Aquel mismo día, más tarde, telefoneó Lewis. Tenía algo que enseñarme, algo importante. Colgué el auricular. Volvió a intentarlo varias veces, hasta que dejé el auricular descolgado. Para entonces, naturalmente, yo sabía que me estaba diciendo la verdad, que las fotos no eran imposturas, sino imágenes de personas que ya no vivían, es decir, que ya no estaban vivas. Pero yo quería que las cosas terminaran allí, quería que los muertos continuaran muertos. No podía soportar la idea de que pudieran mezclarse con los vivos. Sobre todo, ahora lo comprendo, deseaba dar un entierro decente a mis propias sensaciones; insepultas sólo podían constituir un tormento permanente.
Al día siguiente se presentó el inspector jefe Ruthven. No había habido perturbaciones durante la noche. Por sugerencia mía, Laura y yo nos recluimos en nuestro dormitorio, aunque ninguno de los dos dormimos. Ella estuvo con los nervios de punta, temiendo oír el ruido de pisadas en la habitación de arriba. El peor momento fue poco antes de las tres, cuando los dos esperábamos volver a escuchar aquel grito. Cuando pasó el momento y todo continuó en silencio, nos relajamos un poco. Yo caí en un sueñecito ligero, pero Laura —según me dijo después— estuvo alerta hasta el alba. No sonó ninguna pisada sobre nuestras cabezas. Por la mañana me aventuré a entrar en la habitación de Naomí. Nada más había sido tocado.
Ruthven traía una gran bolsa de plástico que contenía el abrigo de Naomí. A diferencia de las otras prendas, no estaba manchada de sangre. Cuando confirmamos su identificación volvió a meter el abrigo en la bolsa para devolverlo al laboratorio forense.
—¿Dónde lo encontraron? —pregunté.
—En una iglesia —contestó—. Una iglesia anglicana, la de St. Botolph’s. Queda en Spitalfields, cerca de Brick Lane…, no lejos de donde encontramos el cuerpo de Naomí. Ahora tenemos gente rastreando el lugar, pero no creemos que encuentren nada. Es una vieja iglesia, apenas visitada. Acude a ella un coadjutor de otra parroquia a celebrar un oficio semanal, y eso suele ser todo. Asisten unas cuantas personas mayores y algunos vagabundos. Cualquiera podría haber dejado allí las cosas de su hija.
—¿En qué sitio? —pregunté.
—Ya se lo he dicho…
—Me refiero a la iglesia. ¿En qué sitio dentro de la iglesia? —Por alguna razón, era importante saberlo.
Me miró con extrañeza, como si mi pregunta revelara una perspicacia que él no había sospechado.
—En la cripta —contestó—. Podrían haber permanecido allí años sin que lo encontrasen, pero se estropeó la caldera de la calefacción y cuando el operario bajó a echar un vistazo, se encontró con el abrigo. Lo habían dejado sobre una de las tumbas. Quienquiera lo dejase allí, debió entrar forzando la puerta. O disponía de llave. Eso al menos nos ha dado una pista.
Lo invité a tomar el té, pero denegó con la cabeza. Iba vestido con un impermeable y un abollado sombrero gris. Exceptuando sus ojos, era el estereotipo del policía. Todavía recuerdo el azul de sus ojos, su agudeza y su impenetrabilidad. Tenía algo oculto detrás de ellos, profundamente oculto, aunque a veces se hacía visible si uno sabía lo que estaba buscando. Yo lo sabía. Yo también lo llevaba oculto dentro de mí.
—¿Cómo está su esposa? —preguntó, disponiéndose a marchar.
Me dieron ganas de decir «Se va animando», pero no lo hice.
—Sufre mucho —respondí—. Jamás lo olvidará.
—No —dijo—. No se olvida. La gente piensa que se puede olvidar, pero te deja una cicatriz para toda la vida.
Se estaba refiriendo a su hija, aunque en aquel momento yo no lo sabía. El verbo que había usado era curioso pero adecuado. La muerte deja heridas que no acaban de cicatrizar nunca. Y sin embargo, yo pensé que se refería a otra cosa.
—Si hay alguna novedad… —dije.
—No se preocupe. Usted será el primero en saberlo.
Al día siguiente me llegó una carta de Lewis. En realidad sólo contenía una breve nota y dos fotografías dentro de un par de hojas de cartulina delgada.
«Por favor, póngase en contacto conmigo —escribía—. Éstas las tomé el día que fui a visitarle, antes de entrar. La primera fue tomada con una lente normal y la segunda con teleobjetivo. Creo que ustedes están en peligro. Tenemos que hablar».
Cogí las fotografías. La primera era otra copia de contacto que mostraba la parte alta de la casa. La observé detenidamente, sabiendo ahora dónde tenía que mirar, adivinando lo que podía descubrir, pero sin sospechar del todo la verdad de ello. Se me heló el corazón cuando descubrí la inconfundible imagen de un rostro en la ventana del desván. La misma contraventana que yo había abierto tan sólo dos días antes.
Cogí la fotografía tomada con teleobjetivo. Incluso ahora se me hiela la sangre al pensar en lo que vi. No era el rostro de la mujer pálida y gris, ni el de las niñas, ni el de Naomí. Era la cara de Laura, pálida y fría, mirando fijamente hacia abajo como si lo hiciera desde una gran altura.
Aquella noche se reanudaron las obsesiones. Aquella noche tuvo lugar una pérdida de la inocencia. Cada etapa de aquellos acontecimientos representaba una forma de pérdida: una pérdida de amor o de fe o de dignidad. Pero la inocencia es como la confianza: una vez perdida, ya nunca puede ser restituida.
¿Qué quiero decir con inocencia? Yo era entonces un hombre maduro, un padre apenado. Había sufrido decepciones, desilusiones, duros golpes: el tributo que pagamos por la humana sabiduría. O si no sabiduría, por una clase de conocimiento. Mas, a pesar de todo ello, mi corazón era bastante inocente. Quiero decir que abrigaba cierta creencia de que una corriente de bondad impregnaba las cosas, veía una forma, un modelo en su totalidad, incluso a pesar de que la vida en sus pormenores pareciera a veces amorfa o incompleta, aunque los niños murieran con dolor. Era, supongo, un sentido religioso del mundo, aunque yo no lo formule en términos teológicos. Una teología más severa, un dogma, podría haber explicado lo que sucedió. Pero mi inocencia no estaba hecha de materiales tan férreos, ni tan bien protegida. Estaba a medio formular, era vaga, demasiado a tono con los tiempos y demasiado pobre respecto a la experiencia de las generaciones precedentes.
Desperté de un sueño inquieto poco antes de las tres. Laura estaba dormida a mi lado. No fue un grito lo que me despertó, sino algo mucho más maligno. Al despertar sentí como si tuviera un gran peso encima. Me costaba trabajo respirar. Mis pensamientos eran confusos y notaba que el pánico crecía dentro de mí. Mientras me esforzaba por incorporarme, oí lo que pareció el sonido de una respiración. No era la de Laura sino algo más silencioso y procedente de más lejos. Pensé que procedía de los pies de la cama. Mediante un esfuerzo, logré incorporarme sobre la almohada.
—¿Quién está ahí? —susurré.
Estaba seguro de que había alguien observándome a los pies de la cama. Laura se agitó, molesta, en su sueño. No hubo respuesta, pero el ruido de la respiración continuó. Me esforcé por ver, pero allí sólo había oscuridad, total e impenetrable.
—¿Quién es? —insistí—. ¿Qué quiere? —Temblando, alargué la mano para encender la luz de la mesilla de noche. Pulsé varias veces el interruptor, pero la luz no se encendía.
Y entonces tuve conciencia de algo terrible: Había vuelto la sensación de amenaza que había sentido antes en el desván, pero esta vez con mucha más fuerza. Lo espantoso era que lo experimentaba de dos formas diferentes al mismo tiempo: sentía que era objeto de un odio horrendo, de una cólera implacable que me perseguía con todas sus fuerzas y, simultáneamente, en mi interior experimentaba odio, ira, malevolencia, una gama de ásperas emociones que casi me ahogaban. Todavía me resultaba difícil respirar. La oscuridad me oprimía despiadadamente, sofocándome como si estuviera encerrado en un saco. De repente, a mi izquierda oí la voz de Laura.
—¿Qué ocurre, Charles?
Me esforcé por responder, pero no articulaba las palabras. Sentía como si me estuviera ahogando en el aire.
—¿Qué ocurre, Charles? ¿Dónde estás?
Su voz parecía muy lejana, tan débil que apenas podía oírla. Traté de hablar, sin conseguirlo, y percibí ahora otro sonido, un tenue frufrú como de seda.
De pronto, una luz brillante estalló en mis ojos. Los cerré con fuerza y luego volví a abrirlos. Por un instante pensé que había visto a alguien de pie delante de mí, alguien alto y vestido de gris. Entonces me encontré respirando otra vez y pude sentir la mano de Laura en mi brazo y oír claramente su voz.
—Charles, ¿te encuentras bien?
Asentí, tragando aire.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé —contesté—. Yo… he debido de tener una pesadilla. Era como si me estuviera ahogando. Pero ya ha pasado. Me encuentro bien.
Pero no estaba bien. Algo se había alojado profundamente en mi interior, algo inexplicable. No era un recuerdo sino una sensación, una conciencia persistente de la amenaza que había sentido y el oscuro conocimiento de algo más, que ya estaba allí, algo que había permanecido inmóvil hasta entonces. Los sentimientos de rabia y odio no procedían del exterior sino que los llevaba dentro de mí todo el tiempo. Me sentía manchado, como si algo sucio me hubiera contagiado. Cuando Laura alargó la mano para tranquilizarme, la rechacé. Jamás había hecho eso antes. Ella no dijo nada, pero yo sabía que mi gesto la había herido. Eso no importaba.
Por la mañana telefoneé a Lewis. Estaba esperando mi llamada.
—¿Lo sabe?
—¿Saber qué?
—Viene en las noticias de esta mañana —explicó—. Ruthven ha sido encontrado muerto. Asesinado. En la iglesia donde descubrieron el abrigo de Naomí.