Aunque no lo parezca, Crónica del alba está escrita en el campo de concentración de Argelés. Su autor era un oficial español del Estado Mayor del 42 Cuerpo del Ejército. Necesito yo haberlo visto para aceptar que un estilo tan sereno y frío, tan «objetivo», fuese posible en aquellas duras condiciones. El verdadero autor, José Garcés, era muy amigo mío. Yo conozco también a Valentina V. y a don Arturo y a toda la familia de Pepe y conocí a algunos otros tipos como don Joaquín A., fallecido ya. Las figuras episódicas y una parte de la atmósfera de la narración me son desconocidas. Pepe Garcés entró con los restos del ejército republicano en Francia. De su situación regular de hombre de 35 años, sano, inteligente y honesto a la manera española, es decir haciendo de la dignidad una especie de religión, se vio convertido en un refugiado sospechoso a quien los negros senegaleses de Pétain trataban a culatazos. Como otros muchos, fue empujado de esa manera al rincón estepario de una tierra abierta a los mares de febrero. Lo encerraron en un inmenso recinto alambrado. Allí nos encontramos. Había dado las pocas cosas que llevaba —una manta, un vaso de latón y un cortaplumas— a los primeros que se lo pidieron. Jamás acudió a donde repartían comida y por lo tanto sólo comía cuando alguien le ofrecía algo. Entre el cielo y la tierra conservaba únicamente un libro. No era un tratado de historia, ni una novela, ni un libro religioso. Era un manual técnico de fortificaciones. Mientras la región central —Madrid y Valencia— resistió, es decir durante las cuatro primeras semanas de nuestra vida en el campo de concentración, siguió leyendo el libro, haciendo croquis, completando sus conocimientos. «Ah —solía decir— en el centro resisten y a nosotros nos llevarán allí cualquier día».

Había hecho un agujero en el suelo, como una mediana sepultura cerca del mío y allí estaba día y noche con su libro. Aquel refugio era suficiente para preservarnos del viento pero no de la lluvia. Y debíamos dormir allí. Por la noche, la tierra mojada se helaba.

No salía Pepe Garcés sino para acercarse a la entrada del campo donde solían depositar a los que morían (treinta o cuarenta cada día). Después volvía taciturno. «Debemos cuidar nuestra salud en lo posible —decía— porque vamos a ser necesarios todavía».

El día que supimos que Madrid y Valencia habían capitulado, se fue al mar y arrojó el libro al agua. Volvió a su agujero y trató de dormir. Yo le cedí como otras veces mi manta. Cuando despertó parecía otro. No era fácil creer que se pudiera tener un aspecto más lamentable, pero Pepe Garcés se había derrumbado. El fluido que sostenía sus nervios se fue con el libro de fortificaciones y con la esperanza de volver a la lucha. Era un hombre muerto.

No se interesaba por lo que sucedía a su alrededor. Cuando sabía que alguien había salido del campo y le preguntaban a él si le gustaría salir, se encogía de hombros:

—¿Para qué?

Un día comenzó a hablarme de cosas lejanas. La aldea, su familia, Valentina. Me hablaba sobre todo de una vieja campesina que vivió en su casa hasta que murió la madre. La llamaban la «tía Ignacia». La preocupación de Pepe en aquellos días era si la tía Ignacia habría muerto o no antes de comenzar la guerra. La idea de que un ser tan puro y simple hubiera conocido tantas miserias lo sacaba de quicio. «Tú no sabes —me decía— la impresión que me hizo la última vez que la vi. Yo tenía 28 años, era un hombre formado y había ido a la aldea por asuntos de la hacienda. Hacía muchos años que no iba nadie de mi familia allí. Yo me hospedaba en casa de unos parientes y al enterarse la tía Ignacia vino a verme. Su marido había muerto hacía años y ella tenía una cara arrugadita como una nuez. Me abrazó y besó y después se sentó en una silla y estuvo mirándome. Me miraba y lloraba y no decía nada. Así durante dos horas. Cuando yo me fui la dejé llorando todavía con las manos cruzadas sobre la cintura». Mi amigo repetía: «¡Oh, si hubiera muerto antes de la guerra, se habría muerto sin conocer tanto odio!». Mi amigo la había visto el año 30. Estaba tan viejecita que quizá no resistió seis años más.

La manía de hablar de aquellos tiempos y aquellas gentes era una defensa y una fuga. Yo también hablaba. Me dejaba influir por las palabras de Pepe sin abandonarme. Estaba con la idea fija en salir del campo. Cuando quería unir la suerte de mi amigo a la mía en mis proyectos de liberación me miraba extrañado y repetía:

—¿Salir de aquí? ¿Para qué?

Y se iba a la entrada del campo a ver los muertos del día. «Esos —me dijo una vez—, esos se van por la única puerta digna de nosotros».

Yo no solía discutirle sus palabras. Me había propuesto ahorrar energías en todos los sentidos desde que entré en el campo. Energías físicas, morales, intelectuales. Mi amigo hacía todo lo contrario. Iba y venía, se exaltaba hablando de cualquier cosa y aunque comenzaba a toser y tenía fiebre por las tardes, seguía no comiendo sino una pequeña parte de lo que yo le daba. Lo demás, lo repartía. Solía decir desolado, mirando alrededor: «¡Oh, qué caras de hambre!». Pero él no veía la suya.

Logré salir del campo e hice gestiones para sacarle, pero tropecé siempre con su negativa. Iba a verle y le llevaba víveres y tabaco que él entregaba inmediatamente a unos campesinos de su provincia, reservándose únicamente un paquete de cigarrillos. La segunda vez que fui lo encontré en tal forma que me extrañaba que se sostuviera de pie.

—No lo creas —contestó a mis alarmas—, estoy mejor que nunca. Con tu manta he hecho una choza y estoy a cubierto de la lluvia y del viento.

Me pidió papel de escribir, cuadernos y lápices. Y después, también, cabos de vela. Yo le llevé además una linterna eléctrica y comprimidos de calcio. El tiempo que estábamos juntos se lo pasaba hablándome de su madre, de la tía Ignacia y de Valentina, que había sido su primer y grande amor. Yo le escuchaba y me interesaba tanto como él. Cuando le hablaba de la posibilidad de salir me atropellaba con nuevos recuerdos de su infancia, de su primera juventud. Yo pensé en los procedimientos más absurdos, incluso en que lo declararan loco, para hacerlo salir de algún modo y una vez fuera encargarme de él y hacer que lo cuidaran; pero no había tal locura, era el hombre más razonable del mundo, aunque hablaba siempre encendido de una especie de entusiasmo idílico.

Cuando todo estaba dispuesto para sacarlo de allí, me dijo:

—Es inútil. No quiero arrastrar la vida por ahí. Si salgo ¿sabes lo que seré? En el mejor caso, un héroe engañado. Nos ha engañado todo el mundo. Y es que la generación que tiene ahora el poder en todas partes es una generación podrida, de embusteros. Pocos de nosotros van a vivir hasta que la generación siguiente, la nuestra, tome la dirección de las cosas. Pero aunque viviéramos no es seguro que la generación que sube no esté contaminada. Parece que para llegar a ese plano del poder hay que perderlo antes todo.

Bajando la voz, como si me hiciera una gran confidencia añadió:

—No tienen fe en nada. Y de ahí nace el ser embusteros. ¿Qué va a decir el hombre sin fe? ¿Tú sabes lo que dicen en nuestra tierra cuando descalifican a un hombre? No dicen «es un ladrón» ni «un criminal» aunque lo sea. Eso no tiene tanta importancia. Lo grave es si dicen: «es un sinsubstancia» o bien «un desubstanciado». En el hombre, la substancia es la fe. Esa es toda la cuestión.

—Sal tú de ahí y habrá por el mundo, al menos, un hombre de fe.

—¿Para qué? El aire que respire, el suelo que pise, todo será prestado. Y vivir pidiendo prestado a la gente sin fe, no me convence. No, no. Nuestra guerra era a vida o muerte. El vencido debe pagar. Y tú —añadía—, que eres como yo, no te hagas ilusiones.

—¿Yo?

—Sí. Viene un gran cataclismo. También tú pagarás. Todos los países entrarán en una guerra que se inició entre nosotros. Nuestros mismos problemas se repetirán exactamente en una escala mundial. Y de esa tensión saldrá otra vez la fe de los hombres, y en el peligro, los mejores se reintegrarán en su propia substancia perdida. Pero, mientras vuelven a arreglarse las cosas, en ese cataclismo seréis arrastrados vosotros. Los embusteros, irritados y miedosos, os atacarán y os destruirán porque sois ahora los más débiles entre los hombres de fe.

Era difícil la discusión porque sus argumentos eran mucho más fuertes que los míos. Y estos argumentos, yo los sentía dentro de mí cada vez que pensaba en su obstinación. Así, pues, desvié las cosas y me puse a hablarle de nuestra infancia. Se entregó en seguida a los recuerdos. Era como si en lugar de seguir viviendo hacia adelante, se pusiera a retroceder. Cada hallazgo de personas, hechos o cosas conocidas le llenaba de gozo. Y me hizo otra revelación:

—Estoy escribiendo todo eso. Eso me distrae —añadió—, pero además… además me ayuda a mantenerme en mi substancia.

Lo había dicho con un humor noble bajo sus barbas de vagabundo. Le ofrecí nuevos cuadernos y lápices. Mi amigo estaba sorprendido de su propia memoria.

—No me acuerdo de nombres, fechas ni acontecimientos —me dijo— de los dos años anteriores a la guerra, pero mi infancia y mi época de estudiante las recuerdo muy bien, y cuando escribo sobre aquellos tiempos van viniéndome los nombres, las luces, hasta los poemas de mi infancia.

—¡No!

Sacó del bolsillo hojas sueltas, escritas.

—Este es el primero que dediqué a Valentina, este es aquel romancillo de amor en la edad del pavo, melancolía agraz que quiere ser madura. Y este otro es un soneto a ella. Lo hice ayer. Y este otro, a los pastores de mi tierra. También lo hice ayer.

Yo le pedí que me los prestara hasta la próxima visita. La canción tenía gracia. Nos traía el sol de la infancia y me hacía reír con una alegría inefable. Comenzaba así:

En el jardín de mi padre

ha nacido un arbolito

no se lo digas a nadie

porque será tuyo y mío.

Y después de unas estrofas líricas adaptadas a una canción campesina terminaba así:

Agüil, agüil,

que viene el notario

con el candil.

A mí me producía, quizás, tanta emoción como a él. Leyéndolo se encendía en el aire la canción. Acordarse de todo aquello en medio de tanta miseria era una dulce broma de Dios. Me había dado también un romancillo. Ese romancillo amoroso responde al período ya adolescente con la impaciencia sexual y la melancolía. No pensaba publicarlo, pero aquí está:

ROMANCE A VALENTINA, ESTANDO CADA CUAL

INTERNO EN SU COLEGIO

Amiga del velar dulce,

amiga dulce del sueño,

en la paz de la ventana

se agita un lienzo labriego,

viene de los lueñes pastos

un pastoril clamoreo,

tras de los rebaños queda

una neblina de incienso

y en el cristal de la tarde

sueña la vega del Vero.

Ven junto del solanar

y allí los dos templaremos

las horas en buen romance

con el diapasón del viento

que este viento de Sobrarbe

te encenderá los cabellos,

cantará su antigua gesta

con la rima de mis besos

y después, si a mano viene

antes que salga el lucero,

te hará más blanca y a mí

me apagará el pensamiento.

Aunque hay cierta fragancia de la tierra, la tristeza parece afectada. Pero en los sonetos siguientes hay talento poético, un talento que no llegó a cultivar nunca «profesionalmente», podríamos decir, si la poesía llega a ser alguna vez profesión. Pero estas cualidades en él eran pequeñas frivolidades al lado de su temple prodigioso.

SONETO A LOS PASTORES DE SANCHO GARCÉS

Pastores de los montes que dejaban

sus cabañas al cuido de mastines,

en abarcas marchando a los confines

de Ribagorza, su oración cantaban.

Bajo el auspicio de los muertos reyes

a la sombra del roble se acogían,

los cayados en cetros florecían

y de los gozos iban a las leyes.

Rodaba la tormenta por los montes

con el granizo de los horizontes

a los dos lados de Guatizalema,

el rayo sobre el árbol descendía

en cruz de oro y el nuevo rey decía:

arrodillaos, que ese es nuestro emblema.

No me extrañó que en aquellos lugares pudiera hacer versos tan serenos después de haberlo visto despertar bajo la escarcha del amanecer inquieto por la idea de que la tía Ignacia hubiera conocido los horrores de la guerra. Todo aquello mantenía su vida mucho mejor que mis tabletas de calcio. ¡Ay, pero no había de mantenerla sino mientras le fue necesaria para agotar sus recuerdos sobre el papel!

SONETO A VALENTINA

La tarde en el jardín de mis hermanas

que un boreal aliento enardecía,

de mármol rota Diana y cetrería

desnuda en una intimidad de ranas.

Pentecostés del aire en las campanas

el gallo azul rascándose la cresta,

flor y frutos en la olvidada cesta

y un temblor en tus dos manos tempranas.

Tú no eras tú sino tu conjetura

alzada apenas sobre la cintura

en tu trenza dos hojas de beleño.

Yo me apoyaba en tu rodilla rubia

—no me mires ya más, que así es el sueño—

y cerrabas tus párpados de lluvia.

Mi amigo siguió escribiendo sus recuerdos e intercalando poemas que no conocí y que, por ser escritos a veces fuera de los cuadernos, se han perdido. Después de leer este soneto le hice una pregunta estúpida:

—¿Rodilla rubia?

—Sí.

—¿Valentina?

—Oh, ella era muy morenita, pero su rodilla, sus brazos, su cuello bajo la cadenita de oro de la primera comunión eran rubios.

Mi amigo murió en el campo de concentración de Argelés el día 18 de noviembre de 1939 a los 36 años de edad. Cuando terminó de escribir sus recuerdos —lo que a él le parecía más interesante en aquella «media jornada» de sus 35 años—, no hubo comprimidos de calcio que lo sostuvieran. Murió bajo un cielo lluvioso. En las barbas de los veteranos de la guerra había gotas temblando. Quizá de la lluvia.

Me entregaron todos sus escritos. En el primer cuaderno había esta nota: «Si aprovechas algo y publicas la narración primera, haz lo que puedas para que llegue un ejemplar a Valentina V. Sé que vive y puedes saber su dirección por medio de la familia de R. M. que reside en Coso Bajo, 72, Zaragoza».

Estos son los tres primeros cuadernos. Los doy tal como estaban, sin separarlos siquiera en capítulos y les pongo el título que me parece más apropiado después de haberle oído hablar de la «media jornada» de su vida.