Mi recuerdo sobre lo ocurrido en las horas inmediatamente posteriores a la llegada de Laura es borroso. La policía me interrogó, pero yo podía contarles muy poco. Mr. Moneypenny se marchó, lleno de compasión, prometiendo estar en contacto conmigo. Yo sabía lo que haría. Estaba realmente compungido; la desaparición de Naomí le había estropeado la Navidad. Esto suena a descortesía por mi parte. Lo que quiero decir es que, en un sentido profundo, su alegría navideña se había esfumado. Se pasaba la vida supervisando la venta de juguetes y no podía ser insensible a la felicidad que proporcionaban sus maravillas. A buen seguro que la Navidad debía marcar su más alto éxito del año.
Una mujer policía nos condujo hasta una sala de espera; luego nos trajo café bien cargado y, posteriormente, pescado y patatas fritas. No teníamos apetito y dejamos que la comida se quedara fría y grasienta en sus envoltorios, unas hojas del Evening Standar del día anterior. ¿Que de qué hablamos? No lo recuerdo. A decir verdad, no creo que dijésemos nada en absoluto, como no fueran las tranquilizadoras palabras que intercambia la gente en situaciones como aquélla: «La niña estará bien, la encontrarán muy pronto, ya verás. Los niños se extravían con frecuencia. ¿Recuerdas aquella vez que se nos extravió en Sainsbury’s? Estábamos frenéticos, puede que no tuviera más de tres años. Entonces la recuperamos, ¿te acuerdas?».
¿Qué sentido tenía en realidad ponernos a hablar? ¿Qué podíamos decirnos que no supiéramos ya? ¿Que queríamos mucho a Naomí, que teníamos miedo, que temíamos que estuviera muerta o en grave peligro?
Aquella noche no dormimos, no lo que se dice dormir. Un médico de la policía nos ofreció sedantes, pero los rechazamos. No era sedación lo que necesitábamos, sino paz. Por lo menos, información. Poco después de la medianoche la mujer policía volvió y dijo que nos habían reservado una habitación en un hotel cercano. Laura no quería irse, deseaba permanecer allí. Si encontraban a Naomí, cuando encontraran a Naomí, dijo, quería estar allí, esperando. Incluso un minuto de demora habría sido una laceración para ella. Y también para mí.
Pasamos las oscuras horas de la mañana de Navidad acurrucados en unas sillas de madera y envueltos en unas mantas, escuchando los sonidos de los borrachos que eran interrogados y llevados a los calabozos, las agudas voces de protesta de los vagabundos, las indolentes quejas de una prostituta del Soho. En el mundo exterior, Santa Claus realizaba sus rondas, visitando las casas de las familias, bebiendo jerez dulce y comiendo pastel de Navidad. En nuestra casa de Cambridge, en el guardarropa de nuestro dormitorio, permanecían amontonados los regalos sin tocar. Conocía el contenido de cada paquete; mentalmente veía la reacción de Naomí cuando los abriera, tal y como había imaginado que haría al abrirlos. El olor de las patatas fritas rancias y el vinagre me obligó a ir al lavabo a vomitar.
Creo que debí quedarme traspuesto un par de veces. Recuerdo haberme paseado en la noche muda, descalzo, con los miembros entumecidos, por aquella monótona y horrible habitación, entre sus paredes de color verde pálido, y a Laura mirándome fijamente sin ver, con un círculo encarnado alrededor de los ojos. Tuve sueños, sueños terribles que me dejaron sudando y deprimido. ¡Oh, señor!, si te apiadas de mí, hazlo por estos sueños.
El amanecer fue opaco, frío, insustancial. Un sargento nos llevó té y dijo que nos animáramos; que él había conocido casos como ése, que Naomí aparecería, cansada y hambrienta. Sabíamos que estaba mintiendo. Cuando se fue, no fuimos capaces de mirarnos a los ojos.
La comisaría estaba adornada por Navidad: un árbol con guirnaldas de luces y banderitas hechas con recortes de papel barato, y un cepillo recolector para una entidad benéfica popular. Alrededor de las nueve, alguien puso la radio para escuchar el servicio matutino de Navidad desde la catedral de Wells. El aire tranquilo estaba impregnado de villancicos. Un obispo predicó un sermón en torno al perdón. A las nueve y media se presentó un grupo de detectives. La mitad del personal estaba de permiso y habían formado una unidad especial de búsqueda. Nos dijeron que debíamos tener paciencia y aconsejaron que regresáramos a casa; se pondrían en contacto con nosotros. Los dos negamos con la cabeza. Nadie nos llevó la contraria.
Nos preguntaron si nos importaría que lo publicara la prensa y la televisión. La publicidad resultaba útil en estos casos, estimulaba la colaboración de los ciudadanos ¿Qué podríamos decir nosotros? Nos pidieron que uno de los dos fuera a Cambridge para coger algunas prendas de Naomí y llevarlas a Londres.
—¿Algunas prendas?
—Son para los perros. Los perros rastreadores. Necesitan algo para seguir el rastro. Si hubiese alguna prenda que no haya sido lavada…
Dije que iría yo. No quería ir, pero no tenía otra opción. Laura había dejado el coche detrás de la comisaría, en Old Burlington Street.
Tardé tres horas en ir y volver. Lo peor era estar en la carretera sin medio de comunicación con la policía. Creo que hoy son corrientes los teléfonos instalados en los coches, pero entonces eran una rareza. Durante todo el trayecto hasta Cambridge sentí ganas de pararme y telefonear para pedir noticias. Mantuve encendida la radio sin perder la esperanza de escuchar algún comunicado. Cerca de Cambridge había niebla, que iluminaban de vez en cuando las luces amarillas de algún coche ocasional. Me pregunté por qué la gente viajaba por las carreteras el día de Navidad. La alegría que puede haber dentro de un hogar se corresponde con la desolación más grande de los días fuera.
Al entrar en la casa se me puso la carne de gallina. Lo primero que hice fue correr al teléfono. Cada timbrazo era un siglo. Transcurrió otro siglo hasta que establecí comunicación. No había noticias, ni buenas ni malas. Colgué el auricular y rompí a llorar, con las lágrimas más calientes que había derramado nunca. No sé cuánto tiempo estuve al pie de la escalera, encorvado sobre mi propio dolor. Parecía no tener fin.
El sonido del teléfono me sacó de mi aflicción. Lo cogí con ansia, pero mi voz se quebró al contestar. Era la madre de Laura, deseándonos feliz Navidad. Había llamado antes y, al no recibir respuesta, había pensado que estaríamos en la iglesia. Le dije que no, que no habíamos ido a la iglesia.
—Charles, ¿ocurre algo? Tu voz suena extraña.
—Sí —contesté—. Algo muy grave. Naomí ha desaparecido. La perdí en Londres. Laura está allí ahora. La policía cree que la encontrarán hoy mismo.
Traté de aparentar naturalidad, de controlar el tono de voz. Era la primera vez que hablaba con alguien de lo que había sucedido y al hacerlo asumí la verdadera realidad de las cosas. Una situación así es muy parecida a un sueño, muy distinta a la existencia normal. Sostenemos un diálogo interno, examinamos una y otra vez los detalles de cuanto ha ocurrido, pero una parte de nosotros nos dice: «Todo esto es una fantasía, no diferente de cualquier otra fantasía». Pero cuando otra persona reacciona al otro lado del teléfono, cuando se quiebra su voz, entonces te das cuenta de que no es una fantasía, de que está ocurriendo realmente.
La madre de Laura se quedó tan turbada, que no fue capaz de continuar hablando e hizo que se pusiera su marido. Él y yo nunca habíamos intimado, pero aquella mañana de Navidad se derrumbaron las barreras que había entre nosotros. Le di la dirección de la comisaría y colgué. La casa se llenó de un terrible silencio. El mismo espantoso silencio que habita en ella desde entonces, que espera ser roto por la voz de la niña.
Después de eso telefoneé a mis padres. Contestó mi hermana. Ella y su hija Jessica habían estado con nosotros hacía unas semanas. Jessica, de tres años, había jugado con Naomí en el jardín. Carol las llevó en el coche a ver los leones de Longleat y luego a un espectáculo de animales amaestrados en el Arts Theatre. Les compró unas ropas iguales. Hablé con ella tratando de mantener la calma y de ahogar la histeria que se iba apoderando de mi garganta.
—¿Charles? —dijo—. Hemos estado intentando telefonearos. Hemos oído la noticia por la televisión. Dicen… Dicen que Naomí ha desaparecido. ¿Es cierto? Por el amor de Dios, Charles, ¿qué ha pasado?
Se lo expliqué lo mejor que pude. Cuando concluí, se produjo un largo silencio al otro extremo de la línea. Podía oír la respiración de Carol, captar el esfuerzo que estaba haciendo para mantener la calma. Mi padre había sufrido un ataque cardíaco el año anterior y ella pensaba tanto en él como en mí, Laura y Naomí.
—Déjalo de mi cuenta, Charles. Ya tienes bastante con lo tuyo. Le diré a papá que la televisión exageraba, que todo está bajo control. No le diremos nada a Jessica. ¿Cómo estás tú? ¿Cómo se lo ha tomado Laura?
—No muy bien. Estamos bajo una fuerte conmoción. Pero sobreviviremos. La encontrarán. Sé que la encontrarán.
—Desde luego. No lo he dudado un momento. Escucha, Charles, ¿te parece que vayamos a Cambridge, o a Londres?
—Preferiría que no lo hicierais todavía. Naomí no está muerta. Si viene toda la familia… Bueno, parecerá un funeral. Naomí podría haber vuelto cuando llegarais.
—Por supuesto. Pero podéis necesitar algo. ¿Qué tal si voy yo? Iría sola. Mamá puede cuidar de Jessica.
—Entonces, de acuerdo. Tú sola. Diles a papá y a mamá que he preguntado por ellos. Procura no alarmarlos. ¿Se encuentra bien papá?
—Está bien, aunque preocupado. Ha sufrido un pequeño sobresalto al escuchar la noticia por la televisión. Pero está bien. No te preocupes.
—Dile que le quiero. Dile que Naomí está bien. Que está pensando en ir a verle la semana próxima.
No había más que decir. Creo que Carol ya lo sabía entonces. Por intuición. Ha sido siempre un poco extraña. Clarividencia, tal vez. ¿No es así como lo llaman? A diferencia de mí, que siempre fui realista y prosaico. Pero ya he dejado de serlo, por supuesto.
No había nadie más a quien quisiera llamar. Colgué el auricular y empecé a subir la escalera hacia la habitación de Naomí. Allí había una bolsa azul de ropa sin lavar con las prendas que había llevado dos días antes, un recio jersey y una falda, una camiseta y unas bragas. Además de eso cogí otras cosas: su osito de peluche, su almohada y un par de zapatos. Vamos a dar a los perros algo de ella, pensé, vamos a darle lo máximo de ella. ¿O cogí aquellas cosas sólo pensando en mí mismo? Abajo encontré más fotografías.
En cada habitación en que entré cada cosa que toqué estaba impregnada de ella. Recordaba vivamente su relación con todos los objetos y rincones de la casa. Me sabía de memoria los momentos exactos en que Naomí había entrado por aquella puerta, se había sentado en aquella silla, había comido en aquella mesa. Sus palabras exactas, sus actos, sus expresiones faciales formaban parte de la estructura de la casa, más aún que los ladrillos, las ventanas y las paredes pintadas.
Cuando me encontraba en el vestíbulo listo para marchar llamaron a la puerta. El repentino ruido rompiendo el absoluto silencio me sobresaltó. Abrí la puerta. Bajo el dintel había un policía con la mano dispuesta a llamar otra vez. Era un guardia urbano y no llevaba el tradicional casco de agente sino una gorra de plato, con la franja cuadriculada en forma de tablero de ajedrez. Seguro que me quedé mirándole boquiabierto. Durante un estúpido momento me pregunté qué hacía allí.
—¿Doctor Hillenbrand?
—Sí.
—Lamento molestarle, señor. Pertenezco a la comisaría de Parkside. Acabamos de recibir un mensaje de Londres. Se trata de su hija, señor. La han encontrado.
Mi corazón perdió un latido. Dos latidos.
—Gracias a Dios —susurré—. Gracias a Dios. —Mi corazón empezó a galopar.
El policía hizo una pausa. Parecía tenso y por la expresión de su rostro supe que algo iba mal, que aún no me lo había dicho todo, que tal vez no me había dicho nada. Ya en aquel momento, en aquel momento en que lo comprendí todo, creo que experimenté más pena por él que por mí mismo. «¡Qué noticia tan horrenda para dar el día de Navidad!». Esto es lo que pensé.
—¿La niña se encuentra bien? —lo animé a proseguir.
—Me temo que no, señor. Verá… Me temo que no son buenas noticias, señor. Es decir, no para dar gracias a Dios.
—¿Naomí…?
—Señor, su hija ha sido encontrada muerta. Una patrulla encontró su cuerpo hace una hora.
Ella está aquí ahora, aquí conmigo en el despacho. No necesito mirar alrededor para saberlo, puedo sentir su presencia, he adquirido una especial sensibilidad. Es la primera vez que viene a esta habitación; aquí me creía seguro de ella.
—Papá. —Es su voz, detrás de mí, en la puerta—. Papá.
No me volveré, no la miraré.
—Papá, ¿por qué no me miras? Quiero verte, papá.
Parece muy sencillo, ¿no? Lo único que tengo que hacer es volverme. Lo que quiera que ella sea, continúa siendo mi hija. ¿No es así? Sí. ¿Pero qué veré si me vuelvo, qué habrá de pie en la puerta?
—He vuelto, papá. Tenía frío.
Fuera, una niebla irregular se mueve entre los árboles. Un pájaro marrón se lanza en picado en un arco parabólico en busca de las semillas enterradas. Se pronostica nieve. El bosque se extiende más allá del fondo del jardín y se pierde en el horizonte visual.