Dios mío, el reloj se ha parado. Le di cuerda ayer y no había motivo para que se detuviera ahora. Por supuesto, puede que eso no signifique nada. Pero hay un silencio opresivo. Cómo me gustaría abandonar esta casa. Cómo me gustaría dejarla.
Encontré a Laura en la habitación de Naomí. Estaba jugando con la casa de muñecas que mi padre había construido en sus ratos libres para Naomí. La niña tenía entonces tres años y era algo pequeña para la casa, pero mi padre había querido regalársela. Se había inspirado en una que había visto en el museo de juguetes de Wallington Hall, en Northumberland, pero había modificado el diseño del original para que su versión fuera una réplica más o menos exacta de la casa en que vivíamos.
Laura estaba hablando consigo misma en voz baja. Al menos, pensé que sus susurros iban dirigidos a ella misma. Ahora lo sé, por supuesto. Iban dirigidos a Naomí. Y posiblemente a Caroline y Victoria, aunque no puedo asegurarlo. No es que eso importe ahora.
Sostenía las muñequitas en la mano y las iba colocando con gran exactitud en las habitaciones de la diminuta casa. Hacía tiempo que Naomí había puesto nombre a las muñecas. Charles, Laura y Naomí, naturalmente. Y nombres corrientes que no significaban nada, como Caroline y Victoria. Y doctor Liddley y señora Liddley, lo cual nos había hecho reír. ¡El Dulce Jesús nos había causado risa! Nos preguntábamos de dónde diablos habría sacado aquellos nombres. Quité las muñecas de las manos de Laura y la aparté de la casita. Ella me siguió sin protestar, como una niña obediente que hubiera terminado de jugar. Volvimos a la cama, pero ninguno de los dos durmió durante el resto de la noche. Ya no hubo más ruidos en el desván, ni dije a Laura que había oído nada. En el suelo, junto a la mesa del tocador, brillaban los fragmentos de cristal a la fría luz artificial.
Lewis se presentó al día siguiente poco después de las nueve. Le presenté a Laura. Ya no tenía objeto continuar con la farsa. Le dije que Laura había visto las fotografías. Eso fue después, cuando ella se marchó de la habitación. Le mencioné que había algo que me había reservado para mí. Entonces me contó rápidamente lo que había visto al revelar las fotografías del día anterior, las mismas por cuya causa me había telefoneado.
—Les siguieron a Egipto —dijo—. Todas ellas. Incluso Naomí. Parecen que pasan… de un estado a otro. A veces a un estado enteramente normal, como habrían sido en vida. Otras, como han sido en el momento de la muerte. A veces sin forma real. Es como si estuvieran transformándose constantemente.
Me estremecí. No le pedí que me enseñara las fotografías.
—¿Qué hay del desván? —pregunté. Laura estaba preparando café y disponíamos de unos minutos.
Palideció y miró en torno de la habitación y luego la puerta.
—Hay tiempo —dije—. La oiremos venir. Por el amor de Dios, dígame qué ha visto.
Por respuesta abrió una cartera de mano que llevaba y sacó un pequeño paquete de fotos. Me di cuenta de que su mano temblaba.
—Anoche —dijo—, antes de telefonearle, creí que estaba volviéndome loco. De ningún modo permita usted a su esposa ver estas fotos. —Golpeó levemente la pequeña carpeta—. Podrían alterar su equilibrio mental.
Empujó el montón de fotografías por encima de la mesa.
—Ahora no pasa nada —dijo—. A usted no le impresionarán. Estamos a plena luz del día. Pero yo las vi en el cuarto oscuro. Ojalá hubiera habido alguien conmigo, créame.
Abrí el paquete y saqué la primera fotografía. Al principio creí que se trataba de un error. No era en modo alguno nuestro desván, sino una habitación extraña que yo no había pisado en mi vida. Parecía más grande que nuestro desván. Las paredes estaban cubiertas de un monótono papel de color beige, en el suelo había más desgastadas alfombras y, desordenados grupos de pesadas piezas de anticuado mobiliario. Y la luz… la luz pertenecía a otra época del año. Tal vez a mediados de invierno.
—No se trata de ningún error —aseguró Lewis—. Ha salido del mismo rollo de película que el resto. Ya verá.
Más instantáneas correspondientes a la misma descolorida y desconocida habitación. Aunque habían sido cogidas en un papel vivo, a todo color y con una cámara moderna, nada de moderno había en la habitación. En una foto se veía arder una lámpara de aceite y la luz parecía mucho menos intensa, como si hubieran transcurrido horas y estuviera próximo el anochecer. Sin saber por qué, advertí una sensación de profunda melancolía en la escena, como si la habitación que contemplaba se hallara impregnada de una gran tristeza. Los muebles eran viejos, mal proporcionados y poco estéticos. Hasta la luz parecía viciada a su paso a través del aire de la habitación.
Lewis me agarró firmemente por la muñeca.
—Vaya despacio, ahora —indicó.
En la siguiente fotografía la habitación había cambiado. Una silla yacía de lado en el suelo. Las alfombras habían sido enrolladas, dejando el entarimado al descubierto. Y las paredes… las paredes estaban manchadas de sangre. Más que manchadas, empapadas. Parecía sangre fresca, como si alguien acabara de pintar las paredes con ella. Asimismo, había chorreado abundantemente al suelo.
—Continúe —musitó Lewis.
Un ángulo diferente. Sangre en las paredes como antes, pero una luz diferente. Dos formas confusas en primer término. Las miré más de cerca. Dos niñas desnudas, puestas a gatas, y muy delgadas. Una miraba a la cámara y la otra al suelo. Había vestigios de sangre en su piel y en su cabello largo y enmarañado. Sus delgados cuellos estaban rodeados por unos collares de cuero y los collares estaban sujetos con cadenas. Creí reconocerlas; sabía que las había visto antes.
—Sí —asintió Lewis—. Las mismas.
Arrojé a un lado aquella fotografía y miré la siguiente. En ésta sólo había una niña, la mayor de las dos. Estaba desnuda, como antes, pero empapada de sangre. Estaba… ¿cómo lo diré?, ¿me atreveré a escribirlo? Mencionaré sólo sus brazos. Estaban extendidos hacia mí, hacia el observador, levantados en un gesto mudo de… ¿de qué? ¿Rabia? ¿Súplica? ¿Repulsa? ¿Persuasión? Tenía las manos cortadas por las muñecas. Pero no de una manera burda, sino que parecían amputadas con la precisión de un cirujano. Eso es todo lo que diré. No tengo valor para decir más.
Se oyeron pisadas de Laura en el corredor y el sonido del tintineo de la vajilla. Recogí presurosamente las fotos y se las devolví a Lewis, que las deslizó dentro de su cartera de mano. Laura llamó a la puerta. Al abrir me invadió una oleada de absoluta repugnancia. No vomité en el cuarto de baño, sino que devolví el desayuno a mitad de la escalera.
Cuando regresé, dije a Laura que mi malestar gástrico obedecía a la tensión de la noche anterior. Naturalmente, no me creyó y nos miró a los dos como si sospechara que nos traíamos algo grave entre manos. Cogí una taza de café e hice un esfuerzo para beberlo, sorbo a sorbo, sin azúcar, tan negro como mi talante. Lewis tuvo el valor que a mí me faltaba.
—Mrs. Hillenbrand —dijo—, he enseñado a su marido algunas fotografías más. Las tomé ayer en el desván. Contienen… —Vaciló—. Digamos que son muy impresionantes. A Charles no le he mostrado las peores. Pero ya ha presenciado usted el efecto de las que acaba de ver.
Laura no dijo nada. Lewis prosiguió:
—Creo que tienen ustedes dos opciones. La primera es salir de esta casa ahora, hoy mismo, en cuanto hayan hecho las maletas. Acudan a un corredor de fincas, pongan la casa en venta, despréndanse de ella. —Hizo una pausa—. Ésa es su primera opción. Desgraciadamente, deja sin resolver la situación. Quienquiera venga a vivir aquí después, puede encontrarse con lo que han encontrado ustedes.
—No ha sido tan espantoso —replicó Laura—. No veo motivos para abandonar la casa por culpa de ello.
—No —respondió Lewis. Estaba muy tranquilo. Lo había pensado detenidamente—. Tiene usted toda la razón. Hasta aquí nada grave había ocurrido. Es más cuestión de nervios que otra cosa. Pero ahora ha ocurrido algo que rompe el equilibrio. Sospecho que ese algo se debe a la muerte de su hija. Antes de eso, ustedes no tenían problemas. Estas… ¿cómo llamarlas?… presencias, fantasmas, como prefiramos, no han estado presentes solamente aquí, sino dondequiera han ido usted y su esposo. En Venecia, por ejemplo. Y estoy seguro de que también en otras partes. Pero después de la muerte de Naomí parecen haberse hecho más visibles dentro y alrededor de esta casa. Su esposo me dice que ha visto usted realmente a esas niñas y ha hablado con ellas.
Laura asintió con la cabeza. No estoy seguro, pero creo que se estremeció. Tenía más miedo al recuerdo que al hecho. Lewis continuó:
—En las fotos de Egipto y las que he tomado aquí, ellas presentan el inicio de una mutación.
—¿Una mutación? —Las cejas de Laura se enarcaron por un instante. ¿Le estaría ella siguiendo la corriente incluso entonces?
—Cambiar de un estado a otro distinto. Mostrarse en más de una forma. Especialmente las niñas, pero también la mujer de gris y la hija de usted. Adquieren distintas formas, que desde luego no voy a detallar, pero si las viera usted en esos… estados de mutación, puede que no arqueara tanto las cejas.
Conque se había dado cuenta. Bien, nuestro Mr. Lewis no era ningún patán. Era un galés recalcitrante, un exalcohólico, pero lo bastante agudo para percibir todo aquello.
—El hombre es diferente —continuó—, aunque también cambia, a su manera. Las habitaciones son igualmente susceptibles de transformación.
—¿Las habitaciones? ¿Qué quiere decir?
—Tengo fotos de esta habitación —explicó—. Es la misma, pero tal como era hacia mediados del siglo pasado. Tal vez un poco antes. Al menos, ésa es mi opinión. En una de las fotografías, la mujer está sentada en una silla. Exactamente aquí, junto a la ventana.
Señaló un punto y nosotros seguimos la dirección de su dedo. Me estremecí, pensando que ella podía estar allí ahora, observándonos. Lewis continuó. Se seguía dirigiendo principalmente a Laura.
—Ha habido… algunas manifestaciones. Ustedes han escuchado sonidos. Ayer, su esposo y yo estuvimos en el desván. Sentimos… —Se detuvo, buscando el modo de expresar lo que habíamos experimentado.
—Un cambio de emociones —apunté, intentando distanciarme de la atrocidad que había sentido.
—Sí —dijo Lewis—. La cólera desplazando a lo que quiera que hubiese habido anteriormente.
—Bien, ¿qué objeto tiene todo esto? —preguntó Laura con impaciencia. El insomnio no había mejorado su humor.
—¿Qué objeto? —Ahora le tocó a Lewis enarcar las cejas—. El objeto es el siguiente, Mrs. Hillenbrand. —Siempre reservaba una cortés formalidad para con ella—. Si estos cambios se vuelven más… violentos; si las… criaturas que rondan por su casa adquieren un estado más tangible, usted no deseará estar aquí. No exagero. Es más, temo por ustedes, aunque no logro explicarlo. Siento… Permítame decir que he sentido aquí una terrible sensación de amenaza. Puede que usted no, pero le aseguro que está aquí.
—No entiendo —dijo Laura, haciéndose eco de mis propias dudas anteriores— cómo es posible que una cámara recoja imágenes invisibles a simple vista. Una cámara no es… un instrumento espiritual. No es un objeto que forme parte del arsenal de un médium. —Mostraba una deliberada afectación. Podía hacerlo, por supuesto, formaba parte de su carácter. El amaneramiento y el desdén.
Lewis dejó su taza de café después de beber un sorbo. Vi que su mano había dejado de temblar. Parecía muy tranquilo.
—En los últimos días he estado pensando mucho en este pequeño detalle. Mucho. Ha sido para mí una fuente infinita de molestias. Como usted dice, la película fotográfica es sensible a la luz, no a las emanaciones espirituales. Sin embargo, ahora me parece que hemos estado mirando todo este asunto de atrás hacia delante, por así decirlo.
Hizo una pausa, no tanto para causar efecto como para ordenar sus ideas, que todavía estaban sólo a medio formar. Laura guardaba silencio. En las maneras de Lewis había algo que la cautivaba.
—La cuestión es que —continuó él—, como usted dice, la cámara es un instrumento de dimensiones limitadas. Sólo puede ser empleada así o así. —Hizo un gesto con los dedos, como si estuviera sosteniendo una cámara—. Se puede alterar la longitud focal o la velocidad del obturador o el ángulo del objetivo. Pero si no está mal enfocada o puesta a una velocidad errónea, impresionará con bastante precisión todo lo que entre por su objetivo.
Se pasó la mano por la cabeza, atusándose el cabello.
—Ahora bien —continuó—, al ojo humano no le ocurre exactamente lo mismo. El ojo es, quizás, enteramente inflexible. No podemos hacerlo sensible a los rayos infrarrojos ni actuar como un microscopio. Una cámara puede ser más flexible. Pero la visión real no está en el ojo, sino en el cerebro. Es el cerebro el que graba las impresiones que le envía el ojo. Nuestro cerebro no es de fiar. Las percepciones varían de un sujeto a otro.
Hizo otra pausa para beber y, creo, para aplacar sus nervios.
—Lo siento —murmuró—. No me estoy explicando bien. Mire, lo que quiero decir es esto: pienso que lo que ha visto mi cámara, que lo que yo he fotografiado es… como son las cosas realmente. A veces son normales, como esta habitación en este momento. A veces es la misma habitación pero como ha sido en el pasado. Y a veces es la misma habitación, todavía en el pasado, pero cambiada. Es como si la habitación se desplazase a través del tiempo y la cámara fotografiara exactamente esas distintas épocas. Pienso… pienso que las imágenes están ahí la mayor parte del tiempo y, por tanto, aparecen en la película. Lo que ocurre es que nosotros no las vemos. No estamos… sintonizados. ¿Lo comprende? La carencia está en nosotros, en nuestra percepción, no en la cámara.
Miré alrededor de la estancia y me estremecí.
«Como son las cosas realmente…». Estábamos viviendo en un estado de irrealidad, en un sueño de nuestra propia realización. Aquella habitación podía estar llena de espectros, poblada de todos los muertos que había habido en esta casa, pero nosotros no podíamos verlos.
—Pienso —prosiguió el galés con una voz que había descendido a poco más que un susurro—, pienso que, poco a poco, la presencia de ellos puede estar asentándose aquí, que empezaremos a verlos y a escucharlos cada vez más a menudo.
—Ha dicho usted que teníamos dos opciones —terció Laura—. ¿Cuál es la segunda?
Lewis no respondió en el acto. Tal vez se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, de que ella, después de todo, podía preferir la segunda opción.
—Subir al desván —anunció, finalmente—. Ahí está el alma de este asunto, ésa es su morada. Averiguar lo que es. Y poner fin a todo esto.