En la oficina del Registro Civil no hay constancia de los fallecimientos de Sarah, Caroline o Victoria Liddley entre 1849 y 1929, fecha en que yo, arbitrariamente, interrumpí mi larga investigación. Por supuesto que hay defunciones con esos nombres, pero los demás datos no concuerdan: fechas de nacimiento, estado civil, lugares de residencia.
Miré bajo el nombre de Galsworthy, naturalmente. Tampoco había nada al respecto. Pero yo ya conocía la respuesta. Si algún desconocido reclamaba sus restos para ser transportados al cementerio de algún condado o para devolverlos a un panteón familiar, podría haberle dicho dónde mirar. Lo que no sabía decir aún era precisamente cómo habían llegado a estar allí, cómo o por qué los había matado Liddley.
Mis fuentes, públicas y privadas, me habían dicho todo lo que podían decirme. Estaba a punto de volverme loco. Las cosas que realmente quería saber, el móvil, la forma en que ejecutó el crimen y, sobre todo, las causas de tanto odio, de tanta cólera… estas cosas se me negaban. No basta con ser perspicaz; también hace falta suerte. Bueno, yo tuve suerte; pero lo contaré a su debido tiempo. Cada cosa a su hora.
Cuando creí tener bastante información me puse en contacto con Lewis. Me pidió que fuera a Londres y comimos en el hotel Basil Street. Fue idea mía, pues me alojaba en él cuando tenía que pernoctar en la ciudad, pero lamenté haberle citado allí en cuanto le vi llegar. Parecía desentonar, como un jugador de rugby galés con la cara rubicunda y la corbata sucia. Pero, por supuesto, no era realmente eso lo único que le hacía desentonar. Era el mal aspecto que tenía con relación a la última vez que le había visto.
Durante el almuerzo pareció apocado. Nos sentamos junto a una ventana desde la que veíamos pasar el tráfico por Brompton Road, según giraba en torno de la Casa de Escocia, hacia Knightsbridge. Lewis no dejaba de mirar por la ventana, como si estuviera esperando a alguien.
—Parece usted más optimista —dijo.
—Lo estoy. —Le conté lo que había encontrado y le mostré mi paquete de fotocopias. Las examinó minuciosamente y manifestó su interés, pero yo advertía que él no estaba realmente allí. Su mente estaba en otra parte, o acaso en ninguna.
—¿Qué pasa? —pregunté.
No contestó. En su plato se enfriaba un trozo de rosbif. En la mesa contigua, los norteamericanos de la temporada charlaban acerca de una reciente maratón de compras. Para algunos turistas, Londres es un corto paseo entre Basil y Harrods.
—Mire —dijo finalmente, pasándome algo por encima de la mesa.
Era otra fotografía. Para entonces, ya estaba harto de fotografías y terriblemente seguro de mí mismo desde que me había mudado al colegio.
—No más fotos —exclamé.
—Mire ésta —insistió.
No era la fotografía que yo esperaba. En ella aparecía el inspector jefe Ruthven de uniforme, sentado a una mesa larga y flanqueado por otros policías de mayor edad.
—La tomé durante la rueda de prensa que Ruthven celebró al día siguiente de encontrar en St. Botolph’s el abrigo de su hija. El día antes de que le mataran. Ahora, dígame si reconoce a los acompañantes del inspector.
El hombre que yo había tomado en principio por un ayudante de uniforme, de pie detrás de Ruthven y ligeramente a su izquierda, no era otro que Liddley. Tenía las manos cruzadas delante y los ojos fijos en el inspector. Sentí un escalofrío. La mirada malévola del doctor era brillante, como un filo de acero.
—Ésta fue tomada después, cuando se marchaba —prosiguió Lewis, pasándome una segunda fotografía. El borde de la fotografía rozó un jarrito con flores y lo derribó. El agua mojó el mantel de la mesa. Yo rescaté la foto mientras Lewis limpiaba el agua con una servilleta. Un camarero retiró el carrito abovedado con el rosbif restante.
Lewis había sacado la instantánea en la entrada principal de la Jefatura Superior de Policía. Ruthven aparecía solo en ella y llevaba puesto el chubasquero de color marrón mate con que yo le había visto más de una vez. Caía una lluvia fina y la luz se desvanecía en el cielo. La cara de Ruthven presentaba un cansancio y un dolor más marcados que de costumbre. Curiosamente, parecía ajeno a la cámara.
—No noto nada fuera de lo corriente —dije.
—¿Ve esas pequeñas motas? —preguntó Lewis.
—Sí —contesté—. Parecen gotas de lluvia.
Asintió.
—Exacto, lo son. Pregúntele a cualquier fotógrafo y le dirá lo mismo. He examinado el negativo, todas las exposiciones del rollo en que estaba ésta. Es lluvia. Pero aquel día no llovió en Londres. Puede confirmarlo en el Servicio Meteorológico. Cuando llovió fue al día siguiente, el día en que Ruthven fue asesinado. Pero hay algo más. El abrigo de Ruthven está mojado. Esto me desconcertó durante mucho tiempo, hasta que recordé.
—¿Qué recordó?
—Que Ruthven no llevaba el abrigo aquel día al salir de la rueda de prensa. Estoy seguro de ello. Y hay algo más: cuando le encontraron en la iglesia llevaba puesto el abrigo.
—Tal vez…
—¿Si?
—Tal vez esté usted confundido. Puede que esta foto fuera tomada en otra ocasión.
Como respuesta, Lewis señaló un punto justamente detrás de Ruthven. Podía distinguirse un quiosco de periódicos y medio cuerpo del dependiente. Lewis me pasó una pequeña lupa.
—Fíjese en la portada del Evening Standar del quiosco —dijo.
La leí: ACCIDENTE DE COCHE EN LA M-1: TRES MUERTOS.
—Fue el mismo día de la rueda de prensa —señaló Lewis—. Aquel día no llovió.
—Bueno —dije—, eso no es más que otra anomalía. Si aceptamos…
Meneó la cabeza.
—No se trata sólo de eso. No es sólo una anomalía. Vea esto otro.
Me pasó una tercera fotografía, en blanco y negro. Era una fotografía de cuerpo entero de él mismo. Detrás de él había otra figura, un hombre vestido de negro. Liddley, con su mirada malévola.
—La tomé yo mismo —explicó—. Quería actualizar mi archivo, por si alguien necesitaba hacer uso de mi fotografía. Me tomo una nueva cada cinco años.
—¿Por qué…? —Mi voz se fue ahogando.
—¿No le resulta obvio? —replicó Lewis. Su mano temblaba. Levantó su copa de vino, que no había tocado en toda la comida, y apuró su contenido de un solo trago.
—No pensará que sólo porque…
—El tiempo —prosiguió—. Exactamente igual que en la fotografía de Ruthven. Hace sol. ¿Lo ve? Pues cuando las tomé no hacía sol.
—¿Cuándo…?
—Hace una semana. Desde entonces no ha salido el sol. Pero me despierto sudando todas las mañanas. Ya no tengo valor ni para mirar por la ventana para ver si luce el sol o no. ¡Jesús, estoy asustado!
—Pero también había fotografías de Liddley conmigo. Nada menos que en Venecia. Eso no tiene por qué significar nada.
—¿Que no? ¿Qué me dice de las de su hija? La última Navidad, poco antes…
—Tiene que haber algo que podamos hacer —sugerí—. Para detener a Liddley y acabar con lo que está ocurriendo en mi casa. Tenemos que encontrar el modo de ponerlos a descansar a todos.
—Mediante un exorcismo. Pruebe con el exorcismo.
—Ridículo. Nadie realiza exorcismos en nuestros días. Eso no es más que una superstición.
—¿De veras? ¿Y qué es lo que está rondando por su casa? ¿Una emanación de racionalidad cartesiana? Doctor Hillenbrand, parece incongruente que un hombre tan listo como usted sea tan tonto.
Seguimos discutiendo un rato, pero de nada sirvió; Lewis estaba sobreexcitado. Finalmente convine en interesarme por su idea sobre el exorcismo y le dije que hablaría con el vicario de mi parroquia, el reverendo Bigley, y sondearía su opinión acerca de semejante medievalismo. Para mis adentros, ponía en duda que aprobase tales procederes. No era su estilo. Era un sacerdote muy moderno, más dispuesto a celebrar un servicio para creyentes de diversas religiones o una colecta para Amnesty, que a permanecer con la campanilla, el libro y la vela en la habitación de un feligrés nervioso.
Yo quería exorcizar mis fantasmas a mi manera. Necesitaba localizarlos, saber lo más posible acerca de ellos y descubrir cómo y por qué habían encontrado la muerte. Sobre todo Liddley, quería saber dónde había sido enterrado, visitar su tumba, convencerme realmente de que se había convertido en polvo.
—He llegado a una especie de callejón sin salida —dije—. Sé más o menos cuándo Liddley mató a su esposa e hijas, pero ignoro cómo y por qué. Después de matarlas vivió bastantes años, de manera que debe de haber tenido muchas ocasiones de sentir remordimiento, mucho tiempo para escribir un diario o contárselo a un amigo. Pero no tengo pistas, nada con que continuar.
Lewis permaneció callado. Tomamos nuestros postres en silencio. El restaurante se estaba quedando vacío. Las sombras se agitaban en las paredes de color verde pálido, sobre las pinturas de reyes y reinas grabadas en el cristal. El jefe de camareros nos dirigía unas miradas significativas.
—¿Qué ocurrió después de su muerte? —preguntó Lewis por último.
—¿Ocurrir?
—Con la casa. Con sus pertenencias. No tenía herederos, al menos directos. No quedaban hijos. Tenía… ¿cuánto?… ¿sesenta y cinco, sesenta y seis años? Sus padres habrían muerto. ¿Había algún testamento?
Asentí. Lo había buscado en la Index Library de la British Record Society y había examinado una copia en el Departamento de Familia de Somerset House.
—No he averiguado gran cosa acerca de sus padres. Parece haber algún misterio. En el Registro de Londres no figura inscrito con ese nombre ningún comerciante de sedas en los años en que ellos vivieron allí. Pero es de suponer que los padres de Liddley fallecieron antes que él. Se lo dejó todo a una hermana, Beatrice Ransome. Ésta vivía en Brighton, había recibido una buena herencia de sus padres y su esposo era rico. No le interesaba la casa y la vendió, con todos sus enseres, a una familia llamada Le Strange. Él acababa de ser nombrado profesor ambrosiano de griego. Antes de eso había sido uno de los primeros profesores de la nueva Universidad de Durham. Él y su esposa construyeron el jardín, casi como está ahora.
—¿Y Beatrice? ¿No se quedó con nada? ¿Ni siquiera con un recuerdo?
Negué con la cabeza.
—Llevaba más de veinte años sin mantener contacto con su hermano. Si no me equivoco, sus recelos respecto a Sarah y las niñas habían dañado gravemente su opinión sobre John. Estoy seguro de que no se hubiera quedado con nada perteneciente a él. Pero aunque se hubiera quedado con algo, no creo que fuera fácil localizarlo.
—¿Eso es todo, entonces? ¿Nada más?
Me quedé pensativo.
—Había una cosa —dije—. Dejó sus libros médicos y documentos a su antiguo colegio, a Downing.
—Seguramente es lo que encontramos en el desván.
—Sí —asentí—, puede que tenga usted razón. Pero yo no estoy totalmente seguro. Allí arriba no había mucho. Liddley fue un hombre muy erudito, con dinero a su disposición. Desde los años en que su trayectoria profesional empezó a declinar hasta que falleció, estuvo implicado en varias controversias médicas. Aquella vieja reputación suya de homeópata parece que no le abandonó. Los homeópatas estaban prosperando y los médicos ajenos a esta práctica se defendían con dureza. Liddley se unió a ellos. Escribió cartas a los periódicos y publicó un par de folletos. Incluso se las tuvo con lord Grosvenor, después de que éste defendiera a los homeópatas en la Cámara de los Comunes. El testamento habla de una «biblioteca». Lo que encontramos en el desván no podría calificarse así. Mi propia biblioteca es por lo menos diez veces mayor. Creo que vale la pena comprobarlo. Puede que en la biblioteca de Downing haya algo.
—Muy bien —aceptó Lewis—. Si encuentra usted alguna cosa, hágamelo saber. Pero hable con ese párroco suyo acerca del otro asunto. Puede que no quede mucho tiempo.