Lo único que recuerdo después es haber paseado como un poseso por el pantano Causeway. Cuando miré mi reloj eran las dos de la madrugada. Sin saber cómo, emprendí el camino de regreso al colegio. Me metí en la cama con la luz encendida.
A las nueve, cuando descorrí las cortinas y miré fuera, vi que las nubes habían desaparecido. Hasta que bajé a desayunar no sentí la necesidad de saber qué podía significar eso. Telefoneé a Lewis a su oficina, pero la secretaria dijo que todavía no había llegado. A las once, partí para Downing.
Había hablado ya con el bibliotecario y éste me había dicho que fuera en seguida, pues tenía la mañana libre y podía pasar conmigo un par de horas examinando la colección de documentos privados del colegio.
Hacía un hermoso día para pasear. El rostro de la gente había cambiado. El sol bañaba la piedra de color miel. Los estudiantes me cruzaban velozmente en sus bicicletas, sin importarles otra cosa que llegar a tiempo a su próxima clase. Yo caminaba parsimoniosamente, con una sensación de libertad, casi de euforia, por primera vez desde hacía meses. Los episodios de la noche anterior parecían un mal sueño. Me había sobreexcitado yo mismo. Lejos de la casa y de la amenazadora presencia de Liddley, casi me sentía humano otra vez.
El bibliotecario era un hombrecillo llamado doctor Burnett, de cabeza grande, ojos acuosos y pálidas mejillas. Vestía un traje verde de tweed que parecía confeccionado para un hombre más grande que él. Tal vez hubiera encogido hasta llegar a su tamaño actual durante la vida del traje. Recuerdo que mientras paseábamos no dejó de tirarse nerviosamente de una guía de su largo y enmarañado mostacho.
No hemos vuelto a vernos desde entonces. Se había graduado en química y había aceptado el puesto de bibliotecario cuando éste quedó vacante, como medio de satisfacer su desmedida pasión por los libros. Su colección personal de los primeros tratados de química, incluyendo varios incunables, tenía fama de valer una pequeña fortuna y no encontraba rival, salvo en las más importantes bibliotecas.
Localizó bastante pronto a Liddley, en una entrada caligráfica en el libro de adquisiciones de 1865. La entrada tenía fecha del 15 de junio y se encontraba entre un ejemplar de Expedition to the Zambesi, de Livingstone, publicado el mismo año, y una colección de sermones sobre la separación entre Estado e Iglesia, donados por un tal doctor Oliphaunt, graduado superior en teología. Tal como había imaginado, la donación de Liddley había sido considerable, tanto en cantidad como en calidad. Cada volumen estaba clasificado meticulosamente por su título y su autor, y tenía un número de adquisición junto a la marca de clasificación que se le había asignado. Las marcas de clasificación estaban ya obsoletas y habían sido sustituidas por las clasificaciones de Dewey en el presente siglo, pero una lista aparte las registraba junto con sus equivalentes modernos.
La colección de Liddley constaba en su mayor parte de libros sobre temas médicos, pero con una respetable profusión de volúmenes sobre química, biología, botánica y otras ciencias. Además de eso, vi varios libros de teología, unos ochenta volúmenes de textos normales de griego y latín, numerosas colecciones de poesía e historia suficiente para satisfacer a cualquier aficionado. El doctor Liddley había sido un hombre más culto y erudito de lo que el simple registro de Munk me había dado a entender.
—Es una hermosa colección —apuntó Burnett, recorriendo las columnas de arriba abajo con un dedo manchado de tinta seca: tenía toda la apariencia de un contable computando el debe y el haber de un cliente—. Este ejemplar de Vesalius es extremadamente raro. —Señaló la entrada de un ejemplar de De Humani Corporis—. Y lo mismo esa primera edición de Dresde de Organon der rationellen Heilkunde, de Hahnemann. Todo el lote sería un paquete fascinante en Magg’s o Quaritch’s.
—¿Qué hay acerca de los documentos personales? ¿Están relacionados aquí? —pregunté.
—Si hubo alguno, sí. Estarán aparte, por supuesto, pero la adquisición se hallaría registrada en la forma usual. No resulta difícil localizarlos, tiene su propia marca de clasificación. Comienza con las letras D. P., «documentos privados». O, como mi predecesor solía decir, «degenerados y pervertidos».
Se fijó en mi cara de asombro.
—¡Oh!, era un chanza que él empleaba. Muchas colecciones particulares solían estar guardadas bajo llave. Sabe Dios por qué serían donadas. Por vanidad, supongo. Algunas personas no soportan desprenderse de las cosas, ni siquiera de los secretos culpables. No es que haya realmente mucha suciedad en esos papeles: le sorprendería ver lo que algunos viejos profesores consideraban que debía mantenerse bajo llave, lejos de las miradas curiosas. De todos modos, las costumbres se relajaron algo hace varios años; de hecho, poco después de que yo empezara a ejercer. Todavía quedan algunas cajas que no pueden ser abiertas, donde hay una familia detrás dispuesta a dar voces. De otro modo, surge la pelea. ¿Cree usted entonces que su doctor Liddley tenía secretos?
Me encogí de hombros.
—¿Quién sabe? —exclamé.
Burnett había estado todo el rato revisando páginas, buscando las marcas de clasificación D. P.
—Aquí están —indicó—. D. P. Muy pocas entradas. ¿Tiene idea de lo que busca?
Meneé la cabeza.
—Será mejor sacarlos y ver lo que hay. Le dejaré con ellos. Puede coger una llave y entrar y salir cuando quiera. Si fuera usted miembro de Downing, le dejaría llevárselos de aquí. Pero Pembroke… bueno, eso ya es otra cuestión.
Después de una comida frugal, los expedientes y cajas que Burnett puso delante de mí me parecieron un festín. Notas sobre casos, una revista médica comenzada durante los días de estudiante de Liddley, informes, cartas, apuntes… No sabía por dónde empezar.
Burnett se marchó a atender otras obligaciones, dejándome solo en la pequeña biblioteca. Sobre el mediodía se presentaron un par de estudiantes, estuvieron menos de una hora y se marcharon. Entró un licenciado, se puso a leer un periódico y al cabo de un rato se quedó dormido. Apenas reparé en ellos. Liddley iba tomando forma ante mis ojos. Mi monstruo de Frankenstein, mi golem, mi Grendel.
Había sido un hombre tierno, eso era lo curioso. Era un detalle que yo había observado leyendo sus preferencias terapéuticas. La mayoría de los médicos de su época dispensaban continuos sufrimientos. Sólo la rutinaria administración de mercurio causaba interminables dolores y, con frecuencia, estaba abocado a la muerte. Lo llamaban «terapia heroica», pero los verdaderos héroes eran aquellos pacientes que tenían que sufrir a manos de los médicos. Liddley permaneció al margen. No tomó parte en ello. Eso yo lo sabía y lo había dicho. Pero al leer sus relatos, entre observaciones clínicas y notas sobre tratamientos, descubrí algo acerca del hombre que era. Todavía recuerdo un pasaje suyo, fechado en 23 de enero de 1825:
«¿Qué voy a hacer con todas estas sangrías y purgantes, estos eméticos y antimonios, estas dosis mercuriales, que son consideradas las principales armas de mi arsenal médico? Este último caso, el del joven Simpson, ha deprimido en extremo mi ánimo. Un chico de diecisiete años que nos trajeron con fiebre tifoidea hace siete semanas. El doctor Beauchamp le administró mercurio en las dosis acostumbradas.
»Dos semanas más tarde, al muchacho le salieron unas manchas púrpuras a ambos lados de la cara, luego necrosis y escaras de esas partes. No tardó mucho en quedar al descubierto su hueso maxilar, al perder la carne que lo cubría. Desaparecieron totalmente sus labios y en el lado derecho la necrosis se le extendió al ojo, al cuero cabelludo y la oreja. Hubiera perdido estos órganos también, pero, por fin, le sobrevino la muerte para aliviarle de sus espantosos sufrimientos. Su madre inspiraba compasión cuando vino a recuperar el cuerpo, pero yo no podía dejar que lo viera.
»¿Ha de ser éste, pues, el fin regular de la medicina? ¿Causar sufrimientos cuando no pueden curar, hacer que la muerte sea una cosa más horrible de lo que ya es? Yo hubiera dado su descanso al muchacho, pero eso va contra todas las reglas de nuestra práctica y moral. Cuando me quejo de tales prácticas, mis profesores me riñen por la debilidad de mis sentimientos. Creo que voy a volverme loco…».
Con el fin de encontrar sentido a una existencia que se le antojaba cada vez más frágil y absurda, Liddley se embarcó en un ambicioso proyecto de superación personal, leyendo vorazmente y casi sin distinciones tanto a clásicos como a modernos. De manera lenta e imperceptible, como consecuencia de su vasta lectura, una serpiente empezó a desenroscarse dentro de su alma. Éstas no son palabras mías, sino suyas en una carta fechada el 24 de abril de 1834, de la que conservaba una copia. Iba dirigida a un tal Martin Pinchbeck, miembro del Real Colegio de Médicos, antiguo profesor de Liddley y, al parecer, iniciado en los misterios de la francmasonería.
«Pensará usted que soy un tonto o algo peor, por la inquietud mental y la turbulencia de espíritu que me han llevado a la Escila y Caribdis entre los que actualmente me encuentro. Pero he bebido profundamente del manantial al que usted, en su viejo entusiasmo, me envió y, una vez lo he bebido, no puedo vomitarlo. He leído a Libavios y a Paracelso, a Bruno y a Andreae. En todos ellos hay disparates, pero también sabiduría. Y he leído mucho más. Pero no he encontrado respuestas firmes. Más bien pienso que una serpiente ha penetrado en mi alma y sus anillos hacen presa en mí como si de los ayudantes de Esculgrio se tratara. Y aunque la serpiente era un animal sagrado para los dioses, temo que para mí puede ser mortal».
No sólo había leído copiosamente, sino que había estado ampliamente relacionado por medio de una correspondencia que abarcaba no sólo Inglaterra, sino que se extendía también al continente. Entre sus interlocutores había, además de médicos, filósofos, poetas, francmasones, filólogos y otros hombres del saber y la ciencia. En una carta cita las palabras de Bacon sobre la conveniencia de una fraternidad del saber: «Seguramente, de igual modo que la Naturaleza crea la hermandad de las familias y las artes mecánicas convierten las hermandades en comunidades, y la unción de Dios impone una hermandad a reyes y obispos, así en el conocimiento no puede haber sino una fraternidad en la sabiduría y en la iluminación…».
Y sin embargo… y sin embargo, la fraternidad a la que él había pertenecido parecía incapaz de serenar su mente, no sólo en los asuntos médicos, sino también en los metafísicos. Empezó a meditar tristemente sobre el sentido de la existencia. La serpiente iba royendo su cuerpo y conturbando su espíritu. Pero había algo más, algo que no revelaban sus cartas, una gran angustia que estaba destruyendo su corazón.
Aquel día salí de la biblioteca mucho menos jubiloso de lo que había entrado. Sentía mi mente inquieta, tenía la sensación de que, en cierto modo, me estaba convirtiendo en un involuntario testigo de la inexorable oscuridad que había envuelto la mente de John Liddley. Podía oír su voz con más claridad que nunca, aquella voz suave y verosímil que susurraba excitadamente en mi renuente oído.
Ya estaba bien entrada la noche cuando regresé al colegio. Todavía se servía la cena en el comedor, pero yo tenía poco apetito y fui directamente a mi cuarto. Permanecí sentado unas dos horas con una botella de whisky que había recogido en mi casa, bebiendo y pensando, luego tratando de no pensar, escuchando las animadas voces de los estudiantes que pasaban por debajo de mi entreabierta ventana.
Poco después de las nueve, me acerqué a la portería para hacer una llamada telefónica. Había olvidado a mi amigo Lewis, le había dejado arreglárselas solo el primer día de sol después de hacerse la fotografía.
Marqué su número. Estuvo sonando un buen rato, y cuanto más sonaba más incómodo me sentía. Sabía que vivía solo y que pasaba muchas noches bebiendo en El Sapo y la Rata, su taberna favorita, por lo que pensé, lógicamente, que estaría allí, fortaleciéndose contra la larga noche que le esperaba, contra la oscuridad donde moraba el inquietante John Liddley. ¿Le seguiría el doctor hasta Londres, como Lewis creía que ya le había seguido? Conocía el camino, de eso no había duda. ¿Qué más conocía?
Volví a telefonearle a las diez, a las once y a las doce. El portero me preguntó si ocurría algo. Sonreí levemente y respondí que no, pero, en efecto, algo estaba ocurriendo.
Aquella noche dormí mal. Soñé que John Liddley hablaba conmigo. La expresión de su rostro era honesta y sincera, y tenía una mirada vivaz y atormentada. La de un hombre que sufre. Pero ¿qué clase de sufrimiento y dolor? Dijo que venía del depósito de cadáveres, de hacer una disección que había durado todo el día. Me preguntó si había algo debajo de la carne, debajo del hueso. Yo no podía responder. Lo intenté, pero no pude, porque yo mismo ignoraba las respuestas.
Por la mañana, me salté el desayuno. En la mesa del portero había unos periódicos. La cara de Dafydd Lewis me miraba fijamente desde la primera página del Daily Mirror.