14

Nadie habló durante un buen rato. Lewis había disparado su última andanada y esperaba ver alguna señal de que había hecho efecto. En medio del silencio el reloj dejó de hacer tictac por primera vez. Me llamó la atención por lo extraño, pero no dije nada. Estaba pensando en lo sucedido el día anterior. Para mi sorpresa, Laura fue la primera en hablar.

—No concibo que tenga que irme de aquí —dijo—. Es mi hogar. Es el hogar de Naomí. —Vaciló—. Su único hogar. Si ella está aquí, yo no puedo irme.

Lewis, antes de hablar, la miró durante un largo momento.

—Entonces, ¿subirá conmigo al desván?

—No tengo miedo —contestó ella.

—Debería tenerlo.

—Después de lo ocurrido ayer… —acoté—. ¿Cree usted que estaremos seguros volviendo allí?

Lewis se encogió de hombros.

—¿Seguros? —exclamó—. ¿Cómo voy a estarlo? Ni siquiera estoy seguro de que mis hipótesis sean correctas. Creo que si escogemos un mal momento, podremos subir allí y volver sin ver, oír o sentir nada. Lo difícil es saber cuándo es el momento oportuno para hacerlo. Nos ayudaría mucho conocer si hay una especie de periodicidad. Tal vez la haya, pero llevará tiempo averiguarlo.

—¿Qué espera usted averiguar?

—Si lo supiera, no tendría que subir ahí. Pero tengo la sensación de que en su desván hay más de lo que los ojos ven.

Se puso de pie.

—Primero salgamos fuera —dijo—. Tengo que comprobar algo.

Le seguimos. En el jardín aparecían los primeros signos de la primavera. Los árboles presentaban un aire de absoluta normalidad. No podía imaginarlos deslizándose para revelar otra realidad. Poseían raíces, eran firmes, seguros, y sus únicos cambios eran internos y estacionales: la caída de las hojas secas y el brote de las yemas.

Lewis echó a andar directamente por el lado de la casa. Alzó la cabeza y miró hacia el desván, y luego avanzó decididamente a grandes zancadas por el flanco del edificio, contando los pasos en voz alta.

—Cincuenta y tres —dijo, volviendo la cabeza hacia nosotros—. Ahora, vamos a ver qué encontramos arriba.

Subimos por la escalera, angustiados y en silencio. Yo ya empezaba a sospechar lo que buscaba Lewis. Laura estaba tensa y todavía enojada, como si la presencia del galés la amenazara de alguna forma. Sin darme cuenta, me encontré escuchando atentamente, como si esperase oír alguna protesta de aquellos seres cuyos secretos estábamos tratando de revelar. Pero el único ruido que se oía era el de nuestras propias pisadas y el ocasional crujido de algún peldaño.

Giré la llave de la puerta del desván. Ahora que lo pienso, me asombro de mi propio valor —de mi estupidez, debería decir— al manipular el pomo y abrir la puerta de un tirón. Las fotografías me habían predispuesto para presenciar cualquier horror pero solo no habría tenido agallas para subir. Mi linterna puso al descubierto la escalera y nada más. Allí sólo reinaba la oscuridad y una sensación de expectación. Allí estaban, invisibles, esperando que subiéramos, con sus viejas y mohosas ropas y su cabello desordenado.

Vacilé un momento en el umbral. Podía sentir que aquello estaba allí, tirando de mí igual que una araña tira de los andrajosos bordes de su tela. Miré a Lewis.

—¿No hay forma de saberlo? —pregunté.

Él negó con la cabeza.

—Tenemos que arriesgarnos —dijo.

—¡Oh, por el amor de Dios! —estalló Laura—. Os estáis comportando como dos niños.

De pronto, me arrebató la linterna de la mano, me hizo a un lado y traspuso decididamente la puerta. Sus pisadas se dejaron oír con fuerza y su voz empezó a llegar amortiguada hasta nosotros, como si viniera de muy lejos.

—A mí me parece que todo está en perfecto orden.

—No se trata de cómo parezca, Mrs. Hillenbrand —gritó Lewis—. Lo que realmente importa es cómo es. Vamos a subir, pero esté lista para largarse al menor indicio de algo anormal.

Me dio la linterna que llevaba y sacó otra de su cartapacio. Empecé a subir delante de él, con el corazón desbocado, peldaño a peldaño, observando, atento a cualquier señal.

Laura estaba esperando junto a la ventana. El desván parecía igual que siempre. Me resultaba imposible relacionar las fotografías que me había mostrado Lewis con lo que había a nuestro alrededor. La luz diurna entraba por las contraventanas abiertas de la ventana, debilitando la luz de las linternas. Apagué la mía, como Laura había hecho ya con la suya.

Lewis se aproximó a la ventana, ignorando a Laura, y se puso de espaldas con una media vuelta rápida. Seguidamente, empezó a dar pasos y contarlos, jadeando, como había hecho en el jardín, hasta llegar a la pared más apartada.

—Treinta y siete —anunció.

Ninguno dijo nada. Creo que todos comprendíamos lo que significaba aquello. El sudor se me helaba en las manos. Deseaba salir para siempre de aquella habitación. Laura continuaba donde estaba desde el principio, cerca de la ventana.

—Lo que buscamos está al otro lado de esta pared —informó Lewis. Hablaba con calma, sin apresurarse; pero yo sabía que su autocontrol era su medio de protegerse de un pánico que, si no lo refrenaba, podía destruirle.

Golpeó la pared fuertemente con el puño. Parecía muy sólida, hecha de ladrillo. Quizás estuviéramos equivocados, después de todo.

—Vamos a necesitar algo contundente. Una maza o una piqueta.

—¿Se propone derribarla? —pregunté y supe que era una pregunta estúpida.

—Preferiría no hacerlo —repuso Lewis—. Pero si queremos averiguar qué está provocando todo esto…

—Iré a buscar algo —dije—. Espere aquí.

Cuando regresé cinco minutos más tarde, provisto de una piqueta y una recia pala del cobertizo del jardín, en el desván reinaba una tensión incómoda. Lewis alzó la vista cuando entré.

—Esto sigue tranquilo —dijo.

Laura bufó, airadamente:

—Te está tomando el pelo, Charles. ¿No lo ves? Ha trucado las fotografías en su maldito estudio.

—Cierra la boca, Laura. —Nunca le había hablado de aquella forma. Se quedó muda, como si le hubiera propinado una bofetada. En cierto modo, así era.

Lewis cogió la pala y yo usé la piqueta. En la hoja quedaban astillas de madera, de cuando yo había cortado leña para la chimenea en el otoño. Era un alborozo ahuyentar el silencio y el miedo a fuerza de golpes. El yeso se desprendía en placas y se pulverizaba al caer al suelo. La obra de ladrillo resultó más obstinada. Trabajamos juntos sobre un pequeño trozo del centro de la pared, golpeando con todas nuestras fuerzas pero sin mucho éxito, hasta que de improviso cedió un ladrillo y cayó al suelo. Centramos nuestro esfuerzo en el agujero, agrandándolo a golpes de piqueta, trozo a trozo, y con violentas acometidas de la pala.

—Espere —indicó Lewis, alzando la mano—. Ya es suficiente para ver lo que hay al otro lado. Páseme la linterna.

Había dejado la linterna apoyada encima de una caja, para que nos proporcionara iluminación mientras trabajábamos. Se la tendí. Se inclinó y oteó por el hueco, manteniendo la linterna pegada a su mejilla y moviendo el haz de luz lentamente a través del largo arco. Debió de estar un minuto o más en cuclillas, pegado al agujero. De sus labios no salía ni una palabra. Finalmente se retiró.

—Oiga —dijo—, véalo usted mismo. —Le temblaba la voz. Aun sin la linterna, pude ver que su rostro estaba pálido.

Me incliné hacia el agujero y dirigí el largo y blanco haz de la linterna hacia el espacio que había al otro lado. Al principio, apenas descubrí nada. Luego, lo que vi cobró forma. Con una serie de imágenes captadas a la luz de la linterna, creé una escena completa.

Detrás de la habitación donde estábamos había otra. Seguramente no había cambiado en más de cien años. Era, con ciertas alteraciones, la misma habitación de las fotos de Lewis, la habitación cuyas paredes relucían de sangre. El mohoso papel de las paredes estaba cubierto de manchas oscuras. De los rincones y las esquinas salientes colgaban telarañas. Junto a la pared de atrás había dos sillas y una mesita con una gruesa capa de polvo. Aún descansaban sobre la mesa lo que parecían ser platos y una jarra. Detrás de ello había una lámpara de aceite rota. Se veía una pila de libros, engrosados por el polvo de décadas. Una mesa larga y estrecha, que parecía demasiado baja para comer en ella. Un pesado cajón de madera. Y en el suelo, envueltos en lo que parecía una tela de saco, tres delgados bultos atados con cuerdas.