12

Laura no quería marcharse de la casa. Estaba asustada, desde luego; ¿quién no iba a estarlo? Pero no de la forma en que lo estábamos Lewis y yo. Creo que quería… Creo que, al haber visto antes a las niñas, hacía conjeturas acerca de Naomí. Así que le enseñé la fotografía en que ella y yo caminábamos por el sendero, mientras Naomí nos observaba. Ahora me pregunto, si no le hubiera enseñado aquella fotografía, ¿podrían haber salido las cosas de otra manera? Yo podría haberla persuadido de abandonar la casa, si no aquella noche, al día siguiente o al otro. Pero cuando le mostré la fotografía dijo que quería quedarse.

Pasamos el resto de la velada hojeando el viejo álbum de fotografías familar. Empezamos con las de nuestra luna de miel, pero éstas nos llevaron a otras y, finalmente, a las de las Navidades anteriores. En vez de alterar su espíritu, aquellas últimas fotografías de Naomí parecían conferir a Laura una especie de paz. Ni siquiera la presencia en ellas del hombre y la mujer o las dos niñas podía alterar el hecho de que Naomí apareciera riendo, sonriendo, feliz. Creo que Laura hubiera aceptado cualquier cosa sólo por ver otra vez a Naomí.

Nos fuimos a acostar muy tarde y, por primera vez en más de dos meses, hicimos el amor. Fue el amor más triste que jamás habíamos conocido, un acto de afirmación carnal, una negación de la muerte de Naomí. Duró bastante. Después, Laura lloró, la primera vez que lloraba verdaderamente desde el asesinato de Naomí. La estreché en mis brazos hasta que se quedó dormida, y luego me dormí yo también, sin dejar de abrazarla, como flotando en la oscuridad, desnudo, incapaz de soñar.

Me despertó Laura sacudiéndome el hombro.

—Despierta, Charles. Despierta, por el amor de Dios.

—¿Qué pasa?

Estaba oscuro como boca de lobo. Recuerdo haberme aturdido como si hubiera bebido demasiado. Laura estaba sentada rígidamente en la cama, a mi lado.

—Escucha —susurró—. Escucha.

Al apagarse su voz, la habitación quedó en silencio.

—¿Qué…?

—Sssh.

Escuché. La quietud crecía a mi alrededor. Podía oír mi respiración, los latidos de mi corazón. En las profundidades del estómago sentí surgir el miedo. Y entonces escuché el sonido que Laura estaba esperando. El llanto de un niño. En la habitación. En la oscuridad, invisible pero perfectamente audible. El sollozo de un niño.

La mano de Laura aferró mi brazo y, sin darme tiempo a detenerla —¿y yo por qué habría de detenerla?— ella habló.

—¿Naomí? ¿Eres tú, Naomí? Háblame, cariño. ¿Eres tú?

El llanto cesó. Jamás había presenciado un silencio tan terrible. Yo quería que el llanto se detuviera y no deseaba pensar qué significaba aquello.

—¿Naomí? Si puedes oírme, háblame.

El silencio se prolongó durante varios minutos. Yo tenía erizados todos los pelos del cuerpo. No sabía qué era peor, si el llanto o el silencio subsiguiente.

—Naomí, cariño, no hay nada que temer, estoy aquí.

El sonido de unos sollozos ahogados, una respiración pesada, una absoluta oscuridad… Sentí ganas de gritar.

Encendí la luz que surgió repentinamente, blanca y áspera. Toda mi vida había soñado con una luz que acabara con la oscuridad tal como hizo aquella luz. La aspiré como si fuera aire, hasta el fondo de los pulmones; aire casi perfumado. La necesitaba toda.

Allí no había nadie. La habitación estaba vacía. Frente a nosotros se hallaba el tocador de Laura, con sus frascos y sus botes. Vi mi cara reflejada en el espejo redondo. Nuestras ropas estaban esparcidas por el suelo, donde las habíamos dejado con la premura de nuestro abrazo una hora o dos antes.

De repente, sentí un golpe, luego un segundo y después un tercero. Sin darme tiempo a recobrar el aliento, Laura se puso a horcajadas sobre mí, agitando los brazos y golpeándome con los puños en la cara y en el pecho. Tenía el rostro demudado y sus senos oscilaban con la violencia de sus movimientos.

—¡Maldito seas! —gritaba—. ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito!

Sus puñetazos eran contundentes y dolorosos. Su ferocidad me agobiaba; y no podía impedir que me lastimara.

—¡Estaba aquí! —exclamó—. ¡En esta habitación! Y tú la has ahuyentado. ¡Has sido tú, maldito! ¡Podría matarte! ¡Igual que tú la mataste a ella!

Desesperado, la sujeté por los brazos y con un gran esfuerzo la aparté a un lado, derribándola. Las sábanas y mantas me tenían sujeto y me impedían revolverme debajo de Laura, a fin de usar mi mayor peso y fuerza para contrarrestar su furia. Parecía poseer la fuerza de dos o tres mujeres. Yo no soy un hombre fuerte ni un atleta; era cuanto podía hacer para librar mi cara de sus golpes, y mucho menos para dominarla. Me sangraba la nariz y el labio inferior, y sentía sangre en la lengua y las mejillas.

Finalmente conseguí sacar las piernas de entre las mantas y apoyar una rodilla contra su cadera. Mientras la obligaba a mantenerse de espaldas sobre la cama, empezó a lanzarme puntapiés y luego trató de darme un rodillazo en la entrepierna. Grité «¡Para! ¡Para!», pero ella seguía luchando, como poseída por el demonio.

Y entonces, cuando me puse a horcajadas sobre ella, sucedió algo terrible. Como un golpe más en mi ya magullado cuerpo, sentí un acceso de lascivia. En cosa de segundos, no sólo no traté de calmar a Laura, sino que intenté someterla y volver a hacerle el amor. No, me he expresado mal, no había amor en ello. Este sentimiento no guardaba relación con los que experimentaba aquella noche, distintos de todo lo que había experimentado antes. Quería poseerla, eso era todo. No, había algo más. En el mismo instante supe que también quería matarla. Era un doble deseo lascivo y apenas podía diferenciar el uno del otro. Ello me proporcionaba fuerzas, rabia y arrogante decisión. Laura se estaba debilitando ahora. Su cólera la había abandonado tan rápidamente como había llegado la mía, como si una hubiera dejado paso a la otra.

—¡Charles! ¡Me estás haciendo daño! ¡Déjame! No te tocaré, déjame marchar.

Pero la obligué a seguir allí, usé mis rodillas para obligarla a abrir las piernas.

—¡Por favor, no! —gritó. El terror de su voz me excitaba más que nunca—. ¡Me estás haciendo daño!

En aquel momento se oyó un terrible estruendo, como si algo hubiera estallado, e instantáneamente me abandonaron la rabia y la lujuria. Fue como si éstas hubieran sido arrojadas de mi cuerpo por su propia explosión. Caí encima de Laura, sollozando, y los dos permanecimos así durante largo rato, igual que amantes exhaustos, quejándonos de las magulladuras que nos habíamos causado mutuamente. Al cabo de un rato, rodé sobre la cama.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté.

Laura se había incorporado.

—Mira —dijo.

Me arrastré hasta sentarme junto a ella y miré hacia donde señalaba con el dedo. Todo lo que había sobre la mesa del tocador —frascos de perfume, botes de crema, cajas de cosméticos— había sido barrido y arrojado violentamente contra una pared. El espejo estaba hecho añicos, no solamente cascado, sino convertido en mil fragmentos. Había cristales por todas partes.

Nos abrazamos fuertemente, necesitándonos el uno al otro más que nunca, más incluso que cuando la muerte de Naomí. Ninguno pronunció palabra. Tal vez nos temíamos oír nuestras propias voces. Así nos quedamos dormidos, agotados por el amor, la rabia y un acceso de lujuria que me resultaba difícil comprender.

Debí de haber apagado la luz antes de quedarme dormido. Recuerdo que desperté en medio de la oscuridad, sintiendo frío e inquietud. Tenía una sensación de peso, de que algo me estaba oprimiendo el pecho, como un fleje de hierro. Laura se había separado de mí, llevándose con ella casi todas las mantas y, no sentía el peso ni el calor de su cuerpo a mi lado. Una voz me estaba susurrando algo al oído. Una voz de hombre, suave, muy suave, dulce como la miel, pero la voz más odiosa que había oído jamás.

—No puedo estar tranquilo, señor. Su mujer es deliciosa, señor, pero es preciso detenerla. Debe usted detenerla como sea. Entonces tendrá usted toda la carne que quiera. Mucha, señor, mucha. Me encargaré de que ellas se desnuden para usted, señor. Pero antes debe detenerla a ella, si no con palabras, entonces a la vieja usanza. Todos lo hemos hecho alguna vez. Hacerlo no es lo peor.

No era un sueño, aunque al principio creía que lo era, que estaba sólo parcialmente despierto. Pero la voz continuó, insinuándose dentro de mi conciencia tan clara e inconfundiblemente como si entrara por mis oídos. Y todo el tiempo se mantenía la presión sobre el pecho, ahogándome, imposibilitando mis movimientos.

Bruscamente, la voz se detuvo. Percibí un siseo en mis oídos y luego, nada. Simultáneamente se hizo el silencio y el peso me abandonó. Seguí echado varios minutos, recuperando el aliento, y luego me volví hacia Laura. Mi mano tocó las sábanas y las mantas pero no su cuerpo.

—¿Laura? —Me incorporé, experimentando una repentina sensación de pánico. Busqué torpemente a tientas la luz, resbalando en la oscuridad. Cuando pulsé el interruptor, vi que, efectivamente, la cama estaba vacía. Laura se había marchado.

En aquel momento oí un ruido encima de mí. El ruido de unas pisadas en el desván. Y, con ellas, algo más. El ruido de un pesado objeto que estaba siendo arrastrado por el suelo.