8

Pasamos el resto de la noche en la planta baja, yo en un sillón y Laura en un sofá. Pulsé todos los interruptores que había a mano y dejé las luces encendidas toda la noche. Ahora que lo pienso, agradezco que por miedo, prudencia o simple instinto no me decidiera a subir aquella noche al desván. Entonces no estaba preparado para enfrentarme a lo que podía haber encontrado allí: ahora sé lo que habría encontrado. Incluso ahora me estremezco de pensarlo.

Pasamos una noche horrenda. El insomnio había desencadenado un auténtico pavor. Aquel horrible grito nos había helado la sangre y las regulares pisadas del desván —un desván que llevaba cerrado desde mucho antes de que fuéramos a vivir a la casa y que siempre había estado vacío— habían afectado los ya crispados nervios de Laura. Me preguntó qué había visto en la habitación de Naomí. Le conté lo de los regalos, pero no le dije lo de los dibujos ni lo que yo veía en las tres figuras representadas.

Por la mañana, ya pleno día, nos armamos de valor y subimos otra vez arriba. No había habido ruidos durante la noche, ni gritos, ni pasos misteriosos, ni siquiera el crujir de una tabla del suelo. A la fría luz de la mañana, nuestros temores parecían absurdos. El calor fue invadiendo la casa a medida que la calefacción central surtía efecto.

La luz del rellano del dormitorio estaba todavía encendida. A la derecha, la puerta de la habitación de Naomí seguía abierta, como yo la había dejado. De dentro salía un ligero rayo de luz. En aquella planta de arriba, donde la luz diurna era más tenue, volví a sentirme incómodo.

Entramos juntos en la habitación de Naomí. Todo estaba igual como lo había visto la noche anterior: el papel rasgado, los paquetes esparcidos por el suelo, el dibujo sobre el escritorio. Me agaché a recoger los fragmentos de papel, pensando que tal vez comportándome normalmente podría transmitir un sentido de normalidad a la situación. Una voz estalló a mi espalda.

—¡Déjalo! ¡Déjalo así! ¡No toques nada!

Me volví. Laura estaba en el umbral de la puerta, con los ojos llameantes, temblando de rabia. Dejé el papel en el suelo y por primera vez un pensamiento aleteó en mi mente. Todavía no podía explicar lo del grito, pero ¿habría sido el resto obra de Laura? ¿Los regalos abiertos, los lápices diseminados por el suelo, incluso los dibujos? Ello habría explicado mucho, lo habría explicado todo, incluso el relato de las fantasmales pisadas de encima de nuestro dormitorio. Era Laura la que había asegurado oírlas. Yo no las había oído.

—Está bien, querida. Dejaré todo como está. No te preocupes.

Salí y cerré la puerta. Laura me cogió la mano.

—Lo siento —dijo—. Es que…

—Tranquilízate, querida. Voy a subir al desván. Estoy seguro de que allí no hay nada. Los dos estamos muy excitados. Puede que hayan sido ratas, o algún pájaro.

No dijo nada, pero miró intensamente. La idea de que todo podía ser obra de Laura me había envalentonado. Me olvidé de las fotografías de Lewis. Era fácil trucar fotografías, hacer presa en las personas afligidas. ¿Qué sucedería a continuación? ¿Se presentaría el galés con una médium, con una mujer que, por dinero, establecería contacto con Naomí?

En el trastero donde guardábamos los artículos de la limpieza encontré una linterna grande. Al desván se entraba por una puertecita al final de un tramo de escalera de cinco o seis peldaños. Que yo supiera, aquella puerta había estado siempre cerrada con llave. Me habían enseñado el desván cuando compramos la casa, pero aparte de depósito de algunos baúles, cajas y muebles que no necesitábamos, aquel desván no tenía ningún otro uso. Era frío, mal diseñado y apenas tenía luz.

Me costó casi una hora encontrar la llave. La había metido en un cajón y me había olvidado de ella. Era una vieja y herrumbrosa llave, y pensé que, la cerradura también estaría oxidada. En efecto, cuando intenté abrir no giraba. Me costó mucho tiempo y la aplicación de varias rociadas de aceite lograr que su mecanismo se rindiera. La puerta se abrió de mala gana. Al otro lado reinaba la oscuridad. Una implacable oscuridad. Pero en aquel momento no alcancé a comprender cuán intensa e implacable era.

Encendí la linterna. El tramo de escalera ascendía hasta el suelo del desván.

—¿Hay alguien aquí? —grité con voz insegura, mostrando un valor que no sentía. Nadie respondió. Agucé el oído, esperando escuchar el ruido de unos pasos apresurados o el batir de unas alas. Pero no hubo nada de eso, sólo silencio.

El haz de la linterna puso al descubierto unos viejos paneles de madera, cubiertos de roces producidos por generaciones de muebles desechados y pesadas cajas, enmohecidos por la humedad y el frío. Unas recias telarañas colgaban como andrajosos estandartes suspendidos de las altas bóvedas de la nave de una oscura catedral.

Puse el pie en el primer peldaño y empecé a subir. Allí arriba hacía frío, tanto como en la habitación de Naomí. Mientras ascendía me temblaba la mano, enviando apresuradamente la luz de la linterna sobre telarañas y vigas desnudas.

Cuando mi cabeza llegó a la altura del suelo me quedé tenso, sin saber lo que me esperaba. La luz dejaba al descubierto extrañas y aterradoras formas, y proyectaba sombras raras en todas direcciones. Moví nerviosamente el haz de la linterna, localizando e identificando lo que había almacenado en el desván: tres cajas de té conteniendo chucherías, un maniquí de modista que había pertenecido a mi madre, unas viejas botas altas de goma, botes de pintura verde y blanca, una silla, una cómoda antigua que parecía demasiado grande para nuestro dormitorio, un perchero, una diana de dardos, mi máscara de esgrima y floretes, y algunas estanterías. Todo estaba cubierto de polvo y telaraña, como era de esperar en un desván que llevaba años clausurado.

Avancé por las tablas del suelo y busqué con la linterna huellas o pisadas sobre el polvo. Por mucho que alumbré por todas partes, sólo descubrí una capa delgada de polvo gris. Fui de un lado a otro, de objeto en objeto, y lo encontré todo intacto. Empezaba a parecerme absurdo el que hubiese allí huellas de pies.

La luz jugaba sobre la pared más alejada, revelando de pasada el hueco de la ventana. Me pregunté por qué no entraba luz del exterior, pero, al retroceder con la linterna, recordé que yo mismo había sellado las contraventanas la última vez que había subido allí. Al ver las contraventanas tan firmemente cerradas como yo las había dejado, empecé a dudar de la veracidad de Lewis y sus fotografías. ¿Cómo diablos había podido Lewis fotografiar a nadie, aunque fuera un fantasma, asomado por aquella ventana?

Me acerqué a las contraventanas y tiré de la barra metálica que mantenía unidas las dos hojas. Al principio se resistía, pero acabó cediendo de golpe. Tiré de una hoja; sus bisagras sin engrasar chirriaron, luego se dobló y giró aunque no en todo su recorrido hasta la pared. La otra hoja fue más rebelde. Mientras intentaba abrirla miré por la ventana.

En pocos segundos, la escena al otro lado del cristal pareció cambiar y quedar desenfocada. Nada era igual que antes; sólo permanecían los contornos básicos del jardín y de la calle. Los árboles y los arbustos, incluso las exactas proporciones del césped, aparecían totalmente alteradas. No se divisaban en absoluto las casas de enfrente y creí ver a alguien… o algo… sobre el césped, justamente en la periferia de mi campo visual.

En aquellos instantes no sólo experimenté un trastorno visual, sino también una sensación que sólo podría describir como de amenaza, como la abrumadora sensación de que una terrible fuerza maligna me estaba amenazando. Al instante se me aclaró la visión; el jardín y la calle recobraron su habitual fisonomía, y la sensación de amenaza se trocó en simple malestar.

Abandoné la ventana y desanduve el camino hacia la escalera. No podía comprender lo que me había sucedido, como no fuera atribuirlo a la tensión que venía padeciendo y a la noche de insomnio que acababa de pasar. Laura me estaba esperando al pie de la escalera con expresión de ansiedad en el rostro. Según me iba acercando a ella se apoderó de mí un espasmo de rabia. Me faltó poco para levantar la mano y golpearla, castigarla por jugar conmigo de esta forma, por mentirme, por echar sobre mí nuevas cargas. Pero mi cólera pasó casi tan repentinamente como había llegado, dejándome sólo un ligero resabio, un temblor de violencia bajo la superficie de mis pensamientos.

—Arriba no hay nada —dije, volviéndome para cerrar la puerta del desván.

—Pero yo he oído…

—Por favor, Laura. Los dos estamos muy nerviosos. —Eché la llave y la sentí sólida y pesada en la mano. Mis dedos la encontraban curiosamente familiar.

Cuando me volví hacia ella, Laura tenía la misma expresión de ansiedad muda en el rostro.

—Estás pensando que me he inventado lo de las pisadas.

—Allí no hay nada, Laura. —No la llamé «querida», como era mi costumbre—. No hay señales de que haya habido nadie. No hay huellas de pisadas. Nada.

Vaciló.

—Tú no le das importancia, Charles. Qué más da que haya pisadas o no. Los sonidos que oí eran bastante reales. Puede que no fueran físicos, pero eran auténticos.

—Por favor, Laura —la interrumpí—. Los dos necesitamos un descanso. Vayamos abajo. Te sentirás mejor después del desayuno. No hay de qué preocuparse.

Pero lo había. Estaba seguro. Al girar la llave en la cerradura, había experimentado algo más que su familiaridad, había vuelto a tener una sensación de amenaza, esta vez con renovadas fuerzas. Y cuando me abandonó aquella sensación, me acordé de algo: del sitio donde había visto a las dos niñas en las fotografías de Lewis.