22

Casi era hora de cerrar. La biblioteca se encontraba desierta y yo estaba sentado solo junto a una lámpara de luz amarilla. Burnett se había ido a las estanterías a restituir los libros consultados aquel día por los lectores y sólo me llevó unos segundos deslizar el Diario dentro de mi cartera de mano, recoger los otros cuadernos de notas y volverlos a guardar en su caja. Burnett volvió un minuto después. Le entregué las cajas. Apenas las miró. Me había entregado dos cajas y dos cajas le devolvía. Estuvimos charlando un par de minutos sobre nimiedades y me marché. En aquellos días, como ahora, Cambridge funcionaba basándose en la confianza. Los miembros de la Biblioteca de la Universidad no precisaban de tarjeta para entrar en ella y sus encargados eran bastante descuidados. Los académicos no son ladrones, hasta que se les pilla in fraganti. A mí no me pillaron.

Cuando llegué a casa, la cena estaba lista. La mesa era una llamarada de velas. Velas rojas, elegidas como para una fiesta, para la comida de Navidad que no llegamos a celebrar. La casa parecía más normal que desde hacía meses. No había en ella aquel peso, aquella sensación de opresión y remordimiento con que Laura y yo la habíamos llenado.

Mi esposa y mi hermana habían pasado la tarde limpiando, jugando con Jessica y cocinando. Les había sentado bien; dijeron que eso las unía, dos mujeres y una niña poniendo orden en sus vidas. Me sentí excluido, incluso esquivado. Desde el momento en que crucé la puerta, sentí como si hubieran alejado mi hogar de mí, y la inseguridad creció en mi interior como una burbuja.

Laura estaba realmente radiante, era una persona nueva, una resucitada. Al menos lo estaba para con Carol y Jessica; sus maneras para conmigo, su marido, eran más reservadas. Creo que estaba resentida conmigo por haberme ido después de su regreso, como si la hubiera desairado, cuando lo que realmente había estado haciendo era localizar a Liddley para que ella se encontrara segura. Durante la cena me lanzó unas raras miradas de soslayo, como si yo fuera un extraño y estuviera arrepentida de haberme invitado a su casa.

Jessica llevaba un vestido rosa idéntico al que tenía Naomí. Recordé que Carol les había comprado dos conjuntos iguales durante su visita previa a la Navidad, pero consideré una ligereza por parte de Carol dejar que su hija se sentara a mi mesa con un vestido tan cargado de recuerdos. Había momentos en que se me nublaban los ojos y creía ver a Naomí en el sitio de Jessica. Después de todo, eran primas y muy parecidas.

Cené ligeramente y las dejé allí, con las velas derritiéndose lentamente y su charla insustancial. Una abogada y una historiadora de arte hablando sin pausa sobre bebés. Cuando abandoné la habitación parecieron mirarme de una manera extraña, como si hubiera dicho o hecho algo inoportuno. Pero las ignoré. Estaba ávido de ver mi preciado descubrimiento.

Me dirigí al estudio y abrí la cartera de mano. Allí estaba, finalmente, sobre mi escritorio, la clave de lo que había buscado con ahínco durante todo aquel tiempo. Entonces, en los primeros minutos dedicado a las memorias del bueno del doctor, sentí una rara excitación. Pero, a medida que leía, la excitación dio paso al recelo, luego a la piedad y finalmente al horror. Comprendí a John Liddley como jamás he comprendido a nadie.

Cuando terminé de leer era tarde. Una hora o dos antes había oído a Carol y Laura irse a la cama. La casa estaba silenciosa. Empecé a notar que hacía frío en el estudio. Estaba sentado inmóvil en mi sillón, encorvado sobre el escritorio, con los ojos fijos en la cubierta del Diario. Me había dicho todo lo que necesitaba conocer. Sabía por qué las había matado y cómo lo había hecho. Incluso creía saber lo que había sucedido en Spitalfields.

No abrigaba dudas sobre lo que debía hacer. Cogí el Diario, me levanté y fui directamente al salón. Laura y Carol habían dejado un exiguo fuego ardiendo en la chimenea, que casi se había extinguido. Lo removí con el badil y añadí unos troncos. A los pocos minutos, empezó a arder de nuevo.

Una vez reavivado el fuego plenamente, cogí el Diario e hice añicos sus páginas. No tardaron en levantar llamas y en arder vorazmente hasta convertirse en negras cenizas. Cuando acabé, salí al exterior y arrojé la cubierta al cubo de la basura. Aspiré el aire de la noche, tiritando, y volví a entrar en la casa.

Laura estaba dormida. Oí su respiración nada más entrar al cuarto, sumido en la penumbra. Me desnudé y me metí en la cama junto a ella. Estaba de espaldas a mí y me sentí inmensamente aliviado de no tener que hablar con ella y mentirle. Permanecí tendido a oscuras; pero no ya imaginando, sino sabiendo lo que había ocurrido en la casa, aquí, en esta habitación, y arriba, en el desván.

Todo había comenzado con la atracción de Liddley por Miss Sarfatti, la institutriz de su hija. Su nombre de pila era Anna. Era una mujer de origen oscuro, y ni siquiera Liddley había sido capaz de sonsacarle ninguna información sobre ella misma. No tenía ascendencia inglesa, aunque había sido criada en este país. Tampoco está clara su nacionalidad. Sarfatti no es apellido italiano, y yo no conseguí averiguar su auténtica procedencia.

A juzgar por la descripción de Liddley, Anna Sarfatti era una mujer bella. «Soy incapaz de describir el placer que sentí al verla por primera vez», escribió en su Diario, y sus palabras han permanecido conmigo. «Fue como si hubiera pasado por una puerta y entrado en una estancia completamente distinta a aquella en la que había estado, una estancia cuyas dimensiones, luz y colores eran del todo diferentes a los de cualquier otra donde hubiera entrado o deseado entrar. Estoy hechizado. Sus ojos me extasían, sus orejas, sus labios, su cuello, el modo en que se detiene en medio del discurso buscando la palabra justa. Es vacilante, coqueta y, sin embargo, sincera y honesta. Si digo que la amo, me quedo muy corto de lo que sé y lo que siento. Ella me revelará todas esas cosas que hasta ahora han estado veladas a mis ojos».

La infatuación del doctor alcanzó rápidamente proporciones de obsesión. A buen seguro que su esposa lo sabía; me niego a pensar que no lo supiera y que el propio Liddley no sospechara que lo sabía. En una ocasión, Sarah trató de despedir a la institutriz, pero su marido la desautorizó y Anna siguió en la casa. Al principio, Liddley se mantuvo a distancia de ella, admirándola, enfermo de amor, pero leal a su esposa, con la que se había casado sin afecto. Su necesidad de Anna, sin embargo, se hizo gradualmente demasiado fuerte e irresistible. Sus interlocutores epistolares le escribían mientras tanto diciéndole que era aceptable desdeñar la baladí moral de las masas, si sus instintos le apremiaban a acostarse con la hermosa mujer con que se encontraba y hablaba a diario. Y Anna, al parecer, no estaba en contra de ello.

Así escribe sobre la primera vez que se acostó con ella: «Me he elevado hasta las más vertiginosas alturas que un hombre puede alcanzar y, sin embargo, continuar con vida. No me importaría morir esta noche». Sus citas de amor eran cuidadosamente planeadas para que coincidieran con la ausencia de Sarah durante las visitas que hacía a sus padres o amistades. O bien Liddley se inventaba visitas a pacientes ficticios y se encontraba con Anna en la ciudad, en una habitación alquilada por él. Así continuaron las cosas durante más de un año. Entonces, Anna le dijo que estaba encinta.

Sarah se enteró de la situación. Los amantes habían sido muy poco discretos, casi habían buscado ser descubiertos. La posición de Anna resultaba insostenible: soltera, carente de amigos, de familiares y de recursos, imploró la misericordia de Sarah Liddley. Pero la esposa escarnecida no tenía misericordia que dar. Esta vez a John no le quedó alternativa: si no la despedía en el acto, se quedaría sin esposa, hijas, reputación y carrera. Resulta difícil saber cuál de estas cosas pesaban más en su balanza. Ciertamente, su Diario deja bien claro que quería apasionadamente a sus hijas.

En contra de su voluntad, convocó a Anna a su despacho, le entregó una suma y le dio un beso de despedida. Ella partió desconsolada para Londres, portando una pequeña maleta con sus escasas y míseras pertenencias y un papel con los nombres de unas personas conocidas de su amante, que, según había dicho él, la ayudarían. Aquello ocurría en julio de 1846.

El Diario guarda silencio acerca de los meses siguientes. No hay entradas en él y tampoco quedan cartas que se recojan o relaten los acontecimientos ocurridos a lo largo de aquel período. El Diario se reanuda a finales de setiembre con una furiosa y despavorida entrada en la que Liddley manifiesta que ha contraído la sífilis. Su perplejidad es alarmante, a juzgar por la casi incoherencia de sus palabras, más o menos, en la semana siguiente. Sabe que no puede haber contraído la infección de su mujer, pero encuentra todavía más difícil aceptar la amarga verdad de que ha sido contagiado por Anna, esa modosa criatura de aspecto casi virginal a la que tanto adora y por la que tanto ha arriesgado.

A lo largo de los meses siguientes se observa un marcado deterioro en el estado mental de Liddley, recogido con detalle en las páginas del Diario. La angustia que siente por la pérdida de Anna, su amargura y confusión en torno a la evidente perfidia de ésta, el odio que experimenta contra su esposa y su creciente frialdad hacia sus hijas, todo ello combinado hace que su razón se tambalee. En la correspondencia de este periodo, de la que han sobrevivido un par de ejemplos, Liddley sobrepasa todos los límites anteriores en su determinación de elevarse por encima de lo trivial, de encontrar en el incumplimiento de las reglas morales el camino hacia la verdad.

En este punto, empero, se produce un fatal sesgo en su filosofía. Al parecer, en cierto sentido, ha comenzado a considerar a Anna como un foco, como una lente a través de la cual podría ver más claramente la forma del cosmos. En una ocasión cita al espurio panfleto de rosacruz, de comienzos del siglo XVII, Fama Fraternitatis: mundum minutum omnibus motibus magno illi respondentem fabricasset (él fabricó un microcosmos que se correspondía en todos los movimientos con el macrocosmos). Anna había sido el microcosmos de John Liddley y éste había imaginado que, en ella y a través de ella, lograría la sabiduría que hasta entonces se le había negado, que la fuerza del amor completaría lo que no había completado la fuerza de la mente y la voluntad.

Ahora, viendo contaminada su fuente de inspiración y corrompido él mismo, corporal y mentalmente, empieza a concebir el conocimiento y la sabiduría como cosas malignas. El vicio —escribe—, no el amor, es la fuerza que mueve el universo. La crueldad, no la piedad, es el vínculo que une a los hombres. Cae en la cuenta de que el propósito de la medicina no es curar, sino destruir.

Tales sentimientos se intensificaron a principios de enero del año siguiente, cuando, para su horror, Anna Sarfatti llamó a su puerta, aterida de frío, famélica, casi muerta y a punto de dar a luz. Sarah no la dejó entrar en la casa. Liddley, a pesar de las protestas de su mujer y de sus propios sentimientos de asco, llevó a su amante a una especie de cobertizo y la atendió durante un largo y penoso parto, para perderla al final.

Ella dio a luz un niño, el cual, por insistencia de Sarah, fue llevado a un hogar de la localidad para niños huérfanos. Liddley le bautizó como John, su propio nombre. Posteriormente fue adoptado, por recomendación de Liddley, por un matrimonio sin hijos amigo de sus padres, unas gentes llamadas De la Mere, que vivían cerca de los Liddley —los Petitoeil, en Spitalfields.

Para entonces, sin embargo, Liddley había perdido por completo su control mental. Externamente conservaba la razón, pero su interior era un torbellino de rabia y sufrimiento. No podía soportar mirar a Sarah ni a sus hijas. Comía y dormía solo y se comunicaba con su esposa mediante notas dejadas en el vestíbulo. Un triste silencio recayó sobre la casa. La mayor parte del tiempo, Liddley estaba recluido en su despacho leyendo y escribiendo. A altas horas de la noche podía oírsele moverse de un lado a otro en su dormitorio o paseándose por el desván. Algunas noches ensillaba su caballo y se iba al campo, para no regresar hasta la mañana siguiente o incluso hasta el otro día. Estos pormenores están recogidos en la declaración hecha por su suegro tras la desaparición de Sarah, basada en manifestaciones de su hija.

Y entonces parece haber sucedido algo que impulsó a Liddley a poner en práctica un experimento que iba a terminar en la tragedia final. «Ellas me han sido entregadas —escribe en su Diario el 14 de abril de 1847— como señal de una gracia más alta, para encontrar en ellas lo que ningún hombre ha encontrado antes en mujer alguna». Al decir «ellas» se refiere a su esposa e hijas. Primero cogió a las niñas y las encadenó en el desván; luego atacó a Sarah, quebrándole ambas piernas, y la dejó con las niñas, impedida. Las dejó desnudas y las trató como animales. De hecho, ellas eran sus especímenes, lo que ahora llamamos conejillos de Indias.

No tengo estómago para describir lo que ocurrió durante los meses siguientes. En aquellos tiempos no existía anestesia ni analgésicos para calmar los constantes dolores que padecieron las tres. Liddley era perseverante en sus experimentos. Buscaba afanosamente el significado bajo su piel y sus huesos. Creía que ellas podían aprender a superar sus sufrimientos, pero «ellas no aprendían», así que las castigaba. El Diario describe gráficamente sus experimentos. Sarah murió primero, luego Caroline y finalmente Victoria. Envolvió sus despojos en arpillera y tapió con ladrillos el extremo del desván donde las había mantenido recluidas. Ya no volvió a entrar allí. Pero aquello no fue el final. En cierto modo, aquello fue sólo el comienzo.

Me resultaba imposible dormir. Me oprimían las ropas, aplastándome contra la cama. Cuando cerraba los ojos, veía imágenes de Liddley, sus ojos llenos de dolor mirándome fijamente, sus labios entreabiertos en lo que no era ni sonrisa ni ceño. Pero si abría los ojos, la habitación parecía llena de formas grises sin vida. En vez del sueño, acudían a mí pensamientos de John Liddley y de su familia. Cómo me apiadaba de él. Y cuánto me aterrorizaba.

Por último, me volví de costado y alargué la mano hacia Laura buscando algún calor o consuelo para mi insomnio. La rodeé con un brazo y me pegué a ella, acoplando mi cuerpo al suyo. Llevaba un camisón largo. Esto me sorprendió, toda vez que Laura dormía normalmente desnuda, salvo que hiciera mucho frío. Me apreté contra ella y le puse la mano sobre uno de los pechos, obligándola a moverse y murmurar entre sueños. Y en aquel momento se me heló la sangre.

La mujer que estaba abrazando no era Laura. Laura tenía el cabello corto y muy recogido, y aquella mujer tenía una espesa y larga cabellera que le llegaba hasta la cintura. Laura tenía los pechos pequeños y los de aquella mujer eran grandes. Por un momento pensé que había cometido un error estúpido, que me había metido en la cama de Carol. Pero en aquel instante la mujer que había a mi lado se volvió hacia mí y me cogió la mano.

—¿John? —murmuró, soñolienta—. ¿Eres tú? ¿Dónde estabas?

No era la voz de Laura ni la de Carol. Con una sensación de horror creciente, me aparté de ella.

—¿Qué ocurre, John? ¿No me quieres?

Alargué la mano hacia el interruptor de la lámpara de la mesilla de noche y encendí la luz. Cuando miré a mi alrededor, la cama estaba vacía.