21

Regresé a Cambrige conmocionado. El sol se había ocultado tan bruscamente como había venido y efectué el viaje de regreso a través de unos campos cada vez más sombríos y desolados. No tenía necesidad de consultar el Registro de Enterramientos para saber que John Liddley —Ojo Pequeño, Petitoeil— había sido enterrado en la cripta de St. Botolph’s al lado de su padre, de su madre y quién sabe de cuántos otros miembros de su familia. Lo que no conseguía entender era cómo su mano había salido de la sepultura para golpear a tres víctimas inocentes, para llevarlas tan cerca del lugar donde reposaban sus huesos. Empecé a preguntarme cuánto tiempo nos quedaba, cuánto tiempo faltaba para que viniera por Laura y por mí mismo.

En la portería me aguardaba un mensaje. Mi esposa había llamado rogándome que telefoneara a casa de mi hermana. Era la primera noticia que tenía de Laura en varios días. Durante las últimas semanas habíamos hablado por teléfono media docena de veces y habíamos intercambiado tres o cuatro cartas. Pero ni hablar ni escribir nos resultaba fácil, pues había tantos tópicos que eludir, que ambos sentíamos una espantosa reserva.

Cuando llamé estaban cenando. Carol respondió a la llamada y estuvo un rato hablando conmigo. Me contó lo mucho que había mejorado Laura y lo bien que le habían sentado el cambio. Luego, se acercó al teléfono la propia Laura.

—¿Cómo estás, querida? —pregunté—. Carol dice que te encuentras mucho mejor.

—Muchísimo mejor, cariño. Carol se ha portado como un ángel y a mí me ha servido de mucho ayudarla a cuidar de Jessica.

Jessica, la hija de tres años de Carol, era el resultado de un desastroso romance con un hombre casado, un contratista de la construcción de la zona que tenía otros siete hijos. Jessica, sin embargo, no había resultado ningún desastre. Era adorable y adorada, y no era sorprendente que operase un cambio en Laura.

—Charles —continuó Laura—, quiero ir a casa. Quiero que los dos volvamos a la casa.

—¿A la casa…? Pero, Laura, sabes por qué no podemos hacer eso, sabes lo que sucedió.

—Lo sé, sé todo eso, pero no va a pasar nada. Lo creo sinceramente. Hemos cometido un error, un terrible error. No hay motivos para asustarse, sino todo lo contrario. —Su voz descendió casi a un susurro—. Cariño, no se lo he dicho a Carol, no se lo he dicho a nadie. —Vaciló durante un buen rato y luego habló con súbita precipitación—: He visto a Naomí. Aquí, anoche, en mi dormitorio. Me habló, Charles, Naomí me ha hablado.

Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. «Ayúdame, papaíto, ayúdame». Las palabras resonaron en mi mente.

—Querida…

—No, no me pasa nada, me encuentro bien. No ha sido ninguna alucinación, la he visto realmente. No sé por qué te cuesta tanto creerlo después de las cosas que hemos visto, después de las fotografías y todo lo demás. No me crees, ¿verdad?

La sangre se me heló. La creía. Bien sabe Dios que la creía. ¿Por qué no iba a creerla?

—Dice que debemos volver. Dice que me echa de menos, que nos echa de menos a los dos, que no podrá dormir, descansar ni hacer nada hasta que volvamos a estar con ella.

—Querida, los espectros no duermen.

—¿Cómo sabes tú lo que hacen? Tal vez tengan una vida exactamente igual que la nuestra. Es nuestra hija, Charles, no importa lo que le haya ocurrido, sigue siendo nuestra hija. ¿O lo has olvidado?

—No, no lo he olvidado, cariño. ¿Cómo podría olvidarlo? Lo que pasa es que…

Laura continuó como si no me escuchara.

—Dice que debemos volver, que no nos ocurrirá nada malo. Todas esas habladurías sobre las fuerzas del mal no son más que invenciones de ese horrible galés, de ese fotógrafo. Ya sabes que a mí no me gustó desde el principio. Yo…

—Ha muerto, Laura. Lewis está muerto. Acabo de regresar de Londres. Lo encontraron anoche asesinado, en una calleja de Spitalfields, cerca de donde Naomí…

Volvió a interrumpirme.

—Siento oír eso, Charles, lo siento de veras, pero no veo que ello cambie nada las cosas. Creo en Naomí. Dice que Carol y Jessica tienen que venir con nosotros también. Carol ya ha accedido a ello. Naturalmente, no le he dicho por qué quiero que venga, pero ella opina que tiene mucho trabajo de papeleo que puede hacer igualmente y que no le vendría mal pasar allí la próxima quincena con Jessica. Así que todo marcha estupendamente. Ya lo verás, no habrá nada de qué preocuparse. Llegaremos mañana en el tren de las doce y cuarto. ¿Puedes ir a la estación a recogernos, o cogemos un taxi?

No contesté. Me quedé tan frío, como si me hubiese dado un baño en hielo puro.

—Querido, ¿no te alegras de que vuelva a casa? ¿No te alegras?

—Sí, claro —contesté—. Claro que me alegro. ¿Por qué no iba a alegrarme?

Pero me había quedado terriblemente frío.

Llegaron al día siguiente, como habían prometido. Todos parecíamos contentos. Yo desempeñé mi papel, cogiendo su equipaje y llevándolas a casa en el coche como un servicial marido y hermano. Paramos delante de la casa como si nada hubiera sucedido, como si no nos hubiéramos alejado nunca de ella. Cuando entramos, alcé la vista hacia la ventana del desván. No había ningún movimiento. Todo estaba tranquilo.

Laura parecía otra vez feliz, fortalecida por su reciente devoción por Jessica. La muerte de Lewis no parecía haberla afectado en lo más mínimo. Pero ocurría que ella no le había conocido tanto como yo. Decidí no contarle nada sobre los extraños hechos de Spitalfields, ni que lo habían encontrado donde estaba enterrado Liddley. Tal vez ella tenía razón y lo que necesitábamos era dar una oportunidad para que las cosas volvieran a su cauce. Por lo que yo sabía, otras personas habían vivido en la casa antes que nosotros sin que ocurriera nada terrible.

Hablé con Carol durante el desayuno, comprendí que no sabía nada de lo que había estado ocurriendo. Simplemente daba por sentado que la tensión después de la muerte de Naomí había sido muy fuerte para los dos y que ambos necesitábamos estar separados algún tiempo. Cosa perfectamente natural y comprensible en tales circunstancias. ¿Por qué algunas personas son tan acérrimamente comprensivas? Por todo ello, confié en que no ocurriera nada que la sacara de su engaño.

Aquella tarde, dejé a las tres en casa y volví a Downing. El hallazgo de la tumba de Liddley sólo había servido para avivar mi voracidad por saber más cosas de él. Estuve tres horas examinando sus cartas, familiarizándome con su apretada pero erudita caligrafía, sus curiosos cambios de estilo y su clasicismo. Las personas con que se carteaba eran de diversa educación y procedencia, mas de similar tendencia. Sin conocer el sentido final de la vida, ésta se tornaba carente de significado, insípida y, a la postre, insoportable. Sólo el hombre con coraje, el hombre cuya alma ha sido templada por el sufrimiento podría alcanzar la verdadera sabiduría y, desde ella, el conocimiento perfecto.

«La gente ordinaria, la comunidad, no tiene percepción de tal conocimiento, ni afán por él o respecto a él —escribía un interlocutor epistolar, un doctor en teología de la Universidad de Leiden—. Nosotros, por el contrario, al tener acceso secreto a estos arcanos, a la semilla de esa Gnosis Universal en la que radica el germen de Todas las Cosas, podemos considerarnos por encima de las esperanzas y sentimentalismos del vulgo.

»Es posible que nosotros neguemos valor a su moralidad, a su pequeña y rastrera observancia de ésta, una cuestión de costumbre y no de principios, por lo poco que en verdad vale. Remontémonos por encima de ella y se nos abrirán colinas y valles de conducta verdadera y acción correcta. Un hombre puede yacer con una mujer contra la ley y, sin embargo, cosechar deleites superiores a los del tálamo nupcial. Puede tomar lo que no es suyo y, sin embargo, procurar un beneficio inestimable a su supuesto propietario. Puede matar y, sin embargo, dar vida a su propia alma y acelerar con ello su propia perfección y su amor a la Sabiduría».

Había más, mucho más, del mismo tenor. Aquellas respuestas de Liddley que habían sobrevivido —parecía que al llegar a cierta etapa había sido suficientemente meticuloso como para guardar copia de todo lo que escribía— se expresaban en un lenguaje similar. Empecé a percibir una muestra, unas ansias, algo que insinuaba —y a veces hacía más que insinuar— la desesperación del hombre que se siente encadenado y sin embargo piensa que puede oler el aire de los campos abiertos y anhela correr por ellos.

Las cartas eran sugestivas, pero solamente se acercaban a los límites de la pesadilla de Liddley. ¿Era únicamente la búsqueda del saber y el significado de las cosas lo que le había arrastrado a su oscuridad final, o era algo más? Yo necesitaba una respuesta y empezaba de nuevo a desesperarme por encontrarla.

Cuando estaba recogiendo las cosas para marcharme, hice el descubrimiento que me llevaría a la verdad; o a la mayor parte de verdad que hubiera soñado alcanzar nunca. Metí las cartas en su caja, la até con la cinta y la puse a un lado. Al lado había otra caja, de la cual había sacado ya varios cuadernos de notas, que no había mirado todavía. Cuando empecé a meterlos otra vez me llamó la atención uno que era bastante distinto de los otros: un pequeño volumen encuadernado en piel con la inscripción «Informes clínicos 1838-47». No le había dado ninguna importancia por considerarlo sólo una continuación de las anteriores notas recogidas por Liddley en sus primeros años de médico. Pero ahora lo cogí y miré su contenido.

La caligrafía era inequívocamente de Liddley. Las entradas iban por orden de fechas, pero el primer párrafo que leí no se parecía en nada a un informe médico. Creo que fue el nombre de Sarah lo que me hizo sospechar que aquel cuaderno de notas contenía algo más íntimo que los otros. A los pocos minutos sentí un arrebato de excitación nerviosa. El título era un engaño: lo que tenía en mis manos no era otra cosa que el Diario personal de John Liddley.