20

Lewis había sido… ¿qué palabra era la apropiada?, ¿destripado?, ¿despanzurrado?, ¿diseccionado? Sus entrañas habían sido cuidadosamente extraídas y, menos cuidadosamente, diseminadas por una callejuela de Spitalfields. Sí, Spitalfields, un lugar casi equidistante entre el callejón donde se había encontrado el cuerpo de Naomí y la semidesierta iglesia donde Ruthven había hallado la muerte.

Nadie, sin embargo, lo relacionó. El modus operandi no era el mismo; no había motivos para relacionar a Dafydd Lewis, fotógrafo de un periódico, con un inspector jefe de policía y, mucho menos, con el doctor Charles Hillenbrand, el afligido padre de la niña asesinada.

Lo cierto era que yo no podía creer que lo hubiese hecho Liddley, que tuviera fuerza física para ello. Yo había sentido la cólera, el odio y la desesperación de Liddley, pero no la fuerza de su mano. Tanto Lewis como yo habíamos captado un clima de muerte en el desván, hubiéramos podido ser impulsados a matar, pero ninguno de los dos nos habíamos sentido directamente amenazados.

¿Sería posible que Lewis tuviera razón, en el sentido de que no era Liddley quien carecía de sustancia, sino nosotros? ¿Que Liddley no se estaba manifestando en nuestro mundo, sino nosotros en el suyo? En caso afirmativo, ¿cabía la posibilidad de que, en tales ocasiones, el doctor tuviera poder sobre la carne como lo había tenido en vida? Ello parecía admisible, tanto como cualquier otra de sus circunstancias y, sin embargo, yo nunca había experimentado una inmediata corporeidad, una presencia carnal capaz de presagiar tal inminencia o tal fortaleza.

Cogí el primer tren para Londres, arrastrado por la mirada fija y la expresión impotente que había en el rostro de Lewis. Durante todo el viaje recordé aquel otro que Naomí había hecho conmigo cuando no existían en mi vida más sombras que las creadas por mí mismo. Me acordé de Magoo, el muñeco de nieve que observaba el paso de nuestro tren, como un espantapájaros en el níveo campo. Y me acordé del rostro de Naomí, de su tensa excitación y su entusiasmo en su viaje para pasar el día en Londres.

En una ocasión creí haber visto una figura negra erguida en medio del campo. Otro espantapájaros, me dije, colocado para espantar a las aves de primavera. Pero estaba rodeado de una bandada de mirlos que picoteaban los surcos del terreno. El tren pasó velozmente y la figura se perdió detrás de mí.

Spitalfields era un barrio abarrotado y miserable; hilera sobre hilera de casas ruinosas que se extendían entre Shoreditch y Whitechapel. Ni siquiera el sol podía hacer nada aquí para levantar mi espíritu. Por primera vez se me ocurrió que aquel barrio había sido la zona de pensiones baratas donde habían vivido las víctimas de Jack el Destripador: Dorset Street, Whites’s Row, Fashion Street, Flower y Dean Streets. Uno de los cuerpos, el de Annie Chapman, había sido encontrado en Spitalfields el 8 de setiembre de 1888, el segundo asesinato. Pareció el lugar idóneo.

Había traído mi plano y marqué en él con tinta roja la calle secundaria detrás de la cual había sido hallado el cuerpo de Lewis, Fashion Street. Pero creo que podría haber ido directamente allí con los ojos vendados, sin ninguna ayuda.

La policía continuaba aún rastreando el lugar. En las calles adyacentes a la del crimen, los agentes uniformados llamaban de puerta en puerta, hacían preguntas rutinarias y recibían rutinarias respuestas. «Otra vez no», oí decir a una señora mayor al abrir la puerta y ver en las escaleras a una pareja de policías, hombre y mujer, plantados delante como si fueran de la funeraria.

Traté de entrar en la callejuela para ver por mí mismo lo que hubiera que ver. Pero la entrada estaba aislada por varios metros de cinta de plástico y custodiada por dos fornidos policías que reían contándose un chiste en voz baja. Más adelante, un gran furgón blanco estaba aparcado junto a algunos coches de la policía. Su distintivo rezaba «Unidad Policial de Incidencias». Las personas aparecían y desaparecían rápidamente como escarabajos por su pequeña puerta. El sol bañaba sus caparazones. No se veía sangre. Incluso el aire olía casi a limpio. Di media vuelta para ponerme en camino pero en aquel instante alguien pronunció mi nombre a mi espalda.

—¿Doctor Hillenbrand? ¿Es usted?

Me volví. Era la mujer policía que acompañaba a Ruthven aquel horrible primer día, la que nos enseñó las ropas de Naomí metidas en bolsas de polietileno. No recordaba su nombre; quizá no había llegado a decírmelo. Lo cierto es que apenas me había fijado en ella.

—¿Cómo se encuentra, doctor? ¿Qué le trae por aquí?

Recuerdo que empecé a tartamudear, sonrojándome, tratando de ocultar mi turbación. Me encontraba azorado no sólo por ser sorprendido en mi morbosa curiosidad, por mi gratuita intrusión en el mundo de la violencia, sino porque me sentí arrepentida e inexplicablemente excitado por aquella mujer. La atracción que sentí era tan fuerte, que me dejó perplejo y durante un momento todo me pareció confuso: mis recuerdos de Lewis, mi búsqueda de manchas de sangre en las piedras de la callejuela, la muerte de Naomí, su ropa en las bolsas de plástico, la mujer policía, sus pechos, sus piernas, su intimidad, el sol en mis mejillas.

—¿Se encuentra bien, doctor Hillenbrand?

—Yo… yo… Sí, estoy perfectamente. Sólo es el calor. Yo… he estado viajando. Dafydd… Dafydd Lewis… Quería ver donde…

—¿Conocía usted a Dafydd Lewis?

—¿Lewis? Sí… sí, le conocía. —Estaba aturdido, atormentado entre hablar de la muerte e implorar por el sexo. Me sentía enfermo.

—Creo que debería usted entrar y descansar un momento. Tiene el rostro congestionado.

Me llevó al furgón policial, hizo sitio para mí y me ofreció una silla. Mis deseos sexuales desaparecieron casi tan rápidamente como habían llegado, como me había ocurrido la última vez. Recordé que hacía unas semanas había experimentado en la cama con Laura unos inconfesables deseos morbosos.

La mujer policía se acercó a uno de sus superiores, un hombre al que yo no conocía. Cuando entré, me había observado como un matarife mira a un ternero. Me fijé en él mientras se acercaba. Era un hombre cauteloso, que andaba con paso fácil sobre un terreno que conocía y estaba seguro de entender. Tenía unos círculos oscuros debajo de los ojos, la piel floja y pálida, y daba la impresión de llevar varias noches sin dormir. Quizá fuera cierto. La mujer policía le dijo quién era yo.

Era amable; dijo que conocía todo lo relativo al caso de mi hija y que estaba haciendo cuanto podían para localizar al asesino o asesinos. Sentí un impulso de decirle que estaban perdiendo el tiempo, que el asesino de Naomí estaba fuera de su alcance, que llevaba estándolo más de cien años. Y, sin embargo, me era imposible llegar a creer que Liddley hubiera sido el responsable de la muerte de Naomí ni de cualquier otra muerte reciente. Liddley era un catalizador, ni más ni menos.

—¿Qué le ha traído hoy por aquí? —preguntó el policía, amablemente pero con firmeza, como si yo resultara sospechoso por el mero hecho de estar allí.

—Conocía a Lewis —contesté—. Me reuní con él en un par de ocasiones que fue a mi casa a tomar fotografías.

—¿De veras? ¿No quería usted eludirlos? Me refiero a los periodistas.

Asentí.

—Sí, sí, por supuesto. Pero Lewis consiguió traspasar nuestras barreras y nos fue útil. Llegué a conocerle.

El policía pareció reflexionar sobre mis problemas.

—Su hija fue encontrada cerca de aquí, ¿verdad? —dijo.

Asentí.

—¿Ha estado usted en el sitio?

—No —mentí—. Nunca he querido ir.

—Y sin embargo, está usted hoy aquí, fisgoneando donde han matado a Lewis.

—No estoy fisgoneando —repliqué con cierta vehemencia—. Yo no fisgoneo. —Mi azoramiento me dejó acalorado. Nadie me había ofrecido una taza de té. Me sentía como un sospechoso, como un asesino pillado en las inmediaciones del lugar del crimen.

—Lo siento. Tenemos tantos fisgones. No, desde luego que no. Usted le conocía. ¿Qué hacía Lewis por aquí? ¿Lo sabe usted?

Meneé la cabeza.

—¿Podría esto tener algo que ver con su hija? ¿Le estaba ayudando de alguna forma? ¿Era ésa la causa de que estuviera por aquí? ¿Le prometió hacer una investigación por su cuenta y valerse de sus contactos periodísticos para localizar al asesino?

—No, nunca —contesté.

—Doctor Hillenbrand, su presencia hoy aquí resulta algo extraña. El inspector Ruthven ha aparecido asesinado en la iglesia donde encontramos el abrigo de su hija. Ahora un periodista amigo suyo aparece brutalmente asesinado a un par de calles de distancia y usted viene a examinar las cosas. ¿No le parece extraño?

Asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? También a mí me parecía extraño. ¿Qué estaba pasando exactamente?

—Piénselo bien, doctor Hillenbrand. Si tiene algo que decirnos, aunque sólo sea una sospecha, hágalo. Lewis puede haber sido asesinado porque estaba demasiado cerca del autor de la muerte de su hija. A propósito, ¿cómo se llamaba?

—Naomí. Su nombre era Naomí.

—Bien, puede que el asesino de Naomí ande merodeando por aquí a la espera de su próxima víctima. Otra niña, tal vez. Puede que usted sepa algo que nos ayudaría a resolver estos crímenes. Tal vez pueda usted evitar que se cometa el siguiente.

—¿Cree que se cometerá otro?

Se encogió de hombros.

—Quizás usted lo sepa mejor que yo —dijo.

No respondí.

—¿Puedo irme ya? —pregunté.

Guardó una pausa y luego asintió.

—Sí. Si necesita ponerse en contacto conmigo, me encontrará en Old Jewry. Mi nombre es Allison. Inspector detective Allison. Puede llamarme a cualquier hora. Sólo tiene que pedir a la centralista que le ponga conmigo.

Se levantó y yo le seguí. Al llegar a la puerta me volví.

—Liddley —dije.

—¿Sí?

—Busque a un tal Liddley. Es todo lo que puedo decirle.

Me miró fijamente un buen rato y luego asintió.

—¿Liddley? —exclamó—. Muy bien. Le buscaré. Si recuerda alguna cosa más, háganoslo saber.

—Sí —repuse—. Lo haré.

Salí al exterior. Desde las inmediaciones llegaba el ruido del veloz tráfico que circulaba por Commercial Road. Eché a andar por la estrecha calle, viendo cómo el sol caía sobre el ladrillo, las puertas cerradas, las cortinas corridas. A mi derecha se abrió una puerta y se asomó un hombre que me observó; era un judío de larga barba, uno de los últimos que quedaban en el distrito. Sobre el pavimento jugaban los niños de Bangladesh mientras sus padres recordaban otro cielo y otro sol.

Había venido demasiado lejos para muy poco. Dios sabía por qué le había dicho a Allison que buscara a alguien llamado Liddley. ¿De dónde había venido la inspiración? ¿Era instinto, intuición, un capricho de la fantasía? ¿O algo más sólido? Estaba empezando a sintonizar. Con Liddley. Conmigo mismo.

Quizá fue el mismo instinto que me ayudó a decidirme sobre qué hacer después. Mientras me dirigía a Londres no había pensado en otra cosa excepto en encontrar el sitio donde había sido asesinado Lewis, como si el lugar fuera a decirme algo por sí mismo. Pero no me había dicho nada, nada que yo no supiera ya. Podía haber seguido hasta el lugar donde encontraron a Naomí, pero algo me decía que no me encontraba preparado para eso otra vez.

En lugar de ello, me encontré en Brick Lane. Creo que no tenía idea de a dónde iba hasta que doblé una esquina a la izquierda y enfilé una estrecha calle con ruinosas casas georgianas. Al final de la calle, el elevado capitel negro de una iglesia anglicana se dibujaba como una sombra sobre el azul del cielo. Cuando me dirigía hacia ella, sentí un profundo escalofrío por todo el cuerpo. El día pareció más frío y el sol, menos brillante, menos seguro de sí mismo. El cielo iba perdiendo su resplandor a medida que las nubes bajas se deslizaban raudamente desde poniente. Mis pisadas sonaban cavernosas. En la calle no había nadie más que yo.

La iglesia parecía desierta. Entre los bajos muros del perímetro y la puerta delantera se extendían dos parches de hierbajos aplastados ahogados por el polvo, adornados con papeles de caramelos, una lata de cerveza aplastada y bastantes colillas. El tablón de anuncios aparecía torpemente inclinado hacia delante, como si de un momento a otro fuera a estrellarse contra el suelo. Uno de sus paneles de cristal estaba cascado y alrededor el suelo aparecía sembrado de fragmentos de vidrio. El único aviso consistía en una página amarilla y arrugada de la hoja diocesana con las horas extraordinarias de los servicios. Era sólo cuestión de tiempo que St. Botolph’s se convirtiera en una mezquita, en una sala de bingo o en un aparcamiento.

Empujé la puerta principal. Se abrió fácilmente y entré. La escasa luz que se colaba por las ventanas caía, exhausta, sobre un lugar más ruinoso que sagrado. Si aquélla era la casa de Dios, Dios debía de estar arruinado. La obra era de finales del siglo XVIII, posterior a la Reforma, una olvidada pieza maestra de Hawksmoor, sita en Commercial Road. Los restauradores Victorianos habían hecho todo lo posible para proteger el interior original. La pobreza moderna y las ocasionales tentativas de situar algunas partes de la iglesia en línea con los gustos de esta época habían logrado algo peor que un mal trabajo.

Durante mucho rato miré fijamente el candelabro barato que había en el altar y un rayo de luz que se colaba hacia él sin fuerza suficiente. Ruthven había apuntado una vez la sugerencia de que Naomí hubiera sido asesinada aquí, precisamente aquí, en la iglesia. Pero no habían encontrado pruebas que lo confirmaran. No había manchas de sangre, cabellos, nada que pudiera llevar a esa conclusión. Sin embargo, al mirar alrededor y sentir la miserable ambigüedad del templo, el malestar reinante en el ambiente, comprendía por qué pudo pensar eso. Y quizá, pensé, sólo quizá, podía estar en lo cierto.

La puerta que llevaba a la cripta estaba a la derecha, entre dos grandes monumentos Victorianos. A pesar de lo que había sucedido, no estaba cerrada con llave. Un interruptor situado detrás de la puerta encendía una bombilla desnuda en la escalera y otras más abajo. Procedente de la cripta subía olor a humedad y espesas telarañas poblaban las paredes. Le sentí a él, estaba muy cerca. ¿Pero por qué? ¿Por qué aquí?

La cripta estaba estructurada en angostos corredores con celdas a cada lado. Las celdas eran cámaras bajas, cada una con su propia puerta. En algunas puertas, los nombres de las familias estaban pintados sobre un recuadro de madera. Al principio me sorprendieron muchos nombres. Eran nombres franceses: Le Houcq, Crespin, De la Motte. Y entonces recordé que los hugonotes habían acudido a Londres en gran número después de las dragonnades y la Revocación del Edicto de Nantes en 1685. Aquélla debía de haber sido originalmente una de las iglesias construidas por los hugonotes en Spitalfields.

Fui recorriendo detenidamente un pasillo tras otro. Me preguntaba sobre el lugar exacto donde habían encontrado el abrigo de Naomí. Una rata cruzó velozmente por delante de mis pies. Bajé la vista y vi una botella de Guinnes vacía y una bolsa de papel que a buen seguro había contenido bocadillos.

Aún era reconocible el sitio donde habían encontrado a Ruthven. Nadie se había molestado en borrar el contorno de su cuerpo, marcado con tiza, y todavía había manchas de sangre en el suelo. Alguien había dejado flores, tal vez alguno de sus colegas. Era de suponer que su esposa no había estado allí. Reparé en que ni siquiera me había molestado en visitarla. Todo estaba en silencio, en completo silencio.

Creí oír algo a mis espaldas. Sobresaltado, miré en derredor, pero no había nada. Miré otra vez al suelo. No lejos de las marcas de tiza advertí algo, un pequeño bulto de ropa. Me agaché y lo recogí. Era la bufanda de Naomí. La apreté fuertemente en mi mano, acordándome de la última vez que se la había puesto alrededor del cuello.

Me incorporé despacio. Al levantarme, mis ojos se fijaron en el nombre de la placa que había en la puerta situada delante de mí. Al principio no me llamó la atención; era un nombre más, un nombre francés igual que el resto, perteneciente a una familia de comerciantes textiles: Petitoeil. Era la tumba al lado de la que se había encontrado el cuerpo de Ruthven. Me acordé de la traducción que Lewis había dado del nombre: «Ojo pequeño». Y de las palabras dichas por Naomí durante todos aquellos meses: «Él dice que tiene los ojos pequeños, que sus ojos pequeños me están observando». Y entonces me volví y miré más detenidamente el nombre que había en la placa de la puerta de la tumba. La fecha del fallecimiento del último nombre debía haberme sido familiar: 9 de marzo de 1865. El nombre era Jean Auguste Petitoeil: John Augustus Liddley.