27

Tenía que actuar rápidamente. No había tiempo que perder. Liddley estaría decepcionado, por supuesto, pues iba a tener que privarse de la fiesta que llevaba esperando todo aquel tiempo. Aunque corto, el momento de respiro había renovado mi convicción de que todas las cosas estaban saliendo como yo esperaba.

Cogí una escoba y un cepillo pequeño del armario de debajo de la escalera y subí al desván. El sol del atardecer cubría el suelo de madera con un manto de carbones rojos y amarillos. Me acerqué a las contraventanas y las cerré herméticamente para que no entrara la luz. La habitación estaba gélida, sumida en un frío de tinieblas, y el aire que se respiraba era monstruosamente crudo y lacerante. El olor persistía aún por todas partes, impregnando el frío de tristeza y de una premonición trágica. No había rastro de Liddley, pero oí la voz de una niña cantando suavemente. Me produjo un hormigueo en el cuerpo, pero sabía que debía seguir adelante con lo que había empezado.

Me detuve junto al hueco de la pared divisoria y miré a la habitación interior. La lámpara de aceite estaba encendida y proyectaba su tenue llama sobre las telarañas y el feo y descolorido papel de las paredes. Naomí estaba en cuclillas en el suelo cerca de su madre, canturreando tiernamente para ella. Era una canción que yo le había enseñado, la inolvidable melodía que canta la pequeña Pearl en La noche del cazador.

Érase una vez una bonita mosca,

Él tenía una bonita esposa, que no sabía volar,

Pero un día se fue volando, volando.

Ella tenía dos preciosos hijos

Pero una noche los dos preciosos hijos

Se fueron volando, volando, al cielo, a la luna…

Cuando Naomí terminó de cantar, levantó la cabeza hacia mí y sonrió. La pequeña sonriendo a papaíto que vuelve a casa.

—Hola, papi —dijo.

Cerré los ojos. No soportaba verla, ni escucharla. Durante las últimas semanas había padecido mucho, pero esto me resultaba insoportable.

—Mami no está bien —prosiguió—. No quiere más que dormir. Y tía Carol está muy enferma también. Igual que Caroline y Victoria, y a veces su mamá. ¿Qué vamos a hacer, papi?

Me resultaba imposible tener los ojos cerrados. Los abrí y la miré.

—No lo sé, cariño —contesté.

—¿Por qué estás llorando, papi? ¿Es porque mamá no se encuentra bien?

—Sí —respondí. ¿Cómo era posible que ella no lo supiese? Yo creía que los muertos lo sabían todo. Por supuesto, y ahora sé más. Los muertos saben tan poco como nosotros. Son como nosotros: transfigurados, pero no renovados.

Laura y Carol estaban sumidas en una especie de estupor. Pensé que de ese modo sufrirían menos. Pero me había olvidado de Liddley y de sus necesidades. Me acerqué a ver a Carol y, a pesar de la heroína, vi que sufría mucho.

—Tengo que irme, papá —dijo Naomí. Ahora la consideraba ya como Naomí; había dejado de verla como una monstruosidad con la forma de mi hija.

Miré en derredor. Ya no estaba allí. Apagué la linterna y, a la luz de la lámpara, me puse a barrer los escombros del desván hacia la cámara separada por la pared de ladrillos. A los ladrillos enteros o casi enteros los aparté del resto y los haciné limpiamente. Pero retuve una pequeña pirámide de polvo y cascotes a un lado de la apertura, en el desván principal.

Cuando terminé de hacer todo eso, recogí la linterna y la escoba y volví abajo. Aún había luz en el cielo. Era como un rostro sin color y sin vida. Igual que el rostro de Jessica iluminado por mi linterna. Cogí un martillo y un cincel de mi caja de herramientas.

En el extremo suroeste del jardín había un viejo muro alrededor de un pequeño huerto de verduras. Se encontraba tan deteriorado, que no me costó arrancar de él los ladrillos que iba a necesitar. La mayoría se podían arrancar con la mano, desmoronándose el mortero como si de un hundimiento natural se tratara. En el garaje encontré una paleta y un saco de cemento. Transporté hasta arriba toda la carga en media docena de viajes, lo dejé todo en el suelo y me senté a descansar en la hacina de ladrillos que había hecho. Fue entonces cuando oí a mi espalda su respiración sombría y luego su voz, que aún me helaba la sangre.

—Percibo todo lo que hace, señor. Quiere poner fin a esto, ¿verdad?

No respondí. Qué cansado me sentía, qué cansado.

—Vamos, señor, vamos, ya hemos superado esto. No sea tan cauteloso.

—Hoy han estado a punto de descubrirlo —dije—. El hombre que vino aquí era un inspector de policía.

—Yo no sé nada de policías, señor. ¿No es usted el dueño en su propia casa? En mis tiempos también vinieron hombres aquí, pero créame que no se aventuraron a volver.

—Las cosas han cambiado —repuse—. Puede traer un mandamiento judicial y registrar la casa de arriba abajo. Es mejor de este modo.

—Podemos deshacernos de él.

—¡No! —exclamé. Fui severo con él. En todo aquel tiempo no me había vuelto a mirarle ni una sola vez—. Sería una estupidez, les traería directamente aquí. Deje las cosas como están. No se mezcle.

—Disponemos de esta noche —dijo.

Me puse las manos en los oídos, pero seguía oyéndole, suave e insidioso, con una voz empalagosa como la miel. Salió de detrás de mí y se puso delante. No tuve otro remedio que mirarle.

—No volverán hasta mañana por la mañana como mínimo. El trabajo que piensa usted hacer no le llevará mucho. Tenemos el tiempo suficiente para complacernos.

—¿Sabe usted quién soy yo? —le pregunté. Pensaba que sólo era cosa de tiempo que Allison lo descubriera.

Liddley guardó silencio un momento.

—Sí —contestó—. Por supuesto. Lo he sabido siempre. Antes de que lo supiera usted mismo.

—Usted me ha estado usando —protesté.

—Nos usamos mutuamente. Siempre ha sido así. Los vivos se valen de los muertos y viceversa.

—Eso no le excusa.

—No me estoy excusando. Mis actos no necesitan excusa. Una vez se rompen los lazos…

Traté de ponerme en pie, pero él me retuvo con la mirada. Tenía una fuerza superior a lo material.

—Esta noche —dijo—. Para recordarlas.

Incluso mientras hablaba, podía sentir cómo me llenaba con su fuerza. Podía sentir que mi dualidad se convertía en pura individualidad. Otra noche pasaría rápidamente. Demasiado rápidamente.

Por la mañana, poco después del amanecer según mi reloj, hice la mezcla de cemento y empecé a poner camada tras camada de ladrillos lo mejor que pude. No me salió en modo alguno un trabajo perfecto, pero no era necesario que lo fuese. Embadurné la argamasa fresca de suciedad y tizne. Cuando terminé la obra, recogí con mucho cuidado los trozos de telaraña de otros puntos del desván y los puse sobre la pared de ladrillo. A la luz de la linterna, apenas se distinguía el hueco recién tapado. Al otro lado, ellas continuaban con vida, aunque no por mucho tiempo.

Allison volvió aquella mañana, algo más tarde. No parecía hombre feliz. Desde su regreso a Londres el día anterior, apenas se había alejado un momento de la comisaría. De la Mere había arrancado una tira de la manta en su celda, había hecho una pelota con ella y se la había metido en la garganta hasta ahogarse. La presencia de vómitos en la celda daba a entender que lo había intentado varias veces. El inspector Allison no estaba de buen humor.

—¿Por qué no me habló nunca de su madre? —fue la primera pregunta que me hizo. Había sido más rápido de lo que me había imaginado.

—¿De mi madre? ¿Qué quería que le dijera de mi madre?

—Que su apellido de soltera era Liddley.

Me quedé mirándole un buen rato, como si empezara a comprender. Pero lo sabía todo desde antes, por supuesto.

—Jamás se me ocurrió pensar que eso pudiera guardar alguna relación —mentí—. No es un nombre infrecuente. No pensará usted implicar a mi madre en esto, ¿verdad?

—No sé qué pensar, doctor Hillenbrand. ¿Es su madre una descendiente de John Liddley? ¿O John Liddley es sólo un producto de su imaginación? Ya le he dicho en otro momento que usted podría ser el propio Liddley. Esa hipótesis empieza a parecerme cada vez más atractiva. No sería extraño que hubiera usted adoptado el nombre de su madre.

—Se lo repito, eso es totalmente ridículo.

—¿De veras? ¿Enseña esa clase de lógica a sus alumnos?

—Yo no imparto lógica.

—Desde luego.

—Ya ha visto usted las fotos.

—Soy inspector de policía, doctor Hillenbrand, no un mago.

—A pesar de ello, le suplico que use la imaginación.

—Entonces, ¿reconoce usted que Liddley no es más que el producto de sus sueños?

Esto me irritó.

—Yo no reconozco tal cosa. Liddley era real. Es real. Puede comprobarlo en cualquier biblioteca importante. Puede ver sus cartas en el Downing College.

—Es posible. Pero de eso hablaremos más tarde. Mientras tanto, he traído un mandamiento judicial para registrar la casa.

—La tiene a su disposición —dije. ¿Qué podía temer?

—Y me gustaría hablar con su esposa. ¿Ha vuelto ya de Northampton?

Decidí quitar importancia a la ausencia de Laura.

—Lo siento, inspector, pero no está aquí. Tampoco está en Northampton. Ayer la telefoneé, como usted me dijo, y no obtuve respuesta. Lo intenté por la noche y también esta mañana. He llamado a la oficina de Carol, pero allí nadie sabe nada.

—Primero desaparece su hija, luego su esposa y su hermana.

—Inspector, ¿qué está insinuando?

—Aún no estoy seguro. Antes de nada, me gustaría efectuar el registro.

Hizo venir a un agente del coche y subieron juntos al desván. Yo los acompañé, viendo desde la penumbra cómo ejecutaban su cometido. Estaban inquietos. No se les ocurrió abrir las contraventanas y realizaron el registro a la luz de sus linternas, pasando repetidas veces por delante de la pared que ocultaba la habitación donde Laura y Carol estaban muriendo desangradas. Naturalmente, no encontraron nada.

—Doctor Hillenbrand, ¿puede usted darme la dirección de su hermana en Northampton?

Lo hice, y él se marchó. Sabía que volvería varias veces para interrogarme, pero estaba convencido de que no averiguaría nada. En cuanto se marchó, telefoneé a mis padres para informarles que Laura y Carol habían desaparecido y preguntarles si las habían visto o sabían algo de ellas. Cuando colgué el auricular me temblaba la mano igual que una hoja, y la sangre se me agolpaba en la cabeza. La casa estaba en silencio. Jamás ha estado tan silenciosa desde entonces.