A la mañana siguiente dormí hasta bien tarde. Nadie llamó a la puerta ni telefoneó. Me desperté desnudo en mi propia habitación y durante algunos minutos todo me pareció un horrible sueño. Entonces miré a la mesilla y vi el largo escalpelo, todavía salpicado con restos de sangre de Jessica.
Ellas continuaban en el desván donde las había dejado. Liddley había tenido buen cuidado en asegurarse de que las dos cadenas estuvieran lo bastante separadas entre sí para evitar que una ayudara a la otra a escapar. Carol parecía sufrir mucho por los golpes que yo le había infligido. Su nariz, en particular, parecía ocasionarle un dolor insoportable. Les dejé un poco de comida y agua, y les dije que volvería más tarde. Ninguna de las dos me dirigió la palabra, como si yo fuera un extraño, no un marido o un hermano. No mostraron ningún interés por la comida.
Había varias cosas de las que debía ocuparme. Primero estaba el problema del control. Las cadenas resistirían; de eso ya me había asegurado bien. Pero no podía permitir que estuvieran llorando y gritando a todas horas del día o de la noche. Tuve que pensar mucho antes de hallar una solución, pero cuando la encontré, era tan simple que casi me hizo llorar. Tenía todas las cosas en mis manos.
Dos años antes, había dado clases particulares a un estudiante, un joven llamado Simpson, simpático aunque irreflexivo. Simpson se había buscado problemas, primero con las autoridades del colegio y luego con la policía. Su problema eran las drogas; había comenzado por el cannabis hasta llegar a sustancias más duras. Acabaron expulsándole, pero continuó en Cambridge. Creo que de por medio había una mujer y un círculo de marginados que vivían en una comuna, cerca de Mill Road.
No me costó mucho encontrarle. La casa estaba sucia y también lo estaba Simpson. Se había deteriorado desde nuestro último encuentro. Tenía la mirada perdida, las pupilas casi del tamaño de una cabeza de alfiler y las mejillas hundidas y pálidas. Curiosamente, aún poseía una perfecta coherencia oral. Me citó correctamente un pasaje de Beowulf, pero no pudo traducirlo.
Pasamos un rato charlando; aún quedaban algunas reminiscencias del pasado. Yo era un exitoso profesor y él un fracasado en el colegio y en la sociedad. Yo tenía mi vida por delante; la suya estaba prácticamente acabada. Yo le estaba usando y él lo sabía.
Ignoro si le molestó mi pedido o si alguna vez se le ocurrió preguntarse para qué querría yo la sustancia. Él la llamaba «marcha» y a la hipodérmica la denominaba «pico». Me fascinaba su jerga. Hubiera pasado horas hablando con él pero tenía que cumplir mi trabajo. Me explicó todo lo que necesitaba saber acerca de las dosis y frecuencias y me dijo cómo había que inyectarla: «Darle a la manivela», como decía él. Le di dinero y le dije que habría más si conseguía cantidades mayores. No me parecía difícil desembarazarme de él después.
En cuanto regresé a casa les inyecté las primeras dosis. Permanecían conscientes pero cooperaban. En una ocasión, el desván cambió. Liddley estaba allí con su esposa y sus hijas. Me sonrió y luego se volvió para ocuparse de sus asuntos. Fue entonces cuando Laura se derrumbó completamente.
Poco antes del anochecer, salí con el coche para Northampton. La llave de la casa de Carol se había quedado en su bolso, pero sabía que no tendría dificultades para entrar. Me detuve en un supermercado Sainsbury’s de los alrededores y compré provisiones y unos guantes finos de goma. Sabía que era el supermercado donde Carol efectuaba sus compras semanales; había ido allí con ella un par de veces.
Cuando llegué ya había anochecido. Nadie me vio entrar en la casa. Me aseguré de aparcar el coche a un par de manzanas de distancia. Una vez dentro, preparé varias comidas para tres personas, puse la mesa para tres y serví tres raciones de todo. Comí un poco, vertí algunas raspaduras en el cubo de la cocina junto a los envoltorios y arrojé las sobras por el inodoro. Las compras restantes las metí en el frigorífico. Todo el tiempo usé los guantes de goma.
Ya había borrado mis huellas dactilares de todos los artículos que había manipulado en el supermercado, pero para mayor seguridad estampé las huellas de Carol, Laura y Jessica en los envases de la comida, en la vajilla y en los cubiertos. Había traído conmigo tres pares de dedos metidos en bolsas de plástico. Después, las enterré profundamente en un campo de los alrededores de Grantchester, no lejos de Byron’s Pool.
Pero hacía falta un toque final. En el bolso de Carol había encontrado las llaves de su coche y no me llevó mucho tiempo encontrar su pasaporte en un cajón de su cómoda. Jessica estaba incluida en él, como yo había supuesto. El de Laura ya lo había cogido antes de salir de casa. En el garaje estaba el pequeño Renault de Carol, con el depósito de gasolina casi lleno. Ahora, cerca de las diez, estaba lo bastante oscuro y tranquilo para salir sin ser visto y no era tan tarde como para despertar sospechas. Fui directamente a Birmingham por la M-6 y llegué allí pasadas las once. Dejé el coche en el correspondiente aparcamiento del aeropuerto. Antes de marchar había preparado unos envoltorios de chocolatinas y patatas fritas con las huellas digitales de Carol y Jessica. Los dejé en el asiento trasero, junto a una botella de gaseosa vacía. Cerré el coche y tiré las llaves a un sumidero.
Cogí uno de los últimos trenes a Northampton, fui a mi automóvil y regresé velozmente a Cambridge. Antes de acostarme subí a ver si Laura y Carol continuaban como las había dejado. Les vendé las heridas y les di un beso. Laura me escupió. La casa quedó sumida en el más espantoso silencio. Podía oír silbar el viento en los árboles del jardín.
A la mañana siguiente me desperté pasado el mediodía, sintiéndome cansado e irritable. A eso de las tres sonó el teléfono. Era el inspector Allison. Venía de camino hacia Cambridge y deseaba verme urgentemente. Quería saber si me encontraría en casa. Pensé con rapidez. Tenía tiempo suficiente para darles una dosis especial.
—Sí —le dije—. Estaré en casa, venga cuando quiera.
Llegó media hora después. En el coche se quedó esperándole un policía uniformado. Yo había hecho desaparecer todos los vestigios de Carol y Jessica. Tenía planteado quemar más tarde sus ropas y su equipaje en la sala de calderas del colegio. Cuando me preguntó por Laura, me limité a decirle que todavía se encontraba en Northampton, que había hablado con ella la tarde anterior. Asintió y me siguió hasta el despacho.
—¿Cómo lo sabía usted? —preguntó.
—¿Saber? Disculpe, pero no le entiendo.
—Lo de De la Mere. ¿Por qué sospechaba usted de él?
Conque tenía yo razón. Sentí una punzada de gozo. Qué perfecto era el mundo. Se asemejaba mucho a una máquina en la que todas las piezas funcionan en una unidad sincronizada.
—Meras conjeturas —aseguré.
Permaneció en silencio un momento, mirándome fijamente a la cara. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más dura.
—Doctor Hillenbrand, ¿por qué me está mintiendo?
—Suponga que me cuenta usted exactamente todo lo que ha averiguado. Entonces, podremos saber si le estoy mintiendo o no.
Suspiró.
—Muy bien. A primera hora de esta mañana he arrestado a un hombre llamado De la Mere. Vive en Spitalfields, en una casa situada a menos de trescientos metros de donde encontramos el cadáver de su hija. Le requisamos los zapatos de Naomí y varias navajas. Las navajas corresponden a la descripción de las armas que se cree fueron usadas para matarla. El laboratorio forense está ahora trabajando en ellas. Pero eso, más que nada es una formalidad. Él ha confesado que asesinó a Naomí y también se ha confesado culpable de los asesinatos de Ruthven y Dafydd Lewis. Dice que ejecutaba órdenes, que alguien llamado Liddley le dijo que cometiera los crímenes.
Allison se echó hacia atrás en el asiento.
—Doctor Hillenbrand, usted es un hombre inteligente. ¿Es necesario que le diga cuán sospechoso resulta que supiera usted el nombre y paradero de este hombre, y que me condujera tan fácilmente hasta él?
No respondí. Allison continuó.
—Doctor, debo decirle algo: pienso que usted es Liddley. Creo que bajo ese nombre visitó a De la Mere y que usted, de una forma u otra, le persuadió de que ejecutara los asesinatos cumpliendo órdenes suyas. Me gustaría que viniera conmigo para ver a De la Mere a efectos de identificación.
—Entiendo. —Miré por la ventana del estudio el juego de luces y sombras de los árboles—. ¿Piensa usted que preparé el asesinato de mi propia hija?
—Lo ignoro, doctor Hillenbrand. No quisiera creerlo, pero me parece que es lo único que explica semejante relación.
—¿Y tiene usted algún motivo para ello?
Meneó la cabeza.
—Eso sólo lo sabe usted.
—Y Ruthven y Lewis… ¿También cree que tuve algún móvil para cometer esos asesinatos?
—Posiblemente. Puede que Ruthven estuviera a punto de descubrir algo. Igual que Lewis. Eso es bastante probable.
—No se creería usted la verdad —dije.
—Inténtelo —repuso.
¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir? Saqué las fotografías y se las fui enseñando, una a una. Al principio se mostró escéptico —¿quién no lo estaría?—, pero cuando llegó a las que Lewis había tomado en el desván con sus moradoras, sobre todo Caroline y Victoria, con las ropas no precisamente bonitas ni primorosas, le vi torcer el gesto y palidecer.
Después de eso, permaneció en silencio por varios minutos. Desvió la vista hacia la ventana y empezó a manosear los bordes de las fotografías y a retorcer los dedos. Eran unos dedos fuertes, capaces de inmovilizar el brazo de un hombre haciendo palanca. Esperé pacientemente.
—Doctor Hillenbrand, esto es demasiado para mí, así, de pronto. No sé qué pensar de ello, o de usted. Me resulta difícil creer que haya podido usted elaborar todo esto sólo para inventarse una historia tan inverosímil.
—Puede comprobar los rollos de película de Lewis —sugerí—. Guardaba todos los negativos. Estoy seguro de que su gente podrá comprobar si una foto es falsa.
—Si es falsa, sí. ¿Pero de fantasmas…? ¿De conjuros salidos de las peores pesadillas de alguien…? —Hizo una pausa—. Doctor, me gustaría ver ese desván suyo. Si dispone de una linterna, tal vez podamos subir ahora.
Sentí que la respiración me obstruía la garganta como si fuese melaza. ¿Por qué había sido tan confiado y había dejado entrar a Allison en la casa, donde podían ocurrir tantas cosas? Miré desesperadamente alrededor en busca de Liddley. Me daba vueltas la cabeza y me parecía estar sujeto por una camisa de fuerza. ¿Dónde estás?, quise gritar.
—¿Se encuentra bien, doctor?
—Yo… no quisiera subir allí —repuse—, después de lo que pasó. La última vez, Lewis y yo tuvimos el tiempo justo para escapar de allí ilesos. Si nos quedamos…
—Está bien —aceptó—. No es necesario que suba usted. Basta con que me enseñe el camino y me deje su linterna.
—No sería prudente.
—Eso lo juzgaré yo. —Ya se había levantado.
—Por favor…
—¿Hay algún inconveniente, doctor Hillenbrand?
Me puse en pie también, meneando la cabeza, queriendo ganar tiempo.
—No, subiré con usted —dije—. Pero le advierto que él puede estar allí. Usted no le ha visto y no puede…
Allison estaba ya cruzando la puerta y se dirigía a la escalera. Le seguí, intentando hallar una solución. Tenía que detenerle a toda costa. Me estaba volviendo loco: haber estado tan cerca, haber visto subir y caer las palancas con tanta precisión…
Llegamos a la puerta del desván. Yo había dejado la linterna fuera, en el suelo. Allison se agachó a cogerla y abrió la puerta; no me había molestado en echar la llave.
—¿Por aquí?
Asentí con la cabeza. Empezó a subir por las escaleras. Yo iba detrás, muy cerca de él, latiéndome fuertemente el corazón, todavía incapaz de decidir lo que iba a hacer. ¿Por qué Liddley no hacía algo? ¿Por qué no intervenía? Al llegar al punto donde terminaba la escalera y empezaba el suelo del desván, Allison se volvió hacia mí tiritando.
—Estaba usted en lo cierto —dijo—. Esto es más frío que un glaciar. Como para helarle a uno los cojones.
Allison no era un hombre inculto ni procaz, pero esta repentina grosería suya me endureció y me alegré de que me proporcionara así una justificación para lo que desde luego tenía que hacer. Estaba pensando en los ladrillos que Lewis y yo habíamos quitado de la pared; pensaba en los bordes tan afilados que tenían, en lo fácil que iba a ser coger uno, levantarlo, dejarlo caer…
Abajo sonó el timbre de la puerta. Los dos nos detuvimos. Yo sabía que Allison estaba impaciente por entrar al desván. Volvió a sonar el timbre, con más insistencia.
—Debe de ser el sargento Arkless —comentó Allison—. Le dije que llamara si llegaba algún mensaje para mí.
Sonó otro timbrazo, acompañado de tres golpes a la puerta. Cuando estuvimos abajo, abrí la puerta y me encontré con el chófer de Allison. Me hice a un lado para que Allison saliera.
—¿Qué ocurre, sargento?
—Llaman de Londres por la radio, señor. Tiene que regresar inmediatamente. Ha pasado algo con nuestro hombre, con De la Mere, señor.
—¿Qué ha pasado?
Arkless me miró.
—Diga lo que sea, hombre.
—Suicidio, señor. Eso parece. Pero podría ser… En ese momento estaba a cargo Trubshaw, señor.
—Entiendo. Está bien, Arkless. Coja el canuto y dígales que voy ahora mismo.
Arkless asintió y regresó al coche. Allison se volvió hacia mí. Su rostro era muy expresivo, en particular sus ojos. En ellos se dibujaba la frustración, la decepción, la rabia, la impotencia que sentía en aquel instante. La rabia y la impotencia hacen buena pareja.
—Doctor Hillenbrand, después de todo no parece que tenga objeto el que me acompañe usted a Londres. Cuídese. Yo volveré mañana. Y le agradecería que telefoneara a su esposa y le pidiera que se reúna con nosotros. Tengo que hacerle algunas preguntas.