6

Oigo algo arriba, en el desván. A veces llegan hasta mí los sonidos. He llegado a reconocerlos. ¿Por qué continúo aquí? Por Laura, naturalmente. Y por… por otras razones.

Casi nada había cambiado durante nuestra ausencia. No había ocurrido nada importante que hiciera progresar a la policía en la investigación de la muerte de Naomí. Nadie se había confesado culpable, nadie había sido arrestado. No creo que a nosotros nos hubiera alegrado demasiado. Aparecieron cientos de presuntos testigos. Muchos dijeron que habían visto a Naomí y a mí mismo aquel día en Liberty’s o en Hamleys, o a Naomí sola en los almacenes de juguetes, o a Naomí siendo sacada de los almacenes, llorando, por un desconocido. Como era de esperar, ninguno de aquellos relatos concordaba con los demás, pero eran las únicas pistas que manejaba la policía y tenía que seguirlas sin desmayo, haciendo retratos-robot de posibles sospechosos y deteniendo para interrogar a los perseguidores habituales de niños.

Todo esto me lo explicó Ruthven durante una larga conversación una tarde en la Jefatura Superior de Policía de la ciudad. Continuaba con aire cansado, pero por primera vez noté en él empuje respecto a la investigación. Durante el tiempo que le traté, aquel vigor se convirtió en obsesión. Tal vez la pérdida de su propia hija le había sensibilizado, tal vez el caso le afectaba el subconsciente. Hubiera sido mejor que no fuese así.

Como ya he dicho, la policía no estaba buscando precisamente a un perseguidor de niños. El interrogatorio de aquellos hombres no era más que un acto rutinario que, naturalmente, no arrojó ningún fruto. Naomí no había sido violada ni tampoco agredida sexualmente. Resulta irónico cómo ese mero hecho confería emoción al caso, le sacaba del contexto de lo normal. Los periódicos dieron a esto mucha importancia y se regodearon en los informes relativos a los sufrimientos de Naomí; las manos amputadas, las heridas producidas en los hombros con una gran arma blanca, los ojos. Técnicamente había muerto por asfixia, con el cuello fuertemente estrangulado y finalmente roto por un par de robustas manos. Las manos de un hombre, o al menos eso pensaba el juez.

Un par de diarios sensacionalistas realizaron atrevidas especulaciones sobre los móviles del asesino o asesinos. Se establecieron las inevitables comparaciones con las actividades de Myra Hindley y Ian Brady, y un periódico incluso sugirió que los responsables pertenecían a una secta satánica.

Curiosamente, esta sugerencia suena menos rara en nuestros días, en que hasta los periódicos más serios, asesorados por psicólogos y sociólogos, dicen que el abuso de niños por parte de ciertas sectas satánicas no es un mero hecho histórico sino que resulta endémico en nuestra sociedad. Y puede que lleven razón. Tal vez el asesino fue realmente eso. Cuando lo supimos, apenas parecía importarnos ya. Nuestra búsqueda del móvil había dejado paso a la búsqueda de otra cosa.

En efecto, fue un periodista el que primero nos alertó sobre la existencia de otros hechos, de otros acontecimientos que tenían lugar bajo la superficie, por decirlo de alguna manera. Era un fotógrafo del Daily Mirror, un hombre llamado Lewis, Dafydd Lewis. Si mal no recuerdo, procedía de algún lugar oscuro y semirrural del sur de Gales: Neath, Port Talbot o Ammanford. Uno de esos sitios sobre los que ni Dylan Thomas ni Vernon Watkins han escrito jamás.

Lewis tenía aspecto de exjugador de rugby. Poseía esa complexión y esa robustez que les hace tan aptos para el pastoreo de ovejas y las minas. Según me contó, en otros tiempos había sido un gran bebedor, pero no obstante era un hombre práctico y realista. No es que eso importara. Tenía sus pruebas y a mí no me importaba su aspecto ni sus especulaciones.

Era un hombre perspicaz, sociable y simpático, aunque no muy culto. Me llamó por teléfono y cuando le dije que no quería fotos y me disponía a colgar, explicó que se trataba de otro asunto, algo que no le dejaba dormir por las noches. Al ver que yo seguía poniendo reparos, prometió presentarse sin la cámara y dijo que traería unas fotos sobre las que deseaba mi opinión. Yo vacilé un poco, pero finalmente acepté. Si no hubiera aceptado, ¿habrían sido diferentes las cosas?

Algo está bajando por la escalera. Lo hace muy despacio y creo que se para a escuchar en cada peldaño. Si contengo la respiración y espero, casi puedo oír la suya. Te lo ruego, Señor, ayúdame a pasar esto, ayúdame a pasar esto al menos esta noche.

Lewis llegó en coche aquella misma tarde. Una amiga había telefoneado y se había llevado a Laura a la ciudad. La gente era muy amable con nosotros en aquellos días, hacían lo que podían para ayudarnos, aunque sé que a veces les resultaba difícil.

Era un hombre más bien desastrado y su desaseado aspecto destacaba todavía más a causa de un peludo anorak con capucha, de esos que incluso hubieran hecho parecer ridículo a Rudolf Nureyev. Ello era una pena, pues Lewis, por encima de todo, era un hombre serio, en absoluto necio. Yo, por mi parte, estaba predispuesto contra él: por su aspecto, por ser de Gales, por su profesión. Colgó su anorak en el vestíbulo.

—He dejado la cámara en el coche —dijo—. Pero no vengo de vacío.

Traía en la mano una carpeta del tamaño de un portafolio.

—¿Le apetece beber algo? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—Mejor que no —dijo—. Podría usted pensar que soy un bebedor. Es mejor que no lo piense.

—¿Entramos entonces al despacho? —sugerí.

Asintió.

—Donde usted prefiera —repuso.

Cuando nos acomodamos, me serví una copa de licor de endrinas de una de las botellas de Navidad que continuaban allí intactas. En alguna parte de la casa todavía podían quedar adornos navideños. En la habitación de Naomí, por ejemplo, donde aún seguían sus regalos sin desenvolver. Laura no quería atender sugerencias de que se deshiciera de ellos. El armario estaba lleno de ropa de Naomí y las sábanas de su cama eran las mismas del día de su desaparición. Era como si hubiera ido a jugar al jardín.

—¿Qué puedo hacer por usted, Mr. Lewis? ¿Qué desea enseñarme?

Como respuesta, sacó de su carpeta una serie de fotografías en blanco y negro de quince por veinticinco. Las depositó boca abajo sobre mi escritorio y se volvió a mirarme. Estábamos sentados bastante cerca uno del otro, yo en mi sillón y él apoyado en la silla que usaba yo para escribir a máquina, en la que estoy sentado ahora. Si cierro los ojos puedo imaginarlo a menos de treinta centímetros de mí, con su rostro de galés pegado al mío, igual que un médico escrutándome en busca de algún síntoma preocupante.

—Doctor Hillenbrand, poco antes de que se marchara usted, mi periódico me envió aquí para que tomara unas fotografías. Querían fotos de esta casa y, a ser posible, de usted y su esposa o de quien pudiera sorprender entrando o saliendo. Ya nos habrá visto usted, a mí y a los demás fotógrafos. Sé que tenía mala impresión de nosotros, y no le culpo por ello. Pero es mi trabajo, ya sabe. Tengo que ganarme la vida. Por eso vine y rondé por aquí.

»Más tarde, la mayoría de mis compañeros desistieron y regresaron a Londres. Tenían otros reportajes que cubrir y usted no daba mucho de lo que solemos llamar la fotografía oportunidad. Pero yo soy más perseverante que otros, así que decidí quedarme un día o dos más a ver qué podía conseguir si usted pensaba que nos habíamos marchado todos. —Hizo una pausa.

»Si no le importa, creo que después de todo me apetecería esa copa que me ha ofrecido. Si no le importa tomaré un poco de lo que está usted bebiendo.

Le serví una copa de licor, que mostró una rica tonalidad ambarina en su mano, reflejando en la superficie la luz de la lámpara de mi escritorio. Fuera oscurecía. El jardín estaba lleno de sombras y muy silencioso.

—Tomé algunas fotos —prosiguió—. Usted y Mrs. Hillenbrand entraban y salían algunas veces. No me vieron nunca, para estos desplazamientos uso una pequeña furgoneta en la que puedo apostarme durante horas sin ser visto. He traído conmigo las fotografías y se las enseñaré en un momento. Durante los pocos días que estuve aquí, tomé muchas fotos de la casa y el jardín. Encontré acceso por detrás, así que también tomé muchas allí.

Sorbió el dulce licor. Era muy sabroso, con muchas endrinas y azúcar.

—Se parece al oporto —observó.

—Sí —dije—. Un poco.

Por el jardín se deslizó un gato, persiguiendo algo que no podíamos ver y moviéndose como una sombra en la oscuridad. De repente el gato volvió la cabeza y, al verme, desapareció entre los arbustos.

—Mire —dijo Lewis—. Éstas son las que saqué el primer día. Las tengo bien numeradas y fechadas.

Colocó sobre la mesa una serie de fotografías, tomadas mayormente con teleobjetivo; todas mostraban nuestra casa desde distintos ángulos. Había nieve en el suelo. En la mayoría de las fotografías las cortinas estaban echadas y parecía una casa deshabitada. O tal vez no, no deshabitada. Más bien parecía como si el alma hubiera huido de ella. —Cuando la compré me había parecido una casa alegre. Ahora, contemplando las fotos de Lewis, me pregunté cómo podía haber cometido semejante error.

—Ahora, mire ésta —dijo.

Hizo sitio sobre la mesa y puso otra fotografía. Había sido tomada desde el paseo que daba a la fachada principal. A juzgar por la luz, debía de haber sido hecha al atardecer. Mostraba los dos pisos superiores y parte del alero saliente. Al principio no vi nada fuera de lo normal. Luego Lewis señaló con un dedo romo algo que había justo debajo del alero. En la ventana del desván se entreveía una cara pálida enmarcada por un cabello oscuro. Sentí un escalofrío por todo el cuerpo y me acordé del movimiento que había atisbado a mi regreso del viaje.

—Tuve curiosidad por saber quién era —explicó—, así que hice una ampliación, por si se trataba de alguna persona conocida. Esto es lo que conseguí.

Sacó otra copia y la puso encima de la primera. Mostraba un detalle de la anterior, ampliado, parte del marco de la ventana y el rostro que había dentro. La resolución era pobre pero suficiente para mostrar claramente que se trataba de un rostro de mujer. Una cosa resultaba clara: la mujer no era Laura. Ni ninguna conocida.

—¿La reconoce usted? —preguntó Lewis.

Negué con la cabeza.

—Me lo suponía —dijo, y bebió de su copa.

—¿Se trata de esa misma foto? —pregunté.

Meneó la cabeza.

—Mire —dijo—. Ésta fue hecha a la mañana siguiente.

Mostraba una de las ventanas de abajo, la del comedor, a la derecha de la puerta principal. Las cortinas habían sido descorridas y en la ventana había una cara, esta vez mucho más nítida. Lewis dejó caer otra ampliación.

—Pensé que sería su esposa o una parienta —dijo—. Pero me percaté de que no había visto entrar ni salir a esa mujer. Y aún peor… —Se detuvo y apuró su copa—. Ella no estaba en la ventana cuando hice la foto. Podría jurarlo delante de un tribunal.

Miré el rostro de la ampliación. Tenía un semblante duro y el cabello severamente peinado hacia atrás, revelando una frente tensa. Parecía una mujer entrada en la treintena o al comienzo de los cuarenta. Tenía los labios delgados, una rígida expresión en la boca y no llevaba maquillaje. Pálida, muy pálida. No la conocía.

—¿Qué clase de truco es éste? —inquirí, empezando a levantarme del asiento.

—No es ningún truco, doctor Hillenbrand, créame. Tengo más cosas que enseñarle y haría muy bien en permitírmelo. Estas fotografías le conciernen a usted. Y por las noches no logro dormir pensando en ellas.

Volví a sentarme. Lewis sacó de su carpeta otro mazo de fotografías.

—Ésta la tomé en el jardín delantero el último día. Necesitaba una foto del columpio.

¿Nuestro jardín? Sí. Era visible parte de la casa: el porche con sus pequeños leones de piedra, los tres escalones y parte de la puerta principal. En el jardín estaba el columpio que yo había montado para Naomí el año anterior. Allí estaba el gran olmo en que Naomí se había excoriado la espinilla… ¿cuánto tiempo hacía? En octubre o noviembre. Pero nada de esto atrajo mi atención; eran detalles en los que no reparé hasta después, como medio de confirmar que se trataba realmente de nuestro jardín delantero.

En el fondo había dos niñas, una de unos nueve años y la otra de seis o siete. Iban curiosamente vestidas, con faldas largas y anchas que dejaban ver botas debajo, y con el cabello peinado en tirabuzones. Levantaban las manos, mirando hacia la cámara. Daban la impresión de acabar de llegar de una fiesta infantil de disfraces de la época victoriana. Al igual que la mujer de la otra foto, sus caras eran muy pálidas y había algo en torno a sus ojos que me hizo apartar la vista. Una mirada de pena, dolor, rabia, desilusión… Imposible saberlo.

—Ellas no estaban allí —dijo Lewis con una voz apenas más alta que un susurro—. Allí no había nadie.

—Usted miente.

Una expresión de enfado cruzó su rostro.

—Por el amor de Dios, ¿no ve usted que estoy asustado? No habría venido a verle si me lo estuviera inventando. ¿Qué objeto tendría?

—¿Eso es todo?

Meneó la cabeza otra vez.

—Cuando llegué a casa —dijo—, revelé todas las fotos que había tomado aquí. Absolutamente todas. Algunas eran normales, como debían ser. En otras había dos niñas, siempre juntas, con la pequeña siempre a la izquierda y la mayor a la derecha. Y aquí hay otra más.

Mostraba una escena del jardín de atrás, cerca del estanque de los peces. Allí estaban las dos niñas. Y con ellas, también vestida con ropas victorianas, se encontraba la mujer de las otras fotografías, la de la ventana. Era muy alta, llevaba ropas grises y en su cuello se veía un alfiler de azabache puro.

—Ésta en particular es la que yo quería que viera usted. —Lewis estaba sudando. Le serví otra copa y me serví una segunda para mí. Estaba empezando a creer su historia. En aquel hombre había algo que exhalaba convicción. Ni que decir tiene que más tarde no necesité pruebas.

Sacó la última fotografía de su carpeta, muy lentamente, anticipando su efecto.

En ella aparecíamos Laura y yo saliendo de la casa. Estábamos a unos diez metros de la puerta principal. Yo llevaba puesto mi abrigo de tweed y Laura sombrero y abrigo color verde. Íbamos medio metro separados, Laura un poco detrás de mí. Entre nosotros, con su abrigo amarillo y su bufanda roja, iba Naomí.