Nos costó un rato recuperarnos. Laura estaba muy afectada, aunque optó por encerrarse en sí misma. Su resistencia parecía totalmente rota. El escepticismo había constituido un medio de aislarse de su cada vez mayor conciencia de que una nueva realidad amenazaba con minar el frágil mundo que había levantado alrededor de ella.
No es que Laura fuese una acérrima atea o una inflexible racionalista, alguien para quien la presencia de lo sobrenatural podía encerrar una amenaza. Iba a la iglesia de vez en cuando, leía su horóscopo en los periódicos y revistas y casi creía en ello. En una ocasión en que le salió un herpes y sufría mucho, acudió a un curandero. Creer en fantasmas y huir de aparecidos no le hubiera resultado difícil.
Su problema estribaba en aceptar la muerte de Naomí. Si se hubiera convencido de que Naomí estaba realmente muerta, bien como un ángel en los brazos de Jesús o con sus restos en un camposanto rural, eso habría sido duro pero soportable. Pero lo que golpeaba con más fuerza a Laura era saber que de alguna manera la niña podía estar todavía con vida, consciente y accesible, aunque en una dimensión distinta. Era incapaz de dormir, sabiendo que Naomí podía necesitarla y que ella no tenía a su alcance medio alguno de satisfacer rápidamente aquella necesidad.
Un rato después, Lewis me llevó aparte. Estábamos en el jardín, donde habíamos ido a buscar refugio, lejos de la casa.
—Tendrá usted que averiguarlo todo —dijo—. Su esposa necesita algo más que palabras tranquilizadoras, amigo. Necesita entenderlo en términos absolutos, necesita una razón de todo esto, una explicación.
—¿Cree usted que puede existir alguna? —pregunté. Laura estaba sentada en un banco del jardín, no muy lejos, contemplando cómo los pájaros construían un nido blanco en las ramas de un castaño.
—Naturalmente, no quiero decir que podamos encontrar una explicación científica a esas manifestaciones. Ni aquí ni allí. Pero algo sucedió hace mucho tiempo en esta casa, algo que aún sigue perturbándola. Conociendo su origen, tal vez pueda resultar menos amenazador. El miedo a lo desconocido es lo peor.
Yo estaba de acuerdo y dije que empezaría a trabajar en la investigación. ¿Habrían sido las cosas diferentes si hubiera dicho que no? ¿Habría hecho lo que hice si no lo hubiera sabido?
Hace días que no veo a Laura. Debe de estar malhumorada, en alguna parte. Me pregunto si sabrá lo que me propongo, lo que estoy escribiendo. Me pregunto si habrá visto las fotografías…
Durante las tres semanas siguientes me consagré a la investigación. Dividí mi tiempo entre la biblioteca pública y el registro del condado, en Shire Hall, con algún que otro viaje a la biblioteca de la universidad y al Trinity College. En aquellos días, la biblioteca pública se hallaba aún detrás del Ayuntamiento. La bibliotecaria encargada de la recaudación de Cambridge me condujo amablemente por entre las complejidades de las listas de contribuyentes del lugar, de las viejas guías de calles y de las guías generales de Cambridge, que databan de 1790.
Durante semanas recorrí kilómetros de pasillos por los archivos, sorteé infinidad de papeles impresos y manuscritos, hasta que llegué al hombre de negro. ¿O todo el tiempo él estuvo viniendo a mi encuentro?, o ¿Nos buscábamos el uno al otro, igual que dos planetas convergentes a punto de chocar y caer a plomo en el esculpido y ladeado centro de las cosas?
El simple acto de la investigación fue más terapéutico para mí de lo que podrían haber sido jamás un descanso o unas vacaciones. Estaba haciendo una labor que me era muy familiar. Me pasaba los días entre archivos, desenterrando nombres, fechas y hechos largo tiempo olvidados. Aunque se trataba de un tema muy diferente del de mi profesión, sus técnicas me resultaban suficientemente familiares como para infundirme un sentido de la rutina, una ilusión de que lo que estaba haciendo era una cosa normal y que mis inquietudes no eran más que inquietudes cotidianas.
Pedí a Laura que fuera a Northampton con su hermana. Al principio puso reparos, pero la experiencia vivida en el desván la había abierto a la persuasión. Por mucho que la presioné, no quiso contarme exactamente lo que había visto allí. Cuando el desván sufrió la mutación, ella estaba en el otro extremo. Por lo menos acerté en que no había visto al hombre de negro. Eso fue todo lo que me contó.
Con el pretexto de que estaba haciendo reformas en mi casa, logré convencer a la dirección del colegio de que me dejara alojarme en una habitación de huéspedes. Las primeras noches tuve miedo de que me siguieran hasta allí. Cuando me dirigía a mi habitación desde la biblioteca, oía pisadas en la oscuridad. En la cama, por la noche, contenía la respiración cada vez que sonaban pasos en las escaleras del pasillo. Pero pasaban de largo y me dejaban solo, con el corazón desbocado.
Pieza a pieza, recopilé un archivo de notas y fotocopias. Todavía lo tengo aquí, en el despacho, un cajón de metal negro abovedado y cerrado con llave en mi armario del rincón. Por supuesto, ya no necesito mirarlo; conozco al detalle todo su contenido.
Su nombre era Liddley, doctor John Augustus Liddley, MB, LSA, MRCP. La sigla LSA correspondía a licenciado de la Sociedad de Farmacéuticos. Las cualificaciones pasaron a ser de uso corriente después de la Ley Médica de 1858, pero antes de eso solían obtenerlos los médicos de medicina general. En los días de Liddley seguía habiendo mucha rivalidad entre los estamentos de la medicina: médicos, cirujanos y farmacéuticos. Las enfermeras y comadronas aún no estaban en liza. La élite seguía siendo la élite: la Escuela de Médicos no tenía nada que ver con la Escuela de Cirujanos, ni ésta con el Paraninfo de Farmacéuticos.
Pero los otros —los miembros y licenciados ordinarios— no eran tan quisquillosos, especialmente los que vivían fuera de Londres. Los colegiados podían mantenerse al margen de realizar cortes, hacer sangrías y usar la lanceta, pero los médicos ordinarios difícilmente podían permitirse tales remilgos. La promulgación de la Ley de Boticarios de 1815 hizo obligatoria la posesión del LSA para cualquier profesional de la medicina que deseara preparar y recetar medicamentos.
John Liddley se graduó en medicina en 1823, tres años después que su licenciatura en filosofía y letras, a la edad de veintiún años. Aparece registrado en el Munk’s Roll, el original de 1878, no en el volumen posterior de Browne. Allí pueden ustedes encontrar todos los detalles concretos, como hice yo, y leerlos por ustedes mismos. Sólo los hechos básicos, por supuesto, porque Munk no dice mucho acerca de los detalles personales ni de la vida fuera del doctorado.
Liddley pasó sus años de estudiante en Downing, un colegio no muy prestigioso en aquellos días. Naturalmente, tuvo suerte de estar en Cambridge, pues el gran Haviland acababa de empezar sus reformas y la enseñanza de la medicina estaba mejorando rápidamente.
Después de graduarse se dirigió a Londres para ampliar estudios en los hospitales de allí. Pasó su primer curso en el London Hospital, donde ganó la medalla de oro en patología. El London estaba cerca de la casa de su familia, lo cual significaba que podía vivir allí y evitar gastos mientras realizaba sus prácticas. No está claro por qué no continuó allí. El London era todavía uno de los pocos hospitales con escuela de medicina en cualquier especialidad, y su medalla de oro habría asegurado a Liddley excelentes perspectivas.
Al año siguiente se trasladó al Hospital Guy, donde fue uno de los primeros estudiantes seleccionados por Addison para un archivo clínico, que incorporaba un nuevo sistema de prácticas en 1828. Nuestro hombre tenía entonces veintinueve años y todas las perspectivas de hallarse al borde de una gran carrera.
Puedo imaginarlo en Guy, pálido, larguirucho, trabajando hasta bien tarde a la luz de una lámpara en la sala de disecciones, arrancando la piel del músculo, el músculo del hueso, con sus manos rojas y el rostro iluminado por… ¿por qué? ¿Por la sabiduría? ¿Por el sufrimiento? ¿Por la bestialidad? Un hombre de traje oscuro caminando con un bastón por las salas a medio iluminar, señalando con un dedo largo a los amputados, al zanquivano, al tísico.
Pero me temo que mi imagen de él sea imperfecta y parcial, como consecuencia de mi visión retrospectiva, indigna de mi preparación. Debo ser objetivo. Por mucho que haya llegado a conocer de él, John Liddley no era una figura terrorífica. Tenía poco que ver con la cirugía, considerándola, como hacían muchos médicos en esos días, un trabajo mecánico, un comercio impropio de un caballero. Sus antecedentes en los hospitales de Bart y Guy eran ejemplares. No era querido, pero ¿qué doctor espera que le quieran? Sus colegas le respetaban, sus profesores le alababan y sus pacientes le temían. ¿Qué más podía haber deseado? ¿Qué más, realmente?
Por motivos desconocidos —hay una laguna en este período de su vida—, dejó la metrópoli y la perspectiva de una especialidad, casi un puesto seguro en el Royal College. En lugar de ello, regresó a Cambridge y se puso a ejercer la profesión de médico general. Esto ocurría en 1829. Se rumoreaba —he encontrado cartas referidas a aquella historia— que al marcharse de Cambridge había dejado allí a una mujer, la hija de uno de sus profesores, y regresaba con la intención de pedir su mano. Como quiera que fuese, no se casó hasta ocho años más tarde, cuando su profesión estuvo bien afianzada y le permitió tener una esposa y una familia.
Digo «permitió», pero por descontado que nunca pasó estrecheces. Su padre era un comerciante londinense que trataba en sedas, un hombre acaudalado al que sólo le faltaba posición social. Naturalmente, quería lo mejor para su hijo: el doctorado no era entonces el pináculo social como lo es hoy, era poco más que un negocio. En Londres, John podría haber llegado a ser alguien, haber encontrado mecenas ricos, haberse abierto camino hasta la nobleza; pero en Cambridge el ascenso a esa escala social estaba fuera de cuestión. Sin embargo, Liddley padre no escatimó a su hijo los fondos que necesitaba para abrirse camino en el mundo. ¿Qué otra cosa podía ofrecerle?
Tuvo dos hijas, Caroline y Victoria, nacidas en 1838 y 1839, respectivamente. Sus nombres aparecían en el censo de 1841, junto con el de su madre Sarah, de soltera Galsworthy.
Sarah era hija única del párroco Samuel Galsworthy. No consta cómo se conocieron ella y Liddley, pero su matrimonio fue perfecto, una unión que cimentó la creciente reputación del doctor Liddley en la pequeña ciudad. Ella se casó mayor, a los veintiocho años de edad, según consta en el certificado de casamiento del Registro Civil.
Liddley impartió clases en la universidad, pero al parecer hubo algunas dificultades para que le ofrecieran un puesto fijo y tampoco está claro si él lo quería así. Le nombraron médico del Madingley Medical Club, hizo clientes entre profesores, párrocos y abogados, y fue el favorito de los niños.
Esto obedecía en gran parte a la amabilidad de su trato. En ciertos barrios ganó una falsa reputación como homeópata, tan próximos a Hahnemann estaban sus prescripciones y consejos. No recetaba calomel ni siquiera para casos venéreos, tampoco practicaba sangrías ni purgaba con jalapa, y era prudente en el uso del antimonio y la quinina. Algunos de sus colegas le esquivaban por su falta de principios, pero, igual que los homeópatas europeos y americanos, se ganaba la confianza de los pacientes y éstos al menos no morían con sus tratamientos.
Construyó su casa en 1840, justamente a tiempo de ser incluida en el catastro nacional del año siguiente. Fue una de las primeras que se levantaron en el terreno de Pemberton. Al parecer, los Pemberton eran pacientes suyos.
Tenía su sala de cirugía abajo, en la habitación que ahora es mi despacho. En uno de los primeros números de la revista Nineteenth Century aparece una fotografía de la habitación, que se corresponde enteramente con otra posterior hecha por Lewis en mi presencia. Y desde entonces la he visto por mí mismo, de carne y hueso, por decirlo de alguna forma: los aparadores llenos de jarras de cristal, las pesadas sillas, los estuches con los instrumentos, los diplomas enmarcados sobre la pared. Está mejor en colores.
Su servidumbre era exigua para la época: una cocinera, dos doncellas, un jardinero y una institutriz para las niñas, Miss Sarfatti. Los Liddley vivían bien, pero nunca hacían ostentación de su riqueza. Iban andando a todas partes, aunque John acudía en un calesín cuando visitaba a sus pacientes. Sólo la sala de cirugía y el despacho de Liddley tenían luz de gas.
En 1845 Liddley despidió a las doncellas, y al año siguiente al jardinero. No consta qué fue de ellos. Parece que la cocinera, Mrs. Turret, se hizo cargo de todas las tareas de la casa. En una carta que Liddley envió a su suegro en 1846, justifica esta medida en aras de la economía. La respuesta del reverendo Galsworthy, si es que la hubo, no se conserva. Pero no era de suponer que una mujer de la clase y expectativas de Sarah fuera a mover un dedo para limpiar, cocinar o coser.
En la correspondencia familiar hay pruebas de que Liddley se recluyó una vez más, y su familia con él. Se mostraba taciturno e incomunicativo. Muchos de sus pacientes empezaron a abandonarle y los que seguían con él era por lealtad o por algún tratamiento en particular. Se hacía notar que no asistía regularmente a la iglesia, si bien Mrs. Liddley y sus hijas eran vistas todos los domingos, tanto en los servicios de la mañana como por la noche.
¿Qué había sido de Sarah Liddley? ¿Qué reveló mi investigación acerca de ella? Muy poco, si he de decir la verdad. Al parecer, se peleó con sus padres poco antes de casarse con John y estaba considerada una testaruda. Las cartas entre su padre y un hermano de éste (militar) ponen de manifiesto que fue una niña impopular y una mujer maliciosa. A los dieciocho años rompió un noviazgo, provocando no poco escándalo. No se conoce el nombre del novio. Por la época en que se casó con Liddley, estaba considerada una incasable, y hay buenas razones para creer que el matrimonio no fue un dechado de amor. Por supuesto, Liddley se benefició de él, y ella, al principio, parecía contenta.
En el verano de 1846, alrededor del 3 de julio, Liddley dijo a Miss Sarfatti que ya no necesitaba sus servicios y que él mismo se encargaría de la educación de las niñas. En los archivos del Registro de Londres he hallado documentos relativos al despido de la institutriz. Le proporcionó unas buenas referencias y la paga de tres meses a manera de indemnización, un generoso trato para aquellos tiempos. Mrs. Turret corrió la misma suerte pocos meses después, en enero de 1847. Los Liddley vivieron solos a partir de entonces.
Resulta difícil establecer exactamente lo que ocurrió después. Durante unos años todo marchó lo bien que cabía esperar. De vez en cuando iba una muchacha a hacer la limpieza. Los proveedores eran recibidos en la casa por Mrs. Liddley, la cual se granjeó fama de mujer fuerte e imprescindible. A los padres de ella —de cuya correspondencia y diarios procede en gran medida nuestra información— se les negó la entrada en la casa, y su hija tampoco iba a visitarlos a la rectoría. El jardín se volvió selvático, aunque no había vecinos que pudieran quejarse.
En el espacio de tiempo comprendido entre el invierno de 1848 y la primavera de 1849, se observó que Mrs. Liddley y sus hijas no habían sido vistas ni en la iglesia ni en la ciudad. El propio Liddley trasladó su consultorio a las habitaciones de Sidney Street, «para estar más cerca de los pacientes que le necesitaran». Su suegro hizo una inesperada visita a la casa en marzo de 1849 y encontró a Liddley solo, trabajando en su despacho. El doctor le dijo que su esposa e hijas habían ido a Londres a pasar una temporada con unos parientes de él.
Galsworthy hizo algunas averiguaciones y descubrió que nadie había visto a Mrs. Liddley, a Caroline ni a Victoria. Acorralado a preguntas, Liddley confesó que su esposa le había abandonado, llevándose a las niñas con ella. Al preguntarle cómo se las arreglaba ella para vivir, el doctor contestó que había accedido a pagarle una pensión anual, cuyo dinero le enviaba a Londres a través de un abogado. Y era cierto, pues el abogado confirmó haber recibido y pagado el dinero. Pero no podía revelar el paradero de su cliente.
Las cosas no quedaron así. Fue registrada la casa y el jardín, toda vez que Liddley era sospechoso de haber asesinado a su familia. Pero no se encontró nada, ningún cadáver, ningún rastro de violencia, ninguna señal de tierra removida en el jardín. Galsworthy continuó aireando sus sospechas, pero éstas con el tiempo dejaron de presentar interés para la gente. A Liddley le volvieron la espalda y, hasta la hora de su muerte, vivió solo quince años más, rodeado de sus libros y sus sustancias químicas.
Murió, casi con toda seguridad, el 9 de marzo de 1865. No se conoce la fecha exacta, ya que transcurrieron casi dos semanas hasta que lo encontraron, después de varias visitas infructuosas del cartero. Sus parientes de Londres reclamaron el cuerpo y dos días después fue devuelto a la metrópoli y sepultado en la parroquia donde había nacido.