24

Pasamos una tarde tranquila hablando de muchas cosas, excepto de los asuntos que más queríamos comentar. Carol y yo acordamos no mencionar delante de Laura el tema de las apariciones y decidimos que, al fin y al cabo, lo mejor sería solicitar un exorcismo. Me acordé con amargura de la incumplida promesa que le había hecho a Lewis. Mientras recogíamos las bicicletas, le dije a Carol que al día siguiente iría a ver al párroco.

A eso de las diez, Laura dijo que se sentía cansada y deseaba acostarse pronto. Cuando subió al dormitorio, Carol y yo nos quedamos abajo para hablar. Le mostré las fotografías. No todas y no las peores, que tenía guardadas bajo llave, sino sólo las suficientes para acabar de convencerla de la veracidad de cuanto le había contado.

—Tenéis que marcharos —opinó—. Esta casa está maldita. Si seguís aquí os destruirá.

—Laura no querrá irse —objeté. Le conté lo de la aparición de Naomí y cómo había suplicado a Laura que volviera.

—Aun a pesar de eso —replicó Carol—. Precisamente por eso. Aunque vea a Naomí, eso no hará más que trastornarla. Déjame hablar con ella, quizá me escuche.

Asentí, aunque sabía que gastaría saliva en balde. Para que Laura se fuera de la casa otra vez, hacía falta algo más que buenas razones.

Subimos a acostarnos poco después de medianoche. Carol se hallaba asustada y yo sabía que iba a pasarse la noche esperando oír ruidos en el desván.

—No quiero dormir sola —dijo.

—No tengas ningún miedo —la tranquilicé, sintiéndome yo mismo muy poco tranquilo—. Estamos justo al otro lado del corredor; no tienes más que llamar si me necesitas.

Me dirigió una mirada nerviosa y abrió la puerta de su dormitorio, encendiendo la luz.

—Ya puedes irte —dijo—. Me encontraré bien. Pero me gustaría que fuera ya por la mañana. Voy a echar un vistazo a Jessica antes de cepillarme los dientes. Quizá la traiga a dormir conmigo.

Me besó en la mejilla y se dirigió al cuarto de su hija. Yo abrí la puerta de nuestro dormitorio y entré. Laura había dejado un velador encendido y se revolvió cuando entré. Vi con alivio que era Laura quien estaba en la cama y no… no otra distinta. No habría transcurrido ni un minuto, cuando la puerta se abrió abruptamente y Carol irrumpió en la habitación presa de un estado de angustia.

—¡Jessica! —gritó—. ¡Ha desaparecido!

—¡Qué! ¿Estás segura?

—¡Desde luego que lo estoy! No está en su habitación, ni en la mía.

Laura murmuró confusamente desde la cama:

—¿Qué ocurre? ¿Pasa algo? —Se esforzó por incorporarse, todavía medio dormida.

—Nada, querida —la tranquilicé—. Sigue durmiendo.

—¿Carol? ¿Eres tú? —Se estaba acabando de despertar. Vi aflorar el miedo en sus ojos.

—Sí, Laura. Jessica ha desaparecido.

Las dejé solas y salí en busca de mi sobrina. Razonaba diciéndome a mí mismo que no podía estar muy lejos, pero el corazón me latía violentamente y sentía el miedo en la boca del estómago. Volvió a mí con fuerza el recuerdo de aquellos primeros horribles momentos en Hamleys, cuando me percaté de que Naomí había desaparecido realmente.

Carol y Laura se unieron a mí y los tres juntos registramos minuciosamente todas las habitaciones del piso superior. Mi principal esperanza era que hubiera ido a la habitación de Naomí a entretenerse con sus juguetes, pero no estaba allí ni había señales de que lo hubiera estado.

Recorrimos el resto de la casa, habitación por habitación, llamándola a voces. Nadie respondió. No podíamos encontrarla. Cogí una linterna y salí al jardín, maldiciendo la oscuridad. Quince minutos más tarde, helado y tiritando, regresé a la casa meneando la cabeza con desánimo. No había rastro de Jessica por ninguna parte. Nos sentamos en la cocina. Carol fue la primera en hablar y preguntó qué estaba pasando por nuestras mentes.

—Hay un sitio donde no hemos buscado.

Nos miramos mutuamente. Incluso ahora, después de tanto tiempo, siento las garras del temor y las náuseas de aquel instante.

—Iré a mirar —dije.

Carol negó con la cabeza.

—Iré contigo. Jessica es mi hija, soy responsable de ella.

—Muy bien —convine, sin intentar disuadirla. Quería que viniera conmigo.

—Yo también iré —decidió Laura.

Moví la cabeza.

—Uno de nosotros debe quedar fuera —le dije—. Por si pasara algo.

Vaciló y luego asintió pausadamente.

La puerta del desván no tenía echada la llave. Traté de recordar si la había echado o no la última vez que estuvimos allí Lewis y yo, y descubrimos la habitación tapiada con ladrillos. Pero no lo recordaba por mucho que lo intentaba.

En el instante en que abrí la puerta, percibí el frío. Aquel frío no era sólo de temperatura ambiental: sentía el mismo frío dentro de mí que en el aire de alrededor.

Encendí la linterna y alumbré la escalera. En las tinieblas no penetraba ningún rayo de luz diurna. La oscuridad envolvía vertiginosamente el desván. Era como si hubiera levantado un muro delante de mí, elevado y negro, sin una sola rendija. Al igual que el frío, la oscuridad resultaba más intensa en mi interior que alrededor de mí. Era mi propia oscuridad, mi propia noche.

Empecé a subir las escaleras. Los peldaños de madera crujían bajo el peso de mis pies. Cuando llegué al nivel del suelo del desván, el foco de la linterna se esfumó en el espacio abierto. Adentrarse en aquella oscuridad era como si le volvieran a uno del revés. Pero había algo más, aparte de las tinieblas. Me llegó un olorcillo que antes no había notado allí. Olía a sustancias químicas o a podredumbre. Me era familiar, como un olor de mi pasado, aunque estaba convencido de que no lo había percibido nunca.

Carol subía la escalera detrás de mí. Le tendí la mano y la ayudé a entrar en el desván. Ya no se soltó de mi mano. Alumbré con la linterna atrás y adelante en medio de la oscuridad. Unas viejas raquetas de tenis con mangos pequeños, un tobogán, una silla. El desván estaba como debía haber estado en un tiempo y lugar que yo no alcanzaba a comprender.

La pared continuaba allí y el suelo, en la parte central, estaba cubierto de polvo y escombros. A través del hueco de la pared pude distinguir el sombrío resplandor de otra luz. Me acordé de la lámpara de aceite rota que habíamos visto en la otra habitación.

—Por aquí —susurré—. ¿Puedes verlo?

—Sí. —Carol seguía agarrada a mi mano. No nos habíamos cogido de la mano desde que éramos muy pequeños. No me gustó aquello. Me producía una sensación… erótica. Tuve una erección. Era mi hermana y había tenido una erección. Me sentí horrorizado. El olor oprimía mis pulmones como si fuera un gas. Apenas podía respirar. Una desbocada excitación amenazaba con dominarme. Deseaba tocar a Carol, provocar sus deseos, arrastrarla, gimiendo y excitada, a mi lascivo sueño. Respiraba con dificultad, luchando contra la opresión. Cerré los ojos con fuerza. Tinieblas, tinieblas.

—¿Puedes olerlo? —pregunté.

—¿Oler qué? ¿Qué hueles tú?

—No importa —dije. El aire entraba en mis pulmones en pequeñas boqueadas. Cuando enfoqué la linterna hacia la pared de enfrente me temblaba la mano. Volví a abrir los ojos. Carol me estrechaba la mano con fuerza.

Nos acercamos juntos al hueco practicado en la pared. La luz se fue haciendo cada vez más intensa. ¿Sería la oscuridad lo que me estaba ahogando? ¿O era yo mismo, mi lujuria, mi propia aversión lo que me asfixiaba?

Miré a través del hueco. La lámpara estaba encendida y colocada en el suelo, junto al sillón. Jessica estaba acomodada en él, con una muñeca en el regazo, ajena a mi presencia. Tenía el pelo caído sobre los ojos y se mecía atrás y adelante. Naomí se encontraba de pie al lado del sillón, vestida con las mismas ropas que yo le había puesto la mañana de nuestro viaje a Londres, las mismas que yo había visto dentro de las bolsas de plástico de Scotland Yard. Me miró y sonrió.

Carol soltó mi mano. Yo pasé a través del hueco. Sintiendo un dolor agobiante. Naomí aparecía sin mácula a la luz de la lámpara, sin que hubiera en ella nada fantasmal, nada incorpóreo. Mis ojos no podían ver a través de ella. Estaba seguro de que, de haberme atrevido, hubiera podido tocarla sólo con alargar la mano. Su cabello era suave, su piel parecía recién lavada y yo sabía que no estaba soñando. Era una pesadilla, pero no un sueño.

Carol pasó por el agujero detrás de mí. Pude oír su respiración, tensa e irregular, poseída de terror.

—Hola, papi. —Era la voz de Naomí, no la de un sueño. Sentí que las lágrimas me quemaban los ojos, cegándolos. Me repetí insistentemente que no era Naomí, que Naomí estaba muerta.

—Hola, tía Carol. ¿Estás buscando a Jessica? Jessica ha venido a buscarme aquí. Estamos jugando con su muñeca. —Hizo una pausa—. Ésta es ahora mi habitación. Me dejan jugar todo el tiempo que quiera.

—¡Oh, por Dios! —Carol estaba ahora a mi lado, asida fuertemente a mi brazo.

Jessica alzó la cabeza. Parecía distante de cuanto la rodeaba. A pocos pasos de ella había un bulto con los restos humanos que Lewis y yo habíamos desenvuelto. Los otros dos seguían aún donde los habíamos dejado. Dos grandes arañas negras huyeron precipitadamente por encima de ellos. Me estremecí ante el rápido movimiento de sus largas patas.

—Hola, mami —balbuceó Jessica—. He venido a la habitación de Naomí para jugar con ella. Carolina y Victoria vendrán después.

—Tenemos que sacarla de aquí —balbuceó Carol. ¿Sacarla de aquí?, pensé. ¿A dónde? ¿A dónde íbamos a ir? La oscuridad se extendía incesantemente.

—¿No está mami contigo? —preguntó Naomí. Su tenue voz se propagaba fácilmente por la oscuridad. No se movía. Sus ojos parecían llamarme, arrastrarme a su lado.

Negué con la cabeza.

—Mami está abajo, cariño —dije.

Carol me cogió por el brazo.

—Por el amor de Dios, no le hables. No es real, no está ahí. Ayúdame a sacar de aquí a Jessica.

En aquel momento llegó un ruido desde el fondo de la habitación, procedente de las sombras. Levanté la linterna y dirigí hacia allí su haz luminoso. Dios mío, ¿por qué no huí corriendo?

La pequeña Caroline y la pequeña Victoria avanzaban lentamente hacia nosotros. Pero no estaban vestidas con sus bonitas ropas, ni ellas eran bonitas en modo alguno. Supongo que presentaban el mismo aspecto que cuando llevaban algún tiempo muertas, antes de que Liddley terminara de descuartizarlas y envolverlas en los trozos de arpillera.

Con la súbita repugnancia que sentí, se me resbaló la linterna y, al golpear en el suelo, el cristal saltó y la bombilla se hizo añicos. Sólo quedaba ahora la luz de la lámpara. Y, a nuestras espaldas, la oscuridad. La oscuridad y el sonido de una respiración.