En la primera planta había una oficina a la que llevaban a los niños perdidos para que se reunieran con sus padres. En cuanto abandoné la esperanza de encontrar a Naomí entre tanta gente, acudí a un empleado. Era una oficina pequeña, con varias sillas confortables y muchos juguetes. La encargada se mostró muy tranquilizadora. Esa clase de cosas sucedían en los almacenes varias veces al día. No había motivos de preocupación.
En la oficina había dos niños esperando pacientemente a que llegara su mamá o su papá para recogerlos y llevárselos a casa. Era Nochebuena. A los niños no les sucedía nada malo en Nochebuena.
—Suelen tardar un rato en aparecer —explicó la mujer—. Ella tratará de encontrarle, luego desistirá y empezará a llorar. Antes de que pueda usted decir «Santa Claus», alguien llamará a la puerta tirando de una niña asustada.
Una niña con abrigo amarillo, bufanda roja y zapatos de charol también rojos. Eso era lo que yo esperaba ver cada vez que llamaban a la puerta. Y cada vez volvía la cabeza hacia la pared que había delante de mí, un poco más inquieto que antes. De la pared colgaba un reloj con grandes números y manecillas, la clase de reloj que resulta legible para un niño. Las manecillas avanzaban tan parsimoniosamente, que sentí ganas de levantarme y empujarlas.
Transcurrió media hora y Naomí seguía sin aparecer. Noté que la mujer encargada de la oficina empezaba a inquietarse. Los dos niños ya se habían ido, les habían secado las lágrimas y habían aplacado sus temores. Los míos empezaban a manifestarse.
—Hoy hay tanta confusión… —dijo la mujer con voz amable. Me pareció que era una mujer afable, necesitaba que lo fuese. El hecho de imaginarse a Naomí extraviada sólo me resultaba soportable si creía en la amabilidad de los extraños—. Puede que alguien se la haya llevado fuera en busca de un policía. No todo el mundo conoce nuestro departamento de niños perdidos. Pero avisaré al personal de la casa para que la busquen. No tardará en aparecer.
Pasó un comunicado a través del sistema de megafonía, anunciando que si alguien veía a una niña con el cabello rubio, un abrigo amarillo y una bufanda escarlata, tuviera la bondad de llevarla a la oficina. No se presentó nadie. Volvieron a repetir el comunicado. Nada. Eran las tres. Los almacenes cerraban dentro de una hora. Ya se estaban desalojando las plantas, la magia se disipaba. Cada vez que alguien abría la puerta, sobria y sin adornos navideños, llegaba hasta mí el tintineo de los festivos cascabeles, el Jingle Bells. Parecía no tener fin, igual que un mal sueño.
Llamaron al gerente. Fui con él recorriendo todas las plantas. No había rastro de Naomí. Una empleada salió a echar un vistazo a la calle y regresó meneando la cabeza. Nadie estaba ahora alegre, nadie pretendía sugerir que se trataba de un hecho corriente en un día de trabajo. Alguien detuvo la cinta de Jingle Bells. Los almacenes enmudecieron. El gerente telefoneó a la comisaría del distrito de West End Central, la más próxima al lugar, sita en Savile Row. No, nadie había llevado allí a ningún niño extraviado. No, ningún agente ni coche-patrulla habían informado de una niña perdida allí o en los alrededores de Regent Street. Sí, ellos difundirían la descripción de la niña.
Fuera, la calle comenzaba a despoblarse. Se habían encendido las luces y en el cielo, cada vez más oscuro, se destacaban los ángeles rojos, azules y amarillos. Me acordé de que había prometido a Naomí quedarnos hasta que los viéramos aparecer. Era casi imposible encontrar un taxi libre, pero el gerente pidió uno por teléfono, explicando que se trataba de una emergencia. Recorrí la calle de arriba abajo con el taxi, primero hacia el este y luego hacia el oeste. Lo hicimos lentamente, ignorando los cláxones e increpaciones de los otros conductores. El taxista se contagió de mi ansiedad y contactó con otros compañeros a través de su radio. Ninguno había visto a una niña vestida de amarillo.
Cuando regresé a Hamleys ya estaban cerrando. Habían recogido los toldos de los escaparates y el cierre metálico de la entrada estaba a medio bajar. Las plantas superiores tenían las luces apagadas. Aquello parecía poner fin a las cosas. La gran calle estaba casi desierta. Me sentí inmerso en una soledad y en un desamparo tan grandes, que por un momento fui yo el niño perdido llorando en una fría calle de Londres.
El gerente me acompañó a la comisaría de Savile Row. Su nombre, creo, era Mr. Moneypenny, muy apropiado para el gerente de unos almacenes. No recuerdo haberle dicho ni una palabra en todo el trayecto desde Hamleys. Quizá lo hice, pero mi mente estaba en blanco y lo que dijera no podía tener ningún sentido. Era un hombre de más o menos cuarenta y cinco años, bien vestido, con el cabello ligeramente rizado y un clavel en el ojal. Creo que estaba auténticamente preocupado por lo sucedido, pero no sólo porque una niña hubiera sido separada de su padre dentro de sus almacenes, sino por el hecho en sí mismo.
Le enseñé una fotografía de Naomí que llevaba encima, tomada el verano anterior. Qué cambio se experimentaba en pocos meses a esa edad. Ya no tengo aquella foto; se la quedó la policía y no me la devolvió. Tal vez pensaron que no la necesitaría. Es posible que nadie se ocupara de devolvérmela.
Pero al menos fueron considerados. Había transcurrido ya el tiempo suficiente para que aceptaran que algo terrible podía haber sucedido. Me dejaron telefonear a Laura. En toda mi vida he tenido… De entre todas las cosas, sobre lo que más difícil me resulta escribir es sobre esto, sobre aquella llamada, aquella explicación, aquella sensación de culpa. Jamás me ha abandonado ese sentimiento de culpa, ese convencimiento de que yo era responsable de la desaparición de nuestra hija y de lo que ocurrió después. Laura dijo que cogería el coche, iría a Londres inmediatamente. Le pedí que condujera con cuidado.
Resulta fácil comprender lo que debe haber ocurrido: Naomí se encontró separada de mí en medio de las apreturas. Su secuestrador apareció en ese momento, prometió ayudarla a encontrarme y se la llevó en otra dirección. Si estuvo vigilando previamente, sabría quién era yo. Para cuando Naomí intuyó que algo iba mal, ya estaba fuera del alcance de mi vista y de mi oído. Aunque empezara a gritar y a patalear, ¿quién iba a fijarse en una niña gritando y llorando en unos grandes almacenes de juguetes el día de Nochebuena?
No, no quiero decir que no se «fijara» nadie. Más tarde hubo testigos que declararon haber visto a una niña con un abrigo amarillo llorando cuando la sacaban de los almacenes. Docenas de personas deben de haberla visto. Pero no le dieron importancia, ésa es la cuestión. ¿Por qué habrían de dársela? Seguro que era el sexto y séptimo niño díscolo que veían aquel día. Algunos incluso llevarían de la mano a sus propios hijos malhumorados. Demasiada excitación, demasiados estímulos publicitarios, demasiada gente; resultaba muy natural que un niño llorase y que el padre o la madre tuvieran que sacarle a rastras a la calle a pesar de las lágrimas.
Laura se presentó poco después de una hora. No se había cambiado de ropa ni había hecho una maleta; se limitó a subir al coche y pisar a fondo el acelerador por toda la A-10. Cuando llegó a Savile Row ya se había iniciado una búsqueda a gran escala. Naturalmente, era demasiado tarde, pero, ¿cómo podíamos saberlo entonces? No quiero decir que Naomí estuviera muerta, que fuera demasiado tarde en ese sentido. Todo lo contrario. Dios mío, todo lo contrario.
Arriba hay ruidos. Puedo oírlos claramente; sé que no es una alucinación auditiva, sé que lo oigo allí realmente, aunque nadie podría oírlo. Es un golpeteo, el viejo y familiar sonido del chocar de una pelota de goma contra la pared. Esta noche habrá una pelota en el corredor, una pelota roja y blanca del tamaño de una naranja grande. La he visto antes. Si cojo la pelota, ella se reirá de mí. O empezará a gritar de rabia. Es imprevisible.
Esta casa se alza independiente en un extremo de la calle, en la nueva área de Cambridge, entre Lensfield Road y Brooklands Avenue. Newtown era originariamente una propiedad común, luego partida en 1907 entre varios propietarios, incluyendo la universidad y Trinity Hall. Su edificación comenzó hacia 1819, cuando Thomas Musgrave construyó treinta casitas y las denominó Downing Terrace, después del recién fundado colegio justamente al norte. Entre 1820 y 1835 fueron construidas más calles estrechas y terrazas de ladrillo por el Addenbrooke’s Hospital y otros propietarios.
Pero, al oeste y al sur, una rica familia llamada Pemberton poseía un lugar con vistas a Brookside, en aquellos tiempos un espacio abierto. Allí se fueron erigiendo lentamente casas más grandes para familias de clase media, entre las que se encuentra la nuestra. Fue construida en 1840 por un médico y su familia, un hombre llamado Liddley, graduado en Downing. A su debido tiempo explicaré más cosas sobre Liddley, sobre el doctor John Liddley y su familia.
Baste con mencionar de momento que la casa permaneció bajo el cuidado de Liddley hasta 1865, en que pasó a ser propiedad de un tal profesor Le Strange, el ambrosiano profesor de griego de la universidad. Me parece que gran parte de su moderno jardín fue hecho por el bueno del profesor y su esposa. Ésta falleció muy joven de tuberculosis, y poco después el profesor abandonó la casa para volver a llevar una existencia de soltero en Caius. Hasta nuestros días, el cuidado de la casa ha estado encomendado a una serie de familiares docentes. Por decirlo de algún modo, a partir de ahora estará encomendado a la nuestra.
La casa consta de tres plantas y un desván. Por supuesto, ha sido reformada, pero la distribución básica sigue intacta. En la planta baja hay un amplio salón que da a un pequeño jardín delantero. Es un jardín exuberante, con altos árboles y espesos arbustos; en verano es imposible ver desde la calle la primera planta de la casa. El sendero conduce directamente a una elevada cancela de madera sobre la que está el número del inmueble. En otros tiempos hubo un nombre, pero hace mucho que se borró y no he querido renovarlo.
En la parte trasera de la planta baja hay una habitación a la que en cierta época llamé pomposamente biblioteca. No es más que mi despacho, pese a que sus paredes están llenas de estanterías de libros. Estoy sentado detrás de mi escritorio, contemplando el jardín posterior del profesor Le Strange a través de la ventana con cortinas de terciopelo. Ahora no hay mucho que ver en él, pero cuando compramos la casa constituía su mayor atracción. Ocupa un gran espacio de terreno y en otro tiempo fue cultivado con mucho cuidado. En una parte del jardín hay unas paredes donde hubo espalderas y plantas trepadoras. Un extenso césped desciende hacia un pequeño estanque, rodeado de sauces. Sobre el sendero se alza, como una torre, una araucaria. Pero el jardín está ahora tan descuidado y cubierto de maleza, que es una andrajosa reliquia de lo que fue. Si cierro los ojos puedo ver a Naomí jugando allí entre los árboles. A veces no necesito ni cerrar los ojos.
En la primera planta hay un saloncito, un cuarto para la televisión, un baño y lo que fue el estudio de Laura. Ahora es mi habitación. La segunda planta está dedicada enteramente a dormitorios: la alcoba principal donde solíamos dormir Laura y yo, dos habitaciones de huéspedes, un cuarto de baño y la habitación de los niños donde Naomí dormía y jugaba.
Ha cesado el golpeteo de la pelota. Todo ha vuelto a la quietud. Por supuesto, puedo haberme equivocado. Puede no haber sido Naomí lo que he oído. Hay otros.