Pasé el resto de la tarde en Portugal Street, en el Censo del Registro Civil. Como ya había estado allí haciendo los trabajos previos, estaba en condiciones de pasar más de dos horas directamente en los censos de Cambridge de 1841 a 1871. Los de las décadas anteriores me eran de escaso valor, toda vez que no proporcionaban detalles de nombres o familias. Encontré lo que buscaba en los asientos de 1841 a 1851.
Queda sólo a cinco estaciones de Metro desde Holborn a Bethnal Green. Desde allí, un corto paseo conduce a Spitalfields. A la hora en que el Registro cerraba busqué un sitio para comer; una pizzería o restaurante, no recuerdo su nombre. Mientras comía no me abandonaba la idea de realizar aquel corto viaje. Sentía la necesidad de ver el lugar donde habían encontrado a Naomí, como si una fuerza tirara de mí hacia su muerte. Al salir del restaurante, mis pies me llevaron a la estación de Metro de Holborn. Las puertas se abrieron en Bethnal Green. Por un instante continué sentado mirando fijamente el nombre que había en una placa de la pared. Entonces, cuando las puertas empezaban a cerrarse, salté a través de ellas y salí al andén.
Los alrededores del mercado de Spitalfields estaban desiertos. Era un mercado de frutas y verduras, frente al que había un mercadillo de flores. Por la mañana temprano, entre las cuatro y media y las diez, aquello es una colmena en actividad, pero cuando se van los camiones y las carretillas elevadoras, la soledad se apodera de todo el barrio.
Me costó trabajo encontrar la callejuela. Era un malsano pasaje entre casas viejas, impregnado de un rancio olor a verduras podridas. Al lado de las desvencijadas puertas traseras se veían los tubos de basura y bolsas de plástico. Un gato se movía silenciosamente por entre los desperdicios, parándose de vez en cuando a olisquear los desechos de comida. Las paredes estaban cubiertas de graffiti, palabras de amor y consternación en lengua extranjera. Susurré su nombre.
—Naomí. Naomí. —El aire de la noche se estremeció. No podía ver nada—. Naomí —musité.
Alguien rió detrás mi mí. Fue una risa infantil, rápida y susurrante. Me volví. Sólo sombras. Entonces vi el gato, en el centro del callejón, de espaldas a mí. Era muy peludo, encorvaba el espinazo en un arco tenso y emitía un bufido suave hacia algo que había en la oscuridad. Empecé a andar en aquella dirección. Una sombra se movió.
—¿Naomí? —susurré—. ¿Eres tú? —El gato resopló, apartándose de lo que quiera pudiese ver o sentir. Otra risa. Luego el sonido de unos diminutos pies corriendo. El gato se dio media vuelta y echó a correr, desapareciendo por encima de una tapia. Sombras. Luego un terrible silencio.
Esperé allí una larga hora, pero no ocurrió nada más. Las sombras permanecieron quietas y no volvió a oírse la risa ni sonaron más pisadas. Finalmente, di media vuelta y volví a encaminarme hacia la estación de Liverpool Street, preguntándome por qué había ido a aquel sitio.
Tomé el último tren a Cambridge y me senté solo, con la cartera sobre las rodillas, como el profesor que regresa después de un duro día de trabajo en la Biblioteca Británica. Había hecho tan a menudo este viaje de regreso a casa, que ahora casi me parecía rutinario. Pero las notas que llevaba en mi cartera distaban mucho de serlo, y los pensamientos que cruzaban por mi cabeza no tenían nada de comunes. Hubo momentos en que estuve a punto de llorar, pero me puse a mirar fijamente por la ventanilla y dejé que la oscuridad y las luces de las pequeñas estaciones se llevaran mis lágrimas.
Decidí ir andando desde la estación a la ciudad. No está excesivamente lejos y necesitaba tiempo para mí mismo, para reflexionar. Mi investigación estaba llegando a su fin y, sin embargo, todavía quedaba mucho por aclarar, muchas piezas por encajar en el puzzle.
Eché a andar por Hills Road y continué hacia St. Andrew’s Street. Por las noches, Cambridge se vuelve extrañamente tranquilo. La universidad se queda acurrucada detrás de sus altos muros, bebiendo, comiendo, cayendo en los estupores académicos. La ciudad se pone a ralentí con un puñado de restaurantes y pubs, y las calles están desiertas. Las pisadas producen un eco distante. El pasado encuentra entonces su momento, entra andando en el presente, no hay barreras ni murallas.
Para llegar a Pembroke tenía que enfilar Downing Street y continuar hacia Trumpington Street. Es una calle estrecha, flanqueada por unos elevados y formidables muros. Silencio. Pasos de fantasmas. Ecos. El retorno de la quietud. Yo caminaba con celeridad, repentinamente consciente de la escasez de farolas, de la ausencia de viandantes, de las oscuras y apagadas ventanas a cada lado. En lo más profundo sentí una sensación de espantoso malestar. Volvía mi solitaria vigilancia de la callejuela de Spitalfields. Una risa infantil. El pelo erizado de un gato.
Se oyó un agudo alarido. Un largo y horrible grito que me puso los pelos de punta y envió por todo mi cuerpo un escalofrío semejante a oleadas de hielo. Me detuve. Algo estaba pasando. Las farolas se habían esfumado y solamente quedaba una débil luz de gas cerca de donde yo estaba. No oía coches, ni autobuses. De repente, se oyó el ruido de unos pasos corriendo y luego, una vez más, el grito, agudo y lleno de dolor. Un grito infantil. Lo había escuchado antes, aquella noche en casa, en nuestro dormitorio.
«Seguramente es algún viandante —pensé—. Seguramente he oído a alguien». Pero no apareció nadie. La calle continuó desierta y muda. No había luces encendidas por ninguna parte.
Y entonces la vi. Al principio era solamente una sombra, pero luego se hizo más sustancial, aunque todavía no definida a cinco o seis metros de distancia. La sombra empezó a rizarse y de pronto la vi claramente: mi hija, exactamente igual que el día en que murió. Tenía los ojos fijos en mí y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Intenté avanzar hacia ella, pero tenía los pies clavados al suelo.
—Papaíto —oí que decía—. Ayúdame, papaíto. Por favor, ayúdame.
Aquella vocecita me oprimió el corazón.
—Estoy aquí, cariño. Estoy aquí —dije.
—Ayúdame, papaíto —repitió, como si no me hubiese oído. Ahora cobraba forma más rápidamente, como si la palabra le proporcionara materialidad.
—¿Qué te pasa, Naomí? ¿Qué quieres que haga?
Respondió dándose la vuelta y empezando a alejarse de mí. Yo reparé en que ahora podía moverme. Caminamos juntos, igual que en nuestro viejo y familiar paseo por Trumpington Street hacia Newtown. Permaneció todo el tiempo delante de mí, una pequeña forma oscura apenas perceptible entre las sombras. No había alumbrado público. La calle y el pavimento estaban cambiados. Nada era como yo lo recordaba.
Llegamos a la casa veinte minutos después. Se alzaba prácticamente aislada, como seguramente estaba cuando acabaron de construirla. Había una luz en la ventana del desván.
Naomí me precedió en la puerta de la entrada. Cuando probé con mi llave, descubrí que no había cerradura. Empujé y la puerta se abrió lentamente. Traspuse el umbral siguiendo a Naomí. Mi corazón palpitaba con la sensación del más terrible presagio. Seguía viéndola delante de mí, con su cabello pálido brillando ligeramente en la oscuridad. Se dirigió a la escalera.
—No subas, Naomí —supliqué. Pero ella no me oía o no me escuchaba. La seguí. Era mi hija, ¿no?
La casa estaba totalmente a oscuras, pero una luz procedía de la puerta abierta del desván. Una luz pálida e insuficiente dentro de la cual Naomí se volvió plenamente visible. Subió por la escalera del desván y yo la seguí.
La luz procedía de la habitación interior. Cuando estuve más cerca, distinguí tres formas en el suelo. Naomí se detuvo junto a ellas y se volvió hacia mí.
—Por favor, ayúdame, papaíto.
Miré las formas inmóviles. Sabía lo que eran. Algo apareció ante mis ojos. Era una figura negra al fondo de la habitación. Levanté la vista de los bultos del suelo. Alguien se estaba moviendo en las sombras. Un hombre de traje negro.
Entonces la luz parpadeó y se apagó.