No quiero describir lo que encontramos en aquella habitación. Si lo contara todo, no me creerían. ¿No es extraño que después de todo este tiempo, después de haber acontecido tantas otras cosas, me muestre tan reticente? Pero en torno a lo que encontramos y vimos había una intimidad, una particularidad, que incluso ahora me resulta embarazosa. Era como si hubiéramos irrumpido en algo íntimo, como el sexo, o como una larga muerte. Éramos intrusos en las tinieblas de alguien.
Lewis y yo seguimos agrandando el agujero hasta que pudimos pasar por él sin dificultad. Laura se unió a nosotros. Ahora no decía nada, rendida a la evidencia. Le entregué mi linterna y fue dirigiéndola hacia atrás y adelante a través de las telarañas y el escaso mobiliario. Se estremeció al ver que un ratón huía velozmente del foco luminoso. Me devolvió la linterna.
—Yo ya he visto antes esta habitación —susurró en voz muy baja, junto a mi oído.
—No puedes haber… —empecé.
—¡Oh, sí! —exclamó—. En sueños. He soñado con ella más de una vez.
—Pero cuando viste las fotografías…
Meneó la cabeza.
—En mis sueños no aparecía como en las fotografías. Era como ésta.
Quise preguntarle más, pero se alejó. Parecía reacia a entrar en la habitación o a estar cerca de ella. Me pregunté cuándo había tenido tales sueños y qué había ocurrido en ellos. Lewis fue el primero en pasar por el hueco. Yo le seguí más tarde, resbalando con los pies sobre una capa de polvo. Algo cruzó velozmente por las vigas que había sobre mi cabeza. Apunté con la linterna hacia el techo, pero no vi nada. En otra época había habido allí una claraboya, pero alguien la había tapado con tablas y clavos hacía muchos años. Sin luz natural, aquel desván debía haber estado realmente muy oscuro. Creo que fue en aquel instante cuando me di cuenta por primera vez de lo que ya debía haber sido obvio para mí: de que, una vez levantada la pared, nadie podía haber entrado ni salido de la pequeña habitación.
Dejamos para el final los bultos que había en medio del suelo. Creo que los dos teníamos una idea de lo que podían contener. Eché una ojeada a la pila de libros. En su mayoría eran publicaciones médicas. Encima había ejemplares encuadernados de viejas revistas de medicina: el primer volumen de The Lancet, publicado entre 1830 y 1832, varios años de The Medical Time and Gazette, y un paquete muy deteriorado de The British and Foreign Medical Review. Hallé varios libros de texto que databan de mediados del siglo pasado: Lectures on the Principles and Practice of Physic, de Watson; una última edición de Cullen, Materia Medica; Study of Medicine, de Good, y Anatomie Générale, de Bichat.
Encima de una silla encontré un estuche de madera, casi sepultado bajo una gruesa capa de polvo y telarañas. La esparcí hacia un lado, cogí el estuche y lo puse sobre la mesa. A un lado tenía una oxidada cerradura de bronce. Lewis me dio un cortaplumas. Metí la hoja bajo la cerradura, hice palanca y saltó. Al levantar la tapa quedó al descubierto una colección de instrumentos quirúrgicos con mango de marfil: escalpelos, una sierra pequeña, pinzas, un trépano y otras herramientas cuyo nombre ignoro. A pesar de los años transcurridos, sus pulimentadas superficies brillaban a la luz.
Dejé el estuche y seguí buscando en la habitación. No sabíamos qué estábamos buscando, ni si realmente existía algo en concreto que pudiéramos encontrar. Un momento más tarde oí que Lewis me llamaba en voz baja. Crucé la habitación y me aproximé a él, que estaba arrodillado al lado de la pared.
—Mire esto —señaló.
En el suelo se veían varios trozos de cadenas, cada uno enganchado a la pared por una recia argolla. Algunas cadenas tenían en los extremos collares de cuero, unos con hebillas y otros con grilletes de metal. Los collares estaban desabrochados. Sentí como si me inyectaran agua helada, al acordarme de la niña de la fotografía, la que estaba a gatas, con un collar alrededor del cuello.
Cerca de las cadenas había una mesa larga. De no haber sido por la parafernalia médica, no hubiera podido adivinar su propósito tan rápidamente. Pero me pregunté por qué habría sido necesario, incluso en épocas anteriores al uso de la anestesia, acoplar a la mesa aquellas fuertes correas con hebillas metálicas. No era tan difícil adivinar el propósito de los surcos que habían sido practicados en la superficie, y que conducían a unas pequeñas aberturas en el centro y en cada esquina.
El gran arcón de madera contenía ropas, en particular vestidos confeccionados para una niña de más de ocho años. Lewis sacó una prenda y la levantó delante de mí. Estaba muy gastada pero era reconocible. Pertenecía a una de las niñas de las fotografías.
—No me siento bien —dijo Lewis—. Llevamos aquí mucho tiempo. No creo prudente tentar nuestra suerte.
—Pienso que antes de marcharnos deberíamos examinar eso —opiné, señalando los bultos cubiertos de telaraña que había en el suelo—. Si no lo hacemos, tendremos que volver.
Asintió de mala gana. Extendió el brazo y me pidió el cortaplumas. Se lo di sin pronunciar palabra; y prefería que los abriera él. Se acercó al primer bulto y se arrodilló. Medía un metro de largo y parecía el cuerpo de un moderno aspirador.
La navaja cortó la cuerda sin dificultad. La arpillera, por su parte, no ofreció demasiada resistencia. Cuando Lewis se puso a horcajadas encima, el tejido cedió, arrojando pequeñas nubes de polvo y suciedad contra su cara. En pocos segundos hizo una gran incisión a lo largo del fardo. Dejando la navaja a un lado, tiró de ambos lados de la abertura y el saco se rompió por sus extremos, dejando al descubierto su contenido. Enfoqué con la linterna.
Lewis maldijo en voz baja, y se apartó, lleno de repugnancia. Allí había un cúmulo de restos humanos parcialmente momificados. Era obvio que el cuerpo había sido cortado en trozos que habían sido metidos allí, sin orden ni concierto. El cráneo, ya seco, aún conservaba pelo, un pelo largo y enredado del color del oro viejo. En un dedo de una mano momificada relucía un anillo. Inmediatamente resultó claro que aquellos restos pertenecían a un niño.
Lewis se incorporó. Yo era incapaz de retirar la vista de aquella lastimosa imagen. En aquel instante, de pronto, la temperatura descendió. En pocos segundos se volvió lacerantemente fría. Lewis me tiró del brazo.
—¡Por el amor de Dios —gritó—, vámonos de aquí!
El haz de la linterna iluminaba el vapor de mi aliento. Al volverme, vi a Lewis junto al hueco de la entrada, haciéndome señas de que le siguiera. Entonces, como si se hubiera operado un cambio en mi vista, me percaté de que en la habitación había otra fuente de luz. Miré alrededor y vi que alguien había encendido la lámpara de aceite que había encima de la mesa. Y la luz que despedía me permitió ver que la habitación ya no era tan sórdida, que habían desaparecido el polvo y las telarañas y que alguien me estaba observando desde la pared del fondo. Era el hombre del traje negro y el rostro blanco que me había seguido a Venecia y Egipto. Estaba sonriendo.
—Ellos no lo entenderían, señor —dijo. Su voz parecía venida desde muy lejos, de las profundidades de una gruta. Era la misma voz que había oído en sueños la noche anterior. El hombre sostenía en la mano algo que brillaba apagadamente a la luz amarilla. Se parecía a un cuchillo.
Noté que me tiraban del brazo y entonces fui apartado de aquella figura de negro. Lewis me estaba sacando a rastras por el agujero. El desván que había al otro lado estaba cambiado también. En la ventana había unas cortinas grises, un espejo colgaba de una pared y unas velas ardían en unos candelabros de bronce situados sobre una mesa muy alargada.
Y entonces me arrastraron escalera abajo, medio tropezando, medio cayendo. La puerta estaba abierta. Lewis me hizo pasar por ella y la cerró de un portazo. Su mano temblaba cuando echó la llave.
Una voz susurró seductoramente en mi oído:
—Llegará a ser más fácil, señor. Se lo aseguro.
Miré en derredor, pero allí no había nadie.