Lewis se marchó poco después, llevándose los carretes de película de Egipto y los que él había impresionado en la casa aquella tarde. A pesar del extraño pánico que había sufrido en el desván, estaba totalmente resuelto a seguir hurgando hasta llegar al fondo del misterio. Casi tan pronto como abandonó el desván y se vio abajo, su talante cambió. Dos buenas copas de coñac nos devolvieron parte de nuestra anterior serenidad y compostura. Yo reí un poco, tratando de quitar importancia a aquella repentina y precipitada fuga por las oscuras y empinadas escaleras, igual que niños asustados en medio de la noche. Pero Lewis permanecía sombrío.
—Lo sentía —dijo—. He sentido esa amenaza de que me hablaba usted. La he sentido en cuanto he puesto los pies en el desván. Bueno, más que amenaza, era una sensación de estar amenazado.
—Sí —asentí—. Supongo que es eso. Como si alguien le deseara a uno un mal.
—Exacto —dijo—. Pero es más que eso. —Bebió su coñac lentamente, más para aplacar su ánimo que para saborearlo—. Como si le quisieran hacer daño a uno —continuó—, un daño físico. Como si quisieran hacer una travesura. Por odio, supongo, un odio terrible. Y resentimiento; también he sentido eso. Y algo más. Celos, creo.
—¿A eso se refería usted cuando ha dicho que se sentía compelido a volver a vivir su muerte? ¿Que alguien quería matarle? ¿Por celos?
Sacudió la cabeza con aire de hastío, como si deseara poder decir «sí» y dejar las cosas como estaban. Recobrar ánimos le costó un buen rato y varios sorbos de su copa.
—No —dijo—, no. Algo más. Algo que no existía al principio. Era de una clase muy diferente a su primera impresión, a la amenaza. Como si yo estuviera compartiendo las mismas sensaciones de esa otra persona. Como si fuera yo quien quisiera cometer el asesinato. ¡Algo terrible! Una sensación horrenda. Pero lo peor era que yo no sentía la menor repulsa. Al principio me sentí exultante de júbilo. Animado. Luego me sentí desolado, como si sufriera una depresión. Sentí cólera, una cólera controlada que aumentaba cada segundo que permanecía allí arriba. —Levantó la vista—. Si hubiéramos estado allí más tiempo, yo podría haberle asesinado a usted.
—Estoy seguro de que no —dije, pero al mirar más de cerca su rostro, habitualmente amable, comprendí que decía la verdad. Y me acordé de la ocasión en que Laura y yo habíamos bajado del desván, cuando al volverme para echar la llave a la puerta me embargó un acceso de cólera y estuve a punto de golpearla.
No se lo dije a Lewis, como si quisiera guardar un secreto, de la misma forma que uno guarda para sí una fantasía sexual o una estúpida esperanza.
Ya pasa de la medianoche. El reloj acaba de dar la hora hace un momento. Le doy cuerda una vez por semana; es uno de mis pocos hábitos, una de las pocas cosas que conservo del pasado. Es un reloj con diseño art nouveau, parecido a un pilón egipcio, recio en su base y ahusado hacia la cúspide, donde es cuadrado y tiene un saliente de madera. Su frente es esférico y está hecho de bronce, con unos bonitos números grabados en negro. Es más pequeño que un reloj de caja y tiene un gran péndulo de madera y bronce que marca los segundos con exactitud: un reloj dinámico e impaciente. Naomí tenía prohibido jugar con él, aunque de muy pequeña se pasaba las horas contemplando fascinada el vaivén del péndulo.
A veces se para. Siempre que se para es malo, como si el tiempo ordinario fuera desplazado y sustituido por otra clase de tiempo. El tiempo de ellos. Tal vez por eso soy tan puntual en cuanto a darle cuerda.
La casa está en silencio por una vez. Tengo todas las fotografías delante de mí, aunque ya casi no las necesito; no pueden mostrarme nada que yo no haya visto con mis propios ojos. Si logro superar esta noche, si el reloj no para su tictac, mañana iré a la iglesia y requeriré un exorcismo. Ha pasado mucho tiempo, muchísimo tiempo. Pero ¿querrán concederme un exorcismo? Sin confesión, nada resultará eficaz. Él querrá una confesión, el celoso y joven sacerdote que han puesto al frente de la parroquia desde el año pasado. Le conozco, no hará nada sin eso. ¿Tendré ánimo para hacerlo? ¿Después de todo este tiempo? Apenas lo pienso, y sin embargo… este silencio presagia algo. El tictac del reloj parece muy inseguro esta noche.
Lewis me telefoneó aquella noche hacia las nueve. Creo que había bebido, pero estaba más asustado que borracho. Había revelado las fotografías.
Laura había vuelto a casa unas horas antes y estábamos sentados en el salón, leyendo, aparentando una vida normal. Se entretenía en clasificar unas diapositivas de pinturas del Fitzwilliam, obra italiana de comienzos del trecento, trípticos cargados de rojos y relucientes dorados. Había conseguido su antiguo puesto y debía empezar dentro de quince días. Yo leía el tedioso diario de Margery Kemp, preparándome para una conferencia. También planeaba volver al trabajo la semana siguiente. El rostro de Laura quedaba en la penumbra y yo no podía interpretar su expresión. La mayor parte del tiempo no había expresión que interpretar en su rostro. Ni la luz ni la sombra puede dar vida a un rostro en blanco.
—¿Qué ha encontrado? —pregunté a Lewis—. ¿Hay alguna cosa?
—No puedo decírselo por teléfono —respondió. Parecía nervioso—. Tengo que visitarle otra vez.
—¿De qué se trata? Parece usted… —no podía decir «asustado», pues Laura sospecharía—, parece usted angustiado.
—¡Jesús! Estoy realmente despavorido. Se trata de las fotos, las que he tomado esta tarde en el desván. No sabe usted lo que tiene ahí. Esas pisadas que su esposa dice haber oído… eran auténticas. Afortunadamente no han subido ustedes allí. Siga mi consejo: Lárguense de esa casa. Si no por usted mismo, hágalo por su esposa. De ser posible, esta noche. Busque cualquier excusa, pero salgan inmediatamente de ahí.
—¿Qué ha visto usted? ¡Dígamelo, por el amor de Dios! —Me había olvidado de la presencia de Laura; el miedo de Lewis era contagioso.
—No puedo describirlo por teléfono. Escuche, telefonéeme a la oficina mañana por la mañana. Dígame dónde están e iré en el primer tren. Pero, por favor, salgan de ahí antes de que sea demasiado tarde.
Colgó, y yo hice otro tanto, temblándome la mano. Laura levantó la vista de su tarea.
—¿No puedes quitártelo de encima, Charles? ¿Qué quiere ahora? —Había adivinado que era Lewis. Le había dicho que me había visitado por la tarde. Empezaba a ponerme nervioso el tener que buscar una explicación a mis idas y venidas. ¿Pero cómo podía explicar su consejo de que abandonáramos la casa? ¿Que estábamos en peligro si continuábamos en ella? ¿Qué clase de peligro? Laura haría preguntas. ¿En qué habitación estaba el peligro? Dejar la casa estaba fuera de toda duda.
—¿Y bien? —insistió Laura. Tenía los nervios de punta y se le deterioraban cada día más. Marcharnos de allí no serviría de nada, ni tampoco tener otro hijo. Ella necesitaba a Naomí, pero Naomí ya no estaba.
—Tiene algunas fotografías —dije.
—¡Oh Dios! No más fotografías. Supongo que tratará de venderlas a News of the World o a cualquier otra publicación. Bien, puedes decirle a ese pequeño bastardo que no le queremos por aquí. Si no se lo dices tú, lo haré yo.
Había mentido a Laura acerca de las primeras fotografías, diciéndole que sólo se trataba de unas instantáneas de la casa tomadas por Lewis y que él necesitaba mi permiso para su publicación. No estoy seguro de que se lo creyera. La situación seguía siendo tensa entre nosotros, la mayor parte del tiempo éramos como dos extraños.
—Escúchame, Laura. —No valía la pena mantener un engaño que al final no haría más que empeorar las cosas—. No te he contado todo lo referente a las fotografías que trajo Lewis. Puede que sirva de algo que te las enseñe. Te ayudará a comprender.
Pensé que estaba haciendo el ridículo, pero era lo único que se me ocurrió. Laura no dijo nada. Aguardó en silencio mientras yo me dirigía al despacho en busca de la carpeta que contenía las fotografías: las de Lewis, las de Venecia y las de Navidad. Me senté al lado de ella y cogí las fotografías de Lewis.
—Éstas son algunas fotos que Lewis sacó dentro y fuera de la casa hace algún tiempo —expliqué—. Fueron tomadas después de que… Naomí se fuese. No quería enseñártelas porque algunas de ellas podrían ser… dolorosas. Pero creo que debes saberlo.
Fui enseñándoselas una a una, salvo aquella en la que aparecía Naomí. En el estado de Laura, podría haber significado una hiriente crueldad. Cogió la foto en que aparecían las dos niñas tomadas de la mano y de pie junto al columpio. Esbozó una sonrisa.
—Ésta es adorable —dijo—. Han quedado muy bien.
Debió de sorprenderle que yo la mirara tan extrañado.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Habías visto antes alguna fotografía de estas niñas?
Meneó la cabeza. La luz del fuego daba de lleno en su rostro, otorgándole tonos de amarillo.
—No —contestó—. Pero las he visto a ellas jugando en el jardín. Parecen tan felices que no tengo valor para echarlas. Son muy dulces, aunque un poco raras.
—¿Dulces?
—¡Oh sí! He hablado con ellas. Dicen que viven aquí. ¿No resulta encantador? Pero nunca dicen dónde viven realmente, ni quiénes son sus padres, o quién las viste con esas prendas tan antiguas.
Volvió a contemplar la fotografía y luego otras donde aparecían las niñas. Finalmente, me miró.
—Charles, ¿quiénes son?
No respondí. Me estaba acordando del día de Nochebuena, de la comida en Dickins & Jones con Naomí, de cómo había sonreído cuando me había hablado de sus amigas imaginarias.
—Por favor, Charles, ¿quiénes son?
Extendí un dedo y señalé en la fotografía.
—Ésta es Victoria —contesté—. Y ésta es su hermana Caroline.