10

—¿Qué ha pasado?

Lewis y yo estábamos en el despacho, mirándonos por encima de una mesa baja en la que yo había colocado una pequeña carpeta.

—Degollado salvajemente, según el informe que consta en la oficina. En Old Jewry nadie sabe por qué fue a la iglesia. Allí ya habían terminado, concluido su investigación y desistido. Al parecer, todavía no han encontrado nada. Opinan que el abrigo fue llevado allí al azar. Pudo habérselo encontrado algún vagabundo que lo llevó a la iglesia.

—¿Pero por qué lo dejaría en la cripta? ¿Con qué objeto?

—El operario de mantenimiento dice que a veces se meten los vagabundos, los más avispados, que saben que allí hay una caldera. Sin embargo, no duran mucho. Les asusta el sitio. Ninguno ha pasado allí más de una noche.

—¿Podrían tener alguna relación?

—¿Quién?

—Me refiero a los asesinatos. El de Naomí y el de Ruthven. ¿Tendrán un denominador común? Ruthven tal vez andaba detrás de una pista y el asesino, asustado, le atacó.

Lewis se encogió de hombros.

—Es demasiado pronto para saberlo. No hay constancia de ninguna pista. Ayer se limitaron a dar por cerrada la investigación en la iglesia.

—¿Cuándo encontraron el cadáver?

—Esta mañana, temprano. El operario de mantenimiento bajó a comprobar si la policía había dejado todo en orden y se llevó un buen susto. Había abundante sangre en una sepultura. Una vieja tumba francesa con un nombre curioso: Petitoeil.

Aunque Lewis no era estudiante, corregí su pronunciación:

—Petitoeil. Significa «Ojo pequeño». Seguramente es un nombre hugonote. Spitalfields fue un importante centro de refugiados hugonotes.

Era media mañana. Lewis había venido directamente de Londres. Le observé acercarse a la casa por el sendero, nervioso, mirando a su alrededor y levantando la cabeza de vez en cuando. Yo sabía lo que miraba, lo que estaba buscando. En esta ocasión traía su cámara dentro de un amplio bolso de fotógrafo.

—¿Recibió las fotos? —me preguntó.

Asentí.

—¿Me ha llamado por eso?

—No. Por otra cosa… por algo que ha sucedido.

Le conté los incidentes, manteniendo mi narración lo más clara y objetiva posible. Pero me di cuenta de que sus ojos aumentaban de tamaño a medida que hacía su efecto la fuerza de mis palabras. Cuando terminé, cogí la carpeta.

—Hay algo más —añadí—, algo relacionado con sus fotos.

—En cierto modo pensaba que podía ser por eso —dijo. Lewis tenía un peculiar sexto sentido. Los celtas tienen algo así, son un poco videntes, están en armonía con otras dimensiones. Hijos del rey Arturo. Bueno, tal vez. Lewis, al menos, lo tenía. Y vivió para lamentarlo.

Saqué de la carpeta dos juegos de fotografías y las puse sobre la mesa.

—Las niñas me han trastornado —dije—. Las de sus fotografías. Hay algo que no deja de inquietarme. Me parecen familiares, como si las hubiera visto antes. ¿Tiene esto algún sentido para usted?

Asintió.

—Verá —continué—, al principio no fui capaz de situarlas, por mucho que pensara en ellas. Y luego… justo después de que subiera al desván, cuando Laura oyó las pisadas, lo recordé.

Cogí una fotografía. En el fondo aparecía Laura, varios años más joven, apoyando el brazo sobre la balaustrada de piedra de un puente. Podía tratarse de Cambridge, pero no lo era. La foto había sido tomada en Venecia durante nuestra luna de miel. Un par de meses después compramos la casa.

—Mire —dije—. Mire detrás de ella.

Lewis cogió la foto y la miró detenidamente. De pie sobre el puente, a pocos pasos detrás de Laura, dos niñas sonreían a la cámara cogidas de la mano.

—¿Estaban las niñas visibles cuando hizo usted la fotografía? —preguntó Lewis—. Quiero decir si recuerda usted haberlas visto en realidad sobre el puente.

Meneé la cabeza.

—Es imposible acordarse ahora. Recuerdo que me extrañó cuando revelaron las fotografías. Estaba seguro de haber fotografiado a Laura en un puente desierto. No me gusta que en mis fotos salgan otras personas. El puente estaba en alguna parte detrás de San Marcos, de eso estoy seguro. Pero en Venecia hay gente por todas partes y resulta difícil esquivarla y quedarte solo. Supuse que las niñas habían aparecido en el mismo instante en que apretaba el disparador. —Hice una pausa—. Mire ésta.

Era otra fotografía de Venecia, una instantánea de los dos juntos hecha por un camarero en un pequeño restaurante, cerca de la Strada Nouva.

—Mírela bien —insistí.

En una mesa situada a nuestra izquierda había una familia comiendo. Se componía de un hombre vestido de negro, una mujer ataviada de gris y dos niñas con largas faldas. Todos miraban hacia la cámara. En la cara del hombre había algo que no me gustaba.

—Y aquí —proseguí empujando otra fotografía por encima de la mesa.

Era de Laura en la plaza de San Marcos dando de comer a las palomas. Escasamente visibles entre la multitud, inadvertidas hasta el día anterior, había dos niñas mirando fijamente no a la cámara sino a Laura.

—¿Qué hay respecto al hombre?

—Sólo aparece en la foto del restaurante.

Lewis asintió y examinó detenidamente las fotografías una a una. Para ello se valió de uno de esos curiosos artilugios de ampliación que llevan los fotógrafos, un pequeño soporte que se coloca tres centímetros encima de la foto.

—¿Y éstas? —preguntó, tocando con el dedo el segundo juego de fotografías.

—Las revelé ayer —repuse—. Son las que hicimos una semana o dos antes de Navidad, hasta… la desaparición de Naomí.

Empezó a hojearlas con esmero y meticulosidad, como anticuario manipulando un libro raro, o un cultivador de orquídeas plantando un nuevo espécimen. Había mucha disparidad entre su apariencia y la gracia de sus movimientos. Ello, la delicadeza con que sus manos sostenían y clasificaban las fotos, me hizo sentirme cómodo. «Tal vez —pensé— él llegue a comprender cómo ha sucedido esto y sepa qué hacer».

Cuando al fin levantó la vista, su cara estaba pálida.

—Dios mío —susurró. Y eso fue todo. Las niñas no aparecían tan bonitas en aquellas fotografías. Ni tan… bien arregladas.

Cuando recuperó la calma, volvió a meter las fotografías en la carpeta. Sus manos no eran ahora tan ágiles, y sus movimientos se habían vuelto torpes.

—Su esposa… —Dijo—. ¿Se las ha enseñado usted?

Negué con la cabeza.

—Bien —murmuró—. Más vale así.

—Sí, lo sé. Dígame, ¿tiene idea de cómo se han formado estas imágenes? ¿Por qué aparecen en la película y no en el visor de la cámara?

Meneó la cabeza lentamente.

—Realmente, no —contestó—. Desde luego he pensado mucho en ello, pero no he encontrado ninguna respuesta. Ninguna respuesta buena. Supongo que tiene que ver con el ángulo en que la luz cae sobre el objetivo. Quizás hubiesen sido visibles si usted las hubiera enfocado con la luz y el ángulo adecuados. No lo sé. No es mi especialidad.

—Pude sentirlas —dije, se me puso la carne de gallina—. Las sentí en el desván. Estoy seguro de que se trataba de ellas.

—¿Ha tomado usted más fotografías desde… la muerte de su hija?

—Aquí no —contesté—. Pero fuimos a Egipto y allí sí hicimos algunas. No sé por qué, pues no estábamos para fotografías, pero parece que es obligado hacerlas. Uno no piensa.

—¿Las ha revelado ya?

—No. Al volver guardé los negativos en un cajón de la cómoda. No nos interesaban a ninguno de los dos. Al fin y al cabo, ¿qué nos podían recordar? Sólo fue… una distracción. Realmente no queríamos ver nada. Había estatuas, tumbas, un sol ardiente eso es todo lo que recuerdo.

—Déjeme los negativos. Los haré revelar hoy mismo.

—¿Pero cree que en Egipto…?

—Les siguieron a Venecia, ¿no? No creo que a ellas les importe la distancia.

—Claro —dije. Y empecé a preguntarme adónde más nos habrían seguido. Y cuándo habría empezado todo.

—Quisiera su permiso —apuntó Lewis— para tomar fotografías por toda la casa. Especialmente en la habitación de la niña y en el desván. Me gustaría saber lo que sale en ellas.

La idea me aterraba, pero accedí. Él tenía razón. Necesitábamos salir de dudas. Cogió su cámara y le acompañé por todas las habitaciones. Fotografió las ventanas, las puertas, los pasillos, las escaleras, y todos los sitios donde alguien podía estar de pie. Observó. Escuchó. Laura no estaba en casa. Como esperaba la visita de Lewis, le había pedido que fuera a pasar el día con una amiga y ella había accedido.

Arriba, la habitación de Naomí continuaba inalterada. Lewis cogió algunos juguetes, como si ello pudiera proporcionarle alguna especie de sensibilidad especial.

—No me gusta esto —dijo—. Produce una mala sensación. Y aquí no debería hacer tanto frío.

—En el desván es peor —dije.

—Sí, el desván. Vamos allí, si no le importa.

Cogí la llave y precedí a Lewis escaleras arriba. Al abrir la puerta me golpeó otra vez la sensación de amenaza, como si un cuerpo hubiera saltado sobre mí.

—¿Puede usted sentirlo? —pregunté.

Asintió. Incluso con las contraventanas abiertas, aquello aparecía lóbrego. Unas sombras profundas se cernían sobre los rincones de la habitación. Encendí la linterna que llevaba y enfoqué el haz de luz hacia el techo. Todo parecía estar como lo había dejado unos días antes.

Lewis había traído un trípode. Seleccionó un punto en el centro del desván y lo instaló.

—No quiero usar el flash —dijo—. Dándole más exposición, hay luz suficiente.

Se dedicó un rato a su trabajo, usando diferentes encuadres, filtros y velocidades. Mientras trabajaba la temperatura pareció ir descendiendo gradualmente. La sensación de amenaza dentro de la habitación era muy intensa. Continuar allí resultaba muy difícil.

La última instantánea debía ser tomada desde la ventana hacía el interior del desván. En el lado opuesto de la cámara había una vieja pared. Lewis instaló el trípode y se inclinó para mirar a través del visor. Al hacerlo, la expresión de su rostro cambió, y se levantó.

—¿Lo siente usted? —preguntó quedamente.

—¿Qué? ¿La amenaza?

—¿La amenaza? No, no es eso. Es otra cosa… creo. ¡Por el amor de Dios, tenemos que salir de aquí!

Sus palabras me sobresaltaron.

—¿Qué pasa? ¿Qué siente usted?

Pero él ya había recogido la cámara y el trípode y corría hacia la escalera.

—¡Por el amor de Dios, dese prisa! Cada vez es más fuerte.

Bajamos presurosos por la escalera. La voz de Lewis me había puesto los pelos de punta. Él estaba aterrado y no se detuvo, sino que continuó bajando, arrastrando la cámara y el trípode. Yo le seguí tropezando. Al llegar abajo me volví, cerré de un portazo y jadeando eché torpemente la llave.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, boqueando en busca de aire—. ¿Qué ha sentido ahí arriba?

Lewis se dejó caer pesadamente en el suelo y apoyó la espalda contra la pared. Temblaba y, a pesar del frío, su frente estaba perlada de sudor. Levantó la cabeza para mirarme. Transcurrió medio minuto, un minuto, antes de que pudiera hablar.

—Era igual que… —Cuando finalmente pudo hablar, su voz sonó débil y cavernosa—. Yo estaba vivo pero sabía que no vivía realmente. Podía verlo y oírlo todo a mi alrededor, pero no podía tocar nada. Excepto… —se estremeció—, excepto para volver a vivir mi muerte.