Creo que grité. A los pocos instantes la puerta se abrió y apareció Laura, seguida de Carol.
—¿Te encuentras bien, Charles? ¿Qué diablos ha ocurrido? —Laura estaba medio desnuda en el umbral. Sus ojos escrutaron la habitación y acabaron posándose en mi cara. No hizo ningún movimiento para acercarse a mí. Carol estaba detrás de ella echándose una bata por encima de los hombros. Las dos parecían cansadas y ajadas.
—Tenía… —tartamudeé—. Tenía la impresión de que había alguien… en la cama… —No podía expresarme de manera inteligible, impulsar la verdad a través de mis labios. Temía traicionarme.
—¿Creías que había alguien en la cama? Qué disparate —dijo Laura—. Habrá sido una pesadilla. Has estado leyendo demasiado. Tienes demasiadas preocupaciones. La muerte de ese hombre de Londres te ha hecho recordar las cosas. Me quedaré aquí contigo y te encontrarás mejor.
—Charles, Laura tiene razón —dijo Carol—. Has estado trabajando mucho, pero es demasiado pronto para trabajar. Lo único que haces con eso es aumentar el estrés. Necesitas descanso. Fíjate lo bien que le ha sentado a Laura.
Voces muy razonables, cuando sólo momentos antes… Asentí. A la fría luz artificial, mis temores parecían grotescos. Laura se acercó a la cama. Mientras se acercaba, miré alrededor. En la almohada de al lado, la de Laura, había un hoyo profundo marcando el sitio donde había reposado una cabeza. Extendí la mano. Las sábanas aún no habían perdido su calor. Laura se metió en la cama, a mi lado. Carol ya había cerrado la puerta y había regresado a su habitación.
—Tiene razón —insistió Laura—. Has estado trabajando demasiado. ¿Qué importa quiénes vivieran aquí hace tantos años y lo que hicieran o dejaran de hacer? Ya están muertos todos. ¿Por qué no nos olvidamos de ellos? ¿Por qué no los dejamos descansar en paz?
—Él las mató —dije—. A su esposa y a sus dos hijas. Las operó sin anestesia. Dejó sus reacciones anotadas en su Diario.
—Eso no importa, Charles —repitió Laura—. Eso ya pasó; deja que descansen.
No dije nada más. Ella no lo entendía, y yo no podía hacerle entender que aún no había terminado todo. Al poco rato se quedó dormida. Yo no podía soportar la oscuridad y dejé encendido un velador. Faltaba poco para amanecer cuando caí en un sueño ligero e inquieto, pero antes escuché dos veces ruido de pisadas en el desván.
A la mañana siguiente, poco después de las diez, se presentó un inesperado visitante. Era el inspector Allison, el encargado de investigar el asesinato de Lewis. El tiempo había vuelto a mejorar y lo llevé al jardín. Carol y Laura estaban en la ciudad con Jessica.
—Hemos peinado toda la zona en busca de algún Liddley —empezó—, pero no hay nadie que se llame así en Spitalfields ni en ningún distrito adyacente. En realidad, hay muy pocos Liddley en Londres. Así que sería mejor que me lo explicara usted.
Vacilé. Estábamos sentados en unas finas y pequeñas sillas de jardín que había comprado Laura en unas rebajas de Eaden Lilley’s el año anterior.
—Inspector, tengo que disculparme. Cometí un error. No era más que una corazonada, una sospecha. Pero me temo que me equivoqué.
—Permita que sea yo quien lo juzgue. ¿Qué le hizo a usted darme ese nombre?
Yo sabía que jamás iba a creerse lo que podía contarle.
—No quiero confundirle, inspector. Créame, quiero encontrar a ese hombre. Él mató a mi hija.
—¿Cree usted que el hombre que mató a su hija es el mismo que mató a Dafydd Lewis?
Asentí.
—También mató al inspector Ruthven. Pero me equivoqué; su nombre no es Liddley. Se llama… —Estaba pisando un terreno difícil. ¿Y si me equivocaba otra vez? ¿Me denunciaría Allison por obstaculizar a la policía en sus investigaciones y hacerles perder el tiempo? ¿Le llevaría a la muerte mi intromisión, igual que había ocurrido con Ruthven y Lewis?—. No estoy seguro —dije—. Puedo haberme equivocado otra vez, pero creo que debería intentarlo de nuevo. Esta vez, no bajo el nombre de Liddley. Busque a un tal De la Mere.
Durante el almuerzo noté que algo preocupaba a Carol. Le pregunté si le ocurría algo, pero ella eludió responder, con indiferencia al principio y luego con energía. Más tarde, sin embargo, cuando acostaron a Jessica en la cama para dormir la siesta, sugirió que diéramos un paseo. Laura se ofreció a quedarse al cuidado de Jessica, diciendo que debía examinar algunas diapositivas; el lunes siguiente volvía a su antiguo trabajo en el Fitzwilliam.
Así que Carol y yo fuimos en bicicleta hasta King’s. Dejamos las bicicletas en la Parade y continuamos paseando hasta los Backs. Una alfombra de variados y pálidos narcisos amarillos se extendía casi hasta la orilla del río, interrumpida por pequeños macizos de azafrán púrpura y blanco. Si menciono todo este bucólico escenario, es sólo porque contrastaba severamente con la oscura solemnidad de nuestra conversación. Desde entonces, no he encontrado deleite alguno en las flores.
Caminamos juntos, hermano y hermana, uno al lado del otro a lo largo del río, esforzándonos por recuperar la intimidad y la franqueza que habíamos conocido de niños y adolescentes. La mayoría de edad nos despoja de muchas cosas, nos arranca muchas aptitudes, muchas flaquezas.
—¿Qué está pasando, Charles? Laura no me cuenta gran cosa y yo no quiero presionarla. Es frágil y no sé hasta qué punto puedo influir para ayudaros. Al menos, ella parece estar mejorando algo. Eres tú quien me preocupa. No tu salud, que no se afecta. Pero pareces otra persona, Charles. No sólo estás cambiado, sino… que ya no eres el mismo.
—Todo se arreglará. La muerte de Naomí…
Se volvió, casi colérica.
—Ya está bien, Charles, tú sabes que no es eso. No es sólo eso. Espero que no te olvidarás de Naomí dentro de… bueno, unos años, tal vez nunca. Pero algo más está sucediendo, ¿verdad? ¿Qué es, Charles? Ella ha vuelto con vosotros, ¿verdad?
Me detuve.
—¿Cómo…?
—¡Oh, Charles! Ya está bien. He sacado conclusiones de algunas cosas que se le han escapado a Laura. He empleado la intuición. Es cierto, ¿verdad? La habéis visto.
Asentí.
—Yo la he visto una vez y Laura otra. Y la hemos oído. En nuestro dormitorio, una noche; estaba llorando. Y hay fotos.
—¿Fotos? Comprendo. —Hizo una pausa. Seguimos paseando como dos amantes cogidos del brazo, despojándonos de nuestras inhibiciones. Yo deseaba lanzarme al río y arrastrarla a ella hasta su oscura profundidad y los hierbajos del fondo.
—Anoche oí algo —prosiguió—. Pisadas encima de mí, en el desván. ¿Las has oído tú?
—Sí —contesté.
—No eran pisadas infantiles. No de Naomí.
—No. No eran de Naomí.
—Creo que deberías contármelo.
De modo que le conté todo lo que sabía, excepto los detalles de lo que John Liddley había hecho a su familia. Cuando llegué al final, había transcurrido más de una hora. Carol y yo permanecimos mucho rato sentados en silencio, mirando fijamente el río, su suave gracia plateada, las ondulaciones que formaban sus aguas, su frescura y su profundidad.
—Qué extraña coincidencia, ¿verdad? —exclamó. Yo sabía a qué se refería.
—¿Te refieres a mamá? —pregunté.
Ella asintió.
—Sí —dije—. Si se le puede llamar coincidencia.
—¿Acaso no crees que sea eso?
—No —respondí.
El río se rizaba un poco más abajo de nuestros pies. Nuestras imágenes, reflejadas en la superficie, danzaban como fantasmas. Me estremecí.
—Laura no debió animarte a venir —dije—. No debió permitirte traer a Jessica. ¿Sabes?, esto no ha terminado. Creo… creo que es sólo el comienzo.
Carol permaneció en silencio. Continuó con la vista fija en el agua, en nuestras imágenes distorsionadas, que tremolaban sobre su lábil superficie.
—Anoche —dijo, finalmente—, después de que Laura y yo fuéramos a tu dormitorio, no regresé directamente a mi habitación, sino que fui a ver cómo estaba Jessica. No se había dormido. La encontré sentada en la cama y con la luz encendida. No parecía asustada, ni nada de eso. Le pregunté por qué estaba sentada con la luz encendida y si la había despertado algo. Pensaba que podía haberte oído gritar. Dijo que había estado jugando. «¿A qué jugabas?», le pregunté. «A familias», respondió. «¿Tú sola?». Negó con la cabeza y contestó: «Oh, no. No estaba sola, mi prima Naomí ha venido a jugar conmigo».