Debo confesar que aunque todo lo que he escrito y sigo escribiendo es verdad, he idealizado en los primeros cuadernos un poco —bastante— a mi padre, por diferentes razones. Primero, para hacerlo verosímil, porque si lo presentara como era no lo creería nadie. Segundo, por piedad filial. Tercero, porque haciéndolo un poco más aceptable, la gente que lea estas páginas, si alguien ha de leerlas, nos respetará más —digo, a los exiliados que sobrevivan—. Generalmente los que leen estas cosas son gente de la clase media culta, que tienen el poder, más o menos, en todas partes. Esas gentes no le perdonan a uno que tenga un padre demasiado salvaje o demasiado plebeyo. Mi padre no lo parecía, pero lo era. Era las dos cosas.
No es que mi padre no pudiera pretender el trono de España, pongamos por aspiración razonable. Aunque parezca raro, todos venimos de reyes, incluido mi padre. Y lo que es más raro, los reyes han procedido de nosotros:
Nos no venimos de reyes,
que reyes vienen de nos.
Basta para comprenderlo la reflexión siguiente. Si tomamos un lápiz y comenzamos a sumar nuestros antepasados directos y consanguíneos, generación tras generación (los 4 abuelos, los 16 bisabuelos, los 64 tatarabuelos, etcétera), llegamos pronto al siglo XVI, en el que tenemos más antepasados consanguíneos que habitantes tiene España, y al siglo I, en el que el número de personas consanguíneas nuestras es mayor que el de la población entera del planeta —no exagero— multiplicada por cien. Invito al lector a hacer la comprobación.
Así pues, todos somos hermanos, incluidos los reyes. En mi familia hay tres nombres de reyes: el de mi padre, Garcés; el de mi madre, Borrell, y otro, quizás el más importante, de una dinastía de Ceilán y la costa Malabar de la India, a cuya dinastía se refiere Marco Polo. De la costa de la India (la costa Malabar), donde estaba (según dicen las religiones orientales) el paraíso terrenal, y de la isla de Ceilán, adonde los pueblos más viejos van en peregrinación a adorar las huellas del paso por la vida de Buda. Y a venerar la tumba del primer hombre; es decir, de Adán. Si viviéramos ahora en un período romántico y yo fuera un figurón como Espronceda, podría tratar de darme importancia con las razones del disparate narcisista, mas sensacionalmente legitimadas. Pero ¿quién quiere hoy parecerse a Espronceda?
Además de ser cada cual hermano consanguíneo de todos los demás, yo y los míos venimos un poco más directamente de reyes por tener los nombres que tenemos. Mi padre podría haber sido uno de aquellos reyes que mataban a sus hijos de un garrotazo en la cabeza, como Iván el Terrible, o por medio de un veneno, como Felipe II. Tenía mi padre algo de los dos. Y sin embargo, sólo fue estudiante de cura, como Stalin, y después secretario de varios ayuntamientos rurales, desde el más humilde hasta otros crecientemente importantes. Cuando sucedieron los hechos del primer cuaderno de esta serie era mi padre secretario del Ayuntamiento de Tauste, al norte del Ebro, no lejos de Egea de los Caballeros. Entre estas dos ciudades estaba el castillo de Sancho Garcés Abarca, adonde íbamos a veranear. Tenía mi padre algunas propiedades —y también mi madre—, pero con tantos hijos y sirvientes aquellas propiedades no representaban gran cosa. Tal vez algún lector curioso, entre bromas y veras, querrá ir algún día a ver esos lugares y a comprobar cómo son y a gozar una inocente sorpresa viendo que son realmente como yo los describo ahora y como los vieron Pepe y Valentina. Es decir, como es toda realidad: idílica, legendaria, sórdida, legendaria, mediocre, legendaria. Lo legendario es el común denominador de aquellas realidades, que por alguna forma de amor pasan a merecer una categoría absoluta. Lo legendario es lo real absoluto de lo sucedido.
La humanidad gusta de verse a sí misma enaltecida por la memoria de alguno que fue antes, sobre todo si fue inspirado y desgraciado (en esa categoría estamos todos ahora, digo los españoles), y lo mismo sucedería con cualquiera que en lugar de dedicarse a un desnacer secreto y mudo y sórdido y anónimo escribiera sus recuerdos de infancia y adolescencia como los escribo yo.
Pero volvamos a lo nuestro.
Habían pasado varios años —los mejores de mi juventud— y yo había renunciado —¡qué remedio!— al amor, pero no al sexo. No es que hubiera matado a Valentina en mi recuerdo. Valentina vivía en la cámara o en la morada más secreta de mi alma y en ella seguía embalsamada por mi amor, como los cuerpos de las princesas egipcias en la entraña de las pirámides, con la importante diferencia de que ella no sólo estaba viva, sino que yo iba depositando en ella toda la vida que se alejaba y toda la muerte que se aproximaba (esta muerte joven que va y viene por este campo de concentración y nos vigila, celosa).
En aquellos días —digo, antes de salir de Madrid, en el verano— me pasaron cosas que recuerdo aún con frecuencia y que trato en vano de comprender. Un día, por ejemplo, el 13 o el 14 de julio, fui a una fiesta de cumpleaños cerca de la plaza de Manuel Becerra. No eran aquellas chicas como las que solían desfilar por el techo de mi cuarto. Yo no hacía entonces ejercicios impresionistas en relación con las siluetas callejeras. Las de aquel día eran casi todas chicas de clase media bien educada; es decir, inefablemente aburridas y un poco cómicas. ¿Qué le vamos a hacer? Me habían invitado en casa de un compañero de la Escuela de Ingenieros y esperaba encontrar allí alguno de los Ramones de los cuales he hablado antes, a quienes de un modo u otro yo consideraba mis alter egos.
La fiesta (era una fiesta de media tarde) fue un poco rara. Nadie creía que existiera el menor peligro ni que hubiera todavía motivos de alarma. Casi todas las muchachas hablaban del rey desterrado diciendo «el señor», como suele hacer la aristocracia. Una niña muy linda quiso decir, cuando apareció en la fiesta alguien que no tenía grandes simpatías entre los invitados, aquello de «éramos pocos y parió la abuela», pero encontrando la expresión demasiado cruda la disfrazó: «Éramos pocos y dio a luz la mamá de mi papá».
Luego se arregló la orquídea, que llevaba en el pecho con el tallo metido en un tubito de plástico lleno de agua. Yo, que fui a tocar la orquídea con el dedo meñique, lo sentí mojado y tuve la rara impresión de que se me había humedecido con alguna clase de secreción del pecho de la niña. Ella se ruborizó y me miró diagonalmente con un reproche. Yo dije, aludiendo a las aguas de la orquídea: «Hay que perdonarla. Es tan joven…». Ella se puso a presentarme a las chicas más próximas. Les decía que yo era un ingeniero famoso. Con esto se formó un grupo cerca del hueco de un balcón abierto. Entre las chicas presentadas había las siguientes: Loli (vestida de lino blanco trasudable, esbelta y un poco clorótica). Clorinda, vestida de rosa tornasol, quien asomándose un poco a la calle me preguntó cuál era mi coche. Cuando yo le dije, mintiendo: aquel Alpha Romeo blanco, hubo un coro de aprobaciones. Pensaban, sin duda, que con las regalías del blue print de mi pistola, hacía millones. La muchacha pelirroja que tenía a la derecha habló en voz baja con su compañera y las dos rieron en tono menor. Pero seguían las presentaciones: Pili, Suni y Any, tres hermanas bastante hermosas, del género culirrosa. Mirándolas, pensaba: «Yo querría tener varios sexos y poder dedicarme simultáneamente a las tres, aunque dicho está que en este ambiente no se puede tomar una copita, sino comprar la botella entera». Tres lindas botellas embriagadoras. Provisionalmente embriagadoras. Me presentaron a varias chicas más y yo comenzaba a sentirme culpable viendo que la mayor parte venían a mi lado. El hecho se debía a que me había instalado en un lugar, entre dos balcones, donde la luz favorecía a las damiselas. Estaba contra el muro (como un espadachín amenazado) y ellas cara a la luz (a una luz topacio, melada). Las chicas que se estiman y que entienden los trucos de la belleza nunca se ponen con luz a la espalda, sino con luz tenue y directa de frente. Y allí estaban. La conversación fue curiosa:
LOLI.—Vine tarde porque ayer se casó mi prima. Con un ingeniero también. Los compañeros de promoción le hicieron un túnel de espadas.
Alzaba su bracito, desnudo y frutal.
CLORI.—¿Espadas?
LOLI.—Es ingeniero militar.
SUNI.—Mi hermana se casó con un militar también, el año pasado, y los amigos hicieron el túnel y les cantaron a los novios la marcha de infantes.
YO.—¿Sigue en activo su cuñado?
SUNI.—No. Se retiró con la ley del Faenas.
El Faenas no era «distinguido». Eso dijo Pili, y a su justa observación respondió otra chica que acababa de llegar.
—El obrero es malo y el Faenas viscoso.
Yo solté a reír, lo que pareció extrañarles a todos un poco. Viendo a aquellas muchachas pensaba en Valentina, que no sería (no podía ser nunca) como ellas. Lo curioso es que el género cursi no me disgustaba. Había algo inocente en la cursilería, aunque por cursilería algunas de aquellas niñas serían capaces un día del adulterio, e incluso del crimen, creo yo. Es decir, que en sí misma la cursilería no es inocente. Nada es inocente en sí mismo, ni las flores de María, que dan alergias a algunos párrocos.
En aquel momento llegaba Ramón II:
—Lo han matado.
—¿A quién? —pregunté yo.
—No hablen de cosas tristes —se oyó una voz argentina en alguna parte.
Aquella voz no se refería a nosotros. Y Ramón II, que iba vestido con pantalones de algodón veraniego y zapatos de tenis, fue envuelto en miradas de desaprobación. Luego las chicas me miraron a mí. No iba yo mejor vestido, pero habían oído algo del invento de una pistola «sin ruido y sin proyectil, que mataba por rayos ultravioleta» —así dijo alguien— y algunas chicas creían que era un producto de tocador bueno para la piel, para tostarse sin ir a la sierra ni al mar. Porque todas tenían el color de las playas, o al menos de las piscinas del Manzanares.
Ramón habló de García Lorca y las muchachas torcieron el hociquito: no era de buen gusto hablar de poetas. Había que hablar de caballos, de coches, de playas y de nombres de familias ilustres. Algunas mamás de cincuenta años que vigilaban desde los sofás, acercábanse a veces con palabras discretamente impertinentes. «Yo —decía una de ellas a otra de la misma edad— he creído siempre que la novia debe llevar al matrimonio una dote igual a la capitalización del sueldo del novio, considerando este sueldo como intereses». Y lo decía bastante alto, para que los jóvenes solteros lo oyéramos. ¡Pobres niñas culirrosáceas que estaban en Madrid en la proporción de siete a uno! (siete por cada varón). ¡Ellas, que desnudas de ropa y de manerismos podrían haber enamorado al sultán de Turquía y al sha de Persia! Pero así es la vida. Ramón se daba cuenta y era un poco cínico. La verdad es que a mí me extrañó verlo llegar allí y que según me dijo venía sólo para encontrarme y darme la noticia. Lo habían matado. Pero ¿a quién?
—La guardia de asalto llegó a su casa al amanecer —decía—, lo sacaron y en un autocar descubierto lo llevaron al cementerio del Este. Por el camino, desde el asiento de atrás, alguien disparó sobre la nuca del preso, quien debió morir en el acto. Luego siguieron y lo dejaron en el cementerio. Allí está.
Las niñas, que oían a medias, creían que se trataba de un chiste y algunas reían. Ramón estaba muy serio y me decía: «Hay que tomar una determinación, porque dentro de algunas horas se va a armar la de San Quintín». ¿Qué determinación podíamos tomar él y yo? Aunque en términos generales yo sabía que debíamos cambiar de nombre y de lugar para despistar a los acechadores.
Las niñas seguían riendo.
LOLI.—Dice la de San Quintín. ¿La marquesa?
Aunque iba descuidadamente vestido Ramón, comenzaban a tutearlofamiliarmente, igual que a los otros. La niña de la orquídea que hacía aguas en mi dedo meñique había bebido un vasito de curasao y estaba con candelitas en los ojos. Rota la armadura de lo cursi, decía cosas graciosas. Le pregunté si tenía novio y me dijo que no. Me asombré, por cortesía, pensando en otra cosa: pensando en el cementerio del Este y en los ángeles con largas trompetas que presiden la entrada de ladrillo rojo de aquel noble lugar.
—¿Es posible?
—¡A ver! Yo voy por ahí moviendo el rabo, pero que si quieres.
Escuchaba Ramón pensando que la clase media de ahora era superior a la de veinte años antes. La cursilería de 1915 era grotesca y la de 1925 boba, pero la de 1935 comenzaba a ser idílica. Y Ramón miraba alrededor y debía pensar: «La clase media ascendente». Él lo veía todo desde el punto de vista de la lucha de clases.
Pero el diablo esperaba, detrás de la esquina, con la rebaja. Mientras Ramón y yo nos trasladábamos con la mente al cementerio y andábamos bajo los porches de Carente por el lugar más exótico que tiene Madrid (es bueno y humorístico considerar exótica la muerte, según el discreto estilo madrileño), las niñas hablaban entre sí con gorjeos y altibajos:
ANY.—Déjate de virguerías, Pili.
LOLI.—¿Qué son virguerías?
ANY.—Delicadezas que no vienen a cuento, mira esta. Como un postre de frambuesa antes de la sopa.
Ramón y yo oíamos sin escuchar y sin atender, realmente. Seguíamos bajo las trompetas del cementerio del Este, las trompetas de Jericó que iban a conmover la Tierra. La realidad nos obligaba de pronto a tomar posiciones serias. Nosotros, máquinas de la risa, debíamos convertirnos en príncipes de la seriedad, así, de pronto, y no era fácil. Muchas máquinas de la risa morirían sin dejar de reír o de hacer reír en aquellos días. Y algunos de los invitados iban desapareciendo con expresión inquieta.
Había que situarse. Así dicen los políticos cuando hay un cambio de régimen, o al menos de gobierno. En esos casos situarse representaba adaptarse para evolucionar hacia algo mejor. En el caso presente era más bien eludir la catástrofe. Yo me daba cuenta, porque las cosas comenzaban a hacerse irreales a mi alrededor. Se oían los ángeles trompeteando en las Ventas del Espíritu Santo, como los ciervos pirenaicos en la brama.
PILI.—¡Virguerías dice Any! A todo le llaman ahora virguería.
LA NIÑA DE LA ORQUÍDEA MOJADA.—Mi hermano el capitán dice que en la vida sólo hay virguerías o cabreamientos.
LOLI.—Cabreos se dice.
PILI.—Esa es una palabra prohibida. No sé por qué. Hay cabras y cabros. El cabro es el marido de la cabra. Y el cabro brinca por los montes. La virguería es algo así como el cabello de ángel y el cabreo lo contrario.
ANY.—Es un enfado así como diabólico.
PILI.—Cabello de ángel y cabreo no pegan.
Oyéndolas, yo pensaba: «Son hermanas o hijas de militar. Más bien hermanas. Porque los militares viejos son más cuidadosos con el lenguaje familiar. Los jóvenes hablan en su casa como en el cuarto de banderas y las hermanitas vírgenes los imitan sin saber lo que hacen. Virguerías y cabreos. Todo en España había sido virguería hasta el golpe militar de 1923. Desde entonces todo iba a ser paquete y cabreo. Y las niñas lo repetían como loritos amazónicos».
Pero Ramón y yo estábamos aún mentalmente en los porches de ladrillo rojo del Este. Bajo los ángeles que anunciaban con sus largas trompetas la gran faena del Faenas. Es decir, propiciada inocentemente por el Faenas, como suelen propiciar las catástrofes históricas. Así, con el affaire des diamants del cardenal de Rohan y María Antonieta antes de la degollina francesa. Pero ahora no había cardenal ni diamantes en Madrid, sino virguerías y cabreos. La niña que movía el rabo inútilmente lo había dicho. Yo la miraba con la imaginación perdida en los porches de ladrillo rojo y me decía: «Pronto vais a tener hambre canina y frío felino y miedo cerval, en los largos inviernos de Madrid. Pronto vais a tener carne de gallina, ceguera moral de topo, frío de mármol, inquietud mercurial, insomnio de gallo viejo, cansancio de beduinas caminadoras, desesperanza de reos de checa (reas, ¿por qué no reas?), hormigueo en la nuca como los del pánico nocturno, ronquera de oso (de osa virgen), amargor de raíz malvavisca, salsedumbre de alga, ridiculez de víctima (hay un grado de ridiculez en la desgracia), desesperación de gallinas atrapadas, acidez de limón verde, vergüenza de hembras no solicitadas o de hembras violadas, temor de conejitos de indias, fastidio de ratas solitarias, humor de melindres pasados, fervores de viejas de miriñaque, angustias de calvario de tramoya (comparables a las del Gólgota), ironías de viejas con dispepsia, calambres de ahorcados, vergüenzas de turistas cuyo cheque no llega, disenterías de bebés (pañales mojados), arrebatos de furcias, recelos de brujas por el riesgo del quemadero, perplejidades de preñadas vírgenes, contracciones de píloro, hambres confesables (ahora sí), nalgas caídas rebosando en la silla. Pronto tendréis —y bien lo siento, porque no soy sádico, todavía— propensiones de verduguitas amateur, exterioridades marchitas delante y detrás, sesgos fuera de medida, contornos sin el límite de la gracia, aliento con olor de altramuces mascados, digestiones de lentejas verdes, minuciosidades (ya no virguerías) de mendiga, circunstancias de luto, orina frecuente provocada por el resquemor, curvaturas sin sentido, quereres y no poderes extenuantes, noches pespunteadas de plomo, tormentas secretas, clorosis sin adolescencia y sin maldita la gracia, profundidades inútiles, tonterías graves y tragedias hilares, ecos sin resonancia, ventosidades de solterona, lejanías frustradas y sin nadie en el horizonte, horas sin números, apartamentos sin distancia, distancias sin seguridad ni lejanía, escozores sin motivo y urticarias sin ortigas, bendiciones sin gracias y maldiciones sin odios, hematomas sin besos y besos sin succión (como los que se dan a los parientes que acaban de morir)». Sí, todo eso iban a tenerlo pronto las pobres niñas merecedoras. La vida iba a mostrarles sus trasfondos funestos. Iba a mostrárnoslos a todos, pero uno estaba ya prevenido. Entretanto, la sala donde se celebraba la fiesta iba iluminándose con los apliques de las paredes (cada uno con dos caperucitas de seda amarilla). La luz de fuera (tarde, declinante) chocaba con la de dentro y los apliques parecían candiles de Bagdad lejana.
LOLI.—(Alzando la voz). El Faenas lo ha matado, pero no ha sido confirmado aún. La radio dice que no está confirmada la noticia.
YO.—(A Ramón). ¿Qué hacemos aquí? Los otros parece que se han ido.
Pero Ramón no me oía. Debía estar con su imaginación también en el Este, debajo de las trompetas de Jericó. Recuerdo que había ido algunas veces al cementerio para acompañar a algún conocido que había perdido un pariente y siempre me había impresionado aquella portada que era como la del valle de Josafat, orientalmente y silenciosamente justiciera. Pero escuchaba a mi alrededor. Una señora entraba con las manos sobre el corazón:
LA SEÑORA DE EDAD.—Lo han matado, a Pepe.
Entonces fue cuando sentí que algo terrible iba a suceder y que era inmediato e inevitable. La víctima había vivido en Zaragoza años antes y sido amigo de mi padre. Hasta que vi que alguien lo llamaba Pepe —como a mí— el peligro me había parecido lejano. El victimado era un hombre honesto que creía en lo que decía aunque lo dijera a veces de una manera demasiado retórica para mis gustos.
YO.—(A Ramón II). ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué no nos vamos?
Estábamos bloqueados dulcemente por Pili, Loli, Suni, Any y otras muchachas frágiles e intactas. Esa cualidad de lo intacto hacía de las culitrosas personas vagamente sobrenaturales. Aunque yo estaba vacunado, en definitiva. Yo tenía un ángel que me acompañaba y me inmunizaba: Valentina, con su risa cristalina y sus grandes ojos seguros de la vecindad propicia de Dios.
Mirando a las chicas, yo volvía a pensar (desde las arcadas bizantinas de Jericó): «Nada tiene remedio. Vuestro Faenas —que consideráis vicioso— os condena desde ahora sin saberlo (y contra su expresa voluntad) a una especie de desaliento invernizo del que no os recuperaréis ya nunca». Pero las chicas parecían superiores a cualquier forma de tragedia. Debía tener algún mérito la cursilería, cuando podía superar la tragedia. Más tarde comprendí que no la superaba, sino que era incapaz de alcanzar su tronitonancia. Pero las limitaciones de la cursilería, cuando esta era adolescente, no carecían de encanto. Y desde los porches rojizos de Jericó yo seguía diciéndome a mí mismo: «¡Oh, trompetas de Jericó! (nombre que en hebreo quiere decir fragante). ¡Oh, Jericó!, ciudad lunar soberana desde cuyas torres se ven los barcos del mar Negro con sus pescadores de hombres. ¡Oh, Jericó de los cananitas despojados por Josué!, destruida y reconstruida más tarde por Herodes el Grande. ¡Oh, Eriha moderna con tus trompetas ralladas que ahora tenemos aquí!». Id cementerio del liste me parecía a mí Eriha (el nombre iba bien con su arquitectura). Y las trompetas parecían traídas desde el Deuteronomio y desde los Macabeos para los asesinatos de Madrid. Miraba a las muchachas y me decía, lleno de una compasión mezclada de deseo: «Nos llega a todos la hora detrimental, especialmente a vosotras que salís del baño para la unción de nuestros ojos carniceros. Nos llega a todos el decaimiento progresivo que sólo podremos conjurar en un lado y otro con el crimen. Vais a conocer la postración, la dimisión, el agobio y el anonadamiento».
UNA VOZ LEJANA.—Lo han matado, a Pepe.
Yo me sentía a mí mismo en aquel Pepe dislacerante. «El desistimiento y la vileza que a veces lo acompaña, vais a conocerlos desde ahora. Yo sólo los había presentido, pero están llamando ya a todas las puertas. ¿Qué hacer, ¡oh vírgenes de España!, tan propensas a cualquier clase de anuencia?». Por el momento, ellas miraban los pantalones de algodón veraniego de Ramón II y parecían estar formando su composición de lugar. Se preguntaban si no formaríamos parte de los grupos agresores y culpables. Al menos, oíamos la noticia sin otra reacción que un poco de palidez en la frente (un amarillo cambiante de culpabilidad), aun sin ser culpables por acción ni por omisión.
La señora que daba grandes voces venía hacia nosotros preguntando con la mirada.
YO.—Señora, lamento de veras lo que ha sucedido. Yo no sería nunca capaz de una cosa como esa.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Pero ¿qué hacen?
YO.—Nos hemos ido con la imaginación a Eriha.
LILI.—¿Compungidos?
YO.—¡Quién sabe!
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—¡Señor!
CORO DE VIRGOS.—¡Qué va, qué va! Nuestra oportunidad no ha llegado todavía.
Mi amigo Ramón y yo estábamos consternados. Aquel asesinato camino de Eriha iba a hundir el país en el caos. Lo de menos era la guerra que se veía venir (al fin, una guerra es como un duelo que bajo las normas del marqués de Cabriñana tiene todavía alguna decencia). Pero veíamos venir otras cosas más cruentas e inconfesables. Me acerqué al balcón y vi en el entresuelo de la casa de enfrente el anuncio de una clínica:
Enfermedades Venéreas
(De cien casos, noventa y ocho curas)
Por el doble sentido humorístico del anuncio conseguí evadirme un poco de la realidad, pero en aquel momento llegaba alguien (un hombre ya entrado en años) con barba blanca y guedejas tipo restauración. Al verlo, Ramón fue sobre él y comenzó a hablarle. Debía ser el caballo blanco de la poesía; es decir, alguien de quien esperaba Ramón ayuda económica para publicar una revista (una de esas hojas efímeras donde hacen sus equilibrios media docena de jóvenes a quienes podríamos llamar los casquilucios de la metáfora), Ramón hablaba, hablaba, accionando con énfasis. El caballo blanco parecía desinteresado y quienes escuchaban mejor a Ramón eran las muchachas.
Un amigo nuestro, joven gallardo, que se llamaba José y tenía aire de compositor vienés (también podría haber actuado en un film como hijo de Guilermo Tell), había propuesto el título de aquella revista, pero Ramón dudaba si aceptarlo o no. Después del anuncio de aquella clínica con sus noventa y ocho curas y sobre todo del asesinato en el autocar, el título parecía un poco extemporáneo. El caballo blanco insistía en averiguarlo y hacía de ello cuestión sine qua non. Tanto insistió, que Ramón tuvo que decirlo:
—Nuestro amigo José lo propuso, el título.
—Pero ¿cómo es?
—Espero que no lo tome a mal.
—No quiero comprometer de antemano mis opiniones.
—Pues el título es…
Seguía vacilando. El coro de los virgos encornadores gritaba al unísono:
—¡Dilo, por los clavos del Señor!
Y yo, viendo que Ramón no se atrevía:
—El título es un poco largo, ciertamente. Pero no es cuestión de longitud, sino de poder expresivo. El título es: Las cosas van poniéndose de tal forma que se podrán enamorar los sacerdotes.
La señora de las voces acudía extrañada y nos miraba a los tres, por orden de edades.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Esto es andar de zocos en colodros.
LILI.—Callarse, que vamos a jugar.
ANY.—¿A qué?
LILI.—Al matarilerón.
CORO DE VIRGOS:
¿Dónde están las llaves
matarile, rile, rile
dónde están las llaves
matarile, rile ron?
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Esto es cacarear sin poner el huevo. Pero a mí poco me importa.
EL CABALLO BLANCO.—¿Qué quiere decir?
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Veremos lo que pasa. De momento, las exequias. El sepelio con todos los honores. Capilla ardiente, sacramental, esquelas. Túmulo, catafalco. Hay que salir de aquí a uña de caballo y dirigirse a Eriha, como dicen esos jóvenes. No esperar aquí el santo advenimiento. Hacen falta misas de cuerpo presente, de terno y requiem, con las gregorianas de la octava. Yo me encargo de eso, como de imprimir los recordatorios y las bulas de difuntos.
CORO DEVIRGOS.—Matarile, rile, rile…
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Yo buscaré el altar de ánima y el paño de tumba, con calaveras y huesos cruzados y gotas de cera y todo. Sobre los responsos, no sé qué hacer. No faltará quien les dé a mis gestiones carácter político. Ustedes, jóvenes, me están mirando de cierta manera. Como si no estuvieran muy convencidos. Yo sé que en esto, como en todo, hay que menear las tabas y hacer gestiones. Algunas por teléfono, pero las más, personalmente, de coz y codo. No hay que exagerar. No se trata de saltar por las picas de Flandes, pero hay que hacer algo, o sobre ello, morena.
CORO DE VIRGOS.—¿Quién las irá a buscar…?
En los apliques amarillos de los muros un halo de réquiem iba cuajando y no sabía si rezar por el muerto —hombre honrado, al fin— o comenzar a golpes con toda aquella gente que estaba allí.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—(Metiéndose un pañuelo de randas en el descote y torciendo el cuello con mimo). La era tumultuaria va a comenzar. La sarracina y la zurribanda. Me huele a chamusquina y me da en la nariz que la gente le ha encontrado el pelo al huevo.
RAMÓN II.—Eso es verdad. Se va a armar la gorda. No hay quien lo impida.
Una señora llegada de Lima se asomaba a una puerta estrecha y alargaba el cuello con un mohín amargo:
LA SEÑORA DE LIMA.—¿Qué hacen todas aquí? ¡Mariconas!
RAMÓN II.—(Resentido). Yo no soy mujer. Si me insultan, que sea como hombre.
LA SEÑORA DE LIMA.—Lo de mariconas iba por las niñas. A ustedes habría que llamarles de otra manera.
RAMÓN II.—(Retador y con las de Caín). ¿Cómo? ¡Se guardará mucho!
La señora de Lima desaparecía del vano de la puerta. Y la de las randas volvía a hablar: «Todavía anda la paz por el coro, pero comienzan en todas partes las discusiones sobre si fue o si vino y los mastuerzos venga a trabarse de palabras. Antes de la noche andaremos a tres menos cuartillo y apuesto a que mañana nos hemos tirado los trastos a la cabeza. Los machos tienen sangre caliente y comienzan a darse de las astas, los de un lado ras con ras, los del otro zarpa a la zarpa. Y a renglón seguido, la artillería en la calle, es decir, primero las tanquetas. Y ustedes, ¿qué hacen ahí, gallipavos? Hay que meterse en docena. Eso del párrafo aparte no va conmigo. Ni fríos ni renegados ni apóstatas. La alferecía se impone más o menos provisional como ejemplo de empuje y de honrada lidia. Los otros están creciendo como la mala hierba».
LA MUJER DE LIMA.—(En la puerta). ¡Mariconas!
RAMÓN II.—Aquí no todas son hembras. Y mucho ojo con lo que se dice.
LA MUJER DE LIMA.—(Apareciendo otra vez). ¡Maricones!
Ramón II gruñía sin atreverse a protestar, ya que al fin se trataba de una extranjera que había llegado a la boda de su sobrina.
CORO DE VIRGOS:
Yo las iré a buscar,
matarile, rile, rile…
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—(Dirigiéndose a la mujer de Lima). ¡A lo que estamos! No hay que tragarse la píldora ni comulgar con ruedas de molino. Desde que ha pasado lo que ha pasado yo no tengo prójimos y me están creciendo pelos en el corazón. La que tenga tan malas tripas como yo, que me siga. Yo seré la primera que meta el palo en candela y a los demás que les toquen seguidillas manchegas y yo les daré en la caperuza, a la tercera mudanza. No estén ahí hechos tres pavesas, el caballo blanco de la poesía, los suripantes y los coimes. El caballo va de rocín a ruin, y yo me entiendo. Remisos y blandengues son los jóvenes de ahora, mientras que las hembras como yo echamos por la calle de en medio, listas a la venganza. Yo, con la manta liada, voy a dar una de pópulo bárbaro.
LA MUJER DE LIMA.—Eso es verdad, mariconas. O herrar o quitar el banco.
Pensando en Eriha, en las trompetas de Jericó y en la honesta víctima, Ramón y yo nos decíamos que toda la violencia de la historia iba a desencadenarse. Volvía Ramón a hablar del affaire del cardenal de Rohan y de las guillotinas, y yo pensaba que ya no se usaban, aunque cada vez que veía la cabeza de la mujer de Lima las echaba de menos. En aquel momento y en todo el país se estaba fraguando la violencia, y lo peor era que en los dos lados tenían argumentos igualmente lógicos.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—(En el centro de la sala y alzando todavía el pito con escuarzaguicos en la gorja). Yo doy libelo de repudio y levantó la férula. Yo en nombre de mis antepasados. Yo, con los causahabientes por el huevo y el fuero. Yo, in utro que jure y por mí misma y por derecho de gentes. Yo, con el índice expartatorio de los ultramontanos, apelo al privilegio del capelo y del cañón. Nadie sea absuelto ab cautela.
EL CABALLO BLANCO DE LA POESÍA.—Las cosas se están poniendo de tal modo que podrán enamorarse los sacerdotes.
Las trompetas de Jericó las oía en el vano del balcón. Y las voces de la ala se diluían en los metales vibradores.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Excomunión Jerendae sententiae! Es natural que en los primeros días nadie dé pie con bola, pero no se perderá la tramontana. Esos jóvenes del balcón me huelen a cuerno quemado y a plebeyez stalina; pero mucho ojo, que cada paso es un gazapo y a nadie se le cuece ya el bollo. Y lo confieso en este primer día de la nueva era: inverecunda soy. Inverecunda moriré.
Preguntaba yo a Ramón:
—¿Qué es eso de inverecunda?
—Cállate y escucha. Quiere decir desvergonzada, y esto va de mal en peor.
El autocar de los guardias de asalto (ensangrentado) volvía haciendo sonar la sirena. En otros lugares caían hombres del pueblo igualmente inocentes, pero anónimos, La impersonalidad era virtuosa y por eso los mártires impersonales tenían derecho a ganar la última batalla, pero, de momento, la primera la ganaba aquella mujer gritadora.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Desenmascaradamente y no ab procuratio. Dios han dado la campanada y nosotros acudimos al somatén. Hay quien comienza a decir: entrémonos, que llueve. Pero va a diluviar y no precisamente agua. Van a diluviar sapos y culebras. El Faenas ha derribado la silla y yo derribo la mesa. Echémoslo todo por la de Pavía y suenen los órganos de Móstoles. Al baile todos, aunque no pegue el son con la castañeta. Usted, señor caballo blanco, no se salga por peteneras, que yo le haré apearse. ¿Qué pregunta usted? ¿Que quién soy yo? Yo soy la de ayer y todos hemos pisado mala hierba.
YO.—¡Esto es ya demasiado!
RAMÓN II.—Cállate, que la historia se ha detenido. Con la muerte de la noche pasada, la historia va a detenerse. No más progreso, no más libre examen, no más diálogo. Este es ya la rehostia, el desmigue. Cállate y a ver cómo salimos de aquí.
LA NIÑA CULIRROSA.—Pasarán sobre nuestros cadáveres.
YO.—Cuando esas niñas hablan así, no hay remedio. Hay que ver cómo salimos de aquí. Todo el mundo se juega las diez de últimas.
RAMÓN II.—¿Quién las perderá?
YO.—Todos las han perdido ya. Los blancos y los negros, los buenos y los protervos. La gente está corriéndose, sin sentir, hacia la orilla donde los locos sonríen. Cuando eso sucede, se acabó.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—El surco está abierto para cada cual y el más listo que se lance el primero. España es ya la casa de tócame Roque, pero el toque pincha. Los más sutiles buscan la deyección del lagarto para hacer ensalmos, pero el que cayó ha caído y el que está de pie que mire dónde lo pone. (La señora se dirigía al coro de los virgos). Se les fue la oportunidad, niñas mías. No hay que dejar verde ni seco. Arruinaremos el solar de nuestros padres y lo sembraremos de sal. Ustedes llevarán el saco.
LA SEÑORA DE LIMA.—(Todavía asomada al vano oscuro de la puerta entre dos apliques amarillos con sus nimbos). ¡Mariconas!
RAMÓN II.—Esto pasa ya de castaño oscuro. ¿No te parece?
YO.—Cállate, tú.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—La deuda nacional se desconsolida, pero iremos en harapos al fregado. Entre lo vivo y lo pintado, un ahorcado. Perdida está la patria como Carracuca, y el berenjenal se va a regar con sangre. La hazaña y la cizaña y la telaraña campan por España. El cisma, la crisma y la morisma asoman por Cádiz. La crisma del descrisme. Y el descrisme de la carisma.
YO.—¡Qué raro! Está blasfemando.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Caballeros y niñas empezonadas: se abre la era de la zarpa a la greña, la era de la hoguera sanjuanera que quema los cuerpos y salva las almas. Zegríes y abencerrajes unidos contra los guajes y las furias de las Asturias. Todos a picarse las crestas y nadie me busque la lengua, que diré lo que nunca se ha dicho. A cencerros tapados lo mataron y a cencerros tapados mataremos. Ese caballo blanco tiene la cabeza a las once, y si alguno se pavonea lo capolaremos para el engorde de la pascua. ¡Cristo con todos y, Santiago a caballo! Dicen que el pueblo tiene razón. Yo se la quitaré a torniscones.
EL CABALLO BLANCO DE LA POESÍA.—(Tratando de restablecer la paz y dirigiéndose a los virgos.). Oiganme, criaturas:
¿Va a morir el señor del océano
el que acorre a la hiena en sus amores
y a la garza en su vuelo de verano
raudo por celos?
YO.—Eso no viene a cuento. Yo quisiera irme con los míos.
RAMÓN II.—Los nuestros.
YO.—¿Dónde están? En todas partes menos aquí. ¡Vámonos!
Se interpuso la Señora de las Voces, cubriendo la puerta por donde se asomaba la mujer de Lima.
YO.—Es que hace calor.
Detrás de mí hablaba alguien.
LILI.—Yo tengo que asistir a la boda de mi prima. Los oficiales le harán un túnel de espadas desnudas.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Ya no seréis culirrosas, sino culipardas, porque la guerra se nos viene encima con sus naturales escaseces.
IRENE.—(Asomando en la puerta donde antes se veía a la mujer de Lima). Me voy, porque soy la que guarda el fichero de la Falange.
Era una mujer hermosa, y demasiado delicada para aquella misión. Me daba pena. Ella miraba a Ramón y no a mí. Me daba envidia.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Harina de otro costal. (Al caballo blanco). El señor del océano nos tiene sin cuidado. Irene va a ir a salvar el fichero y ustedes (por Ramón y por mí), cualquiera que sea su credo…
—Somos descreídos, delante de las mujeres —dijimos a un tiempo Ramón y yo.
LILI.—Quiere decirse que nos ningunean.
RAMÓN II.—No, vida mía. Quiero decir que no peleamos con las feminas nuptiatis.
Unas sonrieron y otras arrugaron el ceño. Había allí de todo. Lejos, por las ventanas y los balcones de la calle, se oían los aparatos de radio a todo meter y había proclamas rojas, azules, verdes. Todo un arco iris, y no de bonanza.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—(Tratando de cubrir las de las radios). Estas niñas han sido hasta hoy lo que yo llamo derramasolaces, pero ahora se acabó la calma y no habrá jolgorio sino para algunos arciprestes. Hay otra sentencia con ejecución aparejada. He oído decir algo a ese joven que se recata al lado del balcón. Ha dicho que soy la máquina de la risa. ¡Vaya risa! Máquina o no, voy a tener un día la sartén por el mango y a llevar por los cabezales a más de uno. Máquina de la risa o no, ahora lo veredes, dijo Agrajes. ¿Qué? ¿Que la pelota está en el tejado? Quizá, pero las pelotas están donde siempre y hay que darle al prójimo contra una esquina mientras no declare sus creencias. Si somos hembras o no, eso habría que verlo y Agustinas ha habido en Aragón.
YO.—Y Marianas Pinedas en Granada.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Se ve por dónde respiras, galán. Pero a Mariana la colgaron.
RAMÓN II.—Objecionable.
YO.—Por una hoja de guipur, más o menos, en una bandera de seda.
Parpadearon dos veces las luces de los apliques y Lili gritó como si la hubieran pellizcado.
YO.—¿Dónde está Irene? Que guarde bien el fichero porque yo, aunque enemigo de los falangistas, los tengo por gente de valor físico y los respeto.
RAMÓN II.—¿Tú?
YO.—Sí. Mi respeto para ellos y mi pasión para el pueblo. Yo soy hombre del pueblo, como sabes.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Pasó el tiempo de las caballerías. ¿Tú ves lo que dicen ahora las radios halconeras? Que el incidente sangriento de anoche se ha confirmado. El Gobierno lo lamenta. Los terroristas actuaron por cuenta propia y el Gobierno se sacude el muerto. Pero el muerto no se va y quedará pegado a cada cual como la sombra al cuerpo. ¿Qué dicen ahí? ¿Como un aeróstato? ¿Flotante sobre el campo de batalla? No es mala manera de comparar. Si el Gobierno consigue salir de Málaga será para entrar en Malagón. Entretanto, aquí estamos papando moscas. Tú, Lili, no trates de ir a la boda de tu prima, que llegarás tarde. Deja que sea tu prima, ella sola, quien le dé la tostada a su cortejo. Irene, no te vayas. Ya sé que eres una virgo fidelis y que no guardas fichero ninguno. Eso lo dicen los de la Falange para despistar, y tú lo repites porque te lo mandan. Pero tú no has guardado fichero ninguno. Es un truco que podemos llamar de contraespionaje. Lo digo porque a estas alturas ya no hay truco que valga. Lo dices tú con la boca chiquita y yo sé dónde está ese fichero y quién lo tiene, y no lleva faldas el que lo guarda. El contraespionaje tiene sus enredijos, y el que tiene el fichero es un varoncete de barba sobre el hombro. Nadie salga de aquí todavía hasta ver lo que dicen las radios y por dónde apunta el sol. No hay que meterse a averiguar la renta del excusado y lo que sea sonará. Ahora habla don Diego de Sevilla. ¿Eh? Don Diego de Sevilla. Parece el título de una comedia. Don Diego, que se abre, de noche y se cierra de día. Y dice que ofrece participación en el gobierno a los contrarios. Quiere parar de tenazón, pero no le vale; que el golpe va bien dirigido y el caballo desbocado. Don Diego, grado 33, hombre del pueblo, agudo y honrado, que a mí no me duelen prendas. Pero tardío, don Dieguito. Abrete también de día y mira alrededor, que vas a ver cosas. Dieguito de noche, también a mí me gusta la gente de Sevilla y la bondad de palabra y hasta de corazón, pero too little and too late. Que si subiste por la escalinata, bajarás por la zancajera, dicho sea con respeto. Entretanto, confesáis el desafuero. Culpa no la tienes, Diego, ni la tiene Santiago y menos Manolo; pero es igual, porque habéis criado a vuestros pechos a los sucedáneos y estos se han desmandado. Ahora nos vamos a desmandar todos, ojo por ojo y diente por diente. Anda, escríbele una carta en letra procesal antigua al musiú de Mompellier con tu firma y rubro. Que prepare las cosas para la propaganda exterior. A calamo currente. Y hazte pintar un retrato a la chamberga. Tu estrella se apaga y la mía luce. En todo lo descubierto del orbe se va a hablar de los sitios y los troyanos otra vez, y los unos y los otros recogerán aplausos y maldiciones según el temple y el destemple de cada manús. Y un día, la mitad de España criará malvas y espárragos y la otra mitad se irá a freírlos a barlovento. El pobre pueblo que pagó la monarquía pagará la República y sobre sus lomos se levantarán estructuras palabreras nuevas y nuevas fortunas. Va a ser un buen desfile de figuras de cera, ¡oh, don Diego de Noche! Una serie de cuadros disolventes, la verdad. Sobre un horizonte artificial donde cada cual erigirá su castillo de naipes. Yo no me quejo. De menos nos hizo Dios.
CORO DE VIRGOS.—Matarile, rile, rile…
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Por las vértebras cervicales me corre un calambre, por las dorsales un remejimiento y por las lumbares un contraparalís, mientras el huesito palomo se está en su sitio como si tal cosa. Estos tres días que vienen nos van a decir cuál será el destino de cada cual y entre ellos habrá uno estacionario o transitorio —quién sabe—, inmóvil o inestable, eso ya lo veremos. Por lo indeleble de la luz de ese día sabremos nosotros cómo afrontar el de la eternidad, si tiene afronte, de veras. Pronto se sabrá. Ahora, prepárense las niñas a la ley del estampido. Habrá reventazones de aire y de metralla, voladuras de puentes y de occipucios, habrá deflagraciones con retardo y sin él, barrenos de paso a nivel y terrapleneros —yo pensaba en el Bronco—, crepitaciones de tubo giratorio y de tuboquieto, habrá esquilmos y esquileos y banderas, banderolas y banderines —sin contar los estandartes de la caballería, aunque parece que ya no se usa—. Mi estrella es Saturno, la de los venenos prontos, y la de don Diego es Venus, la del amor. La mejor estrella la lleva cada cual entre pecho y espalda, en su sancta sanctorum: pero ya va siendo mucho cuento el de los corazones y los incordios, que todo es uno. Hace poco he oído decir que con la tragedia de anoche la historia se ha detenido, pero ¿no será que se ha acelerado? ¿No? ¿Y quién es usted para decirlo? Usted puede ser alguien y puede no ser nadie. Supongamos que es alguien y aún más que alguien. Supongamos que le habla a Dios de tú. A mí se me da igual. De los de su clase entran pocos en libra. Y en docena. Así y todo, puede que al opinar se salga usted de madre. ¿Se detuvo la historia, eh? ¿O dio marcha atrás? Hay maneras desatinadas de opinar, eso es. Y ya se sabe, albarda sobre albarda. Veo que a usted no le importa pecar por carta de más, aunque vea que se le sale el portón de quicio. Bien; pues yo le digo que la historia no se ha detenido, sino que ha dado un brinco. Puede que las democracias estén de más. ¿Que no? Bueno ¿y cómo lo sabe? ¿Que no se puede gobernar sin el consentimiento del pueblo? ¿Está seguro? Cuidado, no vaya a salirle la verdad a la cara. ¿La historia se ha detenido? Y ¿qué dice usted de mí? ¿Que soy una destrozona? ¿Yo? ¿Porque hablo así? Usted es un espantapájaros. Yo le sacaré mentiroso si vivimos tres días más. ¿Eh? Ya veo que le gusta asirse a las ramas, a usted. Pero no pasará el río. Aquí no hay ni rey ni Roque que pueda demostrarlo. ¿Las masas ascendentes y los cuadros regresivos de la oligarquía? Ateme esas dos moscas por el rabo. Aquí no regresa nadie, sino el camión de los guardias de asalto que vuelve de ese lugar que usted llama Jericó. Los del requiescat in pace. Con la paz, por muy democrático qué sea, no se anda camino. Quedarse a papar moscar y a gozar del chascarrillo o de la cantinela no es de hombres. Pero cuando hay petardito, la historia marcha adelante. El fulminato de mercurio ha hecho por el futuro más que todas las palabras de ustedes. ¿Qué yo no sé quién es usted? ¿Está seguro? Por el hilo de Marianita se saca el ovillo de Riego y de Anselmo Lorenzo, mira este. La pólvora acorta el camino. Riego no riega nada, pero el algodón pólvora empuja el hierro hacia alante, y detrás viene lo que yo me sé. La nitroglicerina rige el mundo y el mundo empuja la historia. De la guerra salen inventos y de los inventos una guerra nueva, y la humanidad no anda marcando el paso sino a trancos y barrancos. ¡Menudo tranco el que ha comenzado hoy, gachó! Vamos a echar con cajas destempladas a todos los zarramplines. Se van a ir con un pie tras otro. Sacramentada está la desgracia, no me haga usted reír. ¡Un buen ataúd de plata le vamos a hacer!
Yo veía en aquella hembra a la destrozona de los alborotos. Veía más exactamente a Benito, el hijo de la Barona, con los cencerros colgando del cinto corriendo a grandes trancos por la aldea del viejo Luna y buscando las onzas de la vecina. Diez mil onzas, cinco mil onzas peluconas; luego, conformándose, con tres almorzadas, luego con una, pero tranqueando y barranqueando detrás del oro. Aquella mujer debía llamarse Benita y estaba defendiendo su conque. La faldeta le salía por debajo de la chambra y llevaba almohadas de preñez en la cintura; es decir, más bien pechos falsos que le resbalaban y se le quedaban abajo como vientre de hembra grávida.
YO.—Usted es una pelleja.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—¿Yo?
YO.—Una pelleja fétida.
La mujer de Lima asomaba a la puerta entre los dos apliques encendidos y abría la boca, pero antes de que hablara protestaba otro grupo de niñas —las Prosopopeyas— de las que no he hablado aún:
CORO DE LAS PROSOPOPEYAS.—¡Nos llama mariconas!
YO.—En Lima llaman así a las mujeres para poco.
LILI.—Yo no soy para poco. Depende del caso.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—Ya lo oyes, caballerito. Del caso y de la casa. Porque el caso de estas chicas medionubíleras requiere casa y quinquenios. Tú no tienes lo uno ni lo otro. Solo una pistola química y alevosa, que mata sin sangre (oyendo aquello yo me avergonzaba, la verdad). Y todo lo que traes es falsedad y cuento. Tienes tus valimientos, aunque no tantos como el llamón que escucha ahí sin chistar; tienes tus dobleces, pero no tantas como el caballo blanco de la poesía. Tienes tus fondos falsos, pero de poco te sirve porque yo los veo. Te enamoraste como las plantas que vienen tempranas y se hielan con la primera rosada, así te pasó a ti. Todo lo ves negro. Y buscas camorra, al menos de boquilla. Es lo que pasa desde que el sol alumbra. Tienes papeles y tienes ideas, pero los papeles están mojados y las ideas son trasnochadas como las de don Dieguito, que les echa la conversa por la radio a los navarros. Haces a dos caras, pero conmigo no te vale y cuando hablas de estas cosas lo haces de dientes afuera, porque la planta prematura no llegó a dar flor. Yo lo sé. Con tu pistola has asentado crédito, pero si no lo empleas no alzarás cabeza de linaje. Alguna verdad has visto y la sigues, pero no la alcanzarás ni con galgos.
Yo me acordaba no sé, por qué del intento frustrado de acabar con lodo (cuando en las afueras de Alcannit recibí la rociada de aguas sucias del tren). Tal vez tenía razón la destrozona y yo era sólo un espantapájaros que antes que nada se espantaba a sí mismo. Hay que ver el miedo que deben pasar esos espantapájaros solos en la noche o alzados en el campo de batalla. Así me pasaba a mí, entonces.
Y las trompetas de Jericó seguían sonando.
YO.—Cada cual ha plantado su semilla y ha llegado el momento de verla crecer.
LA SEÑORA DE LAS VOCES.—¿Qué clase de planta era la tuya? ¿Plantaina para los canarios flauta? ¿Melisa para el agua samaritana contra los nervios? Tu planta era el bálsamo de la Meca al que se agarran las cantáridas. Yo sé lo que digo. El amor de los mecatecos por su Dulcinea y, en el otro extremo del espinazo, la herramienta que se excita con la cantárida. Eso es. Mira a la calle. Se oyen voces. Hay manifestaciones y banderas. Dicen que quieren ir al cuartel de la Montaña, ¡que vayan! Pero la historia no se ha detenido. Allí se les dirán de misas. ¿No vas tú también? Anda, que tal vez necesitarás pronto las misas de réquiem.
YO.—Vieja puta.
CORO DE LAS PROSOPOPEYAS.—¡Ay, mamá, qué noche aquella!
RAMÓN II.—¡Callarse!
Las niñas cantoras del matarile eran también, sin darse cuenta, las prosopopeyas chicas, cada una de las cuales representaba un elemento del día meridiano. Del día infinito con dimensiones interiores, que maduraba. Lili era el azúcar parlante, sólo que como todos los azúcares podía convertirse en el hidrocarbono explosivo. (Hidrato de carbono amenazador).
Las otras, a su modo, tenían también su sentido prosopopeico; por ejemplo Clori —el aceite—, que como todas las grasas combinadas con ciertos ácidos se hacía detonadora. Y Suni y Any, las virguerizantes del cabreo que hablaban y cantaban el matarile como elementos aparentemente neutros que eran de la conflagración que se acercaba, que había comenzado ya. Eran como la glicera griega con el ácido nítrico de los iberos.
Yo se lo dije a Ramón, y mientras las prosopopeyas chicas y las grandes se alineaban contra el muro debajo de los apliques amarillos, él me dijo:
—¡Qué duda cabe! ¡Debíamos habernos dado cuenta!
La señora limeña se asomaba a la puerta, abría la boca pero no decía nada, ya no insultaba a nadie. En realidad habría sido inadecuado y un poco torpe insultar a las prosopopeyas, todas las cuales juntas y bien armonizadas podían representar por el momento, tal vez (aunque nunca sustituir), a Valentina.
Por la calle pasaban grupos dando vítores. Iban a alguna parte, pero en realidad lo importante era el tremolar de la bandera y el proclamar a voces las pasiones broncas en la calle. Aquello me calentaba a mí el alma. Es decir, me la confortaba. Pero la vieja seguía perorando: «Las fiebres se embanderan, las trompetas vienen de Jericó y no hay otras, puñela. Entérate de una vez. Aquí íbamos a hacer una fiesta y nos salió la cuenta torcida. Era prematura, también. Te convidaron a ti las culirrosas y acudiste, pero luego te arrepientes de haber venido. Así es todo. Vas y te quedas a mitad de camino. No, no me digas nada. Ya sé que estuviste en la cárcel como cada cual. ¿Qué quiero decir con eso? Sólo una cosa: que te dejaste atrapar como un conejo. Y si eso te suena feo, como un lobo en una trampa. Te dejarás la pata en el cepo si quieres escapar. Tú verás si vale la pena. Porque arrastrando el cepo no podrás seguir mucho tiempo y además no irás muy lejos, creo yo. Bien, acudiste a la fiesta con Ramón y con el caballo blanco, pero el regocijo no había comenzado aún cuando llegó el trompetazo. El festival de las culialfeñicales deleitosas. ¿No las llamabas así? La leila quedó en mero proyecto, pero aquí estamos. ¿Qué hacemos? Ya sé que lo mismo para Ramón que para ti, cuando no hay fornicio no hay diversión. La domingada es incompletísima y después de lo que hemos sabido podías animarla tú, podíais animarla los tres con una especie de danza prima. La olimpiada de Jericó. Suena bien, eso. Puro camelo, claro. Las chicas esperaban jarana y tienen que conformarse con el matarite-rileron. Peor para ellas. Ahora bien, yo no sé vuestros apellidos ni vosotros sabéis los míos, y no importa, porque en veinticuatro horas a lo mejor nos veremos en una sala de policía frente a frente. O de juzgado. O en la cárcel, unos como presos y otros como guardianes. Sí, óyelo bien. Ahora, marchaos y Dios os asista, porque el diablo no os ha valido mucho por ahora».
Yo bajé la escalera con mis dos amigos, a toda prisa. Arriba seguían cantando el matarile y, al parecer, bailándolo según el compás de pies. Eran las Prosopopeyas. Entre dos pisos había un ascensor detenido y dentro un hombre de media edad y pelo gris que sacaba un cortaplumas por una ranura de la puerta y lo alzaba y bajaba mirándonos a nosotros con recelo. Yo creo que no se atrevía a pedir auxilio porque temía que los que acudieran fueran sus contrarios y le obligaran a alguna declaración concreta.
Al llegar a la calle seguían oyéndose las trompetas de Jericó y por todas las ventanas salían discursos políticos. «Es frívola siempre, la política». En un tranvía detenido, alguien iba rompiendo los cristales a codazos. Yo pensé: «Lo hacen con los codos para no cortarse las manos con los vidrios. Buena idea».
Luego, los tres amigos nos separamos entre impacientes y desalentados.
La guerra había estallado y algunos de nosotros íbamos y veníamos sin saber dónde estaban los amigos ni los enemigos, porque no se habían estabilizado aún los frentes. Iba yo con el coche de uno de los Ramones hacia el norte y era detenido en los cruces de las carreteras unas veces por los republicanos y otras por los nacionales. Mostraba mis papeles falsos con mi nombre nuevo —Ramón Urgel—, que no sé por qué causaba respeto. Recordaba aquel cuento del chinito en tiempos del kuomintang, que yendo y viniendo por territorio no identificable, cuando un centinela le daba el alto y le preguntaba: «¿Qué partido?», respondía: «Pues di tú primero».
Pero no era cosa de broma. En algún pequeño malentendido podía dejar la vida tan sencillamente como una oveja deja el vellón en la zarza.
Aquel día transitorio que duró más que ningún otro en mi vida tuve experiencias de todas clases y sufrí más de un malentendido. Voy a recordarlo minuciosamente para explicar el carácter de las relaciones humanas en aquellas horas y porque me encontré con el Palmao —el de Alcannit—, que llevaba también una identificación falsa (más tarde lo mataron en un choque en las afueras de Sigüenza). Del Palmao sólo diré eso: que lo mataron antes de que yo pudiera preguntarle por Isabelita.
Fue precisamente en esa antigua ciudad donde una patrulla de nacionales (antes de fijarse la divisoria y en plena confusión) me salió al paso y me llevó nada menos que a Burgos. Tenían allí ya montado el tenderete policíaco con gente profesional de Madrid. Yo estuve unas horas en Burgos, en las oficinas de la comisaría general, hasta que comprobaron que el coche era mío (falsa documentación bien preparada), lo que ya era un paso hacia la confianza y que mi nombre, Urgel, no estaba en las listas negras. ¿Cómo iba a estar? Mi amigo no tenía antecedentes políticos de ninguna clase. Pero tuve que esperar en las oficinas de la comandancia varias horas, durante las cuales vi y oí algunas cosas notables. Estaba yo al lado del despacho del jefe superior de policía. Había varias mesas metálicas color verde oscuro y una percha para los sombreros en la que nadie colgaba nada. Entes empistolados y sospechosos entraban y salían mientras yo, para mostrar que no tenía por qué temer, trataba de leer un librito de Pitigrilli y de vez en cuando reía. El posible lector de Pitigrilli era el tipo más tranquilizador en aquel momento. Sugería una especie de joven descuidado y un poco tonto en su inocencia.
Había un hombre de cincuenta años que tal vez era un coronel o un general, con pómulos mongólicos, quizá de origen filipino. Iba vestido de paisano, pero a los coroneles como a los curas se los identifica fácilmente cuando dejan los hábitos profesionales. Además, los otros lo trataban con un tipo de respeto standard y cuartelero.
Con el libro de Pitigrilli en las rodillas, yo escuchaba lo que se decía al lado. Como no estoy seguro de que el jefe fuera un militar y no quiero hacer atribuciones gratuitas, lo llamaré el archicomisario, ya que no hay duda de que como tal actuaba. Por otra parte, si a un comisario se le confunde con un general se siente halagado, y si sucede lo contrario, el general se ofende. Yo no quiero ofender a nadie.
Tenía en el despacho del archicomisario a un secretario de sindicatos socialistas detenido y sometido a interrogatorio. Debía ser un caso grave, ya que lo interrogaba el archi y no un agente de investigación. En la masa verdosa de la habitación donde me habían dejado (de ese color verde botella que sólo se encuentra en los cristales desenterrados de las ruinas de Pompeya), las palabras que llegaban del cuarto de al lado parecían tener colores. Diferentes tonalidades de rojo, desde el rojo grosella y clavel al tomate y fresa madura. Como estábamos en verano, esas sugestiones no me parecen extemporáneas.
Yo oía el interrogatorio dos veces. Una directamente y otra a través de un transmisor de extensión (receptor fijo) que había sobre una mesa y que alguien había dejado, por fortuna, abierto. Las voces directas y las proyectadas formaban a veces una especie de eco en la bóveda del cuarto que parecía una simple oficina, pero tenía antesalas peligrosas alrededor. Vi en seguida que de allí se salía con dos clases de libertad: la libertad civil o la metafísica; es decir, la calle o el cementerio. En el otro lado —el de la República— había oficinas parecidas, pero el estilo era diferente. Ni mejor ni peor, y la diferencia era una cuestión de técnica. En el día transitorio que vivíamos la cuestión del estilo era importante. Yo diría que lo era todo. Ser fusilado de una manera u otra tenía algún valor.
Recuerdo muy bien lo esencial del interrogatorio. Porque eso es todo lo que oí: un interrogatorio.
ARCHICOMISARIO.—(Satisfecho de sí, con voces narcisistas, es decir, cambiantes y polifónicas). ¿Es posible que no haya oído usted hablar de mí? ¿Es posible que usted no conozca mi nombre? ¿No estuvo usted en Barcelona en los años heroicos? Bueno, es usted joven y no me extraña. Póngase en esa otra silla, de espaldas a la ventana, porque al parecer la luz le deslumbra. Ha estado usted tres días en un calabozo oscuro. ¿Tres días? Entonces ha debido ser usted uno de los primeros detenidos por los agentes del movimiento. Tres días y tres noches son setenta y dos horas, el plazo legal de la prisión preventiva. Ya ve cómo yo atiendo a las leyes de la Constitución. ¿Qué dice? ¿Cómo? (Dando un puñetazo en la mesa). ¡Hable usted más alto! Aquí sabemos escuchar, pero para eso es necesario que hable usted, ¿eh? ¿Qué dice?
PRESO.—Tengo sed.
ARCHICOMISARIO.—¡Ah!, tiene sed. ¿Por qué tiene usted tanta sed?, ¿no le dan agua? (amistoso). ¿Tampoco le habrán dado a usted de comer?
PRESO.—Sí, bacalao seco. Me muero de sed. Tengo el garganchón seco y ardiendo.
El garganchón. El preso debía ser de origen campesino, porque sólo ellos hablan así. Un obrero habría dicho la garganta. Aquel preso dijo algo más, pero confusamente, y yo oí sólo la palabra médico. Lo que oía yo mejor era la voz del archicomisario. A juzgar por sus dobles fondos ejecutivos volví a sospechar que era hombre de alguna importancia. Me acordaba no sé por qué del jefe de mi batallón en Marruecos, un tal teniente coronel Cirujeda, bondadoso o implacable según los casos. La asociación me pareció inmotivada y absurda, porque Cirujeda era honrado.
ARCHICOMISARIO.—¿Un médico? El forense. Aquí sólo interviene el forense y eso será después. Usted acaba de hacer una acusación grave contra los funcionarios a mis órdenes y puede ser el origen de un proceso si esa acusación se formula por escrito. De momento, yo, que estoy bien dispuesto con usted, olvido la acusación. A usted le habrán dicho que soy una hiena, ¿verdad? ¿O no? ¿Es posible que usted no conozca mi nombre? Es lo que dicen de mí, que soy una hiena. ¡Qué poca imaginación tienen estos muchachos! Vamos a ver, hable usted. ¿Dónde tienen el depósito de armas, digo, el que escondieron los mineros? Parece que hay treinta y dos ametralladoras, sesenta cajas de munición, ocho morteros con setenta granadas de espoleta (hablaba despacio y vacilante como si estuviera consultando un papel) y seis cajas más de bombas de mano. También tienen la dinamita de los barrenos. Estamos bien informados. ¿Dónde está ese depósito?
PRESO.—Tengo sed.
ARCHICOMISARIO.—Esta mañana dio una respuesta falsa. Comprendo que le marcaban con tanta pregunta y quería usted sacárselos de delante. Digo, a los agentes. A mí no me mentirá usted, ¿verdad? Entre otras razones porque aquí tengo, como ve usted, una jarra con agua fresca. La he hecho traer para usted. Agua fresca como la de los arroyos de la primavera donde beben las ninfas del verde bosque.
Oí un rumor súbito de lucha. Y otra voz, una tercera voz. Deduje que el preso se había abalanzado sobre la jarra de agua y un agente que debía estar en el cuarto se interpuso. En aquel momento yo leía en el libro de Pitigrilli una frase según la cual una señora de clase media se extrañaba de haber hallado en el cuarto de su hija, a quien suponía virgen, un irrigador vaginal. El irrigador vaginal sumía a la familia en confusión. La exclamación de perplejidad de la madre no me hizo gracia, porque estaba atento a los rumores de al lado.
ARCHICOMISARIO.—¿Cómo es eso? Aquí no vale la impaciencia. Toda España está alzada en armas. Sólo España está impaciente. Usted no tiene derecho a precipitar las cosas. Hay que saber esperar. El agua se la daré yo. No quiero privarme de ese placer. (Se oía el ruido refrescante del agua cayendo de la jarra en un vaso. Un vaso ancho y grande, porque el rumor era en «a». Algo así como gargargargargar…, etc. Si el vaso hubiera sido estrecho y alto, el rumor se habrá producido en «o»: gorgorgorgorgor…, etc). Favor por favor. Claro es que el agua no se la voy a dar en seguida, Habrá que esperar a ver si ha dicho usted la verdad. (Volvía a oírse el gargargargar…, etc). Porque a mí no se me imponen términos. Treinta años de servicios y no ha nacido todavía el que me la juegue a mí. Vamos a ver. Usted dijo que el depósito de armas, del que al parecer van a incautarse los sindicatos de la comarca, estaba en… en… (Parecía consultar otro papel).
PRESO.—Yo dije la verdad, pero puede que desde que yo vi ese depósito lo hayan cambiado.
ARCHICOMISARIO.—Así me gusta. Hay que hablar. Para cambiar ese depósito necesitaba la gente del sindicato al menos veinte camiones y no los tienen ustedes. Así es que no me venga con pegas. Aquí está el agua. Además, tengo para usted, si responde honradamente, dos botellas de cerveza frescas. Y para que vea usted que no me duelen prendas le diré que sé dónde está ese depósito. Sus propios compañeros, digo, los que están en el calabozo de al lado, me lo han dicho.
PRESO.—Miente.
ARCHICOMISARIO.—Yo no miento nunca.
PRESO.—Perdone, pero en eso ha mentido.
ARCHICOMISARIO.—No me ofendo oyéndole a usted llamarme embustero. No quiero abusar de mi superioridad. Yo podría responderle a usted llamándolo hijo de puta, pero no serían sino palabras. Está usted en mis manos. Por una palabra mía han ido algunos al otro barrio vestidos y calzados. ¿Voy a ofenderme? Pero tampoco quiero asustarle. Yo, con usted, estoy bien dispuesto. Yo represento a mi país. En cierto modo, también usted. Usted pertenece a los estamentos del trabajo. Pero por el momento tendré que renunciar a darle a usted el agua (gargargargargargar…, eh). El depósito de armas lo tienen ustedes en… bueno, lo tenían en un lugar que yo sé. Con su confesión no va usted a revelarnos nada, porque estoy al cabo de la calle. Lo único que quiero es que demuestre usted que en este momento es una parte de la patria misma que yo represento haciéndome ver su buen deseo; es decir, su buena fe. Eso es. Quiero salvarlo a usted en un momento en que nadie tiene tiempo para salvar a nadie. Usted tiene un compañero de celda y ese compañero ha hablado. Eso quiere decir que ha salvado la vida. Es lo que yo le pido a usted, que me permita salvarle la vida. ¿No le engañaban los que decían que soy una hiena? Desde los años de la monarquía, de gloriosa memoria, me llaman a mí (con suficiencia) la hiena de la comandancia de Barcelona. En la calle de San Pablo, ¿no se acuerda usted? ¿O no estuvo usted en Barcelona?
Yo recordaba, con el libro de Pitigrilli abierto, a aquellas chicas culirrosáceas de la tarde en que oía las trompetas de Jericó, pocos días antes. Comprendía que el archicomisario quería averiguar dónde estaba el depósito de armas y que el preso no quería decirlo. Al mismo tiempo, yo pensaba que por haberme detenido como sospechoso me veía establecido en la vía de los fusilables (cualquier incidente podía cambiar mi status y empeorarlo) y trataba de formar un plan de cautelosa defensa. La verdad era que no me acusaba nadie de nada y que mi nombre no estaba en ningún registro, pero me habían arrestado por viajar sin tarjeta nacional por tierra fronteriza, donde los linderos políticos eran aún demasiado fluidos. Yo comprendía que si no podía volver al sector madrileño tendría que salvarme disimulando, y para eso lo mejor sería unirme de algún modo a los servicios paramilitares o parapolicíacos. Estos últimos me repugnaban, no me agradaban, como se puede suponer.
Ojeaba a Pitigrilli, escuchaba y trataba de componer una actitud indiferente y despegada. En la oficina no había nadie. A veces entraba algún policía y me miraba, al desgaire. Yo evitaba su mirada. Una vez dijo alguien «hola» al verme y yo respondí con un hum lleno de falsa confianza, sin levantar la vista del libro. En el cuarto de al lado se oía al archicomisario: «Lo que yo hago por usted es todo lo que un hombre puede hacer por otro hombre. (“Ahora se pone conciliatorio”, pensaba yo). Se podría decir que por el momento me debe usted la vida. En cambio, sólo le pido que me muestre su buena voluntad. Si yo veo que confía en mí, entonces comprenderé que es usted leal y no tiene nada que temer. Como le digo, yo sé ya dónde está ese depósito de armas. No va a decirme nada nuevo».
PRESO.—Lo dudo.
ARCHICOMISARIO.—Te juegas la cabeza, pobre idiota.
PRESO.—Deme agua y haga de mí lo que quiera.
ARCHICOMISARIO.—Sólo quiero que hables, Pero veo que estás en tus trece y que no quieres mostrarnos la menor señal de lealtad. Yo tengo otras cosas que hacer y vamos a interrumpir nuestra visita por algunos momentos. (Dirigiéndose a alguien, probablemente a un agente). Vaya a buscar al compañero de celda de este pobre diablo y tráigalo aquí. Déjelos solos, pero llévese el agua. Quiero tener el gusto de darle el agua yo mismo cuando regrese. Vaya a buscar al otro preso. Vaya, que yo me quedo aquí. Póngale antes a este las esposas, por si acaso. («El archicomisario tenía miedo», pensaba yo). Eso es, las esposas.
Se oyó el clic y salió un agente grande y cargado de espaldas. Al ver que estaba yo en la oficina me miró un momento, pero salió por la puerta contraria para volver poco después con otro preso, que era hombre visiblemente castigado, tembloroso e inseguro sobre sus pies. Yo pensaba: «No es bueno que vea todo esto, porque a los policías les va a molestar que haya un testigo. No es bueno». Y volvía a Pitigrilli. No tardó en desaparecer el policía cargado de espaldas con el preso castigado, por la puerta del cuarto donde se celebraba el interrogatorio. Y volví a quedar solo y a escuchar. Y a fingir que leía.
Pero no hablaban. En aquel momento se oyó arrastrar hacia atrás una silla (sin duda el archicomisario se ponía de pie) y oí medias palabras que yo traté de completar con mi imaginación:
AGENTE CARGADO DE ESPALDAS.—Aquí está.
ARCHICOMISARIO.—¿Cómo se llama este manús?
AGENTE CARGADO DE ESPALDAS.—No sé.
ARCHICOMISARIO.—Hay que saberlo. No podemos aceptar que sean pasados por las armas hombres de quienes no se sabe ni el nombre.
Yo pensé: «Tal vez he hallado un camino. Una distracción estratégica». ¿No se dice así? La identificación de los presos desconocidos. Esa sugestión había de servirme de cortina de humo durante algunos meses, cuando salí de allí. Pero escuchaba a los de al lado:
ARCHICOMISARIO.—Déjelos aquí un momento. Que descansen. Luego volveremos y estoy seguro de que este obstinado hablará. Le va en eso la vida. ¿Oye? Digo que le va la vida.
PRESO.—Ya lo sé.
Se les oía salir y yo compuse mi mejor gesto de confiado abandono. Salieron, es decir entraron en la oficina donde yo estaba, el archicomisario y el agente. El primero me miró extrañado; el agente lo tranquilizó en relación conmigo (yo no pude atrapar sus palabras, lo que me dejó confuso un momento y volví a Pigrilli). Pero no me tranquilizaba el frívolo autor italiano en la vecindad de aquellos tipos de los que dependía mi vida. Acudí a Valentina, que, como siempre, vino en mi auxilio. Con su imagen en mi recuerdo, me sentía fuerte.
El archicomisario y el agente se inclinaban en la mesa de enfrente sobre el receptor de caja para oír lo que hablaban los dos presos. Entre tanto, hablaban ellos también:
ARCHICOMISARIO.—¿Qué se puede hacer con un recluso no identificado?
AGENTE.—Lo siento. No es culpa mía.
Yo lamentaba otra vez ser testigo de aquellas intimidades porque suponían un riesgo, pero creía estar aprendiendo. Y los dos presos hablaban en el cuarto de al lado. Eramos tres los que escuchábamos. Yo seguía simulando indiferencia, con el libro en las rodillas.
VOZ DEL PRESO.—¿Has dicho algo?
VOZ DEL PRESO CASTIGADO.—Es difícil hablar porque las palabras rebotan en las paredes y vuelven contra las orejas como pelotazos.
VOZ DEL PRESO.—Pero ¿has dicho algo?
VOZ DEL PRESO CASTIGADO.—Todavía no he dicho nada. En mi calabozo hay un hombre muerto. Las ratas se le han comido un pie.
VOZ DEL PRESO.—Esas son locuras.
VOZ DEL PRESO CASTIGADO.—Uno calla y todos escuchan. Las paredes están llenas de ojos y de orejas. Estoy lleno de sangre y me ponen en la comida unos polvos azules que no me dejan dormir.
VOZ DEL PRESO.—Calla.
VOZ DEL PRESO CASTIGADO.—Callar, callar. No es fácil, callar. Tú estás acostumbrado a esto.
VOZ DEL PRESO.—Si hablas, te matarán.
VOZ DEL PRESO CASTIGADO.—Mentira. Me están matando porque no hablo. Tengo que matarlos a todos. Envié un recado a mi mujer y me han dicho los policías que no estaba y que la habían visto en una casa de citas con un cura.
VOZ DEL PRESO.—Todo lo que dicen es mentira.
VOZ DEL PRESO CASTIGADO.—Si nos puedan matar, ¿por qué van a mentirnos? A la gente se le miente cuando no se le puede hacer otro daño mayor.
Oyéndolos en el transmisor fijo, el archicomisario movía la cabeza escéptico.
AGENTE.—Si me dejara usted emplear mi sistema, veríamos.
ARCHICOMISARIO.—(Impaciente). Vamos adentro otra, vez.
Los dos volvieron al cuarto en vista de que los presos habían dejado de hablar y parecían sumidos en un silencio definitivo. Yo volví a aguzar el oído. Igual que antes, oía las palabras dos veces: a través de la puerta y del transmisor fijo.
PRESO.—Que se lleven a ese.
ARCHICOMISARIO.—¿A quién? ¿A tu compañero?
PRESO.—No hablaré mientras no se lo lleven, a ese.
ARCHICOMISARIO.—Te impresiona, lo comprendo.
PRESO.—¿Por qué lo maltratan? ¿Por qué nos maltratan a él y a mí?
ARCHICOMISARIO.—Perdona, pero el que pregunta soy yo, todavía. En el otro lado del mapa preguntáis vosotros.
PRESO.—Que se lleven a ese.
ARCHICOMISARIO.—(Al agente). Llévatelo. Devuélvelo al calabozo.
El agente volvió a aparecer cruzando la sala con el preso castigado, que parecía tener movimientos de autómata, pero de una clase de autómata al que le faltara alguna rueda o que necesitara lubricación en las rodillas. Yo seguía con Pitigrilli.
ARCHICOMISARIO.—Ya se lo han llevado. Vamos, habla.
PRESO.—Sí, voy a hablar. Pero deme agua, por favor.
ARCHICOMISARIO.—Cuando hayas hablado.
PRESO.—¿No ve que estoy ronco? ¿No ve que no puedo hablar si no bebo?
ARCHICOMISARIO.—(Gorgorgorgorgor, gorgorgorgor… etc). Está bien. Bebe. Se oyó al preso tragar agua, suspiraba, volver a tragar agua, volver a suspirar. Toser. Volver a toser.
PRESO.—Ahora estoy sudando. Tengo toda la ropa mojada. (Suspirando una vez más). ¡Qué buena es la vida! Gracias.
ARCHICOMISARIO.—No hay nada mejor que la vida y sólo tenemos una. Vamos, habla.
PRESO.—El otro preso no ha dicho nada, ¿verdad?
ARCHICOMISARIO.—¿Por qué quieres saberlo?
PRESO.—No sabe nada. No puede decir nada.
ARCHICOMISARIO.—¿Eres tú quien lo sabe?
PRESO.—Sí, señor. De perdidos al río.
ARCHICOMISARIO.—Dímelo. ¿Dónde están las armas?
PRESO.—Espero que ustedes…
ARCHICOMISARIO.—Si lo dices, te pondremos en libertad.
PRESO.—No basta.
ARCHICOMISARIO.—¿Qué más quieres?
PRESO.—Los míos se enterarán de que he cantado y me matarán cuando salga a la calle.
ARCHICOMISARIO.—Nosotros no diremos nada.
PRESO.—Hay alguien que podría decirlo. El compañero que estuvo aquí hace un momento, Ese hablará y sacarán la verdad los otros.
ARCHICOMISARIO.—Está medio loco. Cuando salga, si sale, estará loco del todo y nadie le hará caso.
PRESO.—Me denunciará con los míos y me matarán, y harán bien porque soy un traidor. (Exaltado). Usted comprende. La vida es buena. Y tengo dos hijos. No lo hago por mí, sino por mis hijos.
ARCHICOMISARIO.—Comprendo. Vamos, habla.
PRESO.—No, señor. Tienen que cargárselo, al otro. Si no se lo cargan, yo no me sentiré seguro, digo para hablar. Tanto vale mi vida como la suya.
Vaya, aquello era sensacional de veras. Yo aguzaba el oído. El color verde oscuro de las mesas metálicas parecía hacerse negro. Yo no podía estar seguro de haber oído bien y agucé el oído. El preso repetía: «Es la condición que les pongo, usted comprende. Tienen que cargárselo antes de hablar yo».
ARCHICOMISARIO.—Te doy palabra de que será ejecutado. Tengo autoridad para eso y para más.
PRESO.—Tengo que verlo yo. No me fío ni de mi padre.
ARCHICOMISARIO.—Pero es que urge descubrir ese depósito. Sin incautarse de él no pueden comenzar las operaciones en el valle del Pisuerga.
PRESO.—Aquí hay una ventana que da a un patizuelo interior. Todo puede hacerse en tres minutos. (Pausa). ¿Es que usted piensa que está mal que un hombre defienda su vida? Ya digo que los míos me matarían si se enteraran.
ARCHICOMISARIO.—Ya veo. Tienes un ánimo de jabato y algún día trabajarás a mi lado. No te pesará. Lo comprendo.
Yo no podía creer lo que estaba oyendo, pero sabía que era verdad. La miseria es humana y es más frecuente que la grandeza. Nunca me había hecho yo demasiadas ilusiones sobre los hombres. Ni siquiera sobre los de mi cuerda.
PRESO.—Dé usted la orden si quiere que ganemos tiempo.
ARCHICOMISARIO.—(Hablando al parecer por teléfono). ¿Eh? El preso que estuvo aquí un momento. Búsquenle una identidad cualquiera y que le apliquen el artículo 23 ahora mismo en el patio, bajo la ventana de mi oficina… Si, ahora mismo. Yo firmaré la orden a posteriori. Hubo un largo silencio.
PRESO.—Pensará usted que soy un canalla. ¿No es eso?
ARCHICOMISARIO.—Eres un hombre como los otros y miras por tu propio bien.
PRESO.—Las armas están todas en el mismo lugar y yo estaba a cargo de ellas. Usted dirá que traiciono a los míos, pero es que uno está harto ya de ver miserias e injusticias en mi campo, usted comprende. También en mi campo.
ARCHICOMISARIO.—¿No he de comprender? A ti te pasa algo de lo que me pasa a mí entre mi propia gente; salvadas las distancias. Por eso te comprendo. Claro es que ante todo soy un funcionario disciplinado y esa es la razón de que…
Estando yo todavía con la mirada puesta en aquella página de Pitigrilli donde la familia de la muchacha virgen se espantaba de hallar en su cuarto un irrigador para lavados vaginales, se oyeron dos tiros. Primero, uno. Luego voces apresuradas y lejanas (que no entendí) y otro disparo.
Me sentía yo con los pulmones llenos de aire contenido, pero me callé. Ponía toda mi vida en mi manera de seguir escuchando. «Estoy perdido», pensé. «Estoy perdido por haberme enterado de esto». Me levanté de puntillas y fui a cerrar el transmisor fijo. Así habría menos probabilidades de que pensaran que había oído los diálogos. Además pensaba fingirme sordo, si era preciso. Yo también quería sobrevivir, como el preso. Todos somos miserables, a veces.
Lo que se oía ahora era la voz del preso, que después de ver morir a su compañero por la ventana decía, levantando un poco —no demasiado— la voz, algo que, sin embargo, no entendí. Después se produjo un silencio largo y luego la misma voz.
PRESO.—Ahora mátenme a mí si quieren. Porque sólo lo sabíamos él y yo.
El archicomisario se sintió atrapado en una circunstancia humillante, sobre todo delante de los subordinados. Yo pensaba: «La máquina de la risa va a estallar». Pero yo mismo estaba en gravísimo peligro, a mi vez, sólo por haber oído. La máquina de la risa, el archicomisario, estaba a punto de estallar.
Seguí leyendo. Temeroso de que salieran y me vieran allí, me aventuré a asomarme a la puerta contraria. Había dos oficinistas y otra percha con gorras militares y cinturones con revólveres colgados de una percha. Pregunté ingenuamente si estaba listo mi permiso para viajar fuera de la provincia y como nadie sabía nada, yo dije arriba España y salí con el libro de Pitigrilli como salvoconducto. Luego, en otra oficina, me dieron la tarjeta a nombre de Ramón Urgel.
El dueño del coche que conducía yo estaba en Barcelona esperándolo. Podía esperar sentado. El caso es que me quitaron el coche —se incautaron los requetés más tarde— y el responsable de aquella incautación se llamaba O. y me tomó simpatía. Resultó que cuando estaba hecha la incautación y al entregarme los papeles, apareció un hermano de O. que había conocido dos días antes y en cuya casa había estado. Me invitó a comer aquella misma noche en la ciudad cercana, donde vivía, y yo acepté. Me convenía aquella clase de relaciones si quería salvarme.
El resto de mis recuerdos hasta llegar a Casalmunia es confuso y los contare al azar de mi memoria, es decir, como pueda. Todo era vago, pero se me iba haciendo irrealmente exacto.