Así terminé mi informe, bastante disgustado de mí mismo porque esperaba aducir más argumentos. Es decir, sospechaba que viendo aquella multitud de sonámbulos (gente que realmente estaba dormida cuando caminaba por la existencia), sospechaba que todo sería inútil. No despertarían por mucho que alzara la voz. Desde que me interrumpieron para decir que la aldea era villa por fuero de reyes había sentido yo que algo dentro de mis ya débiles convicciones flaqueaba. Estaba insatisfecho y disgustado. Quería haber dado la prueba de mi capacidad y sólo había dado la de mi limitación. Olvidaba que en todas las experiencias intelectuales (importantes o no) se da al mismo tiempo esa circunstancia. Me extrañaba un poco el silencio que siguió a mis últimas palabras. Habría querido que aplaudieran como aplaudieron al acusador. «Más vale que no aplaudan —pensé, sin embargo— en este lugar donde tanta gente sencilla ha rezado a Dios».

El comandante López tomaba la palabra como un gladiador romano el tridente. Estaba a un tiempo entusiasmado e indignado:

—Así somos nosotros —gritaba, señalándome.

Cuando lo hubo dicho tres o cuatro veces de una manera crecientemente enfática (sin duda, para despertar a aquella multitud) explicó en qué consistía la manera de ser que le enorgullecía tanto: «Este hombre que ha hecho una defensa tan calurosa y entusiasta de la piedad y que pide la absolución de su propio enemigo, ¿sabéis quién es? Es un capitán que ha venido del campo enemigo, donde ha tenido que hacer toda clase de equilibrios para salvarse de la muerte».

Ahora el sonámbulo era yo. Ninguna de las palabras de López me despertaría. En cambio, en la masa iba sintiéndose un murmullo de aquiescencia. Decía López algo más, alzando y bajando la voz estentóreamente, y yo puse alguna atención —comencé a despertar— cuando oí decir: «Este capitán pudo salir con la muerte en los dientes cuando supo que su padre había descubierto dónde se hallaba y lo que hacía. (Me tocaba a mí ahora asombrarme y me decía: “¿Cómo se ha enterado López de todos estos detalles?”. Yo no le había dicho una palabra de mi pasado. ¿Quién y por qué lo había informado?). Este capitán Garcés —seguía el acusador— está combatiendo ahora en el frente por nuestra causa y sabe encontrar el lado humanitario de esta bestia sanguinaria que tenemos delante (la gente rompió en aplausos, bien despierta, lo que me impidió oír las palabras siguientes hasta que la ovación comenzó a amainar)… Así somos nosotros, camaradas y amigos.

»Ahora bien, ¿vamos a concederle el perdón a este monstruo a quien Garcés defiende? No. Yo espero que todos os deis cuenta del peligro que una debilidad como esa representaría. Tenemos que defender a hombres como el capitán Garcés, de cuya generosidad abusarían miserablemente nuestros enemigos. El capitán sería la primera víctima de su propia bondad, camaradas. El secretario de este municipio no es tan inofensivo como su defensor pretende. No me fiaría yo ni tanto así».

Aquí se detuvo unos momentos.

Como he dicho, ahora había vuelto a mi sonambulía y el público estaba ávidamente despierto. Los sonámbulos suelen despertar para el mal, no para el bien. Y a través de las nubes de mi sueño llegaba la voz del comandante: «Ninguno podría sentirse seguro si este monstruo estuviera en libertad. Porque este hombre, en apariencia insignificante, está tramando algo en las tinieblas contra nuestros hermanos, contra nuestros hijos y, desde luego, contra el pueblo y sus libertades».

Yo me decía: «¿Por qué he venido aquí a defender a ese viejo si de antemano sabía que no tiene salvación? Los campesinos han despertado y seguirán despiertos hasta oír la sentencia y ver la cara que pone el secretario cuando la oiga. Luego se dormirán otra vez y dormidos irán a sus casas y dormidos acudirán más tarde a la plaza, los unos para ver la ejecución y una minoría de ellos para coger voluntariamente los fusiles y formar la escuadra. Y sonámbulos seguirán hasta el momento de los disparos. Entonces despertarán un instante para ver cómo cae el reo, cómo se rompe el pelele».

La gente —toda la gente— era sonámbula y despertaba para el mal. El comandante seguía perorando y yo no lo escuchaba. Cuando vi que la multitud me miraba, supuse que López hablaría de mí. Pero no. En cuanto a la inocencia de aquel secretario fantasmal, el comandante tenía que hacer una revelación. El día anterior el reo había querido huir y había logrado abrir con un gancho de estufa la cerradura de la puerta exterior de la sacristía (López blandía aquel gancho, mostrándolo en el aire, y la gente lo miraba alucinada), pero fue arrestado de nuevo cuando se dirigía al campo enemigo. Fue alcanzado cuando se escondía en una cueva para esperar allí la noche y tratar de pasar en las sombras al campo contrario.

«Y si este hombre —preguntaba el comandante con voz de trueno— hubiera llegado al campo enemigo, ¿sabéis lo que habría hecho? En primer lugar, decir dónde estaban las baterías nuestras. Después, si a mano viene, denunciar a esta comandancia de milicias. Y con esos informes podéis estar seguros, compañeros, de que el enemigo habría venido con su aviación y arrasado esta aldea, digo esta villa, sin dejar piedra sobre piedra. A estas horas, tal vez muy pocos de los que me escucháis estaríais vivos. Esa sería la obra de este hombre inofensivo, según el defensor (López seguía accionando con el gancho de la estufa en la mano, que tenía una cierta elocuencia hipnótica). Y esa es la supuesta inocencia del secretario del Ayuntamiento de esta ilustre villa real».

Era más que probable lo que decía el comandante, en quien yo veía un tribuno romano de los buenos tiempos, con su cara de medalla conmemorativa y su pecho opulento. Pero el pobre secretario, encogido y minúsculo, me daba pena. Cuando acabó el comandante, insistiendo en sus tres sentencias de muerte, yo le pedí la palabra para decir que el hecho de que mi defendido hubiera querido escapar era natural y legítimo, porque la primera obligación de todo el que está preso es tratar de salir de la prisión por cualquier medio. Así, pues, no constituía culpa nueva ni agravaba las anteriores. En cuanto a la sentencia que iba a ser acordada inmediatamente, yo esperaba —repetía una vez más— que el jurado preferiría hacer uso de la generosa piedad y no de la implacable venganza.

Hubo silencio en la sala y me arrepentí de haber usado latines y palabras cultas, aunque tal vez los latines favorecieron al reo, porque los campesinos los asociaban a circunstancias de prestigio. En fin, lo que fuera —y yo sabía muy bien lo que iba a ser— no tendría remedio.

La sentencia fue de acuerdo con las conclusiones del acusador: tres penas de muerte. Invitado el reo a decir algo, se encogió de hombros y dirigiéndose a mí dijo: «Supongo que las palabras están ya de más. Hasta ahora todo el mundo ha dicho algo contra mí o en mi favor y yo le agradezco a usted lo que ha dicho sobre mi persona aunque fuera faltando notoriamente a la verdad. Porque todo lo que el comandante López ha dicho contra mí se ajusta a los hechos. Yo soy ese que dice y no niego ninguno de los cargos que ha hecho contra mí. Todo lo que ha dicho el acusador es la pura verdad. Hay otras cosas, sin embargo, que nadie sabe y que yo podría decir en mi descargo, pero no las diré porque perjudicaría a alguna persona aquí presente. Si las dijera podría ser que no me mataran y que por el contrario me hicieran un monumento aquí en la plaza del pueblo, digo, es una manera de hablar. Porque las cosas no son tan claras en la vida como parecen».

Asombrado, yo pensaba: «Ha confesado sus crímenes y por sólo ese hecho Dios lo perdonaría, pero los hombres no lo perdonarán». En cambio, el comandante López parecía personalmente ofendido con aquella confesión. Pedí un nuevo juicio con un tribunal diferente, en Madrid, pero la gente estaba en contra y había rumores de protesta. Había que matar al secretario cuanto antes. Nadie quería perderse el espectáculo. López halló en las palabras del reo un pretexto para añadir cargos nuevos. «De lo que acaba de decir se desprende que el reo, cuando fue arrestado, estaba conspirando y tenía y tiene cómplices».

—Eso no es verdad —respondió tímidamente el acusado pero si hablara alguno se iba a llevar una sorpresa. Bien está la condena y no digo nada, pero esperaba que el jurado se inclinaría por la clemencia. ¿No lo ha hecho? Mala suerte.

Insistí yo en pedir otro juicio y la multitud indignada me apostrofó como si quisiera fusilarme a mí, también. Me callé porque los sonámbulos pueden ser peligrosos, aunque sin resignarme. Y de pronto, levantándome airado, volví a hablar:

—De acuerdo con las normas legales exijo que la sentencia no sea ejecutada sin dar antes conocimiento a la superioridad, es decir, que sea enviada a la capital para que la confirmen o no las autoridades superiores. Con ese fin, el acto final con los documentos del relator y de la defensa deberán ser trasladados también a la capital y como aquí no hay condiciones de seguridad para el preso propongo que sea trasladado a la prisión de Madrid, donde esperará la decisión del mando general de la línea. O de las autoridades civiles, si el caso puede entrar en su competencia, como yo creo y espero.

Todo esto lo decía yo muy enérgicamente con la esperanza de que el calor se contagiara al público.

Estaba seguro de que si hallaba en la masa campesina un mínimo de eco y de resonancia, el comandante López aceptaría mi proposición, porque se podía acusar a López de todo menos de desoír las voces del pueblo. Pero la reacción fue distinta. Al acabar de hablar se levantó el comandante y dijo con la voz tranquila del vencedor:

—Necesitamos ocho voluntarios para ejecutar a este reo condenado por el pueblo.

Se alzaron en el aire más de ochenta brazos entusiásticos y gregarios. Miraba yo a aquellos hombres que tenían rostros honrados, quemados del sol, con expresiones de una inocencia infantil y antigua. «Es posible —me dije— que todos tengan razón menos yo».

Pero me propuse hacer lo posible para salvar al reo, o al menos demorar su ejecución. Aquella ejecución, en la que de un modo u otro yo había intervenido, me comprometía ante mí mismo para el resto de mi vida. ¿Era lo que se proponía López? Estaba haciendo objetivamente de mí un cómplice. ¿Era eso lo que quería? ¿Para qué?

Yo podía ser la máquina de la risa como cada cual, pero no por complicidad con los asesinos. Cuando supe que la ejecución se llevaría a cabo tres días después, decidí poner en acción todos mis recursos para impedirla o al menos, como he dicho, aplazarla.

Me acerqué a López:

—A ese hombre no vais a matarlo —le dije.

El comandante me echó el brazo por los hombros y dijo amistoso y en broma:

—Mataremos a ese hombre y a su defensor también. Lo digo porque es lo que querían algunos campesinos: que fusiláramos también a ese defensor hijo de tal. Eso decían.

Miraba yo a los últimos campesinos que iban saliendo de la iglesia lentos y cachazudos, arrastrando los pies. Siempre salen así de las iglesias.

López reía sin motivo. Bueno, ya he dicho antes que el hombre es el único animal que tiene conciencia de la muerte y a quien se le ha dado la risa como una compensación. El único animal que ríe. Yo pensaba: «Esta es la parte sucia de las guerras: el automatismo criminal». Es verdad que me matarían también a mí si me descuidara. Y no me alarmaba esa idea. Verdad era también que a veces pensaba en amigos míos fusilados como si hubieran hecho algo meritorio que estaba fuera de mis alcances.

Y casi los envidiaba. Esa envidia no he podido entenderla aún.

En todo caso, me sentía desorientado en un laberinto de señales falsas. Por ejemplo, una de esas señales decía: «Salida de fuegos» y al salir me veía en un paisaje idílico. Otra tal vez: «Salida al parque de recreos» y conducía a un lugar de carnicería, a un muladar humano. Otras señales, aún, advertían: «Cuidado, no hay salida» y la había muy franca. O bien: «Vía muerta» y estaba viva. Incluso: «Salida a los autobuses del hospital civil», y llevaba derechamente a los de la penitenciaría. O del cementerio.

De un modo u otro me sentía íntimamente ligado al destino del reo a quien acababan de condenar. Con la idea de hacer una apelación en regla, pedí al relator una copia del acta de la sesión.

El comandante López y yo salimos juntos y caminamos en silencio algunos pasos. Cuando íbamos a separarnos para seguir cada cual su camino, el jefe de milicias me pidió que me quedara a comer en la comandancia. Esta se hallaba al final de un pequeño parque, en un lugar desenfilado de la artillería.

Había un porche con macetas, algunas colgadas del techo con alambres, y aquí y allá algunos milicianos leían o dormitaban. Sólo llevaba armas uno que estaba de centinela. No había señales exteriores de disciplina ni de rigidez profesional.

Entramos López y yo en un ancho pasillo sombrío para ir a dar a una sala cuadrada y grande en el lado opuesto de la casa, con anchos divanes y una mesa de billar en un rincón. No había nadie en aquel momento, pero otra mesa próxima —alargada—, con platos y vasos, revelaba que había llegado la hora de comer. Había hasta doce o quince cubiertos, alguno de plata, otros de peltre y hasta de madera, y los vasos eran también dispares y de varios colores. Poco después fueron llegando los milicianos. Al lado, en la cocina, se oían voces de mujer y por el tono y el acento, yo, que gustaba de hacer deducciones gratuitas, pensé que debía tratarse de una mujer madrileña y no de mal ver.

Todos habíamos olvidado de pronto al secretario condenado a muerte y tratábamos de adivinar por los aromas de la cocina lo que iban a darnos de comer.

En aquel momento salía de la cocina un miliciano moreno, flaco, de aire agitanado, quien al verme a mí dijo:

—Tu discurso estuvo bien y estoy de acuerdo con cada palabra que pronunciaste.

Intervino López, condescendiente:

—Yo no he dicho que tu discurso estuviera mal. Lo que me molestaba precisamente era que hicieras una defensa tan buena.

Yo miraba alrededor. A juzgar por los muebles, era una vivienda de clase media acomodada. Un lugar como aquel me habría gustado para veranear en tiempos de paz.

—¿De quién era esta casa? —pregunté.

—De una facha rico. Le dimos el paseo.

—¿Por qué? —seguí preguntando mientras me acercaba a la mesa de billar y comprobaba con la presión de ambas manos la elasticidad de las bandas.

—Yo no sé. Ordenes —dijo, elusivo, López.

El tipo agitanado que había salido de la cocina añadió por su cuenta:

—Las órdenes las dan en esta casa.

—Tengamos la fiesta en paz, Cefe —advirtió la misma mujer de antes desde la cocina.

Pero Cefe, que tenía una cara toda perfil y hablaba con acento madrileño muy cerrado, no quería callarse:

¿En paz? ¡Menuda paz! —y añadió señalando a López con el dedo—: De ahí salen las órdenes.

Había varios milicianos silenciosos, derribados en los divanes con la flojera del hambre y se oyó una voz:

—Cállate, chivato.

Yo, inspeccionando el bastidor en donde estaban alineados los tacos, tomé uno y apunté con él para comprobar su rectitud y buena traza. El madrileño añadió:

—Ese pobre diablo del secretario merece que lo perdonen.

Un miliciano pequeño y macizo, con suéter elástico de cuello de tortuga, fue a sentarse al lado de López en el diván y le dijo bajando la voz:

—Está quemao, Cefe.

Y entonces sucedió algo que no habría esperado nunca: reconocí en uno de los milicianos a Alfonso Madrigal. Desde el principio me había llamado la atención por la voz y la manera elusiva de mirarme. Pero estaba disfrazado con unas barbas que se había dejado crecer, esas barbas que los escritores modernistas llamaban fluviales.

Su aspecto era del todo diferente, dignificado y grave.

Mi insistencia en mirarlo debió hacerle pensar que lo había reconocido y se mostró un poco nervioso. Yo me dirigí a él casualmente.

—¿Qué haces en este lugar?

Me respondió en voz baja:

—No me llames por mi nombre.

—Pero ¿desde cuándo estás aquí?

—Desde hace poco. Antes estuve en zapadores minadores.

No había ascendido mucho, Madrigal. Era sargento. Yo imaginé que estaba dedicado a sus venganzas personales y creía advertir en él algo siniestro. No tenía la mella de los dientes ni aquel aire dislacerado que le conocí en el Zaio, en Marruecos.

—¿Qué fue de Antonia y de su padre?

—No me preguntes nada, aquí.

Madrigal me humillaba como pariente, aunque el parentesco fuera lejano: tío segundo o tercero. Por algunas miradas y por alguna media palabra deduje que andaba matando gente.

—Pero ¿está viva Antonia? —pregunté.

—Sí, y su padre también.

Estaba yo lleno de curiosidades, como se puede suponer.

—¿Vive contigo, Antonia?

—No.

Y cambiando el disco, le gritó a Ceferino, que murmuraba contra López:

—¡Achanta la muy, boquerón!

Madrigal conservaba el idioma del presidio, que es siempre un poco andaluzado. El comandante se fue a la cocina, visiblemente de mal humor. Entonces, el miliciano del cuello de tortuga se me acercó y dijo en voz baja:

—Está cabreao, Cefe, porque su hermana se acuesta con López.

Yo tiré una carambola pensando: «Un delicado aspecto de la situación». Pero el hecho de que Cefe reaccionara de aquella manera no lo entendía. Rodaban las bolas por la mesa entrechocando, y yo, sin mirar al miliciano, hablaba en voz baja también:

—¿Qué clase de gentes eran Cefe y su hermana antes de la guerra?

—Son hijos de un farmacéutico un poco chalao.

Vaya, achaque de honor. Honor fraterno. En una familia obrera aquello no habría tenido importancia, ni tampoco en una familia aristocrática. El comandante López salió de la cocina y se me acercó. Vio que me fallaba un golpe de taco:

—Se te fue la mano.

—A ti también se te va fácilmente —dijo Ceferino—. Tienes el dedo ligero. Al dueño de esta casa le dieron el paseo y lo enterraron donde yo me sé. Aquí se mata a la gente por poca cosa.

A través de una música de gramófono se oían lejanos tiros de fusil.

—A ese lo mataron —añadió Cefe, que se sentía locuaz— porque dicen que era un enlace que le llevaba los papeles al jefe de los requetés, pero yo todavía no he visto esos papeles.

—¡Los he visto yo y basta! —gruñó el comandante.

La cocinera se asomó a la puerta:

—Si vas a seguir así, más vale que te marches, Ceferino.

La cocinera era como yo la había imaginado: pelo negro, delgada, y no mal formada. Ceferino, al oír la voz acusadora de su hermana, le hizo un corte de mangas.

—A mí no me hagas esos gestos de granuja —gritó ella indignada— y si no puedes aguantar a la gente de esta comandancia ahí está la puerta.

—Tú irás delante de mí.

—¿Yo?

—Sí. En mi familia no ha habido nunca putas.

El comandante López fue hacia Cefe y le dio una bofetada. Dejé yo de jugar y hubo un momento de expectación alarmada. Ceferino murmuró:

—¡Ah, el canalla asesino!

Volvió el comandante sobre él, pero se interpusieron tres o cuatro y no pasó nada más.

Sonreía yo, volviendo a mis carambolas, y Madrigal dijo con un gesto aburrido:

—Siempre están así.

Tiré una carambola sin dejar de reír y el miliciano de cuello de tortuga comentó:

—No veo que la cosa tenga tanto chiste.

—Recibir una hostia y guardársela es cómico en todas partes.

Alguien se había ofendido en la sala.

—Estos señoritos intelectuales —dijo otro miliciano de orejas separadas, nariz y mirada inocente— que llevan la pistola sin balas porque pesa demasiado… hablan por hablar.

Sin aparente violencia (aunque me sentía fuera de mí) dejé el taco cruzado en la mesa e hice una tontería que ahora recordándola me avergüenza. Una de esas idioteces de machito armado y engallado.

En tiempos de violencia se hacen esas cosas y en tiempos de tranquilidad otras. Yo creo que las he hecho todas, digo todas las idioteces que trae el tiempo. En fin, saqué la pistola y disparé un tiro contra una inocente maceta. Estaba en el rincón opuesto del cuarto. Una maceta de flores que había en un ángulo de la habitación. El tiesto saltó en pedazos y la tierra y las flores cayeron sobre una mesita auxiliar donde había botellas de anís y de coñac. Por el cuarto se esparció un olor a geranios.

—Tú ves —dije guardándome la pistola y cogiendo otra vez el taco— que llevo la mía cargada. Igual muere el gusano que el general jefe de la línea. Y el señorito que el hijo de puta.

López disimulaba:

—Vamos, Garcés, que aquí estamos entre amigos.

El miliciano romo se inclinó a coger del suelo el casquillo vacío, lo olió, lo hizo saltar en la mano y dijo:

—Es del treinta y cinco.

El disparo había enfriado tanto el aire de la sala que había que seguir hablando:

—Morir y matar —dije yo— lo pueden hacer el más lerdo y el más cobarde. La vida de cada cual depende del hombre de al lado que tiene un revólver o un cuchillo.

Ceferino seguía taciturno y humillado. Por fin se levantó y salió de la habitación, pero López lo llamó a grandes voces con aire casi paternal. Se detuvo Ceferino en la puerta y se volvió a mirar como un soldado que espera una orden de alguien a quien desprecia.

—¿Adónde vas?, preguntó el comandante con aire imperativo.

—Tú no eres mi jefe —replicó Ceferino—. Serás jefe de tu abuela. Ni tú ni yo somos militares y en todo caso no estoy en acto de servicio, así es que me niego a contestar.

Pensaba yo: «Dice acto de servicio en lugar de comisión de servicio y por ese detalle se ve que no ha debido ser militar antes de la guerra, como lo fue, por ejemplo. Madrigal». El ruido de las bolas entrechocando aligeraba la tensión de la sala.

Ceferino se fue, pero López hizo un gesto al de la nariz roma ordenándole que saliera detrás para vigilarlo.

Seguía yo jugando al billar como si estuviera solo. Entretanto, en el cuarto de al lado se oía discutir a Ceferino con el romo y como lo hacían a media voz, yo aguzaba el oído. Decía Cefe: «No tengo la culpa de que lo consideren en el barrio el tío Telele, de que la mujer se le escapara con otro, de que no saliera elegido concejal en el cartel republicano ni tampoco de que los pocos clientes que tiene no le paguen». Al llegar aquí, López, que también estaba escuchando, llamó a Vicenta y le dijo:

—Anda, dile a tu hermano que se largue ahora mismo porque si no un día lo voy a matar.

Transcurrió un gran espacio en silencio. El comandante me miraba y parecía pensar: «No hay que andar con bromas con esta clase de tipos que tienen un temperamento flojo, pero unas ideas muy claras de las cosas y que matan por reflexión así como otros matan por pasión». Yo creía advertir esas dudas más o menos metódicas en su mirada. Y seguía jugando. Madrigal, desde su rincón, me miraba como un búho.

Según suele suceder en los grupos donde hay un jefe despótico, los que estaban sumisos al comandante querían tomar la misma actitud conmigo.

Faltaba en aquel falansterio el tipo cómico y no tardó en aparecer. Llegó con Miranda el maestro de obras. El recién llegado era un teniente observador de tiro, quien siempre alardeaba de aventuras donjuanescas como sucede a veces con la gente de Andalucía. López respetaba a aquel teniente porque era de la escala profesional. Lo llamaban «el tenientillo de los testículos» y alardeaba, al parecer, de cosas bufonescas como ponerse una pesa de un kilogramo en el extremo del miembro viril sin que descendiera y practicaba otras bellaquerías como perforar de un golpe el pergamino de una pandereta —con el pene—. Oyendo aquellas cosas yo tenía ganas de reír como cada cual, pero me contenía, porque el tipo era antipático. El sargento Madrigal seguía mirándome a distancia y el teniente se me acercó.

Nos presentaron. «Me extraña —dijo él— que no me conozca usted, porque vengo aquí mucho, sobre todo a las horas de comer». Yo me apresuré a declarar que no pertenecía a la brigada de servicios especiales. López me escuchaba atentamente.

Volví al billar y López se me acercó halagador:

—Tú debiste ser no mal estudiante. Porque los malos estudiantes suelen ser buenos carambolistas.

Luego decidió hacerme una pregunta que sin duda había aplazado por discreción:

—¿Qué idea te dio de disparar contra ese tiesto? —Yo me encogí de hombros. ¿Quisiste asustarnos?

—No. Yo no quiero asustar a nadie.

Y pensaba, tirando otra carambola: «Quise disparar para comprobar que todo esto es verdad. Cuando me hablaron del dueño de esta casa asesinado, las cosas comenzaron a hacerse irreales. Es una historia vieja esa, conmigo. Siempre me sucede cuando tropiezo con el crimen. Cada vez que he hallado a mi paso un muerto civil —un “paseado”— me he quedado varias horas sin creer en nada de lo que veía. Debe ser una defensa de la conciencia de uno para evitar la locura. Todo se hace poco a poco irreal y a veces se desvanece como eso que llaman en el cine un fade out».

Aquella vez, para volver a la realidad disparé contra el tiesto. Viendo caer los cascos y la tierra y las flores sobre las botellas me dije: «Es verdad, todo es verdad, incluido el hombre muerto», y así restablecía yo como otras veces la armonía natural entre el mundo de dentro y el de fuera.

Madrigal me miraba desde lejos en silencio y creía adivinar en su mirada alguna clase de peligrosidad.

Naturalmente, las explicaciones sobre mi disparo —a base del restablecimiento de lo real exterior, etcétera— habrían sido inadecuadas en aquel lugar, y a las insistentes preguntas de López respondí con repetidos alzamientos de hombros. Por fin me limité a decirle:

—Vosotros también hacéis cosas raras y no os pregunto por qué.

Dejé de jugar y añadí:

—Lo digo por la bofetada que le has dado a Ceferino.

—Yo le pegué —se apresuró a explicar López— porque a veces se pone histérico y da el espectáculo. Yo soy médico, tú sabes. Es un buen camarada, pero un poco neurasténico.

—¿Quién no, en estos tiempos?

—No estoy de acuerdo. Este tiempo que vivimos es ideal para superar las frustraciones. Eso diría un psiquiatra: la agresión legitimada. Es el tiempo de la agresión permisible. ¿No te parece?

Pensaba yo: «Este es un asesino verdaderamente consciente y no un sonámbulo como los otros». Seguía jugando al billar sin explicar mi negativa. Si entraba en explicaciones, me situaría moralmente en el mismo nivel de aquellos hombres y estaría perdido. Desde lejos me vigilaba Madrigal. Pero López no se resignaba:

—Me gustaría —dijo— saber qué esperas hacer cuando ganemos la guerra.

—Nada. No la ganaremos, la guerra. Entonces no necesito plantearme lo que voy a hacer. Si sobrevivo he decidido irme a otro país.

López confesaba:

—A veces yo también me pregunto si ganaremos o no.

—No ganaremos. Los otros están más unidos y tienen detrás una inercia de siglos que los empuja. Algo monolítico y serio. Nosotros estamos divididos como un mosaico bizantino y tenemos sólo una pugnacidad barroca y verbenera.

Hablando así me acordaba de la Cosa y de las siglas contradictorias. Mi opinión pareció impresionar a López, quien estuvo mirando al vacío, suspiró y dijo:

—Si piensas así, ¿cómo es que has vuelto a entrar desde Francia? ¿Cómo es que combates?

—El pueblo tiene razón y hay que arriesgar lo que arriesgan los demás. ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú, digo, cuando perdamos?

—Yo no ando con filosofías. Si llega el caso pondré la cabeza en el tajo y la perderé. Como hay Dios que iré derecho al patíbulo y a la muerte que me corresponda.

Desde que le oí aquellas palabras, trataba de encontrar pretextos para alguna clase de simpatía, pero se interponían dudas y recelos de todas clases.

El tenientillo había desaparecido en la cocina y volvió a salir con un plato en las manos. Comía de pie, con los dedos, y se disculpaba diciendo que tenía que volver al puesto de observación porque había dejado encargado a un cabo. Era un buen oficial que hacía su trabajo lo mejor que podía, aunque habría hecho lo mismo en el campo contrario (un poco mejor, quizá) si geográficamente hubiera quedado del otro lado. Como el instinto le decía a veces que estaba en peligro, conquistaba a los milicianos hablándoles de bellaquerías.

Seguía el comandante con la misma preocupación:

—Entonces, ¿tú crees que perderemos?

—No hay quien pueda evitarlo. Es decir, podría evitarlo Stalin, pero no se trata de que ganemos o perdamos, para él, sino de su capricho cuando por la mañana se levanta y mira el periódico y oye las últimas noticias de sus comisarios. Quiere la atención del mundo entero como una solterona en crisis de menopausia y la guerra nuestra le quita un poco de esa atención. Él quiere ser la verdadera Miss Universo siempre en el centro del foco.

El comandante estuvo callado un rato y meditando. Debía pensar que yo estaba loco. Luego volvió a preguntar, obsesionado:

—¿Cómo sigues combatiendo si piensas así?

Yo tiré otra carambola:

—Ya te lo dije antes.

Acababa el tenientillo con su pitanza y decía que se quedaría más tiempo para acabar de entablar conocimiento con el defensor del secretario del municipio a quien llamaba el «manús». «Al menos —añadió—, el manús se sentirá mejor cuando vaya al muro, mañana».

—No va a ir al muro mañana —dije yo dejando de jugar.

—O pasado mañana —insistió el tenientillo chupándose los dedos uno tras otro—. Pero ya veo. Aquí cada cual toma su papel en serio y eso en mi tierra lo consideran un poco malange.

Salió agitando la mano en el aire. En aquel momento apareció Vicenta con una gran fuente y todos se apresuraron a ocupar sus puestos en la mesa. El último fue López, quien ligeramente consciente de estar presidiéndonos, dijo:

—Ya lo habéis oído. Aquí el capitán cree que la guerra está perdida.

Se oyó otra voz taciturna en un extremo opuesto de la mesa:

—Mira este. Yo también lo creo.

Era el hermano de Vicenta, lo que no me extrañaba, ya que se suponía que en todo caso aquel joven llevaría la contraria al comandante López. Y añadió:

—Nosotros no somos gente para ganar guerras, sino para gozar de la vida, si podemos. Somos, yo diría, gente civilizada. Y por eso perderemos la guerra. Son los violentos los que ganan.

En aquel momento Vicenta, con las manos en las caderas, declaró:

—La guerra la ganaremos. Si no, ¿iba yo a estar aquí hecha una esclava trabajando para vosotros y preocupándome de si coméis bien o coméis mal, hatajo de golfos que sois?

Aquella mujer quería ganar la guerra y luego casarse con López, quien sería —ella imaginaba— después de la victoria, personaje importante.

Sucedió algo inesperado. En aquel momento entró por una ventana abierta un pobre gorrión despistado. Algunos se levantaron tratando de capturarlo y yo les grité:

—Abrid las ventanas, porque si no, chocará con los cristales y se matará.

Pero nadie me hizo caso.

Acorralaron al pobre gorrión, quien sintiéndose acosado se lanzó como una flecha contra un cristal y después de chocar con él cayó desmayado o muerto. Yo cogí al animalito y vi que su corazón no latía.

—Se mató buscando la libertad —comentó Ceferino mirando la avecica en la palma de mi mano.

—Déjame ver —dijo Vicenta—. ¿Por qué da tanta pena un pajarito muerto?

Madrigal habló:

—Porque se acuerda uno de que también palmaremos un día.

Yo opinaba lo mismo y añadí: «Cuanto más se parece a nosotros lo que muere, más pena nos da. Un animal que camina en cuatro patas y ladra y come y hace el amor como nosotros, nos da más pena que una culebra que no tiene patas ni ladra».

—Yo tampoco ladro, mira este —dijo Madrigal.

Todos miraban al pajarito muerto, en la mesa. «Bueno, que se enfría la comida —dijo el Romo disimulando la emoción—. Un pájaro es un pájaro».

—¡Una vidita tan pequeña! —comentó Vicenta volviendo a la cocina.

—Una vida es una vida —afirmó otro miliciano que llevaba puesta en la cabeza una gorra pasamontañas de las que usan los deportistas—. Pero lo que dice aquí sobre la compasión no es verdad, porque lo que más se parece a un hombre es otro hombre y ya veis, lo matan como si tal cosa.

—Eso es diferente —dije yo—. Matar a otro es como suicidarse.

El único que no decía nada era López, impresionado por aquello de que nadie creyera en la victoria. El hecho de que no creyera nadie le parecía humillante.

Pensaba López estar engañándolos a todos con su falta de fe en el favorable fin de la guerra y se sentía decepcionado. En aquel momento la avecica abrió y cerró el pico. Yo dije, bajando la voz: «Un momento. El corazón le ha vuelto a latir».

Volvían algunos a levantarse de sus asientos. Tomé el animalito en la mano cuidadosamente y salí al jardín. Me seguían tres o cuatro. López se quedó en la mesa, pensativo, y Vicenta miraba desde la puerta de la cocina. Madrigal se quedó sentado, indiferente.

Sentí en la mano cerrada que el pájaro se removía y esperé un momento aún antes de lanzarlo al aire. Cuando creí que podría volar lo lancé hacia arriba como se lanza una piedra, el animalito abrió las alas y voló a la rama de un árbol. El Romo aplaudió.

Volvimos a entrar, riendo. «Este —dijo Vicenta por mí— es un tío humanitario».

—¿Por salvar a un gorrión? El que salva a un gorrión debía llamarse orniturario o gorrionario o cosa por el estilo. Más humanos sois vosotros, queriendo matar al secretario. La bondad no es necesariamente humana.

—¿Pues qué harías tú con ese tío miserias? —preguntó ella.

Vacilé un momento —siempre nos extraña la crueldad en una mujer— y López intervino:

—Ellos tienen la culpa. Ellos comenzaron provocándonos y matando en la calle a los que vendían nuestros periódicos.

—Pero nosotros respondimos a balazos también. Luego, la cosa fue creciendo hasta tomar el volumen que tiene ahora y lo que os voy a decir os parecerá una idiotez y una imposibilidad, pero si lo pensáis veréis que tengo razón. Quiero decir que si cuando mataron al primer compañero nuestro hubiéramos respondido por ejemplo condenando la violencia y abriendo una suscripción para la familia de la víctima, y en el mismo periódico otra para allegar fondos y costearle al asesino la entrada en un hospital de enfermos mentales, y dedicándole palabras de amistosa compasión —por muy estúpido que a primera vista os parezca—, en pocos días habríamos desarmado a todos los pistoleros del campo contrario. Ya sé que os parece una solución imbécil, pero generalizando ese punto de vista…

—La no resistencia al mal, de Gandhi —interrumpió López, desdeñoso, masticando con una expresión adormecida en los ojos.

—Pero ¿no lo admiras tú, a Gandhi? —el comandante afirmó y dos o tres más dijeron lo mismo—. Entonces, si lo admiras, ¿por qué hablas de él con desprecio? ¿Es que te consideras superior porque matas? La verdad es que matas por desesperación y porque no tienes valor para matarte tú mismo.

—Que lo digas, Garcés —saltó Cefe, nervioso—. A este le han fallado las cosas importantes en la vida.

Seguía hablando Cefe como si fuera a faltarle tiempo, impaciente y rudo. Como llevaba ahora el cinto de miliciano y la pistola al costado, López meditó un poco antes de contestar.

—Si le hiciéramos caso al capitán, habría que hacerse fraile cartujo.

—Los frailes cartujos —respondí yo— se comen las coles que ellos mismos han plantado y no se meten en política, merecen tanto respeto como todos nosotros juntos. Algunos pensáis lo mismo y no os atrevéis a decirlo porque es más fácil pensar con los testículos que con la cabeza.

López meditaba y al final de sus meditaciones (la verdad es que yo decía todas aquellas opiniones pensando en él) encendió un cigarrillo, echó el humo al aire y dijo:

—Es verdad que la guerra está perdida.

—Todas las guerras están siempre perdidas —añadí yo volviendo al tono grave—. Y las pierde lo mismo el triunfador que el vencido. ¿Qué es lo que van a sacar de todo esto los de enfrente? Sangre, llanto, miseria, pobreza, arrepentimiento, vergüenza. No les va a valer de nada, la victoria. Se arrepentirán de lo que están haciendo, es decir, de estar matando a mansalva. También vosotros os arrepentiréis un día.

—Mea culpa —dijo alguien bufonesco, y todos rieron.

Yo odiaba al que acababa de hablar, pero no quise replicar y acabada la comida miré el reloj, me levanté y me despedí de López, quien salió conmigo como si quisiera decirme algo aparte, pero no me dijo nada. En lugar de ir al frente, yo me fui a Madrid con la motocicleta. Iba pensando en Madrigal, quien se conducía de una manera misteriosa. Por ejemplo, no había dicho a nadie que era pariente mío. No quería que yo dijera su nombre ni que hablara de Antonia. No sabía yo el nombre que le daban en el destacamento de milicias.

Llegué a Madrid y fui a la comandancia de la calle de Alcalá esperando conseguir por lo menos el aplazamiento de la ejecución. La vida del secretario me importaba más a partir de la vista de la causa. Mi fe en la honestidad de aquel reo había comenzado al reverter sobre mi conciencia mis propias palabras. «Es verdad —me dije medio en broma— lo que repetía a veces una abuela mía bastante beata cuando yo le decía que no podía rezar porque no tenía fe. Ella me respondía muy segura: La fe viene rezando». Me asombraba ahora de que aquella anciana, ya largos años muerta, estuviera ejerciendo alguna influencia en mi manera de ver las cosas y en medio de la violencia tremenda de la guerra.

Desde que defendí al secretario había comenzado a creer realmente en su inocencia. Tenía que salvarlo, aunque comprendía que la empresa podía ser un poco arriesgada y que el mismo reo no tenía gran interés en seguir viviendo.

Aquella noche me quedé en la ciudad después de llamar por teléfono al jefe militar de mi sector en el frente. El ayudante del general me dijo: «Capitán, si todos los oficiales decidieran hacer como usted, y se dieran de baja cuando lo tienen a bien, habría que inventar una división de turistas motorizados».

Menos mal que el ayudante hablaba ligeramente. Todos nos damos cuenta si al otro lado del hilo el que habla lo hace con los labios distendidos por la sonrisa.

—López ha estado a verme y estoy al cabo de la calle. Las milicias están interesadas en fusilar a ese tío. ¿Qué más le da a usted? Vuelva aquí mañana temprano o lo fusilaré yo a usted.

Desde Madrid quise hacer llegar a Valentina mi nueva dirección, pero entonces Bilbao quedaba en la zona contraria y la empresa era ardua. Pensé en hablar por la radio, pero estaba más vigilada la radio que el correo y la prensa. El hecho de tener interés en usar la radio podía resultar sospechoso habiendo venido yo poco antes del campo enemigo.

Las cartas que escribí a Valentina y rompí sin echarlas al correo podrían formar un regular volumen, ellas solas. Lástima que no las guardara, porque ahora podría insertarlas aquí. No estoy seguro, sin embargo, de que esas cartas ayudaran a nadie a comprender. En realidad, habría sido más fácil comunicarme con ella desde Casalmunia, pero habría tenido que darle mi verdadero nombre para que ella me contestara (con riesgo de molestias para ella o para mí) o explicarle por qué usaba el nombre de Urgel (sospechoso para sus padres).

Hacía aquellas diligencias en favor del secretario pensando en mi padre. Un desertor llegado del campo enemigo —de mi propia provincia— vino a verme y me dijo que al lamentarse alguien con mi padre de que le hubieran fusilado a uno de sus propios hijos, mi padre replicó: «¿Por qué se queja? Yo daría todos mis hijos al piquete de ejecución si con eso pudiera ayudar a la causa que estamos defendiendo». Aunque aquellas palabras no eran más que un despliegue de patriotismo retórico, cuando yo las oí comprendí que mi padre estaba lamentando que no me hubieran fusilado también a mí. Al hijo a quien encerraba años atrás en la bodega del aceite.

Pero seguía en Madrid con mis diligencias.

En la comandancia de milicias pedí recibos detallados de los documentos que dejaba. Conseguí que me dieran un papel firmado por la auditoría general suspendiendo la ejecución mientras se decidía una cosa u otra. Con todos aquellos papeles me fui a dormir a casa y al día siguiente monté en mi motocicleta y tomé el camino de la sierra.

En Torrelodones encontré a Madrigal, que pareció sorprendido al verme. Charlamos con más libertad que la vez anterior y me dijo que mi padre estaba en San Sebastián y que las palabras que había dicho en relación con la vida de sus hijos revelaban su carácter de toda la vida. Yo tuve la sensación incómoda de que Madrigal había hablado con mi padre. ¿Cómo? ¿Cuándo? Podía ser incluso una especie de secreto agente personal suyo. Naturalmente era una sospecha loca y la deseché asustado. Pero me quedó alguna clase de recelo. No quise preguntar a Madrigal cuándo ni por qué volvió de Marruecos. Me dijo que iba a Madrid con frecuencia y tampoco quise saber a qué iba.

Seguí mi camino. Al pasar junto a la comandancia de milicias de López entré, le hice levantarse —era muy temprano—, le mostré los recibos y le entregué la orden de aplazamiento pidiéndole que pusiera en ella el enterado. El comandante disimuló su contrariedad y al poner el sello en el papel tomó el aire del que bromea, en vista de lo cual le dije:

—Firma también, personalmente. Aquí.

La firma al lado del sello tenía rasgos indecisos y extremadamente nerviosos. Comencé a pensar que el hecho material de la muerte del secretario bajo las balas de la escuadra no era cosa mayor en sí misma, pero ninguna muerte es sólo un hecho material y en todo caso quería salvar al pobre hombre a todo trance, tal vez por piedad o por vengarme de mi propio padre (en las oscuridades de mi conciencia) con un ejemplo de generosidad. Algo me decía que lo hacía por humillarlo, digo, a mi padre. Estas reflexiones me absorbían y cuando me presenté al jefe del sector no oí las bromas con que me recibía. Me disculpé, dije a todo que sí y fui a mi puesto.

Siempre que hacía aquel trayecto —desde el mando general a mi trinchera— tenía que pasar por un lugar descubierto enfilado por una ametralladora enemiga que soltaba tres o cuatro disparos un poco tardíos pero muy bien enfilados.

Pasó el día sin nada nuevo. La artillería disparó como siempre, contestaron las baterías nuestras, los centinelas se cambiaron algunos tiros de ametralladoras y eso fue todo. Lo noche llegó fresca, callada y en algún lugar se oía un grillo despistado y cuando sonaba un cañonazo se callaba por algunos minutos. Debía considerar el grillo aquella respuesta del cañonazo —a su reclamo erótico— un poco excesiva.

Hacia la una de la madrugada llegó a mi trinchera el comandante López. Yo suponía que íbamos a discutir y tal vez a perder los estribos y lo hice entrar en el refugio de los días de bombardeo para que no lo oyeran los soldados. Había cajas de municiones donde sentarse. Había también una central telefónica averiada e inútil. La que funcionaba entonces estaba en la segunda línea.

La noche era muy densa y de los sacos terreros que cubrían el refugio caía a veces un poco de polvo cuando alguna granada estallaba cerca. Aquella noche eran granadas de mortero.

López exageraba su flema de hombre gordo y afectaba además alguna clase de torpeza. Ese era uno de sus trucos. «La mayor debilidad de este sujeto —me dije— es creer que los demás somos menos fuertes que él». Yo le ofrecí algo de comer —que no aceptó— y luego López se puso a hablar de lo que le importaba:

—¿Por qué quieres salvarle la vida al secretario? Ha tenido su juicio, su oportunidad, con la aldea entera presente.

—Tratas de comprometerme —dije yo— y a mí no me compromete nadie sino cuando quiero, como quiero y donde quiero.

Quedamos mirándonos y López exclamó:

—Ya me figuraba que había un error básico en todo esto. Nadie te quiere comprometer. Además, nadie te comprometerá nunca si tú no quieres. ¿Sabes cuál es mi caso? Yo estoy comprometido hasta el cuello y desde el principio, pero es diferente. La verdad es que fuera del partido no tengo salida. En vida y en muerte, en enfermedad y en salud, como dicen los curas cuando casan a alguno. Aquí estoy yo casado con el partido y además lo tengo a gala.

Pensaba yo: «Aspiras a hacer carrera política como los deportistas que pasan del amateurismo al plano profesional, con gajes permanentes y seguros, eso es. Nos conocemos. Y para eso hay que matar gente. Matar gente es quemar los barcos, volar los puentes de regreso». Se lo dije con crudeza aunque con un acento familiar, amistoso y cómplice que excluía la ofensa. Él tomó la misma actitud con una especie de arrogancia secreta:

—Te equivocas en una cosa. No es que aspire a todo eso, sino que lo tengo ya. En lo de comprometerte tampoco aciertas. Nadie piensa obligarte a nada. Yo no puedo hacer nada por el secretario de los pequeños emolumentos. Está sentenciado y ni me va ni me viene, aunque confieso que me gustaría obedecer la decisión del tribunal cuanto antes. El pueblo…

—En dos semanas de propaganda adecuada —interrumpí yo— los mismos hombres que se ofrecen ahora para matarlo serían los primeros en matarte a ti y elegirlo alcalde a él. Tú lo sabes.

Parecía pensar el comandante, oyéndome: «Este idiota es más agudo de lo que yo creía. Lástima que se obstine de esta manera». Odiaba López la buena fe, es decir, la consideraba un signo de inferioridad. En política se trata de fuerzas en acción, igual que en la guerra. ¿Es que se puede disparar una ametralladora con buena fe? ¿Qué relación hay entre lo uno y lo otro?

—Yo sé que en ciertos lugares —dijo el comandante después de una pausa— tienen tu nombre en la baraja de los mandos superiores. Jefe de brigada, de división, de cuerpo de Ejército. Pero prefieren gente adicta, claro. En relación con el reo, es decir, con el secretario de los contribuyentes, no te preocupes. Hasta que se resuelva la apelación tuya no le pasará nada. Claro es que podría resolverse en sentido contrario mañana, y en ese caso la ejecución sería pasado mañana, según lo convenido.

Yo me dije: «Este sujeto va a ir a la capital ahora mismo y mañana será desestimada mi petición. Pero la ejecución hay que evitarla a toda costa». Lo más curioso es que yo mismo no sabía de dónde salía aquel ansia mía desaforada de salvar al secretario de los tributos rurales en cuyo favor no podría haber dicho una sola palabra más de las que dije «de oficio». No comprendía quién me dictaba ahora y me imponía aquellas resistencias en las que ponía toda mi voluntad y toda mi pasión. Por el hecho de haber defendido al secretario, consideraba su ejecución como una catástrofe personal. «Hay que salvarlo», me repetía. La idea de que ocho hombres dispararan sobre él me parecía un crimen abominable. ¿Por qué iban a matarlo? ¿Quiénes éramos nosotros para matar a nadie?

Es cierto que un poco más arriba estábamos matando a los soldados del Ejército nacionalista con una especie de fruición militar, pero eran crímenes impersonales. Aquellos soldados a quienes tratábamos de matar no tenían nombre.

«La actitud impersonal es siempre virtuosa», me decía. Por otra parte, yo creo que sentía por el secretario de los libramientos alguna secreta y legítima amistad. Sentía verdadero amor, y su ejecución me parecía sacrílega. Pensaba en él como en mi mejor amigo, simplemente porque me había dado pretexto y ocasión para ser bueno, para hacer algo virtuoso. Por el contrario, los hombres solemos odiar a las personas que nos han inducido a ser malignos y egoístas, aunque siéndolo hayamos creído sentirnos un momento felices.

Quería yo salvar al secretario de las propiedades rústicas y olvidaba por el momento las llamadas de aquel mundo secreto mío, ya lejano, donde estaba mi padre que solía darme rodillazos y puntapiés mientras me llevaba colgado de un brazo escaleras abajo camino de la pila prehistórica. De aquella pila de aceite que aunque era de una pieza tenía cabida para un caballo con su jinete.

López se calentaba las manos con la cazoleta de la pipa:

—¿Es que no han quedado las cosas bastante claras?

—Si ves a un hombre ahogándose en un lago —dije yo— no preguntas quién es antes de arrojarte al agua a ayudarle. En cambio, es natural que preguntemos y queramos saber por qué alguien quiere matar a otro. Es mi caso contigo y no está tan claro como dices. Ese hombre no representa peligro alguno para nuestra causa.

Con los labios plegados y los ojos entornados hasta reducirlos a una pequeña ranura horizontal, el comandante miraba y callaba.

—Discutes —dijo por fin— con una especie de buena intención maligna.

—No tan maligna si arriesgo algo.

No quería López romper conmigo, porque si rompíamos sería para siempre, y en tiempos de crisis no se deben crear enemigos si no se les puede destruir en seguida. Eso pensaba al menos el comandante López.

—¿Qué es lo que tú arriesgas? Los campesinos te odian, es cierto, pero yo hice en mi discurso lo posible para compensarlo hablando de tus aventuras al otro lado de la línea.

Yo quería que se marchara:

—Perdona, pero están relevando a los del primer cuarto. Es tarde.

Como en aquel momento pasaban algunas granadas gruñendo por encima de los parapetos, dijo López:

Más valdrá que espere hasta que se callen esas baterías.

Entretanto, siguió argumentando:

—Voy a ir a la capital esta misma noche porque me han llamado de la comandancia general. No comprendo tu obstinación en salvar a ese pobre diablo muñidor de elecciones. Yo les he hecho ver que en cierto modo es natural, porque se trata de un fenómeno de autohipnosis. Quiero decir que lo has tomado demasiado en serio porque no tienes bastante hábito de estas cosas para quedar desligado y desinteresado de la persona a quien defiendes. Hablando en favor de ese viejo has llegado a creer de veras en tus propias palabras y a convencerte de que ese hombre merece realmente ser defendido. No me mires así. Yo sé que para que fuera verdad del todo lo que estoy diciendo sería necesario que tú fueras un poco esquizofrénico. Es lo que estás pensando. No es que yo crea que lo eres, sino que pongo este ejemplo como podía poner cualquier otro. Estás bajo la influencia de tus propias palabras. Yo sé que cuando comenzaste la defensa creías que estabas perdiendo el tiempo, pero, de un modo u otro, era necesario un defensor. ¿Sabes lo que han dicho en la comandancia? Dicen que el secretario tiene en Madrid un primo hermano presidente de un ateneo libertario o cosa así y que pueden enviarlo para que vea cuáles son las condiciones en que se ha celebrado el juicio y conozca la opinión de la población de la aldea. Si tú crees que eso te tranquilizaría…

—Pero yo creo que estoy tranquilo.

—Quiero decir que si ese pariente del viejo cree que no hay que ejecutarlo, yo estaría dispuesto a reconsiderar la cuestión entera.

Me callé, pensando que me tenían sin cuidado los ateneos y las comandancias. En todo caso yo me opondría a la ejecución.

—Pero ¿qué le importa al mundo la vida de ese hombre? —preguntaba él.

—Tampoco le importaba al mundo la vida tuya.

Acusó mis palabras en la opacidad de su mirada y yo continué:

—Ni la mía, claro.

—Si hubieras hecho la acusación como has hecho la defensa, te sucedería exactamente lo contrario.

—Tú eres médico, ¿verdad?

Él hurgaba en la pipa, se quemó el dedo y se lo chupó:

—¿Qué tiene que ver eso?

—Si así son todos tus diagnósticos, no me extraña lo que decía el hermano de Vicenta sobre tus dificultades.

—Sin ironías, Garcés.

—¿Dónde aprendiste mi nombre? Bueno, no importa, digo, el nombre. Pero al parecer tu estás también hipnotizado.

Se agitaba, incómodo en su asiento:

—Si yo estuviera hipnotizado, lo estaría por mi partido y no por mis palabras. Es la diferencia. No estoy satisfecho de mí en este asunto, ni mucho menos, Ciertamente que fue una imprudencia aceptarte a ti como defensor y así lo considera el partido, pero es que yo quería atraerte a nuestras filas. Un hombre que ha sabido escapar del lado contrario robando un avión no es un Juan Lanas. Y además, tienes dos nombres, uno de conspiración y otro legal. No eres cualquiera. Querría atraerte, y en estas cosas no hay complicidad, como tú dices, sino honrada colaboración.

—¿Con muertos por medio?

—Mira este. En todas las cuestiones hay muertos por medio.

Yo callaba. Tenía en la punta de la lengua una pregunta: «¿Por qué no estás en el frente haciendo un trabajo impersonal y honrado?». Pero lo que dije fue otra cosa:

—No me interesan ciertas clases de violencia.

—¡Ah, vamos! Tú debías hacerte cura.

Yo solté a reír y le dije:

—Ya que hablas de curas. ¿Quieres saber la verdad? ¿Quieres que te cuente un cuento? Las verdades mejores se dicen por parábola. Un cura estaba asando una patata en las brasas y la patata le decía: ¿Por qué me pones aquí, al fuego? ¿No ves que estoy quemándome? Es necesario que te quemes, para que yo te coma. ¿Y por qué vas a comerme, sacerdote cruel? Voy a hacerte un favor —decía el cura—, voy a unirte a mi cuerpo, a darte una categoría superior y a ponerte de ese modo en contacto a través de mi espíritu con la esencia de lo absoluto, con el espíritu puro. El cura lo cree y se la come. Cuando alguno de vuestros jefes camina despierto y sabe lo que hace, se dedica a decir al hombre ordinario más o menos sonámbulo lo mismo: voy a unirte al orden universal. Déjate asar y comer. Te haré el favor de unirte al orden universal. La verdad es que se trata de un orden menos universal de lo que supone y en realidad lo único sobre lo que no cabe duda alguna es que se lo come.

—Eres un individualista, y el mundo de mañana va a ser un mundo de grandes masas donde el hombre solitario morirá envenenado por sus propios jugos malsanos.

—Y el hombre gregario, por los jugos de la grey.

—Te conduces —repitió López, sordo a mis reflexiones— como un hombre solitario. Pero no se trata de controlarte sino de ofrecerte un lugar confortable en la gran familia de mañana.

—No hay mañana. Hay un solo hoy, eterno.

—En todo caso, yo saldré esta noche para la ciudad y una vez allí…

—Los convencerás.

No sé. La suerte de ese hombre —repitió aún— se ha decidido por unanimidad. No creas que yo saco la pistola por una especie de sórdida criminalidad. No. De otra forma, las caras de esos tipos se nos pondrían en el techo de nuestra alcoba por la noche. No es broma. Yo no soy ningún criminal.

Mientras oía aquellas palabras pensaba: «Cuando veáis que es imposible controlarme mataréis al secretario y luego me mataréis también a mí, si me descuido». Pero tal vez la cosa se podía reducir a términos más simples. Si yo quisiera a toda costa salvar al secretario, me bastaría con «dejarme controlar» poniendo por delante aquella condición: la vida del reo de muerte. Y entonces no lo matarían. Pero quedaría yo unido a la masa de los cuadros que caminan dormidos. Era complicado vivir. Y no podía ir tan lejos. Para salvar al secretario de los alcaldes pedáneos tenía que aprovechar simplemente aquel paréntesis en el que todavía me respetaban a mí y sacar al pobre viejo del radio de acción de las milicias. Una vez salido de allí se irían olvidando del asunto aunque sólo fuera por pereza burocrática. Había otras cosas de las que ocuparse.

Eso pensaba yo. López hablaba todavía y yo me negaba a dar a sus palabras el sentido que querían tener.

—Entonces —dije, levantándome y estirando los brazos para desentumecerme— quedamos en que se aplaza la ejecución. ¿Vas a ir realmente a la ciudad? De noche las oficinas están cerradas.

—Las mías están abiertas día y noche.

—Con lindas secretarias que saben secretos feos.

Negábase ahora López a conceder un aplazamiento mayor de setenta y dos horas, aunque antes había aceptado el aplazamiento sine die esperando la decisión de las autoridades. «Ese hombre de cabeza romana —pensaba— miente de vez en cuando para ver cuáles son mis reacciones en un caso o en otro».

Mientras López seguía hablando, yo pensaba en el pequeño problema de mi insomnio. Me propuse buscar cápsulas que me ayudaran a dormir en la trinchera y de esa manera quedarme en la línea el tiempo necesario hasta que llegaran los relevos. Pensando en esto oía hablar al comandante y suponía, por algunas modulaciones ascendentes (falsamente amistosas) y descendentes (falsamente confidenciales y ocasionalmente alarmistas), que estaba insistiendo en lo mismo.

Yo no podía poner verdadera atención, porque nada nuevo podía decirme. En aquel momento el comandante hablaba de las emisoras de radio del campo enemigo y de que daban consignas a sus agentes de información en relación conmigo. No creía yo que el comandante tratara de intimidarme, pero sí de inquietarme. «El día que se atreva a ser impertinente conmigo —me decía—, la cosa será de veras grave para mí. El momento no ha llegado aún y tardará en llegar, quizá».

Por fin, López se marchó sin dejar de hablar sobre lo meritorio que era para mí haber conseguido la orden de aplazamiento.

Fuera, en la trinchera, había un puesto de centinela con los otros soldados del cuarto durmiendo al pie del que estaba de servicio y los tres roncando como cerdos. Pensaba yo, vagamente, oyendo pasar una granada: «La guerra es un ejercicio por los dormidos más que para los despiertos. Matan porque sencillamente no se enteran. Pero yo estoy despierto y sin embargo acudo a la fiesta de la sangre. Ahora bien, tal como las cosas están planteadas, la guerra defensiva es un ejercicio noble para los hombres despiertos o dormidos, como el amor es un ejercicio noble para la mujer. La mujer se percata de que es mujer cuando un hombre la busca y la alcanza. El hombre, dormido o despierto, es hombre cuando pueden sus nervios aguantar la acción violenta defensiva, es decir, la agresión impersonal de la guerra. Dicen que soy individualista, porque me niego a cultivar la personalidad de los que caminan dormidos, de los sonámbulos».

Cuando vi que López desaparecía en una trinchera transversal me dije: «Se ha marchado resentido. Ese hombre, como todos los jefes políticos de medio pelo, es sensitivo para las cuestiones de vanidad, igual que las hembras».

No hacía mucho que se había marchado cuando apareció en mi refugio Madrigal, con su aire un poco siniestro. Era a veces una especie de escudero de López y solía llevar su pistola ametralladora como en otros tiempos llevaban los escuderos las armas de su señor.

Al verlo acercarse en las sombras llevé instintivamente la mano al cinto a pesar de haberlo reconocido. Fue un movimiento involuntario y mecánico, y al verlo Madrigal se asustó también.

—Soy yo —dijo alzando la voz, y añadió—: Iba con López, pero me he quedado atrás para hablarte a solas. Tengo algo que decirte y no podría decírselo a nadie más que a ti. Es un lío en que me he metido. Pero parientes somos, aunque lejanos, y tengo confianza sobre todo desde que te oí defender al secretario. Sí, yo, Madrigal, el de Cabrerizas Altas. ¿Te acuerdas? Estoy salvándole la vida a una mujer que conocí hace dos meses. La iban a matar porque era según decían la que guardaba el fichero de los falangistas —yo pensaba en aquella Irene que formaba parte de las prosopopeyas en el baile del matarile en Madrid—. Eso dicen, al menos. La llevaban con otros a la Casa de Campo y, la verdad, era una mujer hermosa y joven y a mí me daba pena. Mucho he sufrido yo en Marruecos, pero la vena de la compasión no se ha secado. Total, que conseguí apartarme con ella, hacer como que se había escapado contra mi voluntad y ayudarla luego a esconderse.

Nos hicimos novios. No es como Antonia, pero vale tanto como cualquier buena mujer. Ni ella ni yo habíamos hecho nunca el amor, aunque parezca raro en un hombre de mi edad. Bueno, quiero decir, el amor en serio. Como los dos tenemos miedo de que nos hagan pagar cara la ocurrencia, pues tratamos de hacernos felices el uno al otro y al menos si nos dan un día el disgusto, que nos quiten lo bailado, como se suele decir. Hace días que quería venir a decírtelo, pero no sabía cómo. ¿Comprendes? Confieso que desde que conocí a esa chica he cambiado un poco de ideas.

Otra vez creía yo ver en Alfonso —rara locura— un agente de mi padre a quien temía, pero no odiaba. Nunca lo he odiado, a mi padre.

—¿Has contado esto a alguien más? ¿No? Bueno, mucho cuidado, porque te verías en dificultades graves con la gente de López.

—Demasiado lo sé.

—¿Dónde te ves con tu novia?

—En Madrid. Por eso aprovecho, cualquier ocasión para ir allá.

Yo no acababa de tomar aquello en serio. Nada de lo que le sucediera a un tipo como aquel me parecía nunca digno de atención. No sé por qué. Me acordaba de Cabrerizas Altas y todo me resultaba, en relación con Madrigal, tragicogrotesco. Le pregunté si estaba aún enamorado de Antonia.

—Aquello —dijo después de meditar un momento— era otra cosa.

Luego se desató en dicterios contra el padre putativo de Antonia y amante natural. Se le veía, dispuesto a ir en su busca si alguien le decía dónde estaba.

—He venido a España —confesó— esperando encontrar a Lucas el Zurdo en esta tierra, ahora que cada cual lleva un arma a la vista.

—¿Lo has buscado?

—En nuestra zona no está. Seguro que no está. Debe estar en la otra, con las tropas marroquíes, como un moro más.

Se veía que lo había buscado con vehemencia y astucia.

Volvió a hablarme de Irene, su amante: «La misma noche que la salvé hicimos el amor. Sin conocernos. Fue como una locura de gente desesperada, ¿comprendes? Desde entonces ella está escondida en algún lugar que sólo yo conozco. Naturalmente, con nombre falso. Tú ves que mi problema es grave y no lo digo sólo por mí sino por ella. Por otra parte, quiero decirte también algo para tu conocimiento, y es que las radios enemigas citan tu nombre llamándote Urgel —aquí todos sabemos que ese no es tu nombre—. Dicen que eres un delincuente común, que robaste un aeroplano (yo, oyéndolo, reía porque los delincuentes comunes no roban fácilmente aeroplanos), y ahora entre nosotros se están conociendo los dos nombres tuyos. Unos dicen una cosa y otros otra. Algunos dicen que eres un espía nacionalista aunque no se atreven a decirlo en público, y que si tal y si cual. También dicen que inventaste un arma secreta. ¿No te ha hablado López de eso?».

La pistola del cianuro iba convirtiéndose en una desgracia. En mala hora se me ocurrió hablarle de aquel artefacto a Vicente, quien entre envidioso y reverente había esparcido la noticia.

Pregunté a Madrigal otra vez:

—¿Has dicho estas cosas de tus amores a alguna otra persona?

—Sólo lo sabemos tú y yo.

—¿Por qué has venido a decírmelo?

—En caso de necesidad, pensé que podrías ayudarnos. Si lo supiera López creería que soy un traidor. Ya te digo que te oí hablar en la iglesia.

—¿Cómo se llama tu novia?

—Berta. Tal vez no debía decírtelo.

¡Ah!, no era Irene. O tal vez me mentía Madrigal. Seguí pensando que podía tratarse de la chica que conocí el día de las trompetas de Jericó. Madrigal estuvo conmigo un poco más, diciendo extravagancias sobre Lucas el Zurdo, y por fin lo empujé fuera de la trinchera.

Se iba repitiendo que Lucas el Zurdo estaba en la otra zona y que esperaba un día poder localizarlo. Entretanto, Madrigal iba y venía como un sonámbulo, también, con sus manías.

Yo olvidé preguntarle cuál era el nombre que usaba, digo, entre los milicianos. Sentía algún respeto por Madrigal desde que me dijo lo de Berta, la novia inesperada. Mis problemas privados importan más o menos (claro que importan, para mí), pero eso de que una mujercita virginal encuentre el amor en su verdugo no se ve cada día. Y es hermoso, eso. Bueno, en tiempos de guerra y sobre todo de guerra civil suceden las cosas menos sospechables.

Un poco me decepcionaba que aquella Berta no fuera Irene, la chica del coro que cantaba el matarilerón un día no lejano en una casa de la calle de Alcalá.

Aunque no hablo apenas de la pistola del cianuro, la verdad es que seguía siendo mi pesadilla y maldiciendo de Vicente me decía que debía estar en alguna parte (en alguna oficina) bien abrigado contra los bombardeos y dando órdenes a alguna secretaria tetuda y cretinoide o bien —tal vez— culirrosa y deleitable.

A fuerza de no dormir, caía en obsesiones un poco bobas. Se me pegaban a la memoria pequeñas melodías y duraban varios días.

El siguiente hubo movimiento en la línea. El enemigo disparó todas sus baterías simulando la preparación de un ataque, para empujar al mismo tiempo en otro lugar, veinte kilómetros al sur. A medianoche se había restablecido la calma. En mi cabeza seguía la musiquilla reciente:

¿Qué dirá Queipo de Llano cuando lo llegue a saber…?

Me acordaba yo de aquel general que había sido amigo mío poco antes de la guerra. Era hombre de pómulos mongoloides y quería hacer revoluciones por su cuenta en una dirección o en la contraria (poco le importaba). El arte por el arte.

Me quedé sentado en una caja de municiones, con los codos en las rodillas y mirando al suelo. Luego salí fuera. La noche era negra y sin luna. Había nubes. El amanecer sería triste, tal vez con lluvia. Aquellos amaneceres con cielo bajo y llovizna (que a veces parecían más bien atardeceres) tenían una profundidad de veras dramática y a mí me habían dado, aun en tiempos de paz, las horas más desoladas y sin embargo no las peores de mi vida. En aquellos amaneceres, si recordaba los meses pasados al otro lado y mis estériles esfuerzos para ayudar a Guinart me ponía triste. Sospechaba por otra parte, una vez más, que a Guinart lo habían fusilado. Pero la tristeza no es siempre una desgracia. Es una parte anticipada de la última verdad, y como toda verdad, con su posibilidad placentera.

Entristecerse porque hay que morir y tener miedo de la muerte es natural. Los que dicen que la muerte no existe y lo dicen riendo bobamente a sus amigos —como hacía Vicente—, esos que dicen no creer en la muerte porque no existe, son los del pánico vergonzante. Los que tienen que suprimirla, la muerte, de su imaginación, para poder seguir caminando en las palancas de sus fémures húmedos y secretos.

Aquellos amaneceres de cielo bajo y mojado estaban impregnados de un género de soledad que yo sentía como deben sentirla los muertos en sus sepulturas. Los muertos se quedan solos, pero no cuando mueren sino antes, cuando sus familiares y amigos saben que la muerte es ya segura. Al declararse esa certidumbre, todos abandonan al que muere porque nadie quiere ir con él. ¡Cómo debe herir al muerto ese desvío! Los que le sobreviven disimulan como granujas benevolentes.

El que muere se convierte de pronto en un enemigo físico, incluso para las personas que más le amaron. Y siempre muere solo.

Millones de seres como yo mueren cada día solos en el mundo. Y la soledad hay que aprender a amarla porque es la única verdadera compañera del hombre a la que seremos fieles hasta más allá de la sepultura. Pero no es fácil en esos amaneceres mojados de otoño. Aquel día yo recordaba a Madrigal y me preguntaba qué buscaba buscándome a mí.

Pasaba la patrulla. Algunos soldados llevaban una manta sobre los hombros y parecían figuras bíblicas.

Cuando los pasos de la patrulla se perdieron quedé otra vez a solas y salí a la parte descubierta. Con el capote manta y la capucha puesta, porque lloviznaba (o tal vez era sólo el rocío del amanecer), debía parecer un fraile franciscano de los que pintaba el Greco. El cielo estaba oscuro y bajo. Delante de la trinchera, el mismo panorama: la tierra ondulada y herida por las granadas y señalada aquí y allá por algún objeto sospechoso (restos humanos, tal vez) ofrecía esas manchas de desolación que la ceniza suele acentuar. El silencio era completo; el cielo, más bajo a medida que la luz aumentaba. En los lugares donde no había huellas de hierba viva o quemada, la tierra, bajo la llovizna o la rosada, se hacía del color del ladrillo cocido o de la carne humana expuesta a la intemperie.

Sonó un disparo y el eco regresando del cielo húmedo y gris dio al paisaje esa calidad de los interiores de las casas.

Tal vez no tiene sentido la vida de nadie, pero esa duda de que pudiera tener sentido la vida de los otros, y no la nuestra, por un lado hace nuestra zozobra más angustiosa y por otro nos ayuda a sostenernos con un mínimo de esperanza. No me hacía ilusiones, sin embargo, bajo aquel cielo nuboso. Hace algunas docenas de años yo no vivía aún y todas las cosas eran como son ahora. Vine a la vida y estoy esperando el momento de salir con toda mi soledad a cuestas. ¡Qué tristeza hay en el hecho de estar a solas en alguna parte! Sólo se mitiga esa tristeza con la esperanza de marcharse e ir a otra parte donde realmente nadie nos espera. Nadie nos ha esperado ni nos esperará nunca en ninguna parte.

De mi infancia amorosa y torturada salí con un escepticismo malsano y con una disposición extraña a ponerme al margen de los acontecimientos, cualesquiera que fueran, y a negarme a cualquier clase de fe que pudiera ofrecerme provecho. Sólo la tenía en algunos hombres, cuanto más humildes mejor. Debía ser porque esa humildad de los hombres era la antesala de la nada, y esta nada, la única y última y primera verdad. El pueblo que aceptaba sabiamente el «no ser nada» tenía razón. Y sin embargo, ese pueblo humilde era el mismo que había dicho cuando juzgábamos al secretario del balduque rojo: «Que degüellen también a ese que lo defiende». El hecho de que me degollaran a mí no tenía importancia mayor, es verdad. Yo no guardaba rencor a los que lo habían dicho.

Mire donde mire no hay sino angustia y estupor. Ahora era la tierra húmeda de rocío delante de mí la que decía: estás solo en medio de un mundo cada día enloquecido por alguna clase de esperanza y cada día defraudado. A veces, en la noche, querrías aullar como esos perros a los que dejan encerrados por olvido y alzan el hocico y dan su angustia al aire en forma de un gemido ronco, sostenido y alto, en el que se sienten todos sus bronquios (los caminos de sus corazones animales) oxidados. En esos casos, los infelices perros querrían volver a ser lobos y tratan de ulular como cuando lo fueron, pero ya no saben. Así aullaría yo a veces con mis bronquios de los viejos tiempos, oxidados también. Sólo en esos aullidos he reconocido a veces toda mi presencia. Ahora mismo no me atrevo a seguir los movimientos de mi mente, como no se atreve a moverse el que se ve entre dos abismos: el de antes y el de después. No me atrevo a pensar por esa misma razón. Cualquier movimiento me llevaría a una posición peor. Cualquier cambio será una apelación a la catástrofe. La muerte posible —la bala en el aire— es lo de menos. Lo peor es este vivir, sin saber por qué, con la necesidad de una pureza imposible (cuando lo intento todos se ofenden) y de una justicia imposible (todos la quieren ejercer a costa de alguien). Y además, la necesidad de dejar de vivir sin saber para qué.

Porque es absolutamente necesario, eso. Cada día lo es más. Tal es mi verdad.

Allí estaba yo aquella mañana, delante de la naturaleza sorda queriendo salvar a un secretario de aldea (como mi padre lo había sido en su juventud) y queriendo matar a algunos adversarios (los de las trincheras de enfrente) que no me habían hecho nada. Si le dijera aquello al comandante López, él me aconsejaría: «Necesitas descanso. Vas descendiendo por la escala del pensamiento negativo a los planos peligrosos». Eso o algo parecido me diría; no para que yo descansara, sino para que en mi ausencia pudieran matar limpiamente al secretario.

Entretanto, se me ocurría pensar que cuando López estaba desvelado y a solas a las cinco de la mañana, con la lluvia en los cristales y cielo bajo y nuboso, el mismo López tenía ganas de aullar también, quizás. Y para no aullar montaba la pistola y miraba alrededor buscando la manera de destruirse a sí mismo en otro ser humano. Pero no se engañaba. Era como bailar sin música, con la propia sombra contra el muro, una danza. Ya sabemos qué clase de danza.

Ahora, en este momento, no hay para mí guerra ni paz, salud ni enfermedad, vida con sentido positivo o negativo y ni siquiera razón ni locura. Hay sólo una presencia (la mía propia) inexplicable e insuficiente, una presencia precaria y limitada. Con una secreta dimensión total.

El aire del amanecer entraba en mis pulmones, me enfriaba la córnea de los ojos y yo, mirando a mi alrededor (sin ver nada, realmente), me decía: «Querer vivir es algo que carece de sentido. Con fe religiosa o sin ella. Querer morir es locura y carece también de sentido. La ilusión de una felicidad que situamos en una mañana, siempre alejándose lentamente de nosotros, es una tontería para cualquier hombre medianamente reflexivo. Sólo queda esta presencia mía sin objeto y esta perplejidad (la prueba única de mi inteligencia). La sensualidad —la luz, el color, el sonido en este instante y en el centro de este paisaje— me da placeres que comienzan por alguna clase de gratitud al núcleo del misterio en el que estoy lleno. Y por un lado u otro vuelvo a pensar en Dios. Ahora bien: si hay Dios (repito yo, máquina humana, depósito de la risa o el llanto, ridículo y meditativo), la vida no importa. Es asunto suyo y Él se encarga de todo. Si no hay Dios, la vida tampoco importa. Es el asunto de nadie».

Vivamos y dejemos que los otros lloren o rían a su gusto cuando nos vean.

Entretanto, hay ojos de mujer que nos miran en la triple sombra de nuestros instintos. Ojos de mujer que prometen. Nos prometen un jardín secreto como ya hemos visto otros. Nos prometen también mirarnos y escucharnos. Es decir, nos prometen compañía. Cuando comenzamos a creer en esa compañía, nos damos cuenta de que la mujer no quiere darnos su compañía sino para obtener ella lo antes posible la atención orgiástica de unos pequeños seres llorones, reidores y orinadores insaciables que le chuparán los senos y de un modo u otro la harán feliz, porque la convertirán en un ser indispensable cuya existencia estará justificada por el crecimiento monstruoso en una dimensión nueva de su propio misterio.

Quedará sólo —de todo eso—, más tarde, el rencor recíproco entre hombre y mujer.

La obra del hombre —del ser genéricamente caracterizado por un sexo— no son los hijos. Esa es una mentira de las revistas para el hogar con patrones de blusas y anuncios de máquinas de coser. La obra del hombre es la locura mortífera, o bien el aullido del perro a las cuatro de la mañana, mientras esperamos un amanecer lluvioso en una soledad sin fondo y entre dos abismos, el de antes y el de después, que nos hacen movernos con indeciso cuidado hasta acabar por tener la misma imprecisión de movimientos de los borrachos. Yo recuerdo ahora que mi obra en aquel momento de la guerra era el asesinato impersonal, que es también en cierto modo —repito— una transferencia del deseo o la necesidad de matarse impersonalmente (cosa ardua). Por eso era tan tentadora, para algunos, la guerra.

El asesinato más impersonal es el suicidio, ya que no se mata uno por hallarse en conflicto con la persona, es decir, por ser feo o hermoso, rico o pobre, culpable o virtuoso, sino simplemente por algo que es común a todo el mundo, por la angustia de un ser (de una necesidad de ser) imposible. Es decir, un ser imposible de diferenciarse bastante satisfactoriamente en la tierra. Y necesitado absolutamente de esa diferenciación.

Mi angustia en aquel momento y bajo aquellas reflexiones era vulgar y sórdida como una gran salud inútil, bajo la fina lluvia, ligera y persistente. Entre dos piedras del parapeto asomaba una raíz de hierba blanca que, a la intemperie, iba tomando un color verde jugoso y cristalino. En aquellas horas de la trinchera, sin nadie con quien hablar —fuera de los soldados y los oficiales de servicio—, pensaba en mi querido Madrid y en mis experiencias ya lejanas de Zaragoza. No todas mis reflexiones eran sombrías. Con el primer sol que asomó por una claraboya entre las nubes, vino a mí el recuerdo de Checa, el del cuartel del Carmen, pero con matices idílicos. Yo lo imaginaba en el otro mundo convertido en ángel (como su nombre) y, como todos los ángeles, dedicado a alguna clase de relación con el mundo terrestre. Así, a un ángel jorobado y anarquista le habían encomendado tal vez la relación entre Jehová y las ratas. No es ninguna broma. Desde que yo era pequeño, las ratas me habían preocupado bastante. Al fin, eran también obra de Dios. Creía yo que tenían una relación con los hombres más compleja de lo que la gente supone. En fin, había hombres que se volvían ratas y eso se podía ver cada día en los periódicos, especialmente en la sección parlamentaria y política. Yo leía a veces —digo, en mi infancia— las sesiones del Congreso y cuando alguien decía: el señor Dato o el señor Melquíades Alvarez se ratifica, yo creía seriamente que querían decir que se estaban volviendo ratas. Luego buscaba sus fotos en los periódicos y creía encontrar en sus honestas expresiones alguna clase de relación con la cabeza de los roedores, lo que no me extrañaba, porque los dos se habían ratificado poco antes. Y en definitiva, aquella progresiva ratificación los llevaba a una muerte violenta, Todo el mundo quiere matar a las ratas. Lo que estaba pasando entonces en España era exactamente eso. En los dos lados del sistema montañoso central, la gente se ratificaba políticamente con tanto tesón que de un modo u otro tenían que afrontar el destino fatal de las ratas: morir como tales. Porque, como digo, a una rata todo el mundo la quiere matar.

Pensaba esto mirando delante de mí la raicita verde clara, que con el primer sol era de una delicadeza y transparencia exquisitas.

Después de la visita nocturna de López me preguntaba, mirando aquella raíz cristalina, quién era yo para ejercer la clemencia con el reo de muerte. ¿No era un lujo arrogantemente estéril ese de la clemencia en un pobre hombre como yo? ¿No me estaría ratificando yo, también?

Por otro lado, era natural volver a pensar que aquella obstinación en salvar la vida del secretario de las gabelas tenía alguna relación con mi padre. Lo curioso es que a través del secretario yo comenzaba a entender y a amar a mi padre. (Creo que a amarlo, también).

Volví a llamar a Madrid. Esta vez se puso al teléfono una secretaria de voz joven y por fin oí la de un ayudante:

—¿Qué pasa, capitán Urgel, digo Garcés? ¿Es el asunto del secretario? Mire, esa es una cuestión que no es de mi incumbencia personal.

—Era al director de los servicios a quien llamaba.

—No ha venido aún.

Colgué sin replicar, con la impresión —por este simple hecho impertinente— de haber quedado encima, como en las peleas infantiles. Pensaba dirigirme al jefe del negociado cuarto, coronel Castelló, hombre adiposo, con incipientes bolsas en los párpados y una mirada un poco perruna, a través de la cual yo veía una especie de recelo congelado. Por dos veces (en una visita incidental y en otra obligada, cuando me presenté, al llegar de Francia) me había preguntado si mi nombre era Urgel o Garcés. Yo me daba cuenta de que el hecho de tener un nombre falso y otro verdadero ofrecía a algunos una sugestión aventurera (una conjetura peligrosa) y por eso me apresuraba a explicar que mi nombre ilegal se debía al hecho de haber estado siete u ocho meses disfrazado con una identidad falsa. En el lado de los ratificados de enfrente.

Entonces Castelló me habló de mi «arma secreta». Yo me azoré un poco y le contesté con vaguedades. Luego le dije que conocía topográficamente el sector de Casalmunia y que se podía atacar allí con poco riesgo.

—¿Se encargaría usted de la cosa? —preguntó.

Vacilé un momento pensando: «Castelló cree que vacilo porque tengo miedo». Esta reflexión me irritaba y mis nervios irritados autorizaban mejor la sospecha del coronel. Me apresuré a hablar:

—¿Podrían ustedes darme la información que necesitara llegado el caso? Digo, sobre las fuerzas enemigas.

—Lo siento, pero en ese sector han sucedido cosas muy raras y estamos casi a ciegas —dijo el coronel, excusándose.

Lo demás no vale la pena recordarlo. Es decir, recuerdo que antes de marcharme me dijo: «Celebro tener su verdadera identidad». ¡Ah!, seguía pensando en aquello.

En griego, un tipo identificado, como he dicho si mal no recuerdo, es un idiota. Era como si Castelló me hubiera dicho: «Celebro saber la clase de idiota que es usted». En español, esa palabra no se usaba antes del siglo XVI con el sentido vulgar que le damos ahora. Es verdad que antes de entonces parece que no hubo idiotas en nuestra historia. En todo caso me habían identificado y era, por lo tanto, un idiota en griego.

De un modo u otro, todos los identificados, es decir, todos aquellos de quienes sabemos algo más que el número del teléfono y de la casa donde viven, lo son. ¿Qué necesidad tiene nadie —sobre todo en tiempos de guerra civil— de saber más que nadie?

Sabían la clase de idiota que era yo, es decir, sabían más de mí que yo mismo.

La gente evitaba saber demasiado sobre el prójimo, ya que lo mismo en un campo que en el otro cada cual sospechaba que estaba rodeado de traidores potenciales. A mí también me habían mirado así, a veces, lo mismo en Casalmunia que en Madrid. Aunque en Madrid me sentía más seguro. Estaba entre los ratificados propicios.

En el Ministerio de la Guerra encontré otro Ramón. Un tal Ramón Ridalbo. Curioso apellido. El ribaldo era una especie de golfo visigótico, o así me lo parecía a mí. Creía que venía de Ridalberico o algo similar. Las palabras tienen don sugeridor independientemente de su sentido conceptual. Aquel hombre tenía también algún rasgo de carácter común conmigo, creo yo. Al principio de la guerra era valiente, pero le dieron un metrallazo en la pierna y al ver su propia sangre cayendo al suelo y formando un charquito (un charco más bien, como el de la orina de un niño) pensó que tanta generosidad era del género cristianobudista y cuando, más tarde, salió del hospital buscó un destino en las oficinas. Como aquello resultaba desairado, comenzó a cojear sin necesidad (pura tramoya) y más tarde ha seguido cojeando por costumbre. Está aquí (en este campo de Argeles) y sigue cojeando, ahora en serio, porque desarrolló alguna clase de deformidad en sus huesos a fuerza de cojear en broma. A consecuencia de todo esto se encuentra siempre enfadado —enhadado, es decir, en una relación irregular con su hado— y cojeará ya siempre, creo yo.

Este Ramón IX, el ribaldo, coincidía conmigo en algunas cosas. Yo le dije un día que el hombre que llega a convencerse de que la vida es un sueño, atrapa el sentido secreto de la realidad y así llega a dominarla más fácilmente que otros. Pero nunca se sabe lo que va a pasarle a uno cuando recibe un casco de metralla en el cuerpo y ve correr la sangre y coagularse en el suelo. Hasta ese momento uno podía soñar, pero luego muchos despiertan para siempre. Conozco yo algún caso contrario. El herido se enardeció y siguió soñando (conscientemente) y flotando. Ese Ramón IX se quedó por debajo de la línea de flotación, un poco sofocado para el resto de su vida. Su ideal es ahora seguir siendo un héroe pícaro con frío, hambre, goteras de hidalguía, pero sin dar golpe.

Yo sigo creyendo en la realidad-sueño desde que representé siendo chico el drama de Calderón, aunque de una manera diferente, porque al fin Calderón era un cura y sólo veía el lado teológico. No es que a mí me parezcan mal los curas. Mi ideal —incluso— de soñador, sería san Pedro de Alcántara. Pero eso resultaría largo de explicar y no tengo ganas por ahora. Hace frío y el papel donde escribo se me ha mojado con la lluvia francesa, que es una lluvia de lágrimas provenzales, es decir, amorosas, bienolientes y un poco bobas.

Volvamos a lo anecdótico. Habiendo citado yo una vez el nombre del coronel Castelló con el comandante López, este torció el gesto y dijo:

—A ese vamos a darle un disgusto el día menos pensado.

No hay duda de que algunos jefes profesionales eran tan leales a su pasado como nosotros a nuestro futuro. Y entretanto, en Moscú, el viejo padre infernal reía inflando y desinflando su vientre convulsivo.

Recordando la mirada perruna del coronel, lo llamé ya avanzada la mañana. Le planteé franca y abruptamente el caso del secretario y pareció escucharme con atención.

—Sería mejor —respondió, sin embargo— que viniera usted a la ciudad e hiciera una gestión personal, porque ahora todo el mundo está sobrecargado de problemas.

Fui a ver al jefe del sector —digo, en mi frente— para pedirle permiso y tratar de hacer mis diligencias en Madrid, cuando me encontré con una sorpresa: había una orden de ascenso y traslado, para mí. Con ánimo de halagarme, dijo el general:

—Va usted a ser jefe de Estado Mayor de una unidad tan grande como la que mando yo.

Era el general entrado en años y tenía fama de hombre castizo y jaranero. Sus enemigos decían de él que era un chulo, con una mezcla de desdén y de envidia. En España se envidian hasta los defectos, hasta las desgracias, hasta las maneras de morir se envidian. Se envidia el tamaño de las esquelas de defunción, en España.

La verdad es que aquel general era un buen soldado y tal vez un gran soldado. Las radios del campo enemigo se habían referido a él como a un madrileño castizo de la ribera de Curtidores. Aunque parezca raro, gozaba de su trabajo en el frente entre los bombardeos de la artillería y la aviación. Gran apreciador de la moral militar, le sorprendía y le encantaba la de los milicianos.

Necesitaba auxiliares técnicos bien preparados, es decir, oficiales de Estado Mayor, y como no los tenía se veía obligado a tratar personalmente con los cuadros inferiores y dedicar su tiempo y atención a los problemas menores. Cuando hacía eso ponía una expresión estoica y resignada. Pero nunca perdía la compostura ni los nervios.

Tenía también, aquel general, un aire sonambúlico y la verdad es que dormía poco, aunque más que yo. Hombre tranquilo y bondadoso, había hecho, sin embargo, fusilar a algunas docenas de milicianos en los primeros días por haber abandonado el puesto. Los había hecho matar con la indiferencia del que lleva a cabo una tarea rutinaria y sin importancia mayor. No por cobardes, sino por verbeneros soplagaitas.

Es verdad que después de aquellas ejecuciones, el frente se sostuvo mejor. El general dijo que me dejaba salir de su brigada de mala gana, me puso una condecoración en el pecho, articuló perezosamente un pequeño discurso que sólo oíamos el sargento que atendía a la centralita de los teléfonos, tres soldados de la guardia y yo, y me dio la mano.

Antes de salir para Madrid me dirigí al pueblo de al lado y fui a la iglesia a ver al reo-secretario. Lo hallé paseando con aire estoico. Le dije una vez más que la sentencia no era firme y él me escuchó con las manos en los bolsillos de la chaqueta, la boina encajada hasta las orejas y mirando fijamente mi condecoración:

—Le agradezco —me dijo— el interés que se toma, aunque no lo entiendo, ya que usted al fin y al cabo piensa igual que los que me condenaron a muerte.

Seguía mirando mi condecoración y yo tuve el impulso de quitármela y guardarla en el bolsillo, pero pensé que si lo hacía, el secretario formaría una opinión adversa de mí que le haría sufrir por la disminución del merecimiento en el único que se ocupaba de su salvación. Así, pues, me abstuve y respondí:

—No parece usted muy convencido de mi sinceridad y no sé ni quiero saber de dónde viene su recelo. Tal vez usted piensa que si estuviéramos en el otro campo, y a mí me hubieran condenado a muerte, usted lo consideraría natural y no haría nada por salvarme.

—Posiblemente no, pero ¿quién sabe?

Vi que con dos bancos de la iglesia unidos por el lado de los asientos había hecho una cama y que tenía una almohada y dos mantas. Sentí un asomo de envidia. ¡Qué bien debía dormir allí, en la iglesia, bajo las altas bóvedas donde se conservaba aún el eco de las oraciones campesinas! Pero por mucho que durmiera aquel hombre, era entre todos los que yo trataba entonces el único realmente despierto. El único que no daba la impresión de caminar dormido ni sonámbulo. Y se parecía a mi padre, a quien yo comenzaba a admirar a través de su resignación.

Pensé, mirando la puerta de la sacristía por la que el pobre secretario había tratado de escapar: «Si yo fuera realmente su defensor, le ayudaría esta noche a huir. Días pasados lo intentó vanamente. Pero si alguien como yo le ayudara de veras, no hay duda de que lo conseguiría. Por la noche, y sobre todo al amanecer, podríamos salir sin ser vistos y yo lo dejaría orientado y encarrilado por el camino de resineros. Pero en el otro lado le obligarían a ratificarse vulgarmente».

La mirada del secretario —todavía fija en mi condecoración— me pareció más fría y distante, pero más despierta que nunca. Tal vez era sólo la mirada de un hombre viejo frente a otro hombre joven. Decidí, en todo caso, abruptamente, que no debía arriesgar nada por su salvación y olvidé por lo tanto las posibilidades de ayudarle a fugarse. No valía la pena.

Antes de salir del templo se me ocurrió entrar en el pequeño coro, abrir el órgano y recordando mis lecciones de piano —cuando era pequeño, que eso nunca se olvida— hice sonar dos o tres acordes «en quintas», que son las armonías típicas de la Edad Media y que siempre han despertado remotas asociaciones en mi sistema de atavismos. Sonaba el órgano de otra manera. En una iglesia que era cárcel, aquellos acordes sonaban como un escándalo inútil. Me di cuenta cuando oí las voces de dos centinelas que acudieron. Al ver que era yo quien tocaba parecieron defraudados, porque querían hacer responsable al preso. Yo me levanté y salí, taciturno. Habría querido también hacer sonar las campanas, sólo por el gusto de oírlas. En aquellos tiempos sólo oíamos cañonazos, morterazos, tiros de rifle y de ametralladora. El órgano y las campanas podían ser un descanso para los nervios. «Los otros van a ganar la guerra —pensé— porque tienen campanas».

Salí sin responder a los centinelas, que me decían algo. Iba pensando: «Soy un miserable como los demás». Esta opinión sobre mí mismo no me molestaba, probablemente porque tenía la eficacia tonificante de la verdad. «Sin embargo —me dije—, hay que tener cuidado, porque si los hombres somos de veras honrados con nosotros mismos, aunque esa honradez nos tonifique en el plano moral, nos despierta demasiado en todos los demás y no podríamos dormir nunca. Nos invalida además para el combate inevitable contra todo aquello que no somos nosotros mismos.

»Hay que renunciar a muchas virtudes que nos parecen consustanciales y aceptar nuestro papel inferior de máquinas de la risa».

También en esta resignación podía haber alguna virtud, al menos de humildad. Quisiéramoslo o no, todos éramos ligeramente deshonestos y saludablemente egoístas. Y concluí: «Hay que aceptarlo así, pero una vez aceptado no se sabe adonde puede uno ir a parar. La vida es como es y yo no la he hecho, o tal vez la estamos haciendo todos cada día, cada hora, con nuestro ejercicio moral de facilitaciones y resistencias. Es difícil e incómodo tratar de entenderlo».

Me dirigí hacia un camión cuyo chófer me esperaba y me senté a su lado. Era un hombre viejo y escéptico, con curiosidades ligeras:

—Ya veo que lleva usted una condecoración de las buenas.

Me había olvidado de la condecoración y me la quité para guardarla disimuladamente en el bolsillo.

Llegamos a la ciudad, y al separarnos el conductor me elijo, tratando de halagarme, por si acaso:

—Usted es de los que se guardan las condecoraciones en el bolsillo. Y hace bien.

Seguramente iba a repetir esas palabras siempre que tuviera ocasión, y en un lugar serían entendidas de una manera y en otros de otra. Si hubiera conservado la condecoración en el pecho, el mismo chófer habría hablado de mi arrogancia petulante. Me entretenía en pensar en aquellas minucias y en su posible trascendencia, ya que el destino actúa contra nosotros o en nuestro favor precisamente haciendo uso de ellas. «Tal vez estoy resbalando —me dije—, como cada cual en tiempos de guerra, hacia alguna clase de desequilibrio». No me asustaba esto. Lo único que habría querido era que ese desequilibrio fuera útil a los otros, ya que a mí no iba a servirme para nada.

Pero todo lo que comenzaba y acababa en el radio de lo individual se frivolizaba y se hacía un poco inane, lo mismo en los otros que en mí. Había que abandonar la máscara, la persona, y cultivar el resto, es decir, la hombría indiferenciada. Aunque, ¿cómo?

Fui al departamento de los servicios especiales, en un piso alto de un edificio cuyo ascensor no funcionaba. El primer tramo de la escalera era de mármol y me sentía consciente de mis botas de trinchera.

Entre la gente de las oficinas se podían hacer clasificaciones bastante certeras, y de un modo general había dos simples categorías: los viejos y los jóvenes. Estos últimos se consideraban un poco privilegiados y consentidos, por no hallarse en el frente. Su culpabilidad los hacía afables, es decir, que no eran naturales. Para empeorar las cosas, las mujeres (secretarias y mecanógrafas) nos dedicaban a los combatientes sus mejores sonrisas y no faltaba alguna que atrapada por la mística guerrera nos pidiera que la lleváramos con nosotros a la primera línea. Estaban prohibidas las mujeres en el frente, pero había algunas con el pelo cortado y vestidas de hombre que se conducían heroicamente y eran tan buenas camaradas que todo el mundo les guardaba el secreto para que no las echaran. El secreto del sexo. Un sexo ascético y neutro en todo caso, aunque parezca increíble.

En la oficina central ya me conocían, y una de aquellas secretarias que adulaban a los supuestos héroes me hizo una señal para que la siguiera y me llevó a un despacho donde por el momento no había nadie. La oficina daba la impresión de estar «habitada», porque había un teléfono descolgado sobre la carpeta de cuero, lo que significaba que el comandante iba a volver. Pensaba yo en los argumentos que iba a usar en favor del secretario condenado a muerte; por ejemplo, la ineficacia del terror y su ociosidad en lugares donde dominaba obviamente nuestro Ejército.

¿Qué necesidad había de asustar a trescientos campesinos?

Recordando al secretario, lo veía en el centro de la iglesia desierta, con la boina puesta y las manos en los bolsillos de una chaqueta abrochada cuidadosamente. Además de camisa llevaba un chaleco elástico bastante usado, con los bordes desteñidos. Y el conjunto tenía esa flojedad de perfiles de las figuras que solemos ver en los grabados en madera. ¡Pobre hombre, con su boina encasquetada, mirándome sin poder entender por qué estaba yo tratando a toda costa de salvarle la vida! «Esta obstinación mía de salvarlo —pensaba para mí— me hace aparecer tal vez ante el secretario como un hombre poco inteligente». Era una reflexión que me molestaba, pero no podía hacer otra cosa. No iba a dejar que lo fusilaran por vanidad, es decir, para parecerle menos tonto. Y con esa intención, en aquella oficina vacía, frente a un teléfono descolgado cuyo diafragma a veces vibraba produciendo un rumor, me impacientaba un poco. Por otra parte, aquel teléfono sobre la mesa estaba consumiendo inútilmente electricidad y además impidiendo que otra persona lo usara. Tal vez conectaba dos puntos importantes en el mapa de la defensa y era imprudente haberle dejado de aquella manera. Pero allí estaba, con su tímpano susurrante, y la oficina seguía vacía, es decir, habitada por raras ausencias. Llevaba más de veinte minutos esperando y nadie acudía. Aquel plazo —veinte minutos— era cuanto se le podía exigir a un subordinado y cada minuto más representaba una gran impertinencia.

Cuando hubo pasado media hora, me levanté y me acerqué a dos estampas que había en los muros representando una muchacha deportiva con una raqueta de tenis en la mano y en dos actitudes diferentes. La miraba de cerca, cuando se oyeron voces de despedida en el cuarto de al lado y me dije: «Ahora viene». Pero no apareció nadie.

En el marco de la otra puerta estaba sucediendo algo que no acababa de entender: una mano de mujer, musculada y flaca como la de un hombre, aparecía de pronto al final de un antebrazo desnudo, abriéndose y cerrándose con gestos espasmódicos en el aire. Al mismo tiempo que aquella mano se abría y cerraba se producía un gruñido debajo de la mesa. No había advertido hasta entonces que había allí un perro. Un perro pequeño y malcarado que miraba aquella misteriosa mano, intrigado. Tan intrigado como yo mismo. Aunque yo me limitaba a mirarla alucinado, sin gruñir. No es bueno gruñir por esas cosas.

Al principio pensé si sería una señal dirigida a mí. Pero ¿qué clase de señal? ¿Y qué quería decirme? Cuando oí otra vez gruñir al perro, imaginé que la mano había vuelto a aparecer en el aire. Allí estaba, sobre un fondo oscuro (la sala de al lado no estaba muy iluminada), abriéndose y cerrándose. El perro la miraba entre asustado y ofendido y arrugaba la nariz. Luego, al desaparecer la mano, se callaba.

Más tarde comprobé que aquella mano pertenecía a una mujer rubia que repasaba fichas con un lápiz y hacía aquellos gestos de vez en cuando para desentumecer los dedos. Aquellas fichas serían tal vez sospechosamente mortales, pero el gesto de abrir y cerrar la mano en el vacío —que hacía gruñir al perro bajo la mesa— era un gesto inocente. Un gesto epiléptico, sin morbilidad.

Otra vez se oyeron voces de despedida en el cuarto contiguo (por el lado opuesto) y yo me dije otra vez: «Ahora viene». Pero no apareció nadie. Entonces me acerqué a la mesa y vi un papel en el que había escritos varios nombres, entre ellos el mío. Escrito a mano y tachado. Mi nombre falso, el que usaba yo en el lado nacionalista. Estaba tachado con un fuerte trazo, con rabia. Había otros tachados también y alguno subrayado nada más.

Di la vuelta a la mesa y me puse a leerlos de cerca. No era mi nombre —Urgel— sino la palabra urgente, mal escrita, escrita de prisa. Tanto mejor, porque no era bueno hallar el nombre de uno tachado con lápiz rojo en una oficina como aquella. Todavía dudaba de que mi interpretación fuera certera y volví a mirar más de cerca. Ni era Urgel ni Urgente sino Argelia, pero la A inicial estaba abierta como una U. Además, tal vez en aquella oficina me llamaban a mí por mi verdadero nombre: Garcés.

Volví a mi asiento y en aquel momento apareció otra vez la mano convulsionaria en el marco de la puerta. El perro volvió a gruñir y yo no sabía qué hacer, cuando en la otra puerta apareció la secretaria con un cuaderno y un lápiz:

—Camarada —me dijo—, el comandante está en una reunión y no podrá atenderle hasta las tres o las cuatro de la tarde.

Eran las once de la mañana y había perdido una hora allí. Me levanté y dije que volvería.

No perdí el tiempo, porque había aprendido que en aquellas oficinas no me consideraban digno de verdadera atención. Siempre nos intimida un poco lo que no entendemos, como le sucedía al perro con la mano convulsionaria.

Aquella mano quería descansar y rehacerse de la fatiga y la manía del abecedario, que es una de las peores. Ficheros con carpetas, carpetas con pestañas, pestañas con iniciales alfabéticas rojas o negras, de plástico y hasta de porcelana.

La mano convulsionaria volvía todavía a aparecer, y el perro a gruñir.

Una voz decía en alguna parte con acento deferente:

—No, ahora vivo un poco más cerca de la sacramental de san Isidro.

Es decir, del cementerio. Parece que alguien se había mudado y estaba más cerca del fosal. En tiempos de guerra todos se mudan más cerca del cementerio. Y en tiempos de paz. Cada día un poquito más cerca.

Sucia costumbre, pero así es la vida, la decadente vida siempre hacia abajo. Siempre empujándole a uno a la tierra.

No hace falta tanto dramatismo para devolver a la tierra el calcio de unos huesos que han sido siempre suyos.

No podía entender a veces la importancia que en tiempos de guerra se daba a la vida. No a la muerte, sino a la vida. Aunque bien pensado, vida y muerte son una sola cosa: sólo vive lo que no ha muerto. Sólo está muerto lo que ha dejado de vivir.

Yo no sabía adonde ir aquellos días. A veces creía que todos los oficinistas se estaban burlando de mí. Otras, que me tenían miedo por haber tenido dos nombres y venir yo del campo enemigo. Otras, aún, pensaba que no me miraban bastante, que pasaba demasiado desapercibido, pero cuando alguno se fijaba demasiado en mí (digo algún oficinista desconocido), me irritaba.

Ya en plena calle, un miliciano ebrio se me plantó delante y dijo:

—¿Qué pistola llevas? Te la juego al blanco, con la mía.

Y la sacó. Yo habría sacado la mía y se la habría vaciado en la barriga, porque odiaba a los borrachos en tiempos de guerra —¿no es bastante embriaguez la violencia?—, pero me aguanté y seguí mi camino. Lo oía vociferar, detrás.

Me dirigí a la oficina de Castelló, pero tampoco pude verlo. No iba con el propósito de influir en favor del secretario, porque Castelló no quería saber nada de aquello y en realidad iba a presentarme para hacerme cargo de mi nuevo destino, que no sabía cual era. Después de esperar en una oficina, también vacía, en la que había algunas carpetas con epígrafes de «muy reservado», salí y pregunté a una secretaria de abultado pecho si sabía cuál era mi nuevo destino. Ella me dijo que llevaba tres días sin ir a la oficina, porque se había muerto su abuela. Pregunté a otra cuya abuela vivía aún y me dijo que tampoco lo sabía pero que podría informarse, aunque no me lo prometió concretamente.

«Vaya —pensé—. Tal vez mi nombre circula por estas oficinas y no para bien».

En todo caso, el nombre que circulaba era el genuino: Garcés. Sabían ya qué clase de idiota era. Intrigado por lo que yo consideraba mi nueva situación y sin comprender su singularidad, me sentía, a pesar de todo, a gusto en la ciudad aquel día gris de cielo bajo con rumores lejanos o cercanos de guerra, según la dirección de las brisas, que eran ya medio invernizas. Los disparos en serie de las ametralladoras y las explosiones de las granadas repercutían una vez más en la bóveda de nubes y volvían a bajar sobre la ciudad con una resonancia ligeramente doblada de eco. Era gustoso aquello, es decir, aventurero en el género romántico, pero se hacía hora de comer y no sabía dónde. Tenía dinero, pero no se podía comer con dinero aquellos días en parte alguna. No quise ir al comedor de «transeúntes» de mi brigada porque estaba al frente un pícaro que en tiempos fue ladronzuelo de sindicatos y, adulando a las personas que estaban en posiciones clave, había conseguido trepar burocráticamente. No mucho, claro. Y aquel bellaquito de cara ancha y boca fina, señales de socarronería, estaba resentido conmigo simplemente porque tenía la evidencia de que yo conocía su pasado. Me odiaba porque adivinaba la opinión que yo tenía sobre él.

En algunas organizaciones políticas estiman a esos tipos porque las gentes que necesitan que se les perdone el pasado son las más seguras, ya que buscan un Jordán para lavarse y si es necesario se les da, ese Jordán purificador. Y se supone que luego son más leales.

Eso no sucedía siempre, y, a menudo, en lugar del Jordán les daban el tiro en la nuca. La cosa era imprevisible y demasiado… dialéctica. Si yo hubiera tenido bastante hambre habría ido a aquel lugar, pero no valía la pena tolerar al granujilla. Más tarde, sintiendo un hambre súbita, pensé que sería imposible hallar comida en ninguna parte hasta la noche. En el fondo me daba lo mismo.

Así es que, capitán de infantería y jefe de Estado Mayor de una brigada, anduve aquel día por la ciudad sin comer pensando en que tenía que salvar la vida del secretario catastrófico (quiero decir de los catastros). «Si matan al secretario —me decía— será como si me mataran a mí mismo, ya que he dado la cara por él en diferentes oficinas». No había sido prudente, yo. Al menos no tenía la clase de prudencia que debía tener un hombre en tiempos como aquellos.

Sabía —digo una vez más— que la guerra estaba perdida. Desde que empecé a considerarlo así en Casalmunia.

Perderíamos, bien. Era una cosa que al parecer sabía todo el mundo, pero había que seguir combatiendo. Tener un ideal (aunque sea el de la libertad) es esclavizarse un poco. A veces, hundirse para siempre en la esclavitud. Eramos «idealistas» y el diablo nos miraba desde el margen de la realidad y fuera de ella.

Pensaba yo en el reo de muerte y lo veía, una vez más, en el centro de la iglesia con las manos en los bolsillos, friolento y vigilado también por Belzebú, rey de las moscas. Era como una rata de iglesia; las ratas más pobres del mundo porque no hay en las iglesias nada que comer. Y tenía la boina puesta. En la iglesia. Esto me incomodaba un poco, ya que se suponía que aquel hombre era un reaccionario perfecto como López un perfecto ateo.

Fui a casa y me acosté en ayunas. Al amanecer del día siguiente desperté con un hambre canina que no admitía aplazamientos. Me dejé convencer por las mujeres que vivían en mi casa y comí lo que me ofrecieron —azúcar, galletas, café y leche en lata—. Manjares de lujo en aquellos días. Comí despacio, imitando a los gatos, que nunca comen de prisa porque mostrar glotonería es de mal gusto.

Después salí a la calle dispuesto a recorrer otra vez las oficinas, y en la comandancia de milicias la mecanógrafa del día anterior me dijo: «Le esperábamos a usted ayer a las tres de la tarde, pero no vino, camarada». Yo veía en sus congelados labios que estaba mintiendo. Y añadió: «Ahora, el comandante no está visible. Hasta las cuatro de la tarde estará en conferencia».

Habría querido yo volver a entrar en la oficina de aquel comandante y ver si la mano colvulsionaria seguía abriéndose y cerrándose en el vacío, es decir, en el marco de la puerta —y el perro gruñendo—. Vi desde lejos a la dueña de aquella mano, que tenía los antebrazos largos y desnudos y un poco secos, de solterona. El día anterior, la conferencia había sido sólo hasta las tres. «Tal vez mañana se alargará hasta las cinco y si no me reciben y vuelvo otro día —pasado mañana, por ejemplo— se dilatará más. Así eran las cosas. Primero se alargaba la conferencia, luego aparecía la mano convulsionaria y gruñía el perro, poco a poco la irritación hacía dilatarse la aorta de uno y por fin llegaba el aneurisma secreto o secretario, o secretorio y, en todo caso, final».

—¿Conferencia con quién? —pregunté.

Ella se puso a hablar de otra cosa. Pensé que debían ser aquellas conferencias con algún ruso como en el lado contrario solían ser con algún alemán. Aquellos rusos y alemanes ligados a un destino siniestro iban a ir cayendo por docenas y por centenares al volver a sus patrias, porque ni el padre infernal ruso ni el Hembro alemán del bigote chaplinesco estimaban gran cosa las vidas de aquellos agentes caminadores de fronteras, espantapájaros de cementerios con nombres falsos. «Todos van a ir cayendo, los rusos por turno de antigüedad y los alemanes en masa», me decía. Aquello me daba alguna alegría, porque alemanes y rusos eran nuestros enemigos peores, por el momento.

En fin, salí de aquella oficina y fui a la representación de mi brigada a la hora del almuerzo. Cuando llegué me di de manos a boca con el pícaro ladronzuelo de sindicatos, quien se mostró sorprendido y protector a un tiempo: «Ya sé que te han ascendido», dijo alzando la voz para que todos lo oyeran y vieran que tenía confianza conmigo y que me tuteaba.

Comenzaba yo a arrepentirme de haber ido allí cuando llegó otro oficial de mi mismo sector y me dijo, cogiéndome por el brazo:

—Vamos a otra parte. Aquí sólo dan un plato de lentejas como en casa de Abraham, pero yo conozco algo mejor.

Mi amigo era joven y abierto de carácter. Se llamaba Ayala y mandaba una sección de ametralladoras.

Fuimos a un restaurante medio clandestino y cuando llegamos y estuvimos sentados a la mesa, mi amigo me dijo:

—Ayer, dos horas después de marcharte tú, fusilaron al secretario cuya defensa hiciste en la iglesia.

Me sonó aquello como un disparo al lado de la oreja.

—¿Lo viste tú?

—Yo no lo vi, pero es lo que me dijeron.

Callaba comprobando que los cubiertos eran de plata, lo que entonces representaba un lujo. Veía en mi imaginación al secretario recibiendo las balas de la ejecución, y no lo creía.

Mordisqueaba el pan en silencio, y el teniente servía vino:

—¿Dices que no te han notificado aún el nombramiento? No se lo notifican a nadie. Tú sabes cómo se hacen los nombramientos, ahora. Con el dedo índice: tú, aquí; ese, allá. Y además, dejan las cosas en el aire.

—Si antes de tres días no me notifican el nuevo destino —dije con desgana—, iré voluntario al frente de Aragón.

Era un frente no controlado por el partido que tanto empeño parecía tener en fusilar al secretario. Tal vez no lo habían matado, porque yo veía en mi imaginación la descarga de la escuadra y él recibía los balazos, pero no caía. Lo veía de pie, todavía. Estaba de pie y me hablaba: «¿Qué sale usted ganando con defenderme, si mi caso no tiene defensa?».

En aquel restaurante servían sólo un plato cada día —el mismo para todos—, pero muy bien preparado. Había además buenos vinos y licores. Ayala dijo:

—Estos lugares se abren y prosperan algunas semanas y luego los van cerrando porque no quieren que nadie pueda comer fuera de los sitios que controlan los rusos.

No sé por qué tuve la sospecha de que Ayala prefería la victoria del enemigo a la creciente preponderancia de los rusos en nuestro sector. Seguía hablando, y yo lo escuchaba pensando en lo mismo: en el secretario lleno de balas y, sin embargo, de pie y con las manos en los bolsillos de la chaqueta. «Las cosas —me decía— son inverosímiles, pero hay algo en ellas de verdad cuando nos sorprenden. Por eso, a veces, oímos las peores noticias impávidos. No queremos que nos sorprendan, porque la sorpresa es la prueba de la verdad. He sido profundamente sorprendido. Si la realidad de las cosas estuviera solamente en mi imaginación, no existiría ese choque de la sorpresa». Podía ser que fuera verdad lo del secretario.

Además, no era tan absurdo aquello de que mataran a un hombre en la plaza de una aldea, es decir, más bien de una villa con privilegio real.

Lo digo porque siempre que veía u oía algo demasiado terrible me decía que toda posible realidad dependía de mi ideación y de mi simple voluntad de imaginarla y creerla. Cierto que la humanidad a veces se hace culpablemente subjetiva, y que entonces se desencadenan las guerras, porque el destino quiere a todo trance ponernos delante un ejemplo escandaloso de la existencia de lo que Kant llamaba el noúmeno.

Con frecuencia, esa tendencia a ver filosóficamente las cosas resolvió y disolvió los problemas que me fatigaban. No eran ninguna tontería esos problemas, sin embargo.

Pero comía y escuchaba a Ayala con la imagen del ratificante secretario en mi cabeza. Al mismo tiempo pensaba: «El secreto del orbe está probablemente en la relación entre lo exterior cambiante y lo interior fijo. Obstinadamente fijo. Porque todos queremos detenerlo, al orbe, dentro de nosotros mismos». No era fácil, sin embargo, determinar en cada caso los términos cambiantes de ese género de relación.

Entre esas imágenes interiores figuraba también la de mi padre, aquella especie de dios vivo. Es terrible tener cerca un dios vivo, quiero decir con imagen actuante exterior, y quieta interior. Yo había tratado tal vez de matarlo en el secretario y luego, al darme cuenta, quise salvarlo por una especie de generosidad vindicatoria. En el fondo comenzaba a quererlo, a mi padre.

Por fortuna, estaba también Valentina, fija en mi mente y cambiante fuera de ella. Todo el secreto de las cosas estaba, tal vez, en esa mecánica que a veces me parecía muy compleja y otras no tanto. El ejemplo se hacía milagroso con Valentina, ni que decir tiene.

En aquel momento el teniente sacaba de la cartera una foto de su novia y me la mostraba. Estaba mirando la foto cuando oí una voz a mi lado. En el momento en que pensaba que la novia de Ayala estaba orgullosa de sus pechos, me volví y encontré a Madrigal, el sargento cuya novia descubrió el amor en el camino de la muerte.

—¿Dónde está tu novia ahora? —le pregunté.

Él no respondía. Me parecía una tontería tanto misterio para hacer el amor en plena guerra y en plena luna de miel. Repetí:

—¿Dónde está?

El sargento se puso pálido y salió de espaldas, diciendo:

—Luego te lo diré. Te espero en el bar.

El teniente, mirándome de una manera intrigante, siguió hablando:

—Cuando la gente se fija en uno hay que tomar precauciones, yo en tu caso, la verdad… Al parecer, eres un ingeniero que inventa cosas y dicen que has inventado un dispositivo nuevo de bombardeo para los aviones y que lo has dejado en el campo enemigo.

Escuchaba asombrado y no quise decir nada. Trataba de recordar su primer nombre: Pascual. Y mi amigo seguía hablando: «… ya ves, aquí estás, según la manera burocrática de decirlo, en expectación de destino. ¿Quién te ha ascendido? ¿Y dónde van a enviarte? ¿Y por qué?».

Dejándole con la palabra en la boca me levanté y fui al teléfono, que estaba en otro cuarto, cerca de los urinarios. Quería llamar al comandante López, pero me dijeron en la central que si no era por razones de servicio (de guerra) no podía hacer uso del teléfono sino dentro de la ciudad. Dije que era asunto oficial, di mi nombre y cargo y el operador tardó un poco en dar la comunicación, sin duda el tiempo preciso para que se pusiera a escuchar algún agente del servicio de información.

El comandante acudió al teléfono y cuando le pregunté si habían fusilado al secretario, me respondió un poco ofendido:

—No le sucederá nada mientras no se sustancie tu apelación. ¿Por qué preguntas?

—Es que me habían dicho otra cosa.

—¿Quién?

La sorpresa me hizo balbucear una respuesta imprecisa. Colgué y volví a la mesa muy aliviado. Debió pensar Ayala que volvía de los urinarios y yo lo miraba calculando si aquel teniente me había engañado a sabiendas o había sido engañado, a su vez, por algún fomentador de bulos.

En aquella clase de asuntos (ejecuciones, encarcelamientos, accidentes) se mentía mucho sin otro deseo que hacer más patética la realidad. Yo me proponía volver a recorrer las oficinas en favor del secretario de las nóminas y pensaba que también a mí debía estar mirándome el diablo desde fuera, como a Guinart en Casalmunia. Comenzaba a sentirme obseso. Pero el que me miraba no era el diablo sino mi padre.

Pensando en la oficina del perro gruñidor y la mano convulsionada me despedí del teniente y antes de salir a la calle me acerqué al bar donde me esperaba el sargento enamorado.

Al verme, se levantó de la barra:

—Por el momento —dijo, preocupado—, mi novia, a pesar de tener papeles en regla, corre más peligro que antes. La verdad es que yo empiezo a estar harto de los rojos y los azules, de los servicios especiales y de las milicias.

«Este —pensé yo, divertido— se equivoca creyendo que mi defensa del secretario es una señal de disconformidad con la República». Decidimos salir juntos e ir a las oficinas del Ministerio de la Guerra, donde por fin me dijeron que era jefe de Estado Mayor de la séptima brigada mixta. Eso de la séptima me gustó, porque el número siete suele dar buena suerte. Me dieron una serie de papeles, entre ellos la documentación de un coche al que tenía derecho, al parecer.

Por una serie de razones, entre ellas la vida del secretario (a quien no habían ejecutado) y el coche, me sentía confortado y alegre. Fuimos al parque de transportes del sector. El coche era un antiguo Hispano en buenas condiciones, aunque debía gastar mucha gasolina. Me miraba el sargento lleno de reverencia y repetía:

—Tu estrella sube y reluce.

Salimos con el coche y Madrigal me propuso ir al hospital donde estaba su novia. Así, sin más ni más.

—¿Cómo se llama tu novia ahora?

—Ya dije que tiene un nombre falso.

—¿Cuál?

Tardaba Madrigal en contestar, y por fin dijo: «La pobre es una de esas levantinas valientes que…».Yo creí haber oído levantina valente, o quizá Valentina levante, o incluso Vantinela milente. En fin, mis nervios habían recibido una impresión secreta y delicada. Detuve el coche:

—Vas a decirme ahora mismo el nombre.

—Se llama Irene —dijo el sargento, extrañado.

¡Ah!, debía ser aquella que conocí la tarde del matarile. Volví a ponerme en marcha y aceleré camino del hospital, mientras Madrigal me miraba con recelo.

Era el día gris y nublado con nubes bajas, y habla algo triste y remoto en las calles y en los cristales de los balcones.

—¿Es rubia o morena, Irene?

Comenzaba a odiar al sargento a través de las asociaciones de mi inquieta imaginación.

Llegados al hospital, vi que la muchacha era hermosa, pero no era la Irene que recordaba yo y tenía algún rasgo común con Valentina aunque, por decirlo así, inmerecido. Además, en las vibrantes aletas de la nariz y en la inseguridad de las comisuras de los labios creía advertir el nerviosismo de la hembra en la luna de miel, con algún reflejo todavía reciente del miedo de aquella noche en que esperaba la muerte.

Nos presentó el sargento con voz vacilante. Miraba aún alrededor con alguna clase de incertidumbre.

Como era hora del relevo de la enfermera, salimos los tres y Madrigal me pidió que le dejara el volante. Accedí, y entre nosotros se instaló la levantina valiente o la Valentina levante, dedicando toda su atención a evitar los contactos conmigo. Era una fémina fidelis, al parecer.

Me puse a hablar de la edad probable del coche y de sus ventajas y desventajas. Me interrumpía Madrigal preguntando cosas extrañas. Por ejemplo, hasta dónde se extendía la autoridad de un jefe de Estado Mayor, y yo le decía:

—Dentro del radio de acción de uno se puede tener alguna libertad de maniobra. Pero, claro, en la guerra hay que obedecer al mando central.

Dijo Madrigal que un poco más arriba de la sierra y hacia el este, cerca de Aragón, conocía el terreno palmo a palmo y había un portillo, es decir, un flanco montañoso abierto donde la rectificación del frente podría intentarse con ventaja y a poca costa. Pregunté dónde era aquello y al decirme exactamente el lugar, resultó que aquel lugar caía dentro del sector de mi nuevo destino.

Me costaba trabajo aceptar que aquel hombre fuera pariente mío siquiera lejano. Sólo podía aceptarlo con alguna clase de resignación.

Al ver que conocía bastante bien mi nuevo sector, le hice algunas preguntas que iba contestando con una especie de entusiasmo reprimido. Luego me dijo:

—¿Cuándo te esperan en tu brigada?

—Tengo dos días más de permiso.

—Si quieres, mañana podríamos subir al sector. Pero ¿por qué te han destinado allí? ¿Dices que conoces el campo enemigo? En cambio, yo conozco el nuestro, porque estuve trabajando con una brigada de minadores para cubrir ese flanco montañoso del que te hablaba. Yo sabía que tú estuviste en el otro lado y les robaste un avión con el que escapaste a Francia.

El sargento añadió, bajando la voz: «¿Sabes que el padre de Antonia está en España?».

—¿Dónde? —pregunté yo con ansiedad.

—En el otro lado. Es sargento en la mehalla.

—¿Y Antonia?

Él se encogió de hombros con un escepticismo desesperado. Luego dijo:

—¿Qué te parece si fuéramos mañana los tres a tu nuevo sector?

Irene me miró por primera vez con simpatía. En el momento en que la levantina valiente me miraba a los ojos por primera vez, yo le tomé la mano y se la oprimí dulcemente. Ella no respondió a la señal y yo lo lamenté, pensando que más tarde se lo diría al idiota de su novio.

Los llevé a un lugar próximo a la casa donde ella vivía. No quiso Madrigal que yo averiguara la dirección exacta y hubo bromas sobre eso. Por fin nos despedimos, citándonos para el día siguiente.

Madrigal llevaba en el cuello la cicatriz que le había dejado el padre de Antonia. En el costado debía llevar otra cicatriz mucho mayor, supongo.

Me hubiera gustado saber dónde estaba el padre de Antonia y ponerlo al alcance de Madrigal.

Confiaba yo en que al secretario de los dictámenes no lo matarían sin una confirmación oficial de la sentencia, porque mi influencia, aunque en pequeña escala, se hacía sentir en alguna parte. El que me hubieran dado un coche —¡oh, el prestigio de la máquina entre la gente de la prehistoria!— me parecía una excelente señal.

Arrullado por estas reflexiones, fui a mi casa. Aquella noche dormí bien y el día siguiente amaneció otra vez con nubes bajas y cielo gris plateado. Hubo un bombardeo al amanecer. A aquellos aviones que solían llegar al alba cada mañana los llamaba la gente «los lecheros».

Hice el recorrido de las oficinas, una vez más, me enteré del estado de mi negocio (la vida del secretario) y encontré nuevas razones para mi optimismo. No pude ver, sin embargo, a Castelló, quien llevaba una vida difícil. Algunos jefes provisionales, para mantener la confianza de los mandos políticos se veían obligados a desarrollar una compleja acción subterránea a la que dedicaban más atención y más tiempo que a su trabajo profesional.

Desde la oficina de Castelló fui a buscar a Madrigal y luego los dos a Irene. Cerca del mediodía salíamos de Madrid hacia el norte.

Por el camino hablamos poco. El sargento me preguntó si creía que ganaríamos la guerra, y no le contesté. Entonces se creyó en el caso de decir que mi escapada del campo nacional había sido más meritoria teniendo en cuenta que cada día parecía más difícil la victoria para nosotros. Tampoco dije nada, y para romper el silencio, que comenzaba a ser impertinente, le pregunté por aquel flanco montañoso que tan a la perfección decía conocer.

—Se trata —me explicó— de un desfiladero defendido con minas y con tres puestos de ametralladoras.

Yo me di cuenta de que Irene no le había hablado a su amante de mis pequeñas libertades del día anterior (por ligeros sobrentendidos que percibí en su mirada). Eso me dio la idea de que había alguna probabilidad, si no me precipitaba demasiado.

El camino fue agradable y no tuvimos que mostrar nuestros pasaportes a las patrullas. Es verdad que llevábamos en un flanco del coche la banderola del Estado Mayor.

Pero sucedió algo notable de verdad. Al llegar a mi sector, Madrigal, que llevaba el volante, dijo que iba a mostrarme el desfiladero minado y se desvió por un camino secundario. Al mismo tiempo, Irene tomó una rara expresión congelada y hermética. Usaban conmigo una afabilidad fingida, también nueva.

—Las minas —decía Madrigal— las puse hace dos meses, con una sección de zapadores, así es que no hay que preocuparse. Los puestos avanzados están allá.

Señalaba vagamente la cresta de una colina. Me di cuenta de que Madrigal, el de Cabrerizas Altas, estaba tratando de pasarse al enemigo. Madrigal, el cabo chusquero, el que perdió dos dientes frontales en Rostrogordo. Saqué el revólver (lo llevaba vacío y sin balas) y le mandé que detuviera el coche. Frenó muy a disgusto, mirándome de reojo. Yo tomé el volante y con el revólver en la mano hice un viraje en redondo y volví a la carretera. Poco después pregunté a unos soldados que vigilaban un puente y llegamos al puesto de mando de la séptima brigada mixta. Entre tanto, hablaba entre dientes, sin rencor alguno:

«Tú, Madrigal, el de las compañías disciplinarias, el del levante en las aspilleras, el enamorado de Antonia, el de las dos cicatrices en el cuerpo y el que perdió dos dientes bajo las patadas de los maricones. Tú, mi pariente y mi enemigo. Tú, el amigo de Haddu el yebala. ¿Qué te pasa?».

Estaba seguro de que habían querido pasarse al enemigo llevándome como cautivo expiatorio, como ofrenda votiva, como cordero pascual. Al mismo tiempo, trataba de justificar al sargento pensando que tal vez iba al campo enemigo para tratar de encontrar allí al padre de Antonia. Con las intenciones de Caín, claro.

El puesto de mando estaba en un caserón antiguo, con las entradas desenfiladas por medio de parapetos de sacos terreros. El muro frontal mostraba huellas de granadas.

Había en la comandancia dos o tres oficiales, entre ellos un comandante mejicano de artillería que mandaba un grupo de piezas pesadas. Aquel frente no se consideraba importante en el mapa general de la guerra, pero había toda clase de precauciones para evitar sorpresas.

Me recibieron como a un experto en topografía del lugar y, sin embargo, yo tardaba en reconocer el paisaje y, sobre todo, los objetivos inmediatos, porque había una llanura inmensa y en el centro las sinuosas hileras de unas trincheras que parecían abandonadas. Había hecho bien el enemigo marchándose, porque estaban aquellas trincheras a merced de nuestros cañones ligeros. Detrás se alzaba un conglomerado de edificios ruinosos que sólo a medias me recordaban el convento-castillo-almunia donde había practicado yo el extraño oficio de la antropometría sin saberlo realmente.

Reconocí aquellos lugares cuando me ofrecieron fotografías tomadas cuatro meses antes. El mejicano de la artillería hablaba:

—Ahora, el castillo está mocho porque les eché algunas toneladas de fierro.

Miraba yo con gemelos:

—Parece abandonado.

Pensaba en Guinart, en Blas, en el basurero de barbilla apuntada.

—Hay una bandera blanca en lo alto —explicaba el mejicano—, pero los hijos de su madre no vienen ni envían parlamento. Deben ser chingaqueditos. Un puro misterio. Los nacionales están ahorita bien fortificados tres kilómetros más atrás. Como en las ruinas hay bandera blanca, nadie tira, ni los fachas chingones ni nosotros. Usted viene aquí para ayudarnos a aclarar este misterio.

El jefe del sector no estaba, porque había volado a Madrid llamado por el mando central, y el mejicano lo sustituía. Miraba yo a la pareja de enamorados de vez en cuando con ganas de reír.

El jefe mejicano me ofrecía sus gemelos en una terraza y hablaba:

—Este frente está ahora quieto, quién sabe por qué. Partes han venido de Casalmunia por radio y han sido respondidos. Mera política. Yo soy artillero, y cuando nos tiran, pues les respondo a la cortesía. No tiran desde Casalmunia, sino desde más atrás.

Como si quisieran darle la razón, llegaron algunas granadas y estallaron en los alrededores. «Son granadas del diez —dije dándomelas de experto—. ¿Adónde tiran?». El mejicano me enseñó un plano con las baterías nuestras.

Yo miraba a Casalmunia con los gemelos. Tenía la evidencia —no sé por qué— de que allí estaba Julio Bazán todavía vivo. Él y otros de los nuestros.

—¿Y por qué no se vienen para acá? —preguntaba el artillero.

—Tal vez tienen miedo a los campos minados.

—Que lo digan, y les mandamos lazarillos.

Yo me ofrecí a ir personalmente y aclarar el misterio. Tenía tantos deseos de ir y verme con Bazán, que disimulaba para no confundir al jefe mejicano.

Al volver al corredor encontré a Madrigal, quien vino detrás diciendo:

—Puedo explicártelo todo, capitán. Somos parientes y debes escucharme.

Desde que tuve la evidencia de la traición del sargento no pensaba sino en acostarme con su novia. Lo demás me parecía grotesco. No olvidaba que Madrigal conocía los campos minados. Se lo dije al mejicano y añadí que lo llevaría conmigo. Lo llamamos y le hice ver el mapa, pero Madrigal se confundía un poco y repetía: «Mejor sobre el terreno».

Cuando el mejicano supo que las minas las había puesto aquel sargento, pareció darse cuenta de la razón de que viniera conmigo.

—La hembra no está mala —dijo, mirándola al sesgo.

Yo dije que la llevaría también conmigo y los hice retirarse para seguir hablando con más libertad. Pero cuando me quedé a solas con el mejicano me limité a añadir:

—Digan esta noche por radio a esos de las ruinas que no tiren cuando nos vean acercarnos, y lo demás corre de mi cuenta.

—Ojo, no me lo truenen, hermano.

—La bandera blanca es sagrada en todas partes y hay que resolver el misterio de una vez. Los que están allí son amigos.

El día siguiente salí a través del campo minado con el coche. Era un camino bastante malo. Venían conmigo, Madrigal y su amada. Más confuso que nunca, Madrigal miraba el plano desplegado en sus rodillas, y por su expresión deduje que había pasado la noche sin dormir, tal vez esperando ser fusilado al amanecer.

Yo no les había dado a entender abiertamente que me di cuenta de su plan de fuga y hubo un momento en que el sargento imaginó que estaban los dos a salvo. Me hacía preguntas raras y cuando vio Madrigal que no le contestaba cambió de parecer y se puso a decirme que el padre de Antonia estaba en el otro lado vestido de moro y mandando una especie de harca. «Yo lo voy a desenmascarar», repetía, febril. Con aquello pretendía justificarse.

Estaríamos ya a dos kilómetros de aquellas casas en ruinas cuando una ametralladora de los puestos avanzados nuestros hizo dos o tres disparos y las balas se oyeron pasar por encima de nuestras cabezas. El mejicano se había olvidado de avisar por teléfono a aquel puesto. Pero poco después estábamos fuera de su alcance. Viendo la cara de perplejidad de Madrigal, yo disimulaba las ganas de reír.

Pensé una vez más en el secretario del registro civil que había quedado en la iglesia bajo la autoridad del comandante López y sospechaba que mi ausencia le ayudaría, así como antes le había ayudado mi presencia. La autoridad de los españoles se ejerce mejor a distancia. Cuando estamos cerca, todos tratamos de demostrar al vecino que somos más fuertes y más sagaces y que tenemos más autoridad propia o por delegación.

Las relaciones de los españoles son perfectas a distancia, es decir, por correo: circulares, besalamanos, memoriales, felicitaciones, pésames, cartas encabezadas con largas expresiones de la «más distinguida consideración», señorías y muyseñoresmíos. Personalmente es otra cosa: la mirada diagonal, el rictus de sarcasmo, la zancadilla y el silencio preñado de recelos o de hoscos sobrentendidos.

No me preocupaba la suerte del secretario así, a distancia.

Y nos acercábamos a Casalmunia. Miraba Madrigal alrededor sin entender. Habíamos pasado dos líneas de trincheras vacías, abandonadas. El camino, interceptado por bastidores móviles con alambre, tuvo que ser despejado y esa tarea estuvo a cargo de Madrigal.

La situación de aquel sector era, como digo, absurda a causa de Casalmunia. Seguía yo sospechando que Bazán, Blas y Villar (tal vez otros) estaban vivos allí y de aquel hecho venía la absurdidez de todo lo demás. Lo que no podía entender era que Bazán, si estaba vivo, no hubiera venido a nuestro campo.

Madrigal quería francamente pasarse al enemigo y yo no podía entenderlo tampoco. Suponía que un tipo como aquel debía ser enemigo natural de los nacionalistas, pero nunca se sabe adonde va a parar un anarquista desilusionado. Como se ve, había una zona donde las fronteras estaban muy fluidas.

Nos salieron al paso varios soldados sin armas. Yo gritaba desde el coche:

—Está Bazán vivo, ¿verdad?

Me contestaban a coro y riendo.

Otra vez sospechó Madrigal que los iban a fusilar y murmuraba entre dientes: «Tú sabes, Garcés. Nosotros somos neutrales». Yo le respondía con un golpe amistoso en la espalda.

Aparecieron dos oficiales con uniformes nacionales, pero sin insignias. Esto también causó sensación en Madrigal e Irene.

—¿Por qué no vienen ustedes allá? —les dije señalando el campo republicano.

Mi pregunta parece que les chocó un poco.

El sargento Madrigal y su novia, al ver la situación, volvieron a sentirse ligeramente esperanzados. Aunque vieron que yo tenía influencia, no me adularon ni se mostraron serviles. Ese detalle me gustó.

Bazán me explicaba:

—Como sabes, los nacionales antes de retirarse mataron a algunos presos, y dejaron a los demás para que los liquidara tal vez la tropa de la guardia. Pero los soldados nos abrieron las puertas a todos. Como decía el basurero, yo había cambiado la ley. Aquel viejo loco se refería a la del instinto de conservación. ¡Qué bicho raro, el basurero! No lo hemos vuelto a ver. En todo caso, la situación es mejor. Lo malo es que con las puertas abiertas no tenemos a donde ir.

Miraba Villar, con gemelos de campo, los lugares por donde yo y mis compañeros habíamos salido. Otros soldados o civiles me contemplaban curiosos.

—¿Cómo pudieron evitar las minas? —me preguntaban.

Pasaban las granadas por el cielo, gimiendo como si los espacios estuvieran oxidados (había que engrasarlos, aquellos espacios, pensaba yo a veces) e iban a estallar en las líneas contrarias de un lado o del otro algunos kilómetros más lejos. El sargento enamorado —¿de quién?— desconfiaba del cielo y de la tierra. Y debía estar pensando en Blanca, el ama del Doble Tono, que le dio la noticia del paradero de Lucas el Zurdo.

Bazán me llevó aparte, recordando mis trucos sobre los obsesos y posesos y otras habilidades. Le dije que sus partidarios en Barcelona lo creían muerto y le habían dedicado un homenaje póstumo al que yo asistí; pero no parecía sorprendido.

Irene preguntaba aún si había nacionalistas allí con insignias o sin ellas y yo le aconsejé que callara si no quería que los soldados formaran opiniones que podían serle incómodas. Se apresuró Bazán a decirle que no tenía nada que temer.

Yo creo que esta declaración no nos favoreció mucho ante aquella hembrita, que tenía su idea de las cosas. Más tarde, Madrigal y su novia trataron de salir con mi coche en dirección todavía del campo nacional, pero Bazán lo impidió e hizo vaciar el depósito de gasolina para evitar que repitieran el intento de fuga. Sin embargo, no los castigó. Yo, disgustado por las violencias que había visto en un lado y el otro, me sentía feliz y llegué a pensar en la posibilidad de quedarme allí, es decir, de no regresar a mi 7.a Brigada, pasara lo que pasara.

Olvidaba hablarles de la bandera blanca, porque suponía que era algo que hacían conscientemente y con un deseo de neutralidad.

Desde que salí de aquellos lugares algunos meses antes, todo había cambiado. El techo de la gran sala central se había desfondado y una viga quedaba sujeta por un extremo a la techumbre y caía por el otro, de modo que cruzaba el gran recinto en diagonal. Había escombros en el suelo. El muro del fondo estaba roto y se veía la luz natural de un día de noviembre.

Irene, que tenía a veces reacciones un poco raras, vino a decirme que había visto pasar volando una urraca blanca y negra:

—Pasó por encima volando. Y mientras volaba se rascaba con las uñas de la mano derecha en la cara. Así. Se rascaba, en pleno vuelo.

La imitaba muy en serio y yo miraba a otro lado, confuso. Tenía Irene aquella clase de incongruencia o de memez que proviene a veces del exceso amoroso. Y repetía: «¿No le parece raro que se rascara en el aire mientras volaba?».

Yo no sabía qué responderle.

En la parte menos dañada de la sala (donde no caía la lluvia) había una mesa grande con sillas alrededor y vi en la mesa dos revólveres, un libro, algunos cartuchos sueltos y una baraja. Había también fusiles abandonados en un rincón.

Un lugar extraño aquel, bajo los fuegos de los nacionales y los revolucionarios que se cruzaban por encima sin tocarlo.

Fui y vine lleno de curiosidades hasta percatarme de la verdadera situación. Bazán me explicaba y decía a veces, un poco divertido: «Es la nuestra una situación falsa, pero verdadera». Otra vez me dijo que con el comienzo de las hostilidades, la historia de España se había interrumpido; es decir, que los nacionales habían detenido el proceso de desarrollo de la realidad hacia adelante. Pero que en Casalmunia habían vuelto a restablecer la marcha de la historia.

A mí volvían a llamarme Urgel.

Irene iba y venía diciendo lo de la urraca que se rascaba en el aire sin dejar de volar.

Dormí las dos noches primeras bastante bien en un camaranchón. Por la mañana me sentía nuevo. Y seguía indagando. Había unas noventa personas de tendencias distintas y a veces divergentes, pero con mayoría contraria a los nacionales. Observé algunas cosas divertidas. Estaba allí Blas, quien a pesar de haber sido sacristán se mostraba ahora radical y pugnaz. Cuando me vio aquella mañana me dijo, mirando diagonalmente a la novia del sargento de Cabrerizas:

—Yo lo que pienso es que hay aquí putas de muchísima trastienda y si alguno se fía peor para él.

No quise explicarle a Blas por pereza lo que sucedía con la pareja de enamorados. Él me decía, bajando la voz: «Esa puta mira demasiado a los pájaros y ve si se rascan en la cara o en el culo. ¿A quién se le ha ocurrido antes una cosa como esa?».

Luego me dijo Blas que algunos pájaros de los que solían vivir en Casalmunia y habían huido iban regresando, sobre todo un cuervo que vivía en el cementerio de los frailes y a fuerza de ver entierros había aprendido a cantar (de los curas) aquello de quando coeli moverdi sunt et tena

Yo no lo creía y él me prometió hacérmelo oír. Más tarde vi que era verdad. Lugar extraño, aquel. El cuervo no decía la letra, aunque algunos pueden hablar como los loros, pero modulaba una melodía parecida al Dies Irae.

Algunos días pensaba en Valentina de una manera tan disparatada que ahora, recordándolo, me asombra. «Si viene —pensaba— vendrá por el lado de occidente, es decir, por el de los nacionales. Y podría venir muy bien sin dejar la casa de su madre, lo mismo que hizo en Panticosa e incluso tal vez con la misma corza blanca, como compañera. Podría venir sin llamar la atención de nadie».

En ese caso nos iríamos —no sé a dónde—. Nos iríamos cogidos de la mano, igual que cuando éramos niños, caminando hacia algún horizonte nuevo, no sé cuál. Yo la besaría, pero ella ni siquiera me devolvería el beso sino que seguiría hablando debajo de mis labios como si tal cosa.

Días hubo, especialmente en la mañana, que yo miraba con los gemelos el camino de los nacionales y cualquier sombra, cualquier cosa que se movía, una mata seca arrancada por las granadas y arrastrada por la brisa, me parecían ella. Me quedaba una hora o más esperando y cuando veía que no llegaba Valentina me retiraba inquieto y comenzaba a mirar con ojos voraces a Irene —la valiente levantina—, quien no tardaba en correr a refugiarse al lado de su salvador. Como suele suceder, el lado sublime del amor de aquella pareja me parecía grotesco y el caso nuestro (digo de Valentina y de mí mismo) me parecía en cambio tan sublime que no hablé nunca de él a nadie en los tres años que duró la guerra. No creía que existiera en el mundo nadie que mereciera aquel privilegio. Mientras pensaba esto, sospechaba que podía ser una gran tontería, pero «una tontería a lo divino». Así es el amor de cada cual —ese amor del que no se habla.

Otras veces pensaba que mi situación en relación con Valentina no era tan ilógica, ya que la única manera de salvar nuestro amor era «no consumirlo». Pero yo tenía otras mujeres y ella en cambio no tenía otros hombres. A veces me daba tanta pena que si yo me viera obligado a renunciar a Valentina para siempre, creo que le habría proporcionado algún hombre (tan puro como me creía yo); aunque no pasaba esto de ser una hipótesis inefable y estaba seguro, en el fondo, de no hallar nunca ese hombre. Es decir, de que no existía en el universo el que la mereciera, fuera de mí mismo.

Por encima de todas las circunstancias contrarias, mi amor seguía creciendo no sé cómo. Tampoco sé en qué basaba yo la seguridad de ese crecimiento. Pero la sombra de Valentina me acompañaba en Casalmunia después de tantas y tan extrañas experiencias. Era lo único que me acompañaba en el mundo.

La idea de reincorporarme a la 7a. Brigada comenzaba a parecerme una frivolidad sin sentido.

Entretanto, recordaba yo la urraca blanca y negra que solía pasar por la bóveda rota de la gran sala capitular rascándose en vuelo —con las uñas de la mano derecha— y volvía a mis filosofías: «Todo el mundo busca las sorpresas —me decía— y nos encanta hallarlas porque nos garantizan nuestro propio existir. Nos garantizan la existencia que iba haciéndose tal vez dudosa». No es que yo haya buscado la sorpresa de Casalmunia. Fui a la 7a. Brigada como experto en la topografía del campo enemigo y he venido aquí para tratar de resolver un enigma. Ahora, en lugar de resolverlo resulta que prefiero vivir en él. En eso estoy. Vivir un enigma (o en un enigma) no es llegar a resolverlo, porque todas las cosas están vivas en él. Una solución es un peldaño fatal hacia la muerte. Esa muerte individual que no le interesa a nadie.

La existencia de la realidad exterior se me garantizaba, como dije antes, por las sorpresas. Y la realidad interior o subjetiva por la permanencia de aquella imagen del secretario en el centro del recuerdo, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, unos bolsillos que no sé por qué me parecían llenos de recortes de periódico. Yo me decía: «Estoy tranquilo aquí, como si hubiera encontrado mi hogar o por lo menos el lugar que me corresponde en el mundo». Y me intrigaba mucho la suerte que pudiera haberle cabido a mi padre. Pensaba en él amistosamente.

Llegaba el alférez y era el mismo de antes: larguirucho, pálido y gris. No tenía aspecto marcial e iba sin armas. Tampoco tenía rigidez profesional ni la seguridad de antes en sí mismo.

—¿Me llamaban? —preguntó, y luego añadió mecánicamente, como si diera el parte del servicio a un superior, aunque de mala gana—: La situación es la misma. No ha habido cambio alguno y seguimos en el centro del impace respetados deliberadamente por la artillería nacionalista.

Le gustaba aquella palabreja: Impace. Pero la usaba mal.

Creía que quería decir «el lugar de la paz». Era, sin embargo, el nombre de los calabozos medievales, de donde no se podía salir nunca: impace.

—Ya lo sabemos, pero la verdad es que no tiran —observó Villar—. Tampoco tiran los republicanos.

Respondió el alférez señalando al fondo:

—Una granada derribó hace algunas semanas doce metros de pared maestra.

—Digo que nadie dispara desde hace algún tiempo —puntualizó Villar.

—Los rojos… —explicó el alférez y se apresuró a rectificar—: Bueno, por palabras no vamos a discutir. Los republicanos han avanzado, pero están a más de seis kilómetros al este, donde se han fortificado y han minado un desfiladero, lo que revela que no piensan avanzar por el momento. No disparan, y ellos sabrán por qué. Estamos fuera del alcance de las ametralladoras de un lado y del otro, pero con veinte cañonazos nos harían migas si quisieran. ¿Por qué no quieren? ¡Ah!, eso yo no lo sé.

Diciendo esto sacó un fajo de billetes de banco y lo dejó encima de la mesa.

—Alguien (supongo que Blas) me puso ese dinero anoche en la ropa mientras dormía. No es dinero mío.

—En todo caso —dijo Bazán dirigiéndose a Villar— habrá que pensar en fortificar esta posición contra los nacionales. Podría ser que atacaran y quisieran ocuparla otra vez.

Yo, como jefe de Estado Mayor, me interesaba en aquellos detalles.

Pregunté por el basurero rubio, y alguien dijo: «Era un chalao». Seguía pensando yo que era el viejo Pan y que ahora, habiendo regresado al bosque, ninguno de los habitantes de Casalmunia teníamos miedo, ya.

Lo que tenía yo por la noche eran sueños eróticos, y por eso durante el día observaba con codicia a Irene. Me habría gustado vengarme en ella de la traición fallida de Madrigal.

Aquella noche me puse a espiarla esperando un momento propicio. Ella dormía con su amante, pero algunas noches se levantaba y ambulaba por las salas desiertas. En la embriaguez de la luna de miel, muchas mujeres se conducen de un modo irresponsable sin saber ellas mismas por qué.

El hecho de que no me hubiera denunciado antes a su amante (por mis pequeñas libertades en el coche) daba alguna esperanza natural a mis glándulas venéreas. En cuanto a Madrigal, se pasaba el día preguntando si podría denunciar por la radio al padre de Antonia. Denunciarlo a las autoridades nacionales.

Irene, al perder el pánico que la sostenía en la zona republicana, se sentía sin apoyo, creo yo, y su razón flaqueaba un poco. Aquella noche serían las dos de la mañana cuando la encontré donde menos la esperaba.

Estaba medio desnuda, sentada en las gradas de piedra de la capilla que daban a un patio interior. E imitaba el chillido leve y agudo de los ratones. Lo curioso era que le contestaba otro chillido semejante desde el tejado. Vigilaba yo en silencio. Vi que ella miraba a un agujero que había en el muro a cinco o seis metros de distancia. Después de algunos minutos de espera salió por aquel agujero un ratón fisgador y se oyó un revuelo de alas en el aire.

Reía Irene en tono menor y yo me acerqué y me senté a su lado.

—¿Qué pasa? —pregunté inocentemente.

Sin dejar de reír, me dijo que había observado que había un búho en el tejado que imitaba el chillido de los ratones para hacer salir a alguno de ellos de las madrigueras. Y como los ratones son curiosos y muy sociales, salían a ver lo que pasaba. Entonces el búho los atrapaba.

—¿Y tú?

—Yo le ayudo al búho. Hago el mismo chiflido, igual que él, y engaño también a los ratones. ¿No lo has visto?

Acaricié y besé a aquella levantina, o Valentina levante, y ella quiso huir, pero la había atrapado bien y como estaba casi desnuda, la cosa no tuvo mayores dificultades. Es verdad que si una mujer no quiere, no hay en el mundo hombre capaz de violarla, pero yo conocía algunos trucos. Si la mujer —tendida en el suelo o el lecho— quiere ser acariciada pero no copulada, basta, en un momento adecuado, con poner el antebrazo cruzado, al parecer por distracción, en su garganta. Invariablemente, al sentirse sin respiración abre las piernas y entonces el galán se instala entre ellas.

Fue lo que sucedió. Por medio de aquella primera experiencia aseguré otras para el futuro. La única difícil es la primera. Ella tenía miedo aquella noche a seguir allí (miedo a que su amante despertara y saliera en su busca) y no hicimos el amor sino una vez.

La acompañé hasta cerca de su cuarto y le pregunté si había vuelto a ver la urraca que se rascaba en la cara sin dejar de volar. Ella pareció sorprendida de mi pregunta, pero me agradeció que me acordara de lo que me había dicho antes.

Con objeto de asegurar aquella naciente amistad, le dije a Irene que si quería irse al lado nacionalista donde tenía su familia le ayudaría. La respuesta me dejó asombrado. Ella dijo:

—Entonces, ¿es que no quieres volver a estar conmigo? ¿No te gusto bastante?

La besé en los labios sin responder y sin poder entender lo que estaba oyendo. ¿Pero quién ha entendido nunca a las mujeres?

Parece que también Irene comenzaba a encontrarse a gusto en Casalmunia, es decir, en cualquier parte donde hubiera un poco de amor.

Bajé la mañana siguiente a la sala capitular, donde encontré a un individuo a quien llamaban el Ingeniero y a quien apenas había tratado cuando me ocupaba de la antropometría. Él y Bazán parecían estar esperándome y me llevaron a un lugar debajo de la escalera que no había sido tocado por las bombas y donde pusieron algunos sillones frailunos. El alférez quiso seguirnos, pero Villar lo apartó con un gesto.

En cuanto estuvimos instalados, me puse yo una vez más a hacer la descripción del homenaje póstumo que dedicaron a Bazán en Barcelona, con el enorme retrato mural al fondo del escenario pero una vez más, también, vi que Bazán rehusaba escuchar, como si conociera el hecho mejor que yo mismo.

Entonces yo me puse a hablar del secretario de la villa real y de cómo fue condenado a muerte y de las gestiones mías en su favor. Pedí que me dejaran hacer uso de la emisora de radio para continuar mis diligencias y evitar que lo ejecutaran.

—Podremos ver eso y decidirlo más tarde —dijo Bazán, elusivo y un poco extrañado—. Por el momento estamos en Babia y no es un país tan malo, Babia.

Me hicieron preguntas de todas clases, incluido el origen y la razón de haber llegado en compañía del sargento y su amante, y yo hablé bien de ellos. En pocas palabras les expliqué la historia de Madrigal en Marruecos, historia que pareció interesarles. El ingeniero estaba impaciente, y repetía:

—¿Cuando vamos a decidir sobre el asunto del alférez?

Al hablar del sargento y su amante, yo me detuve a explicar lo del ave que se rascaba en vuelo, pero me di cuenta de que aquello no me favoreció con Bazán, quien debió pensar que lo había inventado y que estaba un poco neurasténico por las experiencias del frente. El ingeniero me hizo saber que el comandante del sector republicano preguntaba por radio si yo estaba allí y por qué no regresaba, y yo, mirando alrededor, iba repitiendo:

—Esta es una situación utópica.

Sonreía Bazán y no decía nada.

Madrigal comenzaba a tranquilizarse. Iba y venía preguntando si le permitirían hacer uso de la radio una vez —sólo una vez— con el fin de denunciar a los nacionales a un jefe moro de harca que era un renegado y cuyo nombre y otras circunstancias tenía apuntados. Le decían que no.

Aquel día, yo, que me sentía crecientemente curioso, puse en una motocicleta un poco de la gasolina que habíamos quitado del depósito de mi coche y salí en la dirección del pueblo, abandonado entre los dos frentes (en la tierra de nadie) que se veía a lo lejos y parecía también olvidado por la artillería de los dos lados.

De un modo vago e inconcreto esperaba que se repitiera el milagro de Panticosa y me encontrara con Valentina y con la corza en alguna parte. Ya digo que, a veces, columbraba en la lejanía algún objeto vagamente definible (aunque sólo fuera un remolino de polvo) y comenzaba a acelerarse mi corazón pensando que podía ser ella. La decepción no tardaba en producirse.

Al fin, cuando me hallaba cerca creí reconocer el lugar. Me recordaba aquel extraño edificio (entre templo masónico o protestante) donde había encontrado meses antes un grupo de gente rodeando al cardenal que me dio la tarjeta de recomendación. Cuando quise darme cuenta, estaba dentro. Allí estaban las prosopopeyas ya del todo crecidas. Y la Cosa.

Lo más raro era que seguían allí todos en el centro de la sala. El que no estaba era el cardenal y no me extrañó porque debía andar con los diplomáticos del Movimiento. Las prosopopeyas bailaban otra danza que tardé un poco en identificar.

La primera reflexión mía fue: «¿De qué viven estos fantasmas?». Porque lo parecían todos, incluso las muchachas más fragantes y jugosas. Naturalmente, el fantasma central era la Cosa.

LA DEL MILANESADO.—(Adivinando mi turbación). Tenemos víveres. La intendencia militar dejó aquí treinta y dos toneladas de carne en conserva, media de agrios y dos de harina.

Sonaba la misma música de guitarra y órgano —extraña, pero no disonante— y las chicas bailaban todavía. La Cosa parecía no enterarse de la música ni del baile. Y don Bermudo, que solía discrepar de todo lo que se hacía alrededor, alzaba la voz de vez en cuando para pedir que en lugar de la gavota bailaran una tarantela.

LA COSA.—Es que don Bermudo estuvo en Italia.

Pero la Cosa me miraba a mí. Podía hablar a los unos o a los otros, siempre mirándome a mí y profundamente interesado en mi presencia.

LA COSA.—(Decidiéndose e inclinándose espectralmente sobre mí). ¿Viene usted de Casalmunia? ¿Puede decirnos qué sucede allí? ¿Qué quiere significar esa bandera blanca?

La Cosa tenía unos gemelos de oficial de navío colgados del cuello.

YO.—Una bandera blanca es… una bandera blanca.

Al parecer, la Cosa no había logrado sentarse en mucho tiempo y las palancas de sus fémures se le habían anquilosado. Caminaba despacio y con las piernas rígidas. Lo de menos era lo que me decía, pero me espantaba el hecho de que en su voz yo identificara la de mi padre. Supuse que mi padre había muerto. No me atrevía a preguntarlo por miedo a acertar, ya que al fin y al cabo y por encima de todo yo estaba descubriendo que ya no lo odiaba, a mi padre. Es más: que tal vez lo quería, incluso.

LA COSA.—No te apartes. No tengas miedo. ¿Mi voz, dices? Cada día tengo una voz diferente. Tu padre era, tu dios. Malo es tener un dios vivo, pero sería peor no tener ninguno. Y tu padre creía que debía molerte a palos, por tu bien. La moda del neolítico. Torcerte la voluntad era lo que quería, para hacer de ti un sabio, un héroe o un santo. Eso es. Si no te hubiera molido a palos ¿sabes tú lo que serías ahora? Eso que llaman un ciudadano bien adaptado; un vecino modelo. Y mañana, un epígono. Cuando encuentres a tu jefe.

Por la sala corrió una risa, como suele correr la brisa sobre la superficie de un lago. La música se hizo ligeramente cursi una vez más. Era algo como una gavota.

LA COSA.—Serías un ciudadano bien ajustado y, como cualquier otro, habrías vendido el blue print de tu pistola. Habrías facilitado la muerte alevosa y todo el mundo andaría ahora asesinando a todo el mundo.

YO.—Es lo que están haciendo.

LA COSA.—Sí, pero impersonalmente. En la guerra.

YO.—También en las checas rojas o azules.

LA COSA.—Sin identificar. Impersonalmente. Nadie odia a nadie.

YO.—¿No es lo mismo?

La Cosa seguía inclinándose sobre mí —era un gran estafermo, un metro más alto que yo— y hablando con la voz de mi padre. De mi pobre padre, a quien yo amaba ya, francamente.

LA COSA.—Habrías vendido el blue print, como tal ciudadano.

DON NUÑO. Que lo diga en español.

YO.—Es igual: el diseño técnico.

LA COSA.—Las palizas de tu padre te hicieron escéptico de voluntad, reflexivo y profundo. Profundamente honesto. Un dios vivo es difícil de tolerar, pero además era tu padre.

YO.—Un padre del neolítico inferior.

LA COSA.—Superior. Los del inferior castraban a sus hijos.

LA DEL MILANESADO.—¡Por favor!

YO.—¿Se escandaliza?

LA DEL MILANESADO.—Non, mais quand méme, fafait de la peine.

VALLEHERMOSO.—Tonterías. Lo que yo querría saber es por qué en Casalmunia tienen bandera blanca.

LA COSA.—Esta bandera hace corpóreo el aire. El neuma.

Cuando la Cosa hablaba así, yo volvía a tener miedo. Sólo no lo tenía cuando ella trataba de aterrorizarme. Tampoco tuve verdadero miedo a las palizas de mi padre, sino a sus reflexiones lógicas, a su tendencia a explicarlas. La verdad es que no las explicó nunca del todo, por fortuna. Y las prosopopeyas bailaban, todavía.

LA COSA.—(Viniendo sobre mí y obligándome a retroceder lentamente de espaldas). ¿A qué has venido aquí? ¿En busca de tu padre? Yo también soy un dios vivo. La Cosa me llaman. La Cosa que durante milenios y milenios antes de que el hombre hubiera dominado el fuego tenía que emigrar con sus cuatro mil hijos y sus quinientas hembras por los caminos buscando la tierra templada para no perecer de frío en invierno. La tierra templada que tenía animales de caza, y sol, y agua para beber. Cuatro mil hijos a los que en su mayoría había que castrar para que no se acostaran clandestinamente con mis hembras. Yo dejaba algunos de ellos enteros, los que más se parecían a mí, para que la covada continuara en condiciones de prestigio. Y andábamos los caminos de un mundo sin caminos aún, peleando con las fieras en la noche y con otros padres y otros hijos en el día. Porque las tierras del sol y de los animales de la venatería estaban ya habitadas y había que conquistarlas con hachas de sílex y con ondas a distancia y a peñazo limpio, como tú y el Bronco. Los hombres aullaban como lobos y los lobos como fantasmas. El mundo estaba frío y los corazones de los hombres no latían sino quince o veinte años.

YO.—¿Por qué me dice a mí todo eso? ¿Es usted la misma cosa que conocí un día, antes de comenzar la guerra?

LA COSA.—No. Aquella érala Cosa proletaria, la UGTCNTFAIPCEPSUCPSOE, y yo soy la Cosa popular. Pero también entiendo de revolución.

Y para probarlo, después de tomar aliento comenzó a decir en voz muy alta y engolada:

LA COSA.—La autocrítica hay que plantearla en un plano teórico muy general, aunque no tanto como se acostumbra, porque no se refieren los que la hacen a los acontecimientos realmente históricos, sino que más bien comienzan y terminan hablando sobre las líneas siguientes: desarrollo de las organizaciones de tipo sindical, frente común por la base, agitación y movilización de masas, nacimiento y robustecimiento del poder dual, triple y quíntuple; líneas apriorísticas, ortodoxia, esquematización simplista, dogmatismo, tendencia a las divisiones y subdivisiones… atomización del esfuerzo y recuperación del mismo.

YO.—Está bien, está bien.

LA COSA.—A todo el mundo se le hincha la cabeza, ahora: digo entre los llamados revolucionarios.

Y la Cosa reía de una manera que yo llamaría implacable. No comprendía que pudiera ser el pueblo, aquella cosa.

LA COSA.—(Inclinándose amenazadora sobre mí). ¿Dónde está la pistola de la alevosía?

DON BELTRÁN.—Yo le compro el blue print, capitán.

DON NUÑO.—En español. ¡Que lo diga en la gloriosa lengua de Cervantes!

YO.—¿Es que ha muerto mi padre? ¿Dónde está?

LA COSA.—En la casa donde naciste. Allí se ha refugiado.

YO.—¿Qué hace?

LA COSA.—Llora.

YO.—Imposible. ¿Por qué llora?

LA COSA.—Él no sabe por qué. Pero yo sé que llora por ti.

YO.—Lo dudo. Me odiaba a muerte.

LA COSA.—Su odio era un amor imposible. Llora porque no sabe dónde estás ni qué haces. Ni cuándo ni cómo vas a morir.

DOÑA GUIOMAR.—(Saliendo del corro de la gavoia). ¿Oye, don García? Cómprele el diseño técnico.

YO.—Quiero ver llorar a mi padre.

LA COSA.—(Avanzando sobre mí). No lo verás nunca llorar. Pero llora.

YO.—Los del bajo neolítico no lloran. Y si lloran, sus lágrimas son corrosivas.

LA COSA.—Nadie te obliga a beberías. (Alzando la voz). ¿Ha venido Juan Pérez?

YO.—¿No dices que Juan Pérez eres tú?

LA COSA.—Hay millares de Juan Pérez. Millones de Juan Pérez. ¿Ha venido? ¡Ah!, ¿está ahí?

DON MENDO.—(Avanzando con un papelito en la mano). Vino y dejó el recibo. Aquí está.

LA COSA.—(Ofreciéndome el papelito a mí). Léelo. ¿Qué dice?

YO.—(Leyendo). «Por matar a mi vecino Juan Pérez, seis reales».

LA COSA.—¿Quién firma?

YO.—Juan Pérez.

LA COSA.—(Riendo monstruosamente). ¿Ves? Hay muchos Juan Pérez.

YO.—Es lo que decía. Es una especie de suicidio. Se suicida en los otros, Juan Pérez.

Recordaba lo que le había dicho al comandante López, sobre eso, pero la Cosa volvía a reír y aunque la gaveta continuaba, su risa lo dominaba todo. Don Nuño, don García, don Beltrán, don Bermudo venían hacia mí dispuestos a arrancarme el secreto de la pistola alevosa y yo tuve miedo un momento.

LA ALCALDESA.—Ese que firma el recibo es un buen ciudadano.

LA COSA.—¿Le pagasteis?

DON MENDO.—Le dimos cinco reales y medio. No seis, sino cinco y medio.

LA ALCALDESA.—Medio real y otro medio hacen uno.

Yo pensaba: «Si mi padre no me hubiera doblado a palizas antes de alcanzar uso de razón, tal vez yo sería también un buen ciudadano». Pero, de momento, quería volver a Casalmunia y no sabía cómo salir de allí. «Mi padre —pensaba— mató al ciudadano dentro de mí antes de que yo llegara a edad de razón».

LA COSA.—Amas a tu padre y él llora en algún lugar de la sierra carpetovetónica. Que siga la danza, sin música, con mis meras palabras. Una, dos y tres. Abre Lot y penetra Isaías, vivos los ojos de vinosa lumbre, cierra de nuevo Lot y en la rendija de la puerta un árbitro introduce, desde fuera, su daga, y hacia arriba y hacia abajo la mueve como un filo.

YO.—No puedo vivir sino en Casalmunia y allí me vuelvo, ahora.

Pero no me dejaban. Algunos insistían todavía en el blue print, los miserables. La Cosa contenía su risa y seguía recitando para mantener el ritmo de la gavota o por las razones que fueran: «Yo soy yo y soy mi hijo y soy mi nieto y en mi vara florece tu respeto, tu eres sólo la sombra de una idea concebida en tu aldea por las brujas de cada martes trece. Ved cómo se adolece, ahí, escuchando el compás sin metal de la gaveta. Ved cómo a veces se rejuvenece en su mirar el nombre de ese idiota que cada uno es, yo comprendido, no muerto aún en mí pero caído a la sombra del basurero rubio».

Seguía la Cosa avanzando. Yo le ofrecía el recibo de los seis reales pensando: «Este tiene la culpa de todo». Le ofrecí el recibo porque al parecer tenían un archivo en alguna parte, pero temblaba pensando que aquella Cosa alargaría la mano para tomarlo, porque tenía las manos de engrudo o de pasta de papel —de cartón mojado— y no quería que me tocara. Era el antipueblo, como el UGTCNTFAIPCEPSUCPSOE era el antiproletariado. (Las versiones mosaicas, bizantinas, de ellos). La Cosa me empujaba despacio (arrastrando los pies poco a poco) hacia el lugar por donde había entrado, sin dejar de recitar.

Cuando me vi fuera, en el umbral, salté sobre mi moto, pero alguien había robado la gasolina a pesar de su poquedad y después de dos o tres explosiones secas la máquina se negó a arrancar. Empujándola fui caminando lo más de prisa que podía, que no era mucho. Por encima pasaron algunas balas de rifle, siseando. Yo suponía que aquel sector estaba fuera del radio de acción de la bandera blanca y que tal vez podían matarme los de un lado o los del otro.

Creía comenzar a entender a mi padre, que lloraba al parecer por mí en alguna parte, lágrimas del neolítico.

Llegué a Casalmunia fatigado y fingiendo calma.

Al entrar vi que me esperaban y fuimos todos al recinto del techo desfondado. Nadie me preguntó de dónde venía y yo me propuse ocultarlo porque no estaba seguro de mi razón.

Se sentó Bazán a la mesa e invitó a hacer lo mismo a los demás, diciendo luego a Blas que estaba en la puerta:

—¿Qué hacen, que no llegan?

Pero en aquel momento entraban el alcaide y el juez. Comentó el alférez, imprudente:

—¡En la misma mesa los jueces y los reos!

Yo me sentía ahora superior por el secreto de la Cosa. Blas señalaba el mazo de billetes encima de la mesa:

—Eso es suyo, alférez.

—Yo no cobro por la libertad de nadie. Además, ¿qué puede uno hacer aquí, con el dinero?

Me acordaba de los seis reales de Juan Pérez, que quedaron reducidos a cinco y medio cuando le pagaron. «Tú eres también de la chusma, como yo», dijo Blas al alférez. Este, al ver que lo tuteaban, se sintió deprimido, y el antiguo ordenanza continuó:

—Los tiempos cambian y ahora todo Cristo quiere ser honrado. Yo ayudo a misa lo mismo que antes, pero esta mañana no había en la capilla más que él capellán y yo. Y el cura, cuando alzaba la hostia, temblaba, que yo lo vide como hay Dios. Temblaba porque la gente deja a Dios solo, eso decía él, pero también pienso yo que temblaba por miedo. Miedo a que lo apiolen. Si se salva por el lado del sol poniente, lo apiolan por el lado del sol naciente. Eso es lo que el cura piensa.

Se hizo un largo silencio, y por fin habló el oficial:

—No voy a misa hasta que cubran el boquete del muro. Puede llegar por allí un morterazo. Quiero a Dios, pero más a mí mismo. ¡A ver!

Dirigiéndose hacia afuera, Blas invitaba:

—Pasen, que les están aguardando.

Y llegaron dos o tres más. Bazán ofrecía asientos.

—¿Quién iba a decir —exclamó el alcaide frotándose las manos y produciendo un rumor de papel de lija— que ahora, y por las razones que sea, en el mismo peligro estamos todos?

—La justicia es desinteresada e imparcial —declaró enfáticamente el magistrado, alzando la nariz friolenta en cuya punta temblaba una gota de rocío— y estamos en una situación de veras adecuada a la neutralidad.

—La mía es una neutralidad partidaria —dijo el alférez objecionista.

Villar sonreía, mostrando una grapa de oro en el colmillo izquierdo:

—Hace bien en hablar así el alférez, porque si se hiciera liberal podríamos pensar que era por miedo.

—Yo confieso —dijo el magistrado— que lo tengo. Miedo a los cañones de la izquierda y a los de la derecha. La ley tiene miedo a las armas.

Me sentía a gusto, allí. «Esta gente —pensaba divertido— es revolucionaria o reaccionaria en un sentido que en otros países no sería entendido. Incluso Guinart (o Bazán). En un sentido neolítico o futurista, pero no realmente actual».

Viendo que por el muro roto del fondo se veía pasar a dos soldados de la guardia arrastrando el fusil y canturreando, no pude menos de reír. Los otros me miraron sin comprender. Entonces el alférez dijo:

—Todos ustedes tienen miedo y es natural.

—No es miedo a los rojos ni a los azules —puntualizó Villar tirando de su propia oreja derecha—, sino a la guerra.

Bazán miró alrededor:

—Faltan el fiscal, el ingeniero y el cura. ¿Adónde ha ido el ingeniero?

Blas, que parecía estar a medios pelos, explicó:

—Ha ido a la radio a mandar partes. Según sean de un lado o del lado contrario les habla a la viceversa el gran maula.

—Eso es arriesgado. ¿Qué quieres decir con la viceversa?

—Lo que pienso yo me lo sé —respondió Blas—. Aquí viene con el señor cura. Digo, el ingeniero. Los dos son listos y el cura no se fia ni de su padre celestial.

El cura entraba amistoso y receloso a un tiempo, con la sotana arrugada y maltrecha porque debía dormir sin quitársela. Se sentó a un extremo de la mesa. Villar, viendo la expectación de los otros, tuvo que explicar:

—Siempre que veo al cura pienso que inventar la amenaza del fuego eterno y la promesa de la gloria eterna, el milagro de la eucaristía et sic de ceíeris, para conseguir con todo eso un espécimen moral tan frívolo y ridículo como el hombre, es demasiado. No hay proporción razonable.

El cura acertó a decir:

—El futuro nos juzgará a todos.

—Los sinvergüenzas del futuro —dijo Villar— no tendrán interés en juzgar a nadie. Y los hombres honrados no tendrán autoridad, como tampoco la tienen ahora con los rojos ni con los azules.

El ingeniero, viendo la mirada interrogante de Bazán, explicó:

—Fui a dar un recado por radio. La emisora funcionaba perfectamente.

—¿Ha tenido por fin noticias de mi esposa? —preguntó el alcaide con gran interés—. ¿Le dio mi recado?

—Los recados personales —dijo gravemente Villar— y los partes de individuo a individuo están prohibidos. En la última sesión quedó acordado.

—Con mi voto en contra —saltó el alférez—. Ustedes son gentes que debían haber muerto y en cambio están usando de una autoridad que nadie les ha dado.

—Yo no tengo nada que ver con eso —dijo Blas—. Yo no estaba encausado ni sentenciado a muerte.

—Cada cual —opinó Bazán— debe estar agradecido a cada cual por seguir viviendo. ¿Ve usted aquellos fusiles, alférez? Pues bien, la vida de usted depende de la voluntad del que tiene un arma al alcance de la mano. ¿No es eso? Aunque no hubiera otra razón, bastaría esa para que viviéramos todos en buena amistad.

Yo me acordaba de la Cosa y de los seis reales y me preguntaba si esta cantidad sería la que gastaron en gasolina para el transporte, o en almorzar el asesino, o en algún otro detalle fraccionario parecido. Pero la verdad es que el recibo no lo explicaba. Sólo decía «por matar a Juan Pérez».

El alcaide se reacomodaba en su sillón y en aquel momento se presentaron en la abertura del muro roto el sargento Madrigal y su amante cogidos de la mano. Se quedaron un momento confusos, con expresión desencajada y sus grandes ojeras. Acordándome del Bronco y de su luna de miel, tenía ganas de reír. «En medio de lo que sucede —me decía—, Madrigal parece ahora un hombre honrado, casi un hombre modelo».

Bazán, que se había olvidado de ellos, preguntó:

—¿No se han integrado aún en el trabajo?

—¿Qué, trabajo?

—El de la colonia.

—¿Qué colonia? —dijo torpemente Madrigal.

—Pues… —explicó Bazán medio en broma—, somos una colonia. Colonizamos la nada, si se puede hablar así.

Pareció Irene ofendida y con deseos de responder, pero cruzó una mirada conmigo y prefirió callarse, quizá recordando lo que había pasado entre nosotros la noche anterior. De la expresión del sargento deduje que ella no le había dicho nada.

Pasaba por la bóveda desfondada y abierta una granada gañendo como una raposa en el desierto. O como una de aquellas urracas que se rascaban sin dejar de volar.

Recordando lo que había pasado la noche anterior, Irene y yo estábamos visiblemente satisfechos de nosotros mismos, no tanto por haber hecho el amor como por estar guardando de la vista y el conocimiento de toda aquella gente un secreto que nos parecía gustoso. En cuanto a Madrigal, volvía a preguntar si le permitirían hacer uso de la radio para denunciar en el lado nacionalista a Hamet el Hach, traidor. Nadie le respondía.

Yo pensaba en Valentina y en la Cosa, y tenía ganas de marchar de aquel lugar e ir en seguida y urgentemente a otra parte, aunque no sabía exactamente para qué. Ni adónde.

A veces, Bazán se daba cuenta de mis impaciencias y no sabía a qué atribuirlas. Alfonso Madrigal, que quería matar a Hamet el Hach, también se mostraba impaciente y yo, entretanto, no sabía qué hacer con las revelaciones recibidas dos horas antes de la aldea abandonada. Digo las del antipueblo y antiproletariado.

Todos mirábamos a Madrigal y a Irene expectantes. Yo pensaba: «Él tiene dos dientes falsos, una cicatriz en la garganta y otra en el costado. Obra del amor. Ahora tiene también dos secretos cuernos, pero tal vez lo sabe y no le importa porque preferiría ir a morir al lado nacionalista, donde está Antonia, a vivir en el lado nuestro o en lo que el alférez llamaba el impace».

Irene salió otra vez aquella noche a ayudar al búho en su caza de ratones y yo, que la espiaba, me hice el encontradizo y le dije:

—¿Ya no piensas marcharte al lado nacional?

Le eché mano a un pecho y ella abrió los labios como si le faltara aire y se le aceleró el aliento produciendo un rumor como el aleteo de un ave agonizante. Callaba. Hablaba poco, Irene. No era una de esas mujeres sobreoídas, sobreleídas aunque sí sobrecogidas en aquellos días extraños y en Casalmunia.

—¿Por qué no te veo durante el día? —le pregunté—. ¿Es que huyes del sol? Todos somos parientes del sol. No hay que huir de nuestra familia.

—Yo soy pariente de la luna, más bien, tú sabes.

Y gemía. Luego me preguntó cosas raras. Siempre hablaba Irene de un modo inesperado.

—¿Es hoy domingo? —preguntó.

—No sé.

—En tiempos de guerra nunca se sabe cuándo es domingo.

—¿Qué hacías los domingos antes de la guerra?

—Lo que todo el mundo. Por la mañana, a misa. Por la tarde, el domingo se iba haciendo tonto, pero necesitábamos esta guerra para poder apreciarlo el domingo. El último domingo antes de la guerra yo colgué en el jardín de mi casa dos pares de pantalones en la cuerda de tender. Pantalones azules, de jerga. Digo, de dril. Los colgué después de ponerlos al revés, con los costurones y los forros y los bolsillos hacia afuera y quedaron en la cuerda como dos banderas bobas, también. Así pasa en la paz.

Yo la besé hasta que los besos tomaron sabor a ceniza. Luego nos separamos sin hablar.

Me sentía ligeramente superior y volvía a pensar en Urganda, la desconocida, porque sólo por su mediación podía tratar de comprender algunas cosas.

Al día siguiente se nos presentaron otra vez Irene y Alfonso cogidos de la mano como dos niños. Alfonso —la verdad— resultaba demasiado zangolotino y me avergonzaba como pariente.

—Con su permiso… —decía Madrigal, pero no entraba.

Todos lo mirábamos y él se detenía sin acabar de decir lo que se proponía. Irene le dijo de pronto, viendo que la atención nuestra podía transformarse en algo desairado:

—Las urracas pasan por el aire y los búhos acechan a los ratones desde el alero.

Sin que nadie respondiera y sin soltarse ellos las manos, cruzaron la sala diagonalmente para desaparecer por el lado contrario. Tenían cierta cuidadosa dignidad. Estaban acostumbrados en una parte u otra a sentir la autoridad como una forma latente de peligro y ahora, que no lo había, se conducían con una rigidez torpe.

El alférez tomaba la palabra abusando, como otras veces, de la facilidad de la nueva situación:

—Los mensajes personales están prohibidos, pero eso no va con Bazán, porque antes de estropearse la emisora mandó un radiofonema al lado republicano y recibió respuesta.

Villar aclaró:

—Esos despachos fueron enviados con la autorización de todos. No fue uno sino varios.

—Yo, lo que digo —gritó el alférez, indignado— es que ustedes no existen. Son cadáveres.

—Usted también lo es, potencialmente.

El idioma español es el único en el cual la palabra cadáver entra frecuentemente a formar parte de las expresiones coloquiales.

—Quizá lo somos —dijo el cura—, es verdad. Pero Dios nos mira.

Yo pensaba que aquello era cierto. Nos mira y nos habla, y no lo entendemos. Los curas podrían ser sus intérpretes, pero viendo cómo la mayor parte se conducen, uno se pregunta si lo entienden ellos. Mi padre seguía en mi imaginación y en mi recuerdo. Aquel padre mío, penitenciador y bramador, que seguía mis pasos desde el neolítico y a quien yo ahora con la distancia y lo excepcional de las cosas comenzaba a querer de veras. «El pobre —me decía— no podía hacer otra cosa porque era esclavo de los más oscuros y bárbaros atavismos. Además, si no fuera por él, es decir, por su manera de conducirse conmigo, no habría desarrollado yo lo que podríamos llamar mi aptitud a la esencialidad. Si no fuera por él yo habría vendido el blue print hace tiempo».

—Cadáveres —repetía el alférez con ese desparpajo que tienen a veces los aficionados a una profesión (en este caso la de las armas) y no los profesionales.

Luego paseaba la mirada alrededor, satisfecho de sí.

—Dios nos mira —volvía a decir el cura, que no tenía mucha capacidad de invención y volvía una vez y otra sobre sus palabras.

—¿Para qué? —preguntó Villar—. ¿Se puede saber? ¿Para divertirse?

El cura tenía miedo de Villar y dijo, dando al tema la gravedad que merecía:

—Las dificultades de los hombres vienen todas de lo mismo. Del choque del tiempo con la eternidad, señor Villar. En esa coyuntura se pierden los débiles y se salvan los fuertes.

Bazán, un poco aburrido con aquella manera de hablar, intervino, sin embargo:

—En todo caso, el hombre que crea un ideal y lo afronta decididamente se va convirtiendo en su propio verdugo. No hay peor tortura. Hay que vivir dentro de los límites del tiempo y adaptarse y conocerlos.

—Sin olvidar que Dios nos mira —añadió el cura, otra vez.

—Los cristianos inteligentes —dije yo con cierta pedantería de la que me arrepentía al mismo tiempo que hablaba— están dando ahora alguna dignidad al mundo subjetivo. Lo digo pensando en la aldea abandonada que se ve desde aquí.

—Pero algunos curas —dijo Villar— forman parte de una conspiración mundial para hacer de Dios un tonto. Espero que no lo conseguirán.

Me sorprendió que Villar fuera ahora anticlerical en el nombre de Dios.

—Ustedes están muertos legalmente —repitió el alférez una vez más, con suficiencia.

Blas, que no apartaba la vista de los billetes de banco que había en la mesa, dio también su opinión:

—Muertos deben estar cuando nadie apanda ese dinero.

Sintiéndose aludido con escarnio, el alférez volvió a hablar:

—Individuos como Blas no debían hallarse presentes en las deliberaciones de la junta.

—¿Qué pasa conmigo? ¿También yo soy cadáver?

—Ante todo, la democracia —dijo el alcaide, volviéndose a mirar un poco azorado a la izquierda y a la derecha.

—Por el momento —recordó Villar—, la verdad es que hace mes y medio no cae aquí una sola bomba y que no sabemos a qué se debe. No mes y medio, sino cincuenta y seis días exactos con sus noches.

—Un milagro —dijo profesionalmente el cura— que nos obliga a todos a reflexionar.

—¿Qué sucede con el fiscal? —preguntó Villar—. ¿Por qué no viene a la reunión?

—Salió anoche camino del frente —explicó el alférez— digo, hacia las trincheras de los nacionales, pero no debió llegar, porque oí tiroteo una hora después. Lo debieron matar en las sombras sin saber quién era.

El cura juntó las manos y se puso a rezar en voz baja. Bazán se dirigió al alférez:

—¿Usted tenía conocimiento de eso y no vino a decirlo?

—No me consideraba obligado.

Señalando los dos revólveres y las balas que había en la mesa ordenó Villar:

—Saca de ahí todo eso, Blas.

Fue el alférez a tomar una de las armas diciendo: «Ese es mi revólver», pero Villar se adelantó y se puso de pie:

—Quieto. Se lo he dicho a Blas.

—¿Me desarman, eh? —preguntó el alférez, fuera de sí—. Un oficial desarmado es como un civil. Peor que un civil.

El cura protestaba:

—El alférez representa aquí al glorioso cuerpo de infantería.

Villar, que no creía que la ironía se conciliara con la presidencia de la reunión, habló gravemente:

—En vista de que el oficial no acaba de entender nuestra situación, los miembros de la junta que tienen voto pueden y deben llevar consigo un arma. Yo me guardo la mía por razones de seguridad. Bazán tiene también la suya. Las municiones de fusil están bajo custodia. ¿Alguien tiene algo que decir en contra? Ahora, señor ingeniero, díganos en qué consistió el recado personal que envió Bazán al campo republicano y la respuesta que le dieron el día siguiente.

—Es muy simple —dijo el aludido—. Yo les comuniqué que estaba Bazán vivo y en esta casa, es decir, en el centro de la tierra de nadie. El día siguiente respondieron los correligionarios de Bazán con un largo radiofonema. Yo mantuve esas comunicaciones secretas, ya que el asunto tiene un aspecto que podría prestarse a alguna clase de malentendido humorístico —al oír esto, el cura aguzó el oído—. Casi siempre, en el clímax dramático hay una especie de posible comicidad por aquello de lo sublime y lo ridículo, etcétera. Véanlo ustedes —y se puso a leer—. «El partido de Acción Unificadora de los Trabajadores, enterado con sorpresa de que su jefe sigue vivo y no ha sido ejecutado, expresa su satisfacción en lo que se refiere a la persona de Bazán, pero también su disgusto más profundo en cuanto a su personalidad política y pública. Toda la tarea de agitación y de proselitismo hecha por nuestro partido desde el comienzo de la guerra se ha basado en el suplicio y la muerte de Bazán a manos de la hiena azul y en la necesidad de vengar su muerte. El problema que se nos crea al saber que está vivo es de tal envergadura que si no lo han fusilado deberíamos fusilarlo nosotros para bien de la causa que defendemos. Este partido revolucionario no aconseja, pues, a los mandos militares que se abstengan de atacar ese objetivo de Casalmunia donde se encuentra Bazán, aunque tampoco tiene interés en que sea bombardeado, ya que al lado de Bazán puede haber otras personas del todo inocentes».

—Ustedes son testigos —añadió Bazán— de que yo no he tratado de evitar ninguna clase de responsabilidades.

—Ciertamente —afirmó Villar con entusiasmo—. Pero entonces este armisticio pacífico, ¿a qué se debe? Yo creía que era cosa de Bazán.

—Es un milagro —repitió el cura—. Pero uno habla de milagros y nadie le escucha.

Hubo otro largo silencio, en el cual se oyó lejos cantar un gallo, lo que hizo que Blas alertara el oído: «¡Qué raro, que haya un gallo vivo todavía!». Respondió otro gallo más lejano, y Blas se asombró tanto que Villar no pudo menos de reír.

El ingeniero dijo que desde el sector republicano preguntaban por mí y yo quise saber si podría un día, más o menos próximo, disponer de mi coche para regresar a mi brigada, pero Bazán dudaba de que yo solo pudiera cruzar el campo minado.

—Volviendo al asunto de los radiofonemas —dijo Bazán— ¿saben ustedes lo que respondí a la comunicación que acaba de leer este amigo? ¿No lleva usted ahí mi respuesta?

Sacó el ingeniero otro papel:

—Aquí está, y dice: «De Bazán al secretario del partido etc. Si conviene la destrucción de este reducto por razones militares, pueden comenzar a bombardear cuanto antes y yo trataré de salvar la vida de las noventa personas aquí presentes y la mía propia, aunque en lo que se refiere a mí y después de leer su radiograma parece que perdiendo la vida haré un servicio a la organización política que dirijo y desde ahora disculpo a ustedes y los considero libres de responsabilidad en relación conmigo».

Esto es lo que respondió.

Se oyó una risita en la sala, nadie supo dónde. Yo creo que fue el chillido del búho (como lo daba también Irene algunas noches para hacer que el ratón saliera de su agujero). Bazán sonreía:

—No se asusten ustedes porque, como ven, llevamos ya bastante tiempo sin que caiga una sola granada. Mi respuesta era sólo un efecto retórico. Los proyectiles se cruzan para ir a estallar en las tierras lejanas. Aquí tenemos calma y seguridad. ¿No es verdad, señor cura? A pesar de haber entre nosotros amigos y enemigos. Yo velo por su seguridad, señores, y he conservado sus preciosas vidas porque los necesito para que testifiquen que no hice nada tratando de evitar el fusilamiento. Es decir, nada denigrante. El que mejor lo sabe es el basurero rubio. El que Urgel llamaba Pan bicorne. Si llega el caso, ustedes, que son enemigos míos, deberán decirlo delante de mi partido.

—Yo no testificaré —gruñó el alférez, impertinente.

—Hasta ahora —siguió Bazán sin escucharlo— me ha sido fácil preservar a todos ustedes de la muerte. Mañana, no sé.

El alférez volvía a intervenir:

—Una cosa es su vida y otra la nuestra, digo la de los demás. Volvió Villar a su ironía tosca:

—Y otra la de los lamas del Tíbet. Espero que todos estamos de acuerdo en la necesidad de averiguar por qué no dispara nadie contra nosotros.

Pensaba yo: «¿No han izado bandera blanca? Entonces ¿no hay una situación legal de armisticio?». La verdad es que no lo comprendía y menos cuando Villar preguntó mi parecer.

—Supongo que esta no deja de ser una situación natural de bandera blanca —dije.

—Sí, de bandera blanca sin bandera blanca —respondió Bazán.

Yo no sabía cómo entenderlo. Parecía increíble que nadie supiera que había una bandera blanca izada, pero más tarde lo comprendí, porque los edificios acumulados que formaban aquel conjunto de Casalmunia eran de tal forma irregulares que para ver la espadaña donde estaba la bandera había que alejarse mucho. O subirse a los adarves más altos del lado sur. O a los tejados.

Yo pedí una vez más que me dejaran usar la radio para hablar a Madrid en relación con la vida del secretario —mi defendido—, y el alférez sonrió como un conejo —sin duda creía que era el mío un pretexto de espionaje— antes de decir, pasándose de listo:

—¡Qué raro! Un capitán de Estado Mayor dedicado a una cosa como esa.

—No le parecería tan raro —le respondí— sí se tratara de salvar la vida de usted.

Volvió a hablar Villar, dirigiéndose al ingeniero:

—Lo mejor será plantear francamente la cuestión a los dos campos. Preguntarles por qué no disparan. ¿Puede usted conseguir el contacto con los Estados Mayores?

—Yo no hago nada por mi cuenta existiendo como existe una junta responsable. Por otra parte, el no ser bombardeados me parecía y sigue pareciéndome un hecho mágico y no querría tentar al destino alterando la situación.

Hablaba el ingeniero desde la puerta y se fue a la emisora de radio, que el ingeniero llamaba «la lamparita verde». O «la lamparita», a secas.

—A mí la situación me parece natural —dije pensando una vez más en la bandera blanca.

En la parte derruida del muro apareció el campesino vasco Iriarte:

—Tengo que hacer presente a la junta como que hemos encontrado un campo de patatas repleto de fruto maduro y unos dicen que es del alcaide y otros del juez. La verdad es que las tropas se fueron antes de levantar la cosecha. Yo venía a ver qué hacemos, porque tiene triste gracia que las patatas se pudran en la tierra. Hacen falta brazos para arrancarlas y almacenarlas y voy buscando voluntarios. Hasta ahora sólo se ha ofrecido Irene, esa mujer que vino con Urgel.

Miraba Iriarte a Blas y al cura y pensaba que los dos debían incorporarse a las faenas campesinas. Advirtiéndolo Blas, a quien no le gustaba la idea, se adelantó a hablar desviando la cuestión:

—Yo quiero formular una protesta. Aquí, Iriarte, sigue llamando a todo Cristo hijo de mala madre. Que llame así al alférez, allá él. Pero también me llama a mí. Iriarte se pasa la vida preguntando por qué se mueve la Tierra y por qué no se cae el Sol y de paso insultando a cada quisque. A Cosme, el capataz, lo llama cosmético.

Pasaban otra vez granadas de un lado a otro y en la lejanía se oía el tronar de los cañones.

Yo me sentía incómodo:

—¿Esto es todo lo que hacen ustedes? —pregunté—. Perdonen, pero a veces no puedo menos de preguntarme qué es lo que hacen aquí.

—Vivir —dijo Bazán, con una expresión distraída.

—Eso es, vivir —abundó Villar.

—Yo diría morir lentamente —rectificó el cura. Protestaron dos o tres y alguien dijo, razonable:

—Mientras uno no muere, todo es vida.

—Bien —acepté yo, sin convicción—. Vivir. Pero ¿para qué?

—¿No trata usted —me preguntó Bazán— de salvar en Madrid la vida de ese secretario? Digo, del reo de la muerte aplazada. ¿Para qué, también?

Ante todo había que vivir, sencillamente. Como los otros y con los otros, era verdad. Unos buscaban víveres, otros hacían el amor, alguno hablaba con Dios, Iriarte preguntaba por qué no se caía la Tierra, tan pesada, en el espacio; y todos, de un modo u otro, trataban de justificar para sí mismos el hecho de no haber muerto todavía. Era aquella una tarea seria y natural y consciente. En eso consistía todo, quizás; en estar conscientes de vivir. En tiempos normales casi nadie lo estaba, y por eso todos caminaban dormidos. Sonámbulos.

Iriarte insistía en lo suyo, dirigiéndose al alférez:

—¿Sabes tú por qué vives? —y añadía alzando la voz—: Por este, por Bazán. Porque él te lo permite.

—Cállate, Iriarte —ordenó Villar.

—Usted legalmente no existe —repitió el alférez una vez más, dirigiéndose a Iriarte estimulado por la tolerancia de Villar.

—¡Alférez de mierda! —gritó el vasco, exasperado.

Los otros lo miraban extrañados porque Iriarte, como vasco, parecía hombre de naturaleza más bien pacífica y acomodable. Yo estaba lejos de aquel incidente. Recordaba que al hablar Iriarte poco antes del ofrecimiento de Irene para cosechar patatas, había añadido, tocándose la frente: «Pero esa hembra está del coco. Anda buscando flores con un frasquito y un pincel». Es verdad que estaba un poco loca. Parece que desarrolló la manía de ir poniendo a las pocas flores silvestres que había alrededor de Casalmunia (entre ellas dos rosales trepadores) el líquido de un frasco que halló en la botica del convento y que olía a demonios. El peor olor del mundo, a materia fecal. Ácido sulfhídrico o algo así. Iba de flor en flor cuidadosamente y ponía una gotita con un delicado pincel.

La segunda vez que la poseí, ella olía lo mismo y en sus ojos vi como ríos interiores de sangre que se iluminaban con el espasmo. Me dio miedo. A Madrigal, sin embargo, no le dijo una palabra de nuestros encuentros. Loca y todo, disimulaba por atavismo femenino, creo yo.

Volviendo al incidente, Villar golpeó la mesa con la mano y gritó:

—¡Silencio!

El alcaide dijo, adulador:

—Mi campo es el de los nacionalistas, pero debo añadir que personalmente iré a donde vaya el aquí presente señor Bazán. Para mí, antes es el hombre y después vienen las doctrinas. Estoy con Bazán. Usted manda y yo obedezco.

Con la expresión del que acaba de tomar una determinación incómoda, Bazán se dirigió al alférez:

—¿Tiene usted creencias religiosas? Lo digo porque si las tiene podría ser que el sacerdote le hiciera falta antes del amanecer de mañana.

Con los ojos apagados por la sorpresa, el alférez acertó a preguntar:

—¿A mí? ¿Para qué?

A petición de Iriarte y de otros antiguos presos, va usted a ser juzgado esta noche y si resulta culpable, será un reo como tantos otros que pasaron fatalmente un día por sus manos.

Calló, miró a Iriarte y preguntó:

—¿Tienes un arma? —Iriarte negó y Bazán le ofreció la suya—: Toma y hazte cargo del alférez, pero no olvides que esta noche será juzgado y que por el momento y hasta que sea dictada la sentencia debe estar vivo y merece tanto respeto como tú o yo. Sí, alférez, yo seré su acusador. Pediré la pena de muerte y si sale condenado será ejecutado al amanecer.

—Y ¿de qué me acusan? —preguntó el oficial, muy pálido.

—Vamos, vamos; la valentía es una obligación en los militares.

—Pero él no es profesional —comentó Villar, irónico.

—¿Cómo es posible, señor Bazán?

—Hay un acuerdo tomado por mayoría absoluta.

—Señor Bazán, yo no hacía sino obedecer órdenes. Digo, cuando mataba gente. De no ser yo, habría sido otro. Perdón, señor Villar, señor Bazán. Yo no soy nadie, soy menos que nadie. Haré lo que ustedes quieran…

—¿No te da vergüenza? —dijo Iriarte.

—El cabo y el soldado de la centinela de aquella noche —intervino Blas—, digo los que había que matar para cubrir al comandante de la guardia, me han dicho que no quieren declarar en favor ni en contra. Puercos como ese los habrá mientras alumbre el sol. Eso dicen.

—Anda, llévatelo, Iriarte. Encerradlo. A las once de esta noche se celebrará el juicio. ¿Alguien tiene algo que decir? ¿No se opone el sacerdote?

—No, señor —dijo el cura, abatido.

—Parece —sonrió Bazán— que hay un nuevo tipo de autoridad al que vale la pena adherirse, ¿no es verdad, señor cura?

—Echa p’alante, oficial —dijo el vasco.

El alférez obedecería, pero se volvía desde la puerta:

—¿Qué dicen el señor juez y el señor cura? ¿Por qué se callan ustedes? También se callaban entonces, es verdad, cuando yo mataba a los otros… —se desasía de Iriarte y erguía el busto—: No me voy sin decir antes toda la verdad. Estoy perdido, pero prefiero perderme con la verdad y no con el disimulo y la mentira. No la saben ustedes, la verdad. Yo me había comprometido a salvarlo a usted, pero no lo habría salvado. Ustedes iban a salir del torreón, pero no iban a ir muy lejos porque yo con mi pistola estaría esperándolos y pensaba matarlos a los dos. A usted, abogado Villar, y a Bazán, o como quiera que se llame. Así, pues, habría tenido primero el dinero y después la felicitación de mis superiores y tal vez un ascenso por mi celo como comandante de la guardia. Iba a ganar por los dos lados. Era natural que los matara a ustedes, porque de otra manera me exponía a que cuando se vieran en Francia y a salvo enviaran por correo una nota denunciándome y esa nota podía costarme de todas formas la cabeza. Yo puedo ser bastante desgraciado para quedarme aquí cuando los otros militares se fueron, pero no soy tonto. ¿Oyen? Ustedes iban a morir a mis manos unas horas después de entregarme ese dinero. Ustedes iban a pagar dos veces, créanlo o no. Y si no sucedió es porque se presentó el bombardeo y porque las tropas nacionales rectificaron la línea.

—¿Eso es todo? —preguntó Villar con una entonación impertinente.

—No —decía el oficial, con los ojos encarnizados—. Yo tenía órdenes de salir con la retaguardia, pero esas órdenes decían algo más. ¿Quieren saber lo que decían? Yo también llevo mi archivo en los bolsillos. Cuando lo vean comprenderán mejor por qué las tropas se fueron y ustedes quedaron vivos. Es una orden escrita, porque hay cosas que no se pueden hacer sino con una orden escrita. Voy a leerla: «Del comandante de la posición al jefe de la guardia: Sírvase usted salir a las dos de la madrugada con la retaguardia, pero antes habrá dado las órdenes pertinentes para que las sentencias capitales queden cumplidas y ejecutadas. Después de la medianoche los reos a su cargo deberán sufrir el rigor de la ley y si alguien trata de oponerse está usted autorizado a usar cualquier clase de medidas extremas con la condición de que sean justificadas a posteriori». Es decir, que entre la medianoche y las dos debería haberlos matado a ustedes. A los reos de muerte y a algunos más, según mi buen entender. Aquí está el sello de la comandancia. Comprendo que la orden es dura, pero en la guerra como en la guerra.

Villar miraba aquel documento y decía, incrédulo:

—Un sello se puede coger de una mesa y ponerlo al pie de un documento falso. No lo creo.

Gritaba otra vez el alférez, fuera de sí:

—Al lado del sello está la firma del comandante.

El abogado le pasaba el documento a Bazán, quien, sin leerlo, lo dejaba en la mesa y preguntaba:

—¿Se puede saber por qué no cumplió esa orden?

—Porque soy un desgraciado. Si los hubiera matado me habría evitado este trance. Pero debajo del uniforme tengo un podrido corazón. No los maté porque dos horas antes me había enterado de la decisión de usted y confieso que se me arrugó el ombligo. Y el tiempo pasaba. Llegó la medianoche y no comencé. Lo tenía a usted señalado el primero. Sí, a usted, Bazán, aunque le haga gracia y se ría. ¿Oye usted? No crea que soy ese que hace un momento le pedía perdón. Esa fue una debilidad que ahora no comprendo. La muerte me importa tan poco como a algunos reos que murieron ante la escuadra y tan poco como les importaba a ustedes. Pero ya digo que había pasado la medianoche sin comenzar a cumplir la orden. Una parte de la guardia estaba levantisca. El cabo y el soldado cuya muerte yo les propuse, aunque los había relevado y estaban arrestados, habían hecho adeptos no sé cómo. Yo tenía mayoría en la guardia y los asusté, pero hicieron correr la voz y la cosa andaba turbia. Pasaba el tiempo y no veía manera de comenzar. El basurero andaba hablando de la ley natural. Había visto salir a las tropas pensando: ahora en un momento, entre los dos sargentos de la guardia y yo, acabaremos con todos. Pero oí las tres en el reló y como no había jefes y todo dependía de mí, pues la verdad, ya no me consideraba tan obligado y luego el reló cantó las cuatro. Entonces, algún lunático hizo sonar otra vez la campana del torreón y fue cuando ustedes intervinieron. Soltaron a los presos y ya sabemos todos lo que pasó. Comenzó a amanecer y cuando quise darme cuenta los soldados de la guardia habían dejado los fusiles y ustedes se habían apoderado de las municiones. Al hacerse de día cambió mi temple y poco después eran ustedes los amos. No vayan a creer que no los quise matar porque había cambiado de opinión por reblandecimiento humanitario. No soy de esos. Es que, como dije antes, anduve dudando un par de horas. Me acordaba de demasiadas cosas. Los hermanos Lacambra, usted, los otros. Se me pasó el tiempo recordando que usted, Bazán o quienquiera que sea, había dicho unas horas antes que prefería morir contra el muro antes que matar a dos hombres inocentes. Así decía usted. Pensando en eso se me hizo de día. ¿Comprenden? Ahora ustedes pueden matarme, pero ya saben la verdad.

Bazán se alegraba de oír aquello —se veía en su manera de mostrarse indiferente— y yo pensé: «Por ahora nadie tiene interés en matar a nadie».

—Anda, Iriarte, sácalo de aquí —dijo Villar.

Pero el alférez no había terminado:

—Yo podía haber avisado por la radio para que los nacionales tiraran sobre el monasterio y no dejaran una rata viva, pero no lo hice. Eso es.

—Te he dicho que lo saques de aquí —repitió Villar.

Dejándose llevar, gritaba el alférez, un poco enloquecido:

—Muchas gracias. Ya sé que al amanecer me matarán. ¡Muchas gracias!

Entre Blas y otros dos se lo llevaron. Iriarte iba detrás con la pistola. Se hizo en la sala un largo silencio.

—¡Qué miseria! —dijo el alcaide, por fin.

Bazán explicaba con una indolencia incómoda:

—Habrá una sentencia de muerte que firmaremos todos, usted también, alcaide. Pero ahora, señor cura, probablemente ese desgraciado lo necesita a usted. Vaya a disponerle, a preparar su ánimo.

El cura obedeció, conmovido. Cuando vio Bazán que había salido siguió hablando en voz más baja:

—Es probable que ustedes coincidan conmigo en condenarlo y también en concederle el indulto, pero será bueno que pase una noche esperando la ejecución para que comience a darse cuenta de lo que hacía con nosotros.

En aquel momento llegaba el ingeniero:

—He comunicado con el Estado Mayor del lado oriental y dice que no tiran porque hace tiempo que hemos izado bandera blanca. He mandado a dos hombres a investigar y vendrán a decir lo que hay sobre el caso. Yo no veo bandera blanca alguna. Es verdad que no salgo nunca del edificio. Y ellos mismos me han dicho —añadió el ingeniero— que los del lado contrario tampoco tiran porque cada campo tiene derecho a suponer que nosotros somos de su bando.

—Yo protesto —dijo el alcaide—. Esa bandera es una traición para uno de los campos, o al menos así lo considerarán algún día.

—¿Quién ha puesto esa bandera? —repitió Villar.

Yo pensaba: «Pero ¿es posible que no sepa nadie la existencia de la bandera blanca?». Yo no les había hablado de aquello porque lo consideraba demasiado obvio e innecesario. ¿Cómo podía imaginar que no lo sabían?

En aquel momento volvió Blas:

—El alférez va más conforme —dijo.

—¿Con la ayuda del cura? —preguntó Bazán.

—No. Ha recibido al cura a patadas y el pobre hombre vuelve blanco como el papel.

Oyendo todo aquello no acertaba yo a formar mi composición de lugar. Recordaba el caso del secretario en el otro lado y la tragedia del alférez me parecía menos lamentable y más grotesca. Callaba y seguía escuchando ávidamente lo que se decía a mi alrededor.

—Es un alma perdida —dijo el cura entrando, desolado.

Y añadió, sentándose a la mesa:

—¿Qué he hecho yo? Nadie quiere nada de mí desde que se fue la tropa.

Villar se dirigió a Blas:

—¿Sabes algo de una bandera blanca que alguien ha puesto en lo alto del torreón?

—El único que vive allí —respondió Blas dando a su voz una resonancia intrigante— yo sé muy bien quién es. De modo que por el hilo se podría sacar el ovillo. Es un secreto que guardaba hasta el presente porque la persona que vive allí tiene miedo. Tiene pánico y me hizo jurar que mientras hubiera en la junta gente como el alférez o el cura, o el juez o el alcaide, yo no diría una palabra de lo que pasaba. Un juramento es cosa seria. El alférez no está, pero están los otros, especialmente el cura y el alcaide.

El alcaide saltó en su asiento:

—¡Protesto!

Ordenó silencio Bazán y dijo a Blas que siguiera explicando el misterio de la bandera.

—Bueno, en el cuarto de la maquinaria del reló, que desde hace meses no funciona, estaba una pobre mujer aguardando la ejecución. No la mataban aún porque estaba embarazada y la ley obliga en esos casos esperar que dé a luz, así es que la pobre andaba muy miserable y le hablaba a su hijo antes de nacer. Le decía esas babosadas que dicen las mujeres: que cuando él naciera la matarían a ella y que sería como si el recién nacido mandara la escuadra: Apunten, fuego, ¡iraaaaaiap! Así que ella llamaba a su hijo verduguito y otras chifladuras de madre.

El cura juntaba las manos:

—¡Dios mío!

—Es lo que digo. Pues ella vive al lado de la cuerda de la bandera. Algo tiene que saber. Que la traigan, aunque no sé si acertará a explicarse, porque anda un poco guillada. Yo no la culpo. Hay que ponerse en su caso, bueno, es un decir. Para un hombre es cosa de risa ponerse en su caso.

—Ahí la traen —dijo el ingeniero—. No te molestes, que allí la traen.

Era mujer de media edad, tenía una belleza de huesos más que de carne y estaba muy trabajada por la miseria. Mostraba el vientre abultado como encinta y próxima al parto. El hombre que la acompañaba alzaba la voz para decir:

—No es bandera ninguna.

—¿Pues qué es? —preguntaba Bazán.

—Un viceversa que es cosa para no creerlo.

Blas explicaba: «Ahí donde la ven ha parido ya, pero se pone una almohada debajo de la falda para disimular. Dio a luz el día antes de marcharse la tropa de Casalmunia y tiene el crío escondido. Bien escondido. Es una puta con trastienda, mejorando lo presente, y a pesar de haber parido va con la almohada para dar el pego».

Miraba la mujer a Blas con un rencor condicionado:

—Yo no he parido. Yo hablaría también, pero —añadía señalando al cura y al juez— ¿y esos? Ese es el que les ponía a los pobres parvos fusilados la unción en pie, que yo lo veía desde la ventana por la noche, y los otros, el juez y el alcalde, son todavía peores. Mientras estén ahí yo no puedo hablar. Especialmente el alcaide. ¿Y el teniente? ¿Dónde está el teniente?

El alcaide volvía a ponerse colorado. Blas le explicaba a la mujer gritando, como si fuera sorda: «Aquí nadie te quiere mal. Diste a luz y escondiste el crío como una gata para que no se enteraran y entonces te pusiste esa almohada para hacerles pensar que no habías parido todavía. Una noche se oyó llorar al chico y yo me vi en apuros y dije que era un gato en celo».

—Pero ¿y la bandera? —preguntaba Bazán, impaciente.

—No es bandera ninguna —explicó Blas—, sino un pañal que pone a secar.

—No he dado a luz —protestaba ella—, pero cuando llegue el caso piensen ustedes que los críos necesitan de su madre hasta el destete. ¿Quién le dará el pecho? Todo hay que considerarlo.

—Yo le llevaba —siguió Blas con cierta arrogancia— cubos de agua a escondidas y mendrugos de pan y hasta leche cuando la había. Mira, déjate de comedias que esta es gente amiga.

—Juro que no he parido todavía. Mientes, Blas —repetía ella retrocediendo, con los ojos redondos.

—Yo he visto al mamoncete, señores, pueden creerme —insistía Blas—. Yo le di a esta hembra tela para hacer dos o tres pañales y ahora pone uno en el cordel de la bandera y lo sube a lo alto. Se comprende porque allí se orea en un santiamén y como tiene muy pocos pañales (quizá sólo dos), con el oreo y el sol siempre tiene alguno seco. La cosa parece adrede y tiene su miga.

—Mientes —gritaba ella espantada, y luego rectificaba, más amable—. Bueno, faltas a la verdad.

Se oía pasar otra granada por encima.

—¿A lo mejor —dijo el juez, inquieto— no hay en este momento pañal alguno en el asta de la bandera? Vayan a ponerlo.

—No se preocupe —respondía Blas tranquilizándolo—. Está el pañal sacudiéndose en el aire, que yo lo he visto.

Ella se negaba a aceptarlo:

—Faltan todos a la verdad.

—Mujer, puedes confiar en nosotros —decía el magistrado—. Somos tus amigos.

—Sí, la amistad de los ocho balazos. Ni siquiera sé dónde está enterrado mi marido. Y ustedes son los mismos.

Blas trataba en vano de convencerla:

—¿Qué hay de malo en secar un pañal? El sol y la brisa son cosas que Dios da gratis y tu chaval necesita tener, como dices, sus partecitas secas. Eso todos lo entienden y no es crimen ninguno.

El capellán quiso hablar:

—Señora, yo…

—Usted podría decir dónde enterraron a mi hombre, que lo sabe y se lo calla, pero no me lo dirá porque todos están conchabados en esta prisión. Lo que es a mí no tiene que darme la unción todavía, porque mi verduguito no ha nacido.

—Hostia —decía Blas, enfadado, para encubrir su emoción Ahora el que manda aquí es Bazán. ¿Cuántas veces te lo voy a decir? Para unas cosas, mucho pesquis, y para otras más tonta que una mata de habas. Villar prometía:

—Tú tendrás lo que necesite tu niño, palabra de honor.

Retrocedía ella hacia la puerta, pero repetía:

—Muchas gracias a todos ustedes, caballeros, para cuando nazca. Yo avisaré para cuando llegue el caso.

Por decir algo y sintiéndose un poco culpable, dijo el cura:

—Mañana lo bautizaré.

—Cuando quiera que sea, señor cura, yo le avisaré. Aunque no tengo dineros para el bautizo.

—Sin pagar, mujer —le gritaba Blas—. Ahora no se paga.

Entonces ella miró por primera vez de frente a cada uno de los presentes:

—Si me dejan que lo tenga hasta el destete me podrán matar igual que a mi marido. No vayan a pensar que me da miedo. Una sabe la diferencia entre lo que hablan de día los hombres en ese castillo y lo que hacen de noche. Pero la ley les prohíbe matarme por el momento. Eso es.

Blas miraba a lo alto y se llevaba las manos a la cabeza:

—Márchate —decía—, si no te voy a matar yo.

Se iba la mujer, pero el juez y el alcaide se levantaban del asiento y le gritaban al unísono:

—¡No quite el pañal!

—¿Qué pañal? —preguntaba ella, disimulando.

—No lo quite si hemos de vivir en paz. Mira, Blas, anda a mi cuarto —decía el alcaide— y dale lo que necesite para hacer pañales. Y tú —le decía a ella— no retires el que está en lo alto.

—¿Pues qué pasa, ahora? —preguntaba ella—. ¿Hice algo malo?

Hubo otro silencio grave y Villar se levantó y se llevó a la mujer diciendo que iba a darle ropas y víveres.

—No me toque —protestaba ella, apartándose—. No me ponga las manos encima, que todos ustedes son iguales.

Cuando Villar y la mujer hubieron salido, Blas repitió:

—Ya lo dije. Es una puta con muchísima trastienda. Pero por lo demás, honrada. Lo que pasa es que cuando paren las mujeres, la mitad del meollo se lo lleva la criatura y quedan así como atontadas. Pero ya digo, como puta es muy honrada y más tarde iré a explicarle lo que sucede. Porque a mí me creerá. Como le ayudé en los días negros a mí me tiene confianza.

Escuchaba yo pensando que la bandera de la paz, por un azar humorístico y por el momento, era un trapo meado. La vida comenzaba sin duda entonces con el recién nacido, que era, como cada cual, hijo de la desesperación y del tedio. Pero ¿qué vida? ¿La de Bazán? ¿La mía? ¿La del alférez? ¿La del secretario de los catastros con la boina calada? La vida de todos y la de nadie. Porque de nadie es la vida y ninguno de nosotros la merece.

En todo caso, aquel lienzo mojado que hacía callar los cañones nos retenía a todos en la vida, en esta vida que era lo único que teníamos.

Repetía Blas:

—¿A quién se le ocurre ponerse una almohada en la barriga? Es muy lagarta, pero yo pondría la mano en el fuego por ella.

El crío y Blas, y la lagarta por quien Blas pondría la mano en el fuego, eran las únicas personas que tenían razón en el mundo de entonces y que siguen teniéndola hoy, quizá. Gente merecedora. No es broma. Millones de infantuelos como aquel niño cuyo pañal tremolaba están naciendo ahora mismo alrededor del planeta, de ese viejo planeta girador que se mueve sin que lo empujen y que no tiene dónde caerse. Y necesitan pañales secos.

Todos quedaron un rato en silencio alrededor de la mesa. Bazán dijo, tristemente:

—No cree en ninguno de nosotros esa mujer. Nos salva la vida, pero no cree en nosotros. Es la primera cosa que no entiendo en este lugar absurdo.

El cura dijo: «Esa gente ignorante es así». Bazán preguntó:

—¿Qué quiere decir?

—Que sólo creen en el pañal seco. No ven más allá.

Poco después regresó Villar, taciturno:

—Hay que sacarla de ese cuarto del reló y ponerla en otra parte, porque si se le ocurre arriar el pañal la artillería de un lado o del otro nos va a hacer cisco. Yo creo que está loca.

—No —dijo Blas—. Lo que pasa es que no se fia ni de Dios padre que está en los cielos. Pero como honrada, es un decir…

Aquí termina el último de los cuadernos de Crónica del alba. Como dije al principio (en el prefacio del cuaderno primero) nuestro amigo murió pronto. «Lo peor es —decía un médico español internado en el mismo campo— que no hace nada por vivir, que no tiene deseos de seguir viviendo».

Pocos minutos antes de que muriera Garcés llegaron dos enfermeros con una camilla de sanidad para llevarlo a alguna parte y el enfermo, más o menos consciente, dijo a los camilleros:

—No se molesten. ¿Quién es ese? Mañana cuando vengan los camiones de la basura se lo podrán llevar. Los que hacen la limpieza se lo llevarán. Cuando llegue el basurero.

Se refería Garcés a su propio cuerpo como si fuera de otro o como si no fuera de nadie. La alusión al basurero era una trasposición, quizá, del deseo de fugarse y del recuerdo del incidente de Casalmunia. O simplemente estaba pensando Garcés en la limpieza del campo que se hacía cada mañana y en sacar de en medio lo que iba a quedar de él —lo único que iba a quedar—. Realmente y bien considerado no es cosa limpia un muerto.

Recordando al poeta, me dije: «Antes que se sequen tus huesos se olvidará tu nombre». O tal vez no. Quién sabe. Pero a los muertos, esas compensaciones póstumas no les hacen mucho bien, la verdad.

Como en los cuadernos anteriores, yo añado aquí por mi cuenta algunos versos hallados entre los papeles de Garcés por creer que son oportunos:

Viniendo al lado en campos de la vida

erais las aves del suplicio

que os rascabais en vuelo con la mano

y había un maleficio

de reos paridores condenados al fuego.

Tú encadenada a mí y los dos al orbe

de los silencios sin frontera

presididos por un monarca ciego

y orientados por la primera

voz de aquel llamamiento sin nombres, sonreíamos.

La piel de las antiguas nadadoras

iluminadas por el sueño

nos habla aún del huerto adonde íbamos

por el cercado ribereño

de unas rosas que en vano la curia prohibía.

Irradiando querencias tal como tú nos viste

desde los bordes rojos de la herida

tu muerte por amor —esa que me ofreciste—,

la recibí y ahora te doy mi vida

irradiando potencias del sexo y de la mente.

Por esta valle alzada que a todos nos contesta

(algunos siguen sordos, sin embargo)

e igual que en otro tiempo, la multitud de fiesta

de la ría cantando va a lo largo.

Por esta mar sin puerto de las proclamaciones.

La virgen-esperanza nunca la vi tan viva

contra el celaje a medias acuoso

recién desnuda por la onda explosiva

al pie del orbe en el segundo foso

la amante azul y gris que nos mira, sonámbula.

No hablo de Valentina, porque en aquellos días

la esperanza del mundo se acababa…

El poema estaba incompleto. No sería difícil imaginar lo que Garcés pensaba y trataba tal vez de escribir, pero sería una falta de respeto escribirlo y publicarlo en su nombre.

Los Angeles, California, primavera de 1966.