En Indonesia conservan a los muertos en criptas de piedra y los sacan una vez al año para que vuelvan a estar con sus familiares. En el Tíbet los cortan en trozos pequeños con cuchillos de carnicero y machacan la carne y los huesos en un amasijo para que los buitres puedan engullir sus despojos; esto es conocido como entierro celestial. En Bombay, los parsis los llevan a un lugar elevado, a una torre silenciosa, donde quedan expuestos hasta ser devorados. Aquí hacemos las cosas de otra manera. Somos civilizados: metemos a nuestros muertos en una caja, clavamos la tapa y los enterramos en hoyos profundos.
Pero el problema es idéntico en todas partes: dónde ponerlos después de muertos, cómo evitar que se acaben confundiendo las categorías de la vida y de la muerte. Los muertos no se niegan a morir, aceptan el sitio donde se los quiera poner. Pero no descansarán hasta que los vivos descansen también. Y nosotros, después de la muerte de Naomí, no conocimos descanso.
¿Qué recuerdo acerca del funeral? La nieve cayendo a través de un cielo uniforme y blanco, la campana de una iglesia dando cuatro tañidos, ligeramente espaciados, uno por cada año que tenía la niña; la sorprendente ingravidez del féretro sostenido en mis brazos, el acebo sobre la tierra amazacotada de la sepultura; Laura encorvada sobre su dolor, su madre apoyada en ella, el sonido de su voz brusca, extraña, lanzando el nombre de nuestra hija hacia los confines del cielo, con aire severo y semblante pálido.
Allí estaban todos. Mis padres, los padres de Laura, Carol ron una atónita Jessica en sus brazos, mis colegas, el personal del Fitzwilliam, amigos de todo el país. Acudieron la mayor parte de los miembros del grupo musical, pero no cantaron ni tocaron. Mi padre estaba macilento, apoyado en un bastón. Murió un año más tarde, desposeído de cualquier felicidad en sus últimos meses. No tardó mucho en seguirle mi madre.
Tengo cincuenta años y una vida por delante, alumnos a los que enseñar, libros por escribir. Pero morí hace veinte años, entre los tañidos de la campana de una iglesia. Las preguntas comenzaron antes de aquello, me las llevé a la tumba, las llevo ahora conmigo: «¿Era ella la clase de niña…? ¿Hizo alguna vez…? ¿Puede usted acordarse de alguien…?».
El policía no me dejó volver conduciendo a Londres. Supongo que no fue por simple amabilidad, sino por prudencia. Yo no estaba en condiciones de conducir; un borracho lo hubiera hecho mejor. Él no podía proporcionarme detalles, sólo el mensaje escueto que le habían encomendado, que Naomí estaba muerta.
Durante el camino me hizo algunas preguntas, más que nada para distraer mi atención. Qué edad tenía ella. Si teníamos más hijos. Le respondí maquinalmente con mi mente en otra parte, imaginando lo inimaginable. Dijo que él tenía hijos. Estaban en casa esperándole para reanudar la Navidad interrumpida. No lo mencionó por crueldad, sino de buena fe. Aún no podía admitir que yo no fuera a estar pronto de vuelta en casa también, tomando la comida de Navidad con Laura y Naomí.
Me llevó a la Jefatura Superior de Policía de Londres, en Old Jewry, y me dijo que, aunque en el caso había intervenido inicialmente la Policía Metropolitana, el cuerpo de Naomí había sido encontrado en Spitalfields, perteneciente a la jurisdicción de la ciudad. Naturalmente aquello no me decía nada en aquel momento.
Laura ya estaba allí, con el semblante pálido y temblando, en un pequeño despacho del tercer piso. Nos dejaron solos durante un rato. Recuerdo haber repetido incesantemente que lo sentía, que yo era el culpable. También recuerdo que ella me acariciaba las manos y la cara, diciéndome que no me preocupase, que no tenía motivos para culparme. Pienso que en aquel instante, mientras decía aquellas cosas, Laura no se creía realmente que Naomí estuviera muerta.
No la dejaron estar mucho rato en aquel estado de bienaventuranza. Al cabo de unos veinte minutos llamaron a la puerta. Entró una mujer policía acompañada de un hombre de paisano. Era alto, no llevaba barba ni bigote, y tenía el cabello fino y de color arena. Se inclinó al cruzar la puerta. Yo intenté levantarme, pero con la mano me indicó que permaneciera sentado. Al entrar, cerró la puerta con lentitud, como si fuera muy pesada, y tosió profundamente, tapándose la boca con la mano. Cuando dejó de toser nos miró a los dos antes de hablar.
—Mi nombre es Ruthven —dijo—. Detective jefe Ruthven. Me han asignado el caso del asesinato de su hija.
Me di cuenta de que Laura desfallecía. Seguramente Ruthven también lo notó, pero siguió hablando.
—Sé que preferirían estar solos, pero hay algunas preguntas urgentes que hacer. Su hija ha sido encontrada cerca del mercado de Spitalfields, en los alrededores de la estación de Liverpool Street. Pensamos que el asesino la vio allí cuando llegaron ustedes. Puede que aún no haya salido de Londres, y probablemente no sabe que hemos encontrado el cuerpo. Estaba muy bien escondido. Quiero atraparlo antes de que escape.
—¿Qué le hace pensar que es un hombre? —pregunté.
Dudó un momento y luego prosiguió resueltamente:
—Acabo de ver el cuerpo de su hija. Yo diría que una mujer no es capaz de hacer… lo que he visto. —Un nuevo acceso de tos le hizo interrumpirse—. Lo siento —se disculpó—. Llevo tres días tratando de echar fuera este constipado.
—¿Podemos verla? —Laura se puso de pie—. Tal vez haya un error. Otra niña…
Ruthven negó con la cabeza.
—Lo lamento, Mrs. Hillenbrand. No ha habido ningún error. Hemos traído su ropa para facilitarles un reconocimiento formal. Se ajusta a la descripción dada por ustedes.
—Quisiera verla.
Ruthven volvió a negar con la cabeza. Era un hombre de más de cincuenta, no demasiado rudo para su profesión, como cansado de ella. Después supe que su hija de veintiún años había muerto de una sobredosis de droga un par de años antes.
—Creo que no debería verla. Por supuesto, está en su derecho, pero…, por favor, siga mi consejo. Prefiero que sea su marido quien realice la identificación.
La mujer policía pidió que nos acercáramos a una mesita que había en un extremo de la habitación. Me di cuenta entonces de que la mujer llevaba una pequeña caja de la que sacó varias bolsas de plástico transparente. Cada una estaba etiquetada y contenía una prenda de vestir. Las dispuso en una corta hilera sobre la mesa.
—Lo siento —se disculpó la mujer—. Ojalá no tuviéramos que hacer esto. ¿Pueden decirme si reconocen estas ropas?
Las miramos sucesivamente: el vestido azul, los zapatos, la ropa interior. Había sangre en todas ellas, mucha sangre. Laura experimentó náuseas, pero no vomitó nada. Sentí que mi rostro y mis manos se vaciaban de sangre. Intenté tocar las ropas, pero mis manos sólo encontraron el plástico frío.
—Llevaba un abrigo —dije—. Y una bufanda y unos liantes.
—Todavía no los hemos encontrado, señor. ¿Podrían asegurar que estas prendas pertenecieron a su hija Naomí?
Asentimos los dos con la cabeza.
—¿Significa eso que «sí», doctor Hillenbrand? Necesito una afirmación verbal. Para el magnetófono.
—Sí —dije—. Esas prendas pertenecen a Naomí…, pertenecían a Naomí. —Me volví hacia Ruthven—. ¿Puedo verla ahora?
—Sí —contestó—. Le acompañaré al depósito.
—¿Cómo ha muerto? ¿Lo sabe usted?
Meneó la cabeza.
—Todavía no, señor. De momento está siendo examinada por el forense. Tienen que practicarle la autopsia. Luego podré decirle algo concreto.
Por supuesto, él ya lo sabía entonces. No conocía los detalles, pero sí las cosas más evidentes, como el hecho de que le faltaban las manos. El resto se sabría con la autopsia. Laura no asistió, pues su médico le aconsejó que no estuviera presente. Pero yo lo vi y lo oí todo. Por eso no me vuelvo a mirar cuando ella viene. A veces me visita tal como era, como yo la recuerdo. Y a veces se presenta como la dejó el asesino; sin manos, manchada de sangre, desfigurada. La cosa que vi sobre la mesa del depósito de cadáveres, eso es lo que me visita.
No la violó, si es eso lo que estáis pensando. Eso podría haber convertido el hecho en un crimen en cierto modo normal, y yo podría haberlo soportado. A su manera, lo fue naturalmente, pero no su asesino. Durante la investigación dejaron entrever que no había muerto rápidamente. Jamás se lo dije a Laura; eso habría acabado con ella. Siempre he llevado solo esta carga.
A veces me pregunto si esto tuvo algo que ver con lo que sucedió después, si aquellos acontecimientos podrían no haber tenido lugar en caso de que él hubiera dado a Naomí una muerte rápida. Pero entonces me acuerdo de las fotografías. Y de la casa que había construido el doctor Liddley para su esposa y sus hijitas. Para la pequeña Caroline y la pequeña Victoria.
La investigación judicial se llevó a cabo en Londres en la primera semana de enero. Yo tuve que asistir como la persona que había identificado a Naomí, pero Laura permaneció en casa. Me facilitaron la entrada y salida por una puerta trasera, a fin de no ser molestado por los periodistas. Sin embargo, de vuelta en casa, veíamos fotógrafos merodeando alrededor, tomando fotos del inmueble, a la espera de ver casualmente a Laura o a mí. El juez aplazó la investigación ante el jurado hasta febrero, a la espera de los resultados de la investigación policial.
Los padres de Laura se quedaron con nosotros durante los peores momentos, el funeral, los homenajes en el colegio y la investigación judicial. Entonces vino mi hermana Carol, que se hizo cargo de la casa y trajo una parcela de normalidad a nuestras vidas. Pero ella tenía un trabajo y una hija que atender. Estaba realizando sus prácticas de abogado en Northampton y su hija no podía estar indefinidamente con sus abuelos. Vinieron unos amigos nuestros, hicieron lo poco que pudieron y luego se marcharon.
Si hubiera habido otro niño, si Laura hubiera tenido alguien que dependiera de ella, alguien que hubiese sufrido las consecuencias de su abandono, se habría recuperado. Pero sólo estaba yo. El médico le recetó unos tranquilizantes que no surtieron efecto. Su problema era el sufrimiento, no el desequilibrio químico. Se fue deteriorando día a día. Yo empecé a temer por su salud, y luego por su vida.
En la universidad me dieron una excedencia indefinida. Al comienzo me limitaba a estar sentado en casa sufriendo con Laura. No nos tolerábamos el uno al otro; mi pena exacerbaba la suya y su mera presencia me traía al recuerdo una vez más mi irreparable pérdida. Y yo sabía muy bien que no podía decírselo a ella.
Nos fuimos a un lugar lejano, a Egipto, durante una temporada. Fue Carol quien lo sugirió y todos estuvieron de acuerdo: mis padres, los de Laura y nuestro médico. «Necesitáis un cambio —dijeron—, necesitáis alejaros de aquí». El médico creyó que el sol podría ayudarnos. Actualmente escriben libros sobre ello, diciendo que la falta de luz solar deprime a algunas personas, que la luz natural puede estimular la recuperación. Pero lo que no vieron era que Laura no estaba deprimida. Se estaba muriendo por dentro.
Durante un mes vivimos expuestos al sol, al calor húmedo del bajo Egipto y al calor seco del desierto del sur. Hicimos un crucero en barco desde El Cairo hasta Asuán, con paradas en todos los lugares de interés. Nuestros compañeros de viaje eran europeos, pero nos mantuvimos al margen de ellos. En las largas noches, Laura permanecía junto a la borda del barco contemplando la oscuridad bajo un cielo tachonado de estrellas. Pasábamos silenciosamente, como dos espectros, a través de un paisaje de tumbas.
Una mujer de Ullapool que viajaba por primera vez al extranjero reconoció nuestro nombre. Ella y su soso esposo se empeñaron en acercarse a nosotros a la hora del almuerzo, pues deseaban expresarnos su condolencia por nuestra pérdida. Así se expresó ella:
—Arthur y yo quisiéramos condolernos con ustedes de su pérdida. Era una niña tan bella. Nosotros no hemos sido bendecidos con hijos, así que en cierto modo nos damos cuenta de lo que estarán ustedes pasando. —Una grotesca lógica de lo inaguantable. Tenía el cabello rojo y liso, y una piel llena de pecas que no toleraría el sol. Su marido se dedicaba a los seguros. Me quedé mirándola, no con rabia sino con piedad. No quería compadecerme de ella, sino de su propio dolor, de su matrimonio estéril, de su fealdad.
—Mi hija estuvo perdida muy poco tiempo —dije entre dientes, forzando las palabras. La mujer llevaba un vestido de Marks and Spencer, un alegre vestido blanco con flores verdes. Su marido vestía un traje caqui de fibra sintética—. El asesino la mató lentamente y luego arrojó los despojos. Lo que encontró la policía no fue precisamente agradable.
La mujer de Ullapool y su marido ya no volvieron a hablarnos, pero nos observaban circunspectos a distancia, e instaban a los otros pasajeros a hacer lo mismo. Al terminar el día lo sabían todos los del barco pero a Laura y a mí no nos afectó en absoluto.
El río pasaba ante nosotros como un sueño largo e ininterrumpido. Nos detuvimos en Beni Hassan, Abidos y Luxor, donde paseamos —un poco apartados de los otros— por entre los pilares caídos y las cabezas de las estatuas gigantes venidas a tierra. Laura siguió el trazo, con una mano infecunda, de las formas pintadas de los dioses y las danzarinas sobre las paredes de las tumbas, profundamente hundidas. Estábamos muy lejos de nuestra vida anterior, de cualquier vida, tan apartados de las cosas, y, a pesar de ello, no transcurría un momento, no se elevaba un pájaro de entre los oscuros cañizales de la orilla del río y no parpadeaba una estrella en el cielo de la noche sin que pensáramos en Naomí. Yo, sobre lodo, pensaba incesantemente en aquel momento en que, durante un segundo de distracción, la perdí.
Al cabo de un mes regresamos a Cambridge, atezados y exhaustos, pero sin que nos hubiera afectado nuestro interludio en el extranjero. El remedio no había funcionado, nuestra ausencia sólo había servido para que nuestros corazones se hicieran más tiernos y, por tanto, más frágiles. Cogimos un taxi para recorrer el corto trecho que había desde la estación. Era primera hora de la tarde. La nieve había desaparecido dejando el jardín revuelto y empapado de agua. La casa, sin su manto de nieve, parecía vieja y desierta. Sacamos pesadamente nuestro equipaje del maletero del coche y lo dejamos junto a los escalones de la entrada. Pagué al taxista y me dispuse a entrar en la casa.
En aquel momento algo me obligó a levantar la cabeza. Ni siquiera ahora puedo estar seguro de lo que vi, si es que en verdad vi algo. O a alguien. Pero estaba seguro de haber visto en la ventana de arriba un movimiento rápido, casi furtivo, como si alguien que me observaba desde arriba hubiera dejado caer una cortina a su posición inicial. Pero aquello era absurdo. La ventana donde creí haber visto aquel movimiento era la del desván. Y no tenía cortina. Nadie subía allí. El desván llevaba años cerrado con llave.