Gwedif—. Nunca trataríamos de obligarte a una fusión.
Miré a la tripulación.
—¿Y todos y cada uno de vosotros estáis dispuestos a hacer esto?
—Lo estamos.
—¿Y si uno de vosotros trata de imponerse al resto? ¿No es posible eso? ¿Qué me sucedería a mí?
—Estarás conectado al grupo a través de mí —me aseguró Gwedif—. Si uno de nosotros tratara de imponerse a todo el grupo, yo desconectaría antes de que pudiera alcanzarte. Probablemente me daría tiempo. —El uso del adverbio me preocupó, pero Gwedif continuó—: Pero yo diría que es muy improbable que alguien haga eso. Para empezar, eliminaría a toda nuestra tripulación; quien lo hiciera no regresaría a casa. Además, Carl, esto es algo épico. Si funciona, pasará a nuestra historia como uno de los momentos que definen a nuestro pueblo. Seremos famosos para siempre. Créeme, ninguno de nosotros quiere ser el que fastidie algo así.
—¿Podré leer los pensamientos de toda la tripulación? —quise saber.
—No —contestó Gwedif—. Voy a traducir tus pensamientos… No tendré tiempo de traducir para ti. Experimentarás todos nuestros pensamientos, pero no tendrán ningún sentido. Será el viaje más extraño que experimentarás jamás, amigo mío.
—Bueno —dije—. Ya que lo expresas así, ¿cómo puedo negarme?
—Entonces, ¿lo harás? —preguntó Gwedif.
—Si tú eres mi conductor, Gwedif, me sentiré honrado. Tradúceselo exactamente a tu ientcio.
Gwedif al parecer así lo hizo, y la sala se llenó del olor de zumo destilado de vertedero. Le pregunté qué estaba ocurriendo.
—La multitud está aplaudiendo, Carl. Se sienten aliviados y felices. No se han pasado media vida viajando hasta aquí para nada. Te mentí un poquito, Carl. Si no hubieras aceptado, habría sido una terrible decepción para todos nosotros. Pero no quería cargarte con esa responsabilidad. Lamento haber sido un poco sibilino.
—Tranquilo. No importa —le aseguré—. Eso me ayudará a reconocer tus pensamientos durante la fusión, buscaré los que sean sibilinos.
—Yo no podré fundirme —declaró Gwedif—. Tengo que dirigir tus pensamientos. Eso me exige que permanezca plenamente alerta durante todo el proceso. De hecho, de toda la tripulación, yo seré el único que no participará en la fusión.
Me sentí desolado.
—Lo siento mucho, Gwedif —dije—. Si lo hubiera sabido, habría pedido que otro actuara como conductor. Me disgusta que no formes parte de esto.
—Amigo mío —repuso Gwedif—. Por favor. Me siento honrado de que me hayas elegido como conductor, más de lo que imaginas. Al hacerlo, me has permitido ser el único que permanecerá plenamente consciente durante la fusión, el único que observará el acontecimiento mientras suceda. Cuando esta historia se convierta en nuestra epopeya, los ojos a través de los que se verá serán los míos.
Gwedif extendió un tentáculo le hizo un gesto abarcando a la tripulación.
—Esta tripulación estará en la epopeya de la memoria, pero yo la «escribiré»… y así viviré eternamente a través de ella, el Homero de esta, la más grande Odisea de mi pueblo. Me has hecho un gran regalo, Carl, y nunca podré agradecértelo lo suficiente, mi amigo, mi gran y verdadero amigo.
—Bueno —respondí—. Pues me alegro de ello.
—Magnífico —exclamó Gwedif. Extendió otro tentáculo y los agitó ambos ante mí—. Ahora tienes que quitarte esos tapones… Tengo que meterte esto por la nariz.
—Estás bromeando.
—En absoluto. Puede que escueza un poco.
—No intentaré describir la fusión, Tom, excepto para decir que intentes recordar el sueño erótico más vivido y salvaje que hayas tenido. Ahora intenta imaginarlo enteramente como un puñado de olores que chocan, se deslizan, se difuminan unos en otros. Después imagínate que dura toda una vida. Eso era lo que parecía.
Me desperté, todavía en el estrado, con tres yherajk a mí alrededor. Pregunté por Gwedif. El de mi derecha agitó un tentáculo.
—¿Ha funcionado? —pregunté.
—Ha funcionado —asintió Gwedif, y señaló al yherajk que tenía cerca de mis pies—. Carl, te presento a la progenie de dos mil yherajk… y un humano.
—Hola —le dije al nuevo yherajk.
—Hola, papi.
—El ientcio —Gwedif señaló al tercer yherajk— desea darte las gracias una vez más por tu gran ayuda y comprensión, y te asegura que sin duda te convertirás en uno de los más grandes héroes de nuestra raza, algo que sí puedo decirte que ya está en marcha.
—Dale las gracias, y gracias también a ti —le dije a Gwedif.
—No hay de qué. El ientcio también desea que sepas que el honor de poner nombre a este yherajk recién nacido te corresponde a ti, como Padre Iniciador.
—Gracias, pero fue idea de Uake —le recordé—. No puedo reclamar ese honor.
—Claro, pero aceptar la proposición en este caso ha sido acordado por todos los padres para que sea el acto iniciador. Así que ese derecho vuelve a ti. Sin embargo, el ientcio, previendo tu reticencia, tiene elegido ya un nombre, que será otorgado al recién nacido si estás de acuerdo.
—¿Cuál es? —pregunté.
—Queríamos un nombre que reflejara la importancia de este yherajk para nosotros, y esperamos que su importancia posterior para tu propio pueblo. Algo que sea inmediatamente reconocible. ¿Qué te parece «Jesús»?
No pude evitar echarme a reír.
—¿Veis? —intervino el yherajk que iba a ser Jesús—. Os dije que no iba a colar. Pero ¿qué sé yo? Soy un recién nacido.
El sarcasmo de sus palabras era inconfundible.
—Sería muy mala idea —apunté—. Casi la mitad de los habitantes del planeta se pondrían muy quisquillosos al respecto.
—Vaya —se lamentó Gwedif—. ¿Se te ocurre otra cosa?
Se me ocurría. Jesús es la versión latinizada de Joshua, un nombre que todavía está en uso, claro, y sin el mismo contenido religioso. También era el nombre de mi padre, y, casualmente, el del bebé que esperaba Sarah cuando murió… Descubrimos que era un niño el mes antes. Elise y yo no planeamos tener hijos, así que este yherajk, que era sólo una diminuta fracción mía, y únicamente de mis pensamientos, en todo caso, era, sin embargo, el único «hijo» que probablemente vaya a tener. El nombre de Joshua me ha acompañado durante mucho tiempo, y me alegré de finalmente conseguirle un nuevo destino. A Joshua le gustó también. Pues claro, sabía exactamente lo que significaba para mí.
Después de ponerle nombre a Joshua, Uake se excusó para atender los deberes de la nave. Mientras nos estrechábamos las «manos», le eché un vistazo a mi reloj. Eran las once y media de la mañana. —Oh-oh —dije—. Tengo que irme.
—Todavía no has visitado la nave —me recordó Gwedif.
—No te molestes —intervino Joshua—. Esta gente no tiene la menor idea de lo que es la decoración.
—Me encantaría, pero es tarde —me excusé—. Ya perdí todo el día de ayer. Mi secretaria, Marcella, habrá llamado ya a mi casa buscándome. Si no aparezco por el despacho hoy, llamará a la policía para denunciar mi desaparición.
—Bueno, hay un problema —apuntó Gwedif—. Ahora es de día. No podemos arriesgarnos a que nos vean hacer un lanzamiento.
—Entonces no lancéis nada —propuso Joshua—. Que sea un viaje sólo de ida.
—Podríamos hacer eso —reconoció Gwedif—. Pero también hay un problema.
—¿Cuál es? —pregunté.
—Depende —dijo Joshua—. ¿Hasta qué punto puedes controlar tus esfínteres?
Gwedif se explicó mientras nos dirigíamos al hangar. Podían construir un cubo sin tripulación del tamaño de la camioneta, lanzarlo, y hacer que aterrizara cerca de donde habíamos partido. Pero, al igual que el «meteorito» y el cubo negro, tendría que llegar a toda velocidad para evitar ser detectado por el radar. Además, el cubo tendría que ser transparente.
—¿Por qué? —pregunté.
—Los cubos negros pueden resultar sospechosos durante el día —contestó Gwedif—. Las furgonetas rojas en el cielo diurno son simplemente increíbles. Aunque lo viera alguien, no sabría qué pensar de ello. Y eso no es mala cosa.
—Menos mal que no has comido nada —comentó Joshua.
Unos cuantos minutos después, mientras me preparaba para ponerme al volante de la furgoneta, me despedí de Gwedif y de Joshua. Le pregunté a Gwedif si volvería a verlo de nuevo.
—Probablemente no durante algún tiempo —respondió—. Cuando enviemos de nuevo a alguien, será a Joshua. Pero incluso él se quedará aquí durante unos cuantos meses para instruirnos con tu conocimiento, que ahora es suyo, respecto a cómo abordar a la humanidad. Probablemente no volveremos a vernos hasta que nuestra raza haga su debut. Pero ansío que llegue ese día, Carl. Me sentiré feliz cuando llegue. Finalmente podremos dar ese paseo por la galería de tivis.
—No puedo esperar —insistí y me volví hacia Joshua—. Confío en volver a verte pronto, pues.
—Gracias, papi —dijo Joshua—. Será pronto. Consigue un coche mejor para entonces.
Subí a la camioneta. Inmediatamente, un cubo empezó a tomar forma alrededor. Tardó en efecto más tiempo en formarse que en deshacerse, pero no mucho; cinco minutos después quedé completamente encerrado. Entonces el cubo se volvió transparente, y fue como si no estuviera allí. Miré a Gwedif y a Joshua y los saludé. Ellos me saludaron también.
De repente fui proyectado al espacio, la Ionar quedó atrás como una bola de béisbol lanzada por un titán. La gran placa azul que era el planeta Tierra empezó a crecer a un ritmo inquietante.
No fue tan malo hasta el último minuto, cuando la camioneta no mostró ningún signo de frenada y la superficie del planeta quedó más claramente definida. Los últimos cinco segundos no pude ni siquiera mirar: me cubrí los ojos y recé en silencio.
Y entonces me encontré en la carretera perdida donde nos habían recogido a Gwedif y a mí. No noté el aterrizaje, pero cuando abrí los ojos el polvo se arremolinaba alrededor y el terreno estaba resquebrajado bajo la camioneta, del mismo modo que se había resquebrajado al otro lado de la carretera.
Arranqué la camioneta y me fui a casa. Luego me fui a trabajar. Marcella dijo que de haber llegado diez minutos más tarde habría llamado al FBI.