Todo está en silencio ahora. Tengo la lata de las galletas delante de mí. Dentro están las fotografías, las que estuvimos mirando después de la visita de Lewis.
No pude hacer nada para tranquilizarle. Por el aspecto de mi cara, podía ver que estaba tan afectado como él.
—No soy supersticioso —repitió, como si su racionalismo facilitara un poco las cosas. Si él y yo hubiéramos sido proclives a creer en lo sobrenatural, ello nos habría proporcionado una especie de guardia donde refugiarnos. Podríamos haber ofrecido explicaciones, compartido opiniones comunes, encontrado algún sentido críptico en las fotografías. Pero esa ruta de escape no estaba disponible para nosotros, no teníamos otra salida que la desnuda aceptación de lo que había ante nuestros ojos.
—¿Dice usted que nunca las había visto? —pregunté.
—Nunca. Excepto en las fotografías. Creía que usted podría conocerlas. Que vivían aquí. Que estaban en la casa.
—¿Cree usted que tienen relación con la casa?
—Seguramente. Es lo único que tiene sentido.
Pensé que llevaba razón, pero en aquel momento no supe ni adiviné hasta qué punto. Cuando Laura volvió de la ciudad, Lewis ya se había marchado y consideré prudente no decirle nada.
—¿Ha venido ese hombre? —preguntó—. El fotógrafo.
—Sí —respondí—. Ha venido.
—¿Qué quería?
—Oh, sólo curiosear en nuestros sentimientos. Tenía fotos de la casa; pensaba que podrían interesarme, acceder a ser fotografiado contigo.
—Yo diría que esto ya ha perdido interés para la opinión pública.
—Sí —convine—. Hasta que detengan a algún sospechoso.
—¿Crees que lo harán algún día?
—Por supuesto —respondí, sin creer realmente en ello—. ¿Por qué no?
—Fue muy extraño, Charles. La mayoría de los asesinatos son cometidos por personas allegadas a la víctima. En su mayor parte por un pariente, o un amigo. Aquí no hay nada de eso.
—Ruthven me dijo que el laboratorio del forense ha encontrado algunas cosas. Fibras en las ropas de Naomí, vestigios de cierta resina. —No se lo había mencionado antes para no perturbarla.
—¿Eso ha dicho?
Asentí.
—Quizás encuentren su abrigo —dijo ella—. Su bufanda.
—Quizás —añadí.
A veces no podíamos evitar hablar de ello, del asesinato. Estaba siempre en nuestra mente, obsesivamente. La gente nos visitaba ahora con menos frecuencia. Nos habíamos vuelto más aburridos y era muy difícil estar con nosotros.
Aquella noche se produjeron los primeros problemas. Los llamábamos «problemas», pero era algo más que eso. Supongo que un espiritista lo hubiera denominado manifestaciones. Empezaron de manera leve, como si la casa se estuviera despertando lentamente. Al final… No, eso no es correcto. Nunca ha habido un final.
Nos habíamos ido a la cama. Las noches nos producían un gran estrés. El médico nos había recetado píldoras para dormir, pero los tranquilizantes dejaron en seguida de hacer su efecto y, si acaso, exacerbaban nuestro insomnio. Yo había desistido de tomar los míos y lograba períodos de profundo sueño alternando con largos episodios de vigilia. Durante estos períodos de insomnio bullía en mi mente todo lo que había sucedido aquel día en Londres y los días siguientes. Era como una película que se iba repitiendo una y otra vez sin poder detenerla por muchos esfuerzos que hiciera. Laura yacía despierta a mi lado y no conseguía sino dormitar ligeramente alguna que otra vez. En ocasiones se agitaba y se quedaba traspuesta, víctima de unos sueños de los que no quería hablar al despertarse. Iba perdiendo peso.
Yo tenía una lamparita de lectura que me proporcionaba algún respiro. A veces leía hasta bien avanzada la noche, cayendo dormido a las cuatro o las cinco de la madrugada, y en ocasiones antes. Nunca hacíamos el amor. Nos había abandonado el deseo, incluso el deseo de tocarnos, la voluntad de buscar alivio en la mutua presencia física.
Eran casi las tres cuando empezó el ruido. Según la autopsia, a esa hora había muerto Naomí finalmente. Lo que oímos fue un grito agudo, infantil, fuerte, frenético, lleno de un indescriptible pavor. Se interrumpió repentinamente. Me incorporé en la cama y encendí la luz de la mesilla de noche. Laura estaba sentada a mi lado, con los ojos desmesuradamente abiertos y una expresión de terror plasmada en el rostro. Instintivamente, los dos supimos de dónde procedía el grito. De la habitación de Naomí.
Abandoné torpemente la cama, tiritando a causa del frío de la madrugada. Al llegar a la puerta titubeé. La visita de Lewis me había trastornado y cuando estaba a oscuras en la cama ya me habían perseguido las imágenes de unas niñas pálidas que me miraban fijamente y de una mujer alta vestida de gris.
El rellano estaba oscuro como boca de lobo. A mi izquierda había un interruptor de la luz. Recuerdo que lo busqué a tientas con mano temblorosa, aterrado de pensar en lo que podría ver. Pero no había nada. El grito había sido seguido por un recio y confuso silencio, la clase de silencio en la que te imaginas que hay alguien sentado delante de ti, musitando palabras que no puedes oír ni entender.
Eché a andar por el corto corredor que conducía al dormitorio de Naomí. En la puerta había un azulejo azul con su nombre escrito en letras blancas. Ella misma lo había elegido en King’s Parade a principios de aquel año. Me quedé un buen rato escuchando en la puerta. La razón me aconsejaba no tener miedo. Pero había visto las fotos, había visto a Naomí donde no debía haber estado.
Abrí la puerta. Por un momento esperé ver encendida la luz piloto, igual que estaba siempre que entraba a comprobar si Naomí dormía. Pero el cuarto estaba a oscuras. A oscuras, en silencio y muy frío. Más frío que cualquier otra habitación de la casa. Tiritando, busqué a tientas con mano temblorosa el interruptor de la luz.
En cuanto la encendí, supe que Naomí había estado allí. Sus regalos yacían por el suelo, con los envoltorios rotos y arrojados a un lado. Reconocí la muñeca llorona, su cuna y su cochecito. Sobre la cama estaba la caja de Lego que le había prometido. Había sido abierta y sus piezas estaban diseminadas por la colcha. Una caja de lapiceros había sido abierta también y su contenido esparcido por el suelo. Alguien había cogido algunos y había hecho un dibujo en una hoja sobre el escritorio.
Me incliné a examinar el dibujo. Había empleado varios colores y, con mano infantil, había esbozado tres figuras humanas. Con imperfectas letras de imprenta había escrito sus nombres debajo: Mami, Papi y Naomí. Las figuras eran muy toscas, pero una cosa era cierta: ella nunca nos había dibujado a Laura y a mí de aquella forma. El dibujo de Papi, hecho con pintura negra, llevaba en la cabeza algo que se asemejaba a una chistera. Naomí iba vestida de amarillo y tenía unos trazos rojos en la garganta, representando sin duda una bufanda. Pero lo que más me aterró fue la figura de Mami: era la de una mujer alta con un largo vestido. Un largo vestido gris.
Algo sonó detrás de mí. Me volví y vi a Laura de pie al otro lado de la puerta; tenía el cabello desmelenado y me miraba fijamente con los ojos enrojecidos.
—No es nada —empecé—. Algún gato o algo por el estilo… —Pero mi voz se fue perdiendo poco a poco al mirarla. Laura no me había seguido para investigar los ruidos procedentes de la habitación de Naomí.
—Charles —dijo. Su voz temblaba—. Hay alguien caminando arriba. He oído pasos. Encima de nuestro dormitorio.
—Pero si allí no hay nada…
—En el desván, Charles. Alguien anda por el desván.