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No he podido alejarme de esta casa en veinte años. No he asistido a fiestas, fines de semana ni veladas nocturnas en Londres o Cambridge. Salgo para impartir clases, hacer la compra o asistir a la iglesia, y a veces acudo a reuniones en el colegio o en la facultad. Eso es todo. Mis colegas piensan que soy un poco excéntrico como un recluso. Hace muchos años que dejaron de invitarme a cenas y fiestas. Nunca como en el comedor principal del colegio, ni siquiera en el día del Fundador. No me vuelven la espalda, pero tampoco soy bien acogido. Desde luego, no me hablan de la muerte de Naomí ni de la desaparición de Laura. No saben nada más; ¿por qué iban a saberlo?

La policía encontró el coche en el aeropuerto, después de una intensa búsqueda. Cuando me preguntaron, les dije que echaba en falta el pasaporte de Laura. Existía constancia oficial de haberse expedido un pasaporte por diez años a nombre de Carol, pero en su casa no se encontró el menor rastro de él. Ni que decir tiene que verificaron todos los vuelos de aquel período y no encontraron rastro de dos mujeres y una niña.

Las huellas dactilares intrigaron a los policías, como yo había esperado. Los alimentos recientemente comprados, el tique de la máquina registradora de Sainsbury’s, los platos lavados, los detalles del tique del aparcamiento (que yo había dejado en la guantera del coche), todo ello constituía una coartada que me descartaba como sospechoso.

No obstante, Allison fue tras mis pasos durante bastante tiempo. Insistió en su convicción de que Liddley y yo éramos la misma persona y que, por alguna razón yo había elegido a De la Mere y le había persuadido o pagado para que matara a mi hija, a Lewis y a Ruthven. Pero carecía de pruebas. De la Mere estaba muerto y no podía testificar. Cuando Laura, Carol y Jessica desaparecieron en Birmingham, yo estaba en Cambridge. Los antecedentes sobre mi conducta eran impecables.

Ignoro lo que habría durado la persecución a que me sometió Allison si hubiese podido ejecutarla a su antojo, pero la interrumpió bruscamente cuando cayó enfermo seis meses después de haber registrado mi casa. Nueve meses más tarde falleció en un hospital. Diagnosticaron cáncer. El inspector que le sustituyó dio por cerrados los casos de Naomí, Lewis y Ruthven, achacando los asesinatos a De la Mere, quien, después de todo, había confesado. Por supuesto, el caso de las desapariciones siguió abierto, pero con el tiempo perdió interés para la opinión pública.

Al principio traté de rehacer una vida normal, o tan normal como me era posible en tales circunstancias. En el otoño empecé otra vez a impartir clases. Me embarqué en un trabajo de investigación mayor, consistente en un estudio comparativo de los poemas de Grail en los idiomas inglés medio, alto alemán medio y francés medio. Nunca lo concluí. Durante veinte años casi no he escrito nada. Según comentó tristemente una vez no lejos de mi oído un eminente colega mío, yo «no había desarrollado mi talento». Me pagaban un sueldo más que suficiente para mis modestos gastos, me permitían dar clases a un puñado de universitarios, apartaban de mí a los estudiantes de investigación y se cruzaban cortésmente conmigo en la calle. No me han ofendido, ni yo les he desacreditado más de la cuenta.

He devuelto las fotografías a su caja metálica. Si alguna vez encuentran este Diario, lo relacionarán con el testimonio de aquéllas. Algunas fotografías están muy desvaídas por el paso de los años, pero en su mayor parte son un fiel retrato de lo que vimos. Si regresara Lewis con su cámara Leica, me atrevo a decir que formaría otra carpeta con lo que ahora encontraría aquí. Pero será mejor que no.

Por supuesto, ellas no han cambiado ni han envejecido demasiado, mientras que a mí se me ha encanecido el cabello. No sé hasta cuándo duraré. Resultaría gratificante pensar que la muerte llegará como una liberación, pero intuyo algo mejor.

En lugar de eso he ideado una estrategia. Bien sabe Dios que no es más que una estrategia, pero creo que puede servir de algo. He decidido vender la casa. Realmente es demasiado grande para mí. Una más pequeña me cuadrará mucho mejor. Desde luego, Laura, Carol y Jessica no ocuparán mucho espacio. Ayer volví a abrir el desván, sólo para ver cómo estaban. Cabrán en el viejo baúl que compré en mi época de estudiante. Lo que menos imaginaba era que iba a darle un destino así.

Ya he encontrado unos posibles compradores, una familia de la localidad que necesita una casa más grande. El padre es médico, un consultor del Papworth Hospital. Tiene dos hijas, una de siete años y otra de nueve. Son encantadoras, igual que lo es su madre. La más pequeña me recuerda a Naomí.

Esta familia se apellida Galsworthy. Creo que es una vieja familia de Cambridge, integrada por miembros de la iglesia desde hace generaciones.

John me dice que está satisfecho de mi determinación. Él y el doctor Galsworthy van a tener mucho de qué hablar.