—¿Catorce millones y el quince por ciento de la recaudación? ¿Para Michelle Beck? Tú estás mal de la cabeza, Tom.
Los auriculares son un regalo del cielo: te permiten hablar por teléfono mientras te dejan las manos libres para las cosas verdaderamente importantes. Mis manos estaban ocupadas en ese momento con una pelota de goma azul que hacía rebotar con suavidad contra el panel de la ventana de mi despacho. Cada golpecito dejaba una diminuta huella en el cristal. Parecía como si una camada de cachorritos hubiera levitado seis palmos del suelo y apretado el morro contra el cristal. Tarde o temprano alguien tendría que limpiarlo todo.
—Ya he tomado mi medicación de hoy, Brad —dije—. Créeme, catorce millones y el quince por ciento es una cifra perfectamente acertada, desde el punto de vista de mi clienta.
—Ni de cofia vale tanto —contestó Brad—. Hace un año cobraba trescientos setenta y cinco mil, y nada más. Yo mismo firmé el cheque.
—Hace un año Canción de verano no se había estrenado, Brad. Estamos hablando de doscientos veinte millones más tarde. Por no mencionar tu propia Tierra asesinada, ochenta y cinco millones por la que es quizá la peor película de los últimos años. Y estamos hablando antes del estreno internacional, donde nadie se dará cuenta de que no hay argumento. Diría que lo tuyo no es el buen gusto. Ahora tienes que pagar.
—Tierra asesinada no fue tan mal. Y ella no era la estrella.
—Cito a Variety —repliqué, cogiendo la pelota con la mano izquierda durante un brevísimo segundo antes de lanzarla dé vuelta contra el cristal—: «Tierra asesinada es el tipo de película que uno espera que no pasen nunca por televisión, porque los alienígenas que estén cerca podrían captar las señales de la emisión y utilizarla como una excusa para aniquilarnos a todos». Y es una de las críticas más amables. Y si ella no era la estrella, ¿por qué la colocaste en todos los pósters y la pusiste segunda en los créditos?
—¿De qué vas? —exclamó Brad—. Te recuerdo que solo te faltó chupármela para que apareciera en ese cartel.
—Entonces, ¿estás diciendo que haces todo lo que digo? ¡Magnífico! Catorce millones y el quince por ciento de la recaudación. Vaya, ha sido fácil.
La puerta se abrió. Dejé de lanzar la pelota y me di la vuelta para ver quién era. Miranda Escalón, mi secretaria administrativa, entró en el despacho y me pasó una nota. «Acaba de llamar Michelle —decía—. Recuerda que tienes que conseguir que le paguen el peluquero y el maquillador».
—Mira, Tom —volvió a la carga Brad—. Sabes que queremos a Michelle. Pero pedís demasiado. Alien está cobrando veinte millones y el veinte por ciento de la recaudación. Si le damos a Michelle lo que quiere, serán treinta y cinco millones y un tercio del montante. ¿De dónde sugieres que saquemos beneficios?
«Con catorce millones puede pagarse el maldito peluquero», escribí en la misma nota. Miranda lo leyó y alzó las cejas. Salió del despacho. Las probabilidades de que transmitiera ese mensaje a Michelle eran inimaginablemente remotas. No le pagan para hacer todo lo que digo, sino para hacer todo lo que yo debería decir. Hay una diferencia.
—Tengo que dejar claros dos puntos —repliqué, dirigiendo de nuevo mi atención hacia Brad—. Primero: Alien Green no es cliente mío. Si lo fuera, me sentiría infinitamente fascinado por la cantidad de dinero que le estáis pagando. Pero no lo es. Por tanto, no me importa una mierda cómo lo tratáis. Mi responsabilidad es hacia mi cliente y mi objetivo conseguir un buen trato para ella. Segundo: ¿Veinte millones por Alien Green? Eres idiota.
—Alien Green es una estrella importante.
—Alien Green era una estrella importante —lo corregí—. Cuando yo estaba en el instituto. Estoy a punto de celebrar mi reunión de décimo aniversario como antiguo alumno. Lleva mucho tiempo sin comerse una rosca, Brad. Michelle, por otro lado, sí que es una estrella importante. Ahora mismo. Trescientos millones de dólares en sus dos últimas películas. Catorce millones es una bicoca.
La puerta se abrió. Miranda asomó la cabeza. «Ha vuelto», silabeó.
—Tom —empezó a responder Brad.
—Espera un momento, Brad. Tengo a la dama en persona por la otra línea. —Lo interrumpí antes de que pudiera decir nada—. ¿Qué? —le pregunté a Miranda.
—La señorita de marras dice que tiene que hablar contigo ahora mismo de algo muy importante que no puede esperar.
—Dile que ya estoy trabajando en lo del peluquero.
—No, es aún más importante que eso —insistió Miranda—. Por como habla, puede que sea el acontecimiento de mayor relevancia en la historia de la humanidad. Aún más importante que el invento de la liposucción.
—No te burles de la liposucción, Miranda. Ha prolongado las carreras de muchas actrices, beneficiando así a sus agentes y permitiéndoles pagarte tu salario. La liposucción es tu amiga.
—Línea dos —dijo Miranda—. Hazme saber si supera lo de chupar la grasa.
Pulsé el botón de la línea dos. Un ruido callejero de fondo llenó mis oídos. Michelle circulaba indudablemente por el bulevar de Santa Mónica.
—Michelle —dije—. Estoy intentando hacerte muy rica. Sea lo que sea, que sea rápido.
—Eilen Merlow se ha quedado con Malos recuerdos —bufó Michelle—. Creí que el papel iba a ser mío. Creí que lo tenía.
—No te sientas mal por eso, Michelle —respondí—. Todo el mundo lo quería. Si no lo has conseguido, quiere decir que estás en la lista con Cate Blanchett y Meryl Streep. Estás en buena compañía. Además, el caché no era gran cosa.
Oí una especie de frenazo, seguido de un claxon y un grito ahogado. Michelle se había saltado un semáforo o algo así.
—Tom, necesito papeles como ese, ¿sabes? No quiero estar haciendo Canción de verano durante los próximos diez años. Ese papel podría haberme ayudado a avanzar. Quiero trabajar en mi arte.
Cuando oí la palabra «arte», hice el gesto de apuñalarme en el ojo.
—Michelle, ahora mismo eres la mayor estrella femenina de Hollywood. Trabajemos con eso durante un par de películas, ¿de acuerdo? Asegúrate un futuro confortable. Tu arte seguirá estando ahí dentro de un tiempo.
—Soy la adecuada para ese papel, Tom.
—El papel es el de una cuarentona judía víctima del gueto de Varsovia y de Treblinka que luego combate el racismo en Estados Unidos —le recordé—. Tú tienes veinticinco años y eres rubia.
«Y crees que Treblinka es una tienda de Melrose». Mantuve ese último pensamiento en mi cabeza. No tenía sentido confundirla.
—Cate Blanchett es rubia.
—Cate Blanchett tiene también un Oscar —repliqué—. Y también Ellen, ya puestos. Uno en cada categoría. Y tampoco tiene veinticinco años, ni es rubia. Michelle, déjalo correr. Si quieres trabajar en tu «arte», podemos conseguirte un papel para el teatro. Eso es arte. Arte a lo grande. Van a representar Casa de muñecas en el Geffen. Te encantará.
—Tom, quiero ese papel.
—Continuaremos con esto más tarde, Michelle. Tengo que seguir hablando con Brad. Tengo que dejarte. Te llamaré.
—Acuérdate de decirle lo del peluq…
Colgué y volví con Brad.
—Lo siento, Brad.
—Espero que te estuviera diciendo que no te cargues esta oferta pidiendo demasiado —dijo Brad.
—La verdad es que me estaba hablando de otro proyecto que la apasiona. Malos recuerdos.
—Oh, venga ya —soltó Brad—. Es demasiado joven y rubia para interpretar a Yentl, ¿no? De todas formas, Ellen Merlow se ha quedado con el papel. Puedes leerlo en el Times de hoy.
—¿Desde cuándo se entera de algo el Times? Michelle es un poco joven para el papel, es cierto, pero para eso existe el maquillaje. Es un imán. Podría atraer al drama serio a un público completamente distinto.
Brad bufó.
—No conseguirá catorce millones por eso —afirmó—. Es todo el presupuesto que tienen.
—No, pero podrá mostrar todo su talento —repliqué. Lancé la pelota por el escritorio—. La Academia se pirra por esas cosas. Es una nominación, fijo. Como Charlize Theron en Monster.
A veces ni yo mismo puedo creer las cosas que salen por mi boca.
Pero estaba funcionando. Pude oír a Brad sopesando las opciones en su mente. El proyecto en cuestión era la secuela de Tierra asesinada, bautizada, en un alarde de auténtica creatividad, Tierra resucitada. Tenían un problema: habían matado al héroe en la primera película. Eso fue lo mejor que pudieron hacer, porque Mark Glavin, que lo interpretaba, era un perdedor que iba camino de repetir la carrera de Mickey Rourke.
Así que cuando decidieron hacer la secuela, tuvieron que construirla alrededor de Michelle, cuyo personaje consiguió sobrevivir. Habían escrito el guión, completado el reparto, y la preproducción estaba en marcha a todo tren. Pararlo todo ahora para hacer un nuevo reparto o reescribir el guión no era una opción. Estaban con el agua al cuello: ellos lo sabían y yo lo sabía. De lo que estábamos discutiendo ahora era del tamaño del chaleco salvavidas.
Miranda volvió a asomar por la puerta. La miré con mala cara. Ella negó con la cabeza. «No es ella —silabeó—. Carl».
Solté la pelota. «¿Cuándo?», silabeé a mi vez.
«Tres minutos», respondió ella.
—Brad, escucha —dije—. Tengo que… Acaban de decirme que tengo una reunión con Carl. Querrá saber en qué punto estamos. Malos recuerdos está a punto de completar el reparto. Tenemos que decirles una cosa u otra. Tengo que darle a Carl una respuesta.
Pude oír a Brad contando mentalmente.
—Mierda —masculló por fin—. Diez millones y el diez por ciento.
Miré mi reloj.
—Brad, ha sido un placer hablar contigo. Espero que mi clienta pueda trabajar con vosotros de nuevo en el futuro. Mientras tanto, deseo que tú y los otros productores de Tierra asesinada tengáis el mayor de los éxitos. Vamos a echar de menos formar parte de esa familia.
—Hijo de puta —rezongó Brad—. Doce y medio, caché y porcentaje. Última oferta. Lo tomas o lo dejas.
—Y vosotros pagáis peluquería y maquillaje.
Brad suspiró.
—Está bien. Por qué demonios no. Alien trae a su propia gente. Será una gran fiesta. Nos ponemos una mascarilla y luego nos hacemos unas mechas.
—Bien, entonces trato hecho. Envíanos el contrato por mensajero y empezaremos a estudiarlo. Y recuerda que todavía tenemos que decidir lo del merchandising.
—¿Sabes, Tom? Me acuerdo de cuando eras un buen chico.
—Sigo siendo un buen chico, Brad —dije—. Es que ahora tengo clientes que necesitas. Hablaremos pronto.
Pulsé el botón del teléfono y miré el reloj.
Acababa de cerrar el trato más importante del año hasta el momento. Había ganado un millón y cuarto para mi compañía y para mí, y todavía me quedaban noventa segundos antes de la reunión con Carl. Tiempo más que suficiente para hacer un pis.
Cuando eres bueno, eres bueno.