Aquel año, la Navidad llegó lenta y dubitativamente, como si estuviera al borde de un fatal desastre, un nacimiento sin estrella ni pesebre. Lo recuerdo con absoluta claridad, cada día de la temporada está grabado en mi memoria, del mismo modo que las horas y los minutos están impresos en el recuerdo del enfermo y del convaleciente. Se presentó con las alas abiertas, con unos apacibles estallidos de música, con la caída de los copos de la nieve más pura. Era un descenso, un vuelco de la Naturaleza, el mundo con el orden invertido: el cielo convertido en tierra, el espíritu transformado en carne, Dios esforzándose por ser hombre. Ya entonces me lo imaginaba en tales términos, lo contemplaba acercándose hacia nosotros igual que un blanco navío transportando un indescriptible cargamento. «He visto tres barcos que venían navegando…». Era su villancico favorito.
Anoche volví a soñar con ella. Estaba cantando la misma canción. Esta mañana desperté en el sillón, entumecido, delante de un fuego helado. Eran más de las diez. En el suelo, al lado del sillón, había una taza de café intacta. Qué enervante es un sueño así. Esta tarde tengo una clase, pero creo que podré suspenderla. Hoy no puedo concentrarme bien. Tal vez me esté constipando. Las fotografías siguen en la cocina, donde las dejé.
Escribir estos pensamientos me ayuda un poco. En aquella época debí haber llevado un Diario; ello podría dar alguna paz a mis recuerdos. De esa manera podría decirme a mí mismo: «Mira, todo está escrito sobre el papel, no hay necesidad de que lo recuerdes, déjalo correr». Sí, podría haberme dicho eso. Pero no creo que mis recuerdos hubieran prestado mucha atención. Es parecido a un viejo truco que aprendí en el colegio. Tú le dices a alguien: «Hagas lo que hagas, olvídate del mono», y, naturalmente, es la única cosa de la que no se podrá olvidar. Si le preguntas: «¿Te has olvidado del mono?», puedes estar seguro de que no lo habrá olvidado, de que lo habrá fijado en la memoria. El acto de olvidar se ha convertido en el disparador de la memoria. Así son algunas cosas para mí, se han fijado en mi memoria para siempre. Tratar de olvidarlas es sencillamente peor.
Advierto que no he escrito casi nada sobre Laura, como si en cierto modo ella fuera irrelevante. ¿Cómo iba a ser eso posible? Yo la amaba. Nos conocimos hacia el comienzo de su segundo curso. Ella estaba en Newham y yo me encontraba dando los primeros pasos después de terminar mis estudios. Alguien había iniciado un grupo de música antigua, que recibía el nombre de Música Antigua Cantabrigiensis. Era una emulación del Dutch Syntagma Musicum Ensemble y, al igual que éste, se inspiraba en el famoso libro de Praetorius, interpretando música de los años entre 1050 y 1650 aproximadamente. Yo tocaba el cuerno, la chirimía y la flauta baja, y Laura cantaba con una clara voz de contrabajo: «Basiez moy, ma doulce amye. Par amour je vous en prie Non feray…». Y así nos conocimos.
Entre canciones de amor de Provenza e himnos a la Virgen, en las frías aulas del colegio y en las iglesias polvorientas, durante los blancos períodos del solsticio de un largo invierno, nos mirábamos, arrobados. Antes de la primavera ya éramos amantes. Recuerdo una cálida habitación y nuestras ropas amontonadas en el suelo, el primer contacto de nuestros cuerpos, el primer gemido que arranqué a su agradable voz al penetrarla. Resulta tan extraño contemplarlo ahora, que yo fuera entonces tan apasionado.
Nos casamos poco después de que se licenciara. Música Antigua Cantabrigiensis, como otras agrupaciones de su generación, había dejado de existir, pero sus miembros se unieron en honor a aquel día. Tocaron y cantaron para nosotros en la iglesia parroquial de Wiltshire, donde Laura había sido bautizada.
Baci soavi e cari
Cibi della mia vita
C’hor m’involtate hor mi rendete il core.
Per voi convien ch’impari
Come un’alma rapita
Non senta il duol di morte pur si more…[1]
Ella llevaba un vestido blanco y un larguísimo velo salpicado de áureas florecillas. Su peinado era del estilo de la charmante et belle Enide en los romans de Chrétien de Troyes: una hebra dorada entretejida en un largo cabello de oro, un prendedor de flores polícromas negligentemente colocado sobre su cabeza. En el cajón de mi dormitorio guardo con llave una fotografía, una sola fotografía de boda. A veces la cojo y la miro. Cada vez parece un poco más desvaída. Luengos cabellos como el oro, flores secas como una corona mortuoria.
Celebramos nuestra luna de miel en Venecia, donde las mujeres tienen el cabello blondo y hay senderos que conducen al pasado. Era verano y las calles estaban repletas y los canales, llenos de turistas en góndolas. No reparamos en ninguna de aquellas cosas. En lugar de ello, Laura me enseñó el atrevido arte de la ciudad: las riquezas de la Accademia, las iglesias y los palacios, los mosaicos de San Marcos, el Ca’ d’Oro, las largas y cambiantes vistas de la laguna gris.
Yo, por mi parte, le leía, durante el desayuno y bien entrada la noche, largos pasajes en prosa y verso sobre cómo la ciudad había sido reformada y reinterpretada. Durante el día recorríamos kilómetros a pie, a la búsqueda de las cosas que habíamos leído la noche anterior. Y cada noche regresábamos a nuestro hotel, cerrábamos las grandes contraventanas de nuestra habitación y yacíamos desnudos en las sombras cobrizas; nuestros cuerpos exhalaban el calor del largo día. Primero se tocaban nuestras manos, luego los labios, luego los cuerpos y, en la abigarrada pared, las sombras se acoplaban en la luz difusa. Naomí fue concebida así, con el sonido del agua lamiendo la piedra.
Sí, Naomí fue concebida allí. Naomí y también algo más.
La cinta había desaparecido esta mañana. Pero por la noche volverá a estar allí. Y tal vez habrá algo más, algo igualmente reconocible. Puede que ella esté allí en este momento, jugando, cantando, hablando a sus muñecas. Me parece que quiere las fotografías, para evitar que las queme. Para ella son importantes.
No me he movido en toda la mañana. Todavía continúo sentado en el sillón donde he dormido. ¿Será ella capaz de esto, de socavar mi voluntad, obligándome a seguir aquí hasta que le prometa no quemar las fotografías? Muy probablemente. En realidad no sé de lo que es capaz mi querida pequeña.
Nochebuena cayó en jueves. Hacía una semana que había terminado el curso escolar y pasábamos los días asistiendo a reuniones, yendo de compras y visitando a Santa Claus en Joshua Taylor’s. Yo me puse al día en un escrito, un obligado repaso sobre la traducción de Pauline Matarasso del Queste de Saint Graal, para la revista Medium Aevum. Laura recortó varios ángeles de papel de plata y, con la ayuda de Naomí, los prendió con alfileres por todo el salón.
Hasta aquel año habíamos pasado las Navidades con mi familia o con la de Laura. Así que, pensando en Naomí, decidimos quedarnos en casa, para permitirle disfrutar de la fiesta en el entorno familiar. Los padres de Laura habían planeado viajar a Cambridge en su viejo Humber verde el día siguiente de Navidad. En el frigorífico había jalea de vino, de un fuerte color rojo rubí, y botellas de dulce licor de endrinas, purpúreo y exquisito, como un fuerte moretón.
Naomí se levantó temprano, muy excitada. Recuerdo perfectamente cómo entró en nuestro dormitorio, con el rostro encendido y los ojos bien abiertos.
—¡Ha venido Santa Claus! ¡Ha venido Santa Claus!
—¿Cómo es posible? —exclamé yo—. Hoy es Nochebuena. No viene hasta esta noche.
—Pues ha venido. Ha dejado huellas alrededor del fuego.
—¿De veras? ¿Y cómo sabes que son sus huellas?
—Claro que son suyas, tonto. ¿Quién más iba a entrar por la chimenea?
—Creo que será mejor que vaya a echar un vistazo. —Me volví hacia Laura—. ¿Vienes, querida?
—Las chimeneas son asunto tuyo. Es demasiado temprano. Dormiré un poco más.
Me levanté y acompañé a Naomí a su habitación. Allí, tal como suponía, estaban las reveladoras huellas alrededor del fuego, impresas con nieve artificial.
—Estas huellas son pequeñas, cariño —dije—. Probablemente pertenecen a alguno de sus ayudantes, algún elfo. Tal vez ha venido como espía durante la noche.
—¿Qué es un elfo?
—Un elfo, cariño… ¿Recuerdas que te leí un cuento del Oso Ruperto? Fue la semana pasada.
Ella asintió.
—Bien, en él había elfos. Hombrecillos con orejas puntiagudas.
—¡Ah!, te refieres a los gnomos.
Meneé la cabeza.
—No, me refiero a los elfos. Hay una gran diferencia.
—¿Qué clase de diferencia?
Así pasamos la primera parte de la mañana, charlando sobre gnomos, elfos y duendes, sobre los aspectos que los diferenciaban.
And Ich wulle varen to Aualun, to uairest alre maidene…
E iré a Avalon, a la más hermosa de todas las doncellas,
A Argante, su reina, un hada bellísima,
Y ella cuidará de todas mis heridas…
Pero jamás doncella alguna sanará mis heridas, ni aquí ni en Avalon.
Un tenue rayo de sol penetra por mi ventana. Ahora me siento menos cansado, aunque de todas maneras he telefoneado a la facultad y he pedido a Miss Norman que ponga en mi puerta un aviso de que hoy no iré. Ella no lo sabe, por supuesto, es demasiado joven. Supongo que en 1970 era todavía una niña, tal vez de la misma edad que Naomí. Para ella la Navidad significa luces horrendas en la Main Street y canciones de Slade y Cliff Richard, y estúpidos concursos en la televisión.
El día de Navidad es sólo cosa de semanas. Veo a la gente volver a casa con pesadas bolsas de compras o arrastrando pequeños abetos. Parece haber niños por doquier. Alguien me envió una postal el otro día, alguien bastante insensible. Mis amigos saben que no deben incluirme en sus felicitaciones navideñas. La postal mostraba un alegre Santa Claus rodeado de petirrojos y dentro se leía: «Le deseo toda la alegría de estas fiestas». ¿Alegría? No tengo alegría en Navidad ni en ninguna otra época del año.
He decidido ir esta tarde a la iglesia. Los cirios no la apartarán a ella, pero me proporcionarán una especie de apoyo. Hace diez años que me he convertido al catolicismo. El sacerdote que me instruyó era un hombre joven. No me conocía, ni sabía nada de mi familia ni de mi pasado. Le conté lo poco que necesitaba saber de mí y dejé el resto donde debía estar, depositado en lo más profundo de mi corazón. Fui acogido en el seno de la Iglesia con el mínimo bullicio y ceremonial que era como yo deseaba.
Asisto a misa regularmente, a Nuestra Señora y a los Mártires Ingleses de Hills Road. Sin embargo, lamento la desaparición de las viejas formas, el predominio de lo vernáculo. Soy un católico más tradicional que muchos educados en la fe. Siempre ocurre con los conversos. Pero mi comprensión del latín medieval es bastante buena: puedo leer a Santo Tomás de Aquino en el original. Debería haber gozado del misticismo de la antigua misa, de sus resonancias, de sus matices. Si alguna vez se celebra algún exorcismo, insistiré en que lo hagan en latín.
Naomí solía rezar todas las noches antes de acostarse. Laura o yo la metíamos en la cama. Sobre su mesita de noche había una lamparilla en forma de tren que giraba continua y silenciosamente. Su oración era sencilla pero curiosa:
—Ahora que me acuesto y me pongo a mirar, ruego al Señor que mis ojos vean. Si yo viera antes de mirar, ruego al Señor que mis ojos vean.
Le preguntamos qué significaba aquello, por qué usaba palabras tan extrañas.
—Veo unos ojos que me observan —contestó—, cuando estoy acostada por la noche. Él dice que tiene unos ojos pequeños, que sus pequeños ojos me están observando. No me gusta que me mire.
—¿Quién es, cariño? —pregunté—. ¿Quién te observa?
—Nadie —respondió. Y no hubo manera de sacarle nada más.
Después del desayuno, Naomí y yo dimos a Laura un beso de despedida y fuimos a la estación en taxi. Yo llevaba un recio abrigo de lana y ella su abriguito amarillo y su bufanda roja. Es como la veo en todos mis recuerdos, como si fueran prendas que hubiera llevado siempre. Teníamos previsto ir a pasar el día a Londres y volver una vez hubieran empezado a cerrar las tiendas. Laura quería tenernos lejos de casa para poder centrarse en preparar las cosas de la cena de aquella noche y la comida del día siguiente. En Nochebuena venían a cenar a casa unos amigos: un colega de mi departamento y su esposa, el antiguo tutor de Newham de Laura y el administrador de mi colegio. Naomí tenía que estar acostada cuando llegaran y nuestro método consistía en cansarla previamente para que luego cayera rendida en la cama.
¡Qué excitada estaba aquella mañana! Nunca la había visto tan contenta y embelesada. Era la primera vez que visitaba Londres y los ojos se le saltaban de las órbitas con cada cosa nueva que veía. Tomamos el tren lento de Liverpool Street de las 10. 02. A menudo he pensado cuán diferentes podrían haber sido nuestras vidas si hubiéramos cogido un tren de King’s Cross, si hubiéramos llegado antes o después a Londres.
Pasamos con el feliz traqueteo del tren por las dormidas estaciones: Shelford y Whittlesford, Audley End y Elsenham, Stansted y Broxbourne. En cada parada subían más pasajeros con destino a Londres. La sensación de aventura de Naomí era contagiosa. La gente le sonreía y una mujer con un terrier escocés se sentó junto a nosotros para que pudiera acariciarlo.
El tiempo nos era favorable. Un cielo azul claro bañaba de luz los campos blanqueados de nieve. La luz prendía en todo lo que tocaba: en los tejados de tejas escarlata cubiertos de escarcha estrellada, en los bordes de los pequeños estanques helados, en los aleros de la estación de Great Chesterford, erizados de carámbanos. En medio de un campo arado se alzaba un monigote de nieve, como un extemporáneo espantapájaros. Naomí se puso a aplaudirle y a reírse de su sombrero torcido. Le puso un nombre. Me acordé de él en medio de una noche de insomnio tres días más tarde: Magoo. Cuando volví a pasar por aquel lugar, ya se había derretido.
A las once y media llegamos a Liverpool Street, con unos minutos de adelanto. Había muchos taxis esperando para recoger compradores rezagados y llevarlos a sus destinos. Naomí nunca había subido a un taxi propiamente dicho. Se sentó en el borde del asiento, mirándolo todo con los ojos muy abiertos mientras avanzábamos por el denso tráfico hacia Regent Street.
A Naomí no le habría importado no entrar en ninguna tienda aquel día. Empleamos por lo menos media hora en pasear alrededor de Liberty’s, contemplando las exhibiciones de los escaparates, escenas de países de hadas que, a ojos de los niños, eran mágicos. Mi memoria está ahora turbia, oscurecida por todo lo demás, pero me parece recordar unas alas carmesí y unos danzarines cayéndose, columnas, cúpulas y minaretes, una caja que se abría y cerraba mostrando oro y joyas, un tren de vapor que circundaba una montaña, un dragón escupiendo fuego. Si yo volviera a vivir, sería por aquella media hora.
Dentro de los almacenes, caminamos cogidos de la mano de una sección a otra, todas abarrotadas. No éramos ricos y allí había muchas cosas que nunca podríamos permitirnos comprar, pero Naomí no era consciente de ello. Jamás había sido una niña avariciosa, ni había deseado cosas que no podía tener. El mero hecho de que la vida contuviera tal abundancia era suficiente para ella. Disfrutaba mirando. Me pregunto ahora si él estaría observándola ya entonces.
Almorzamos en Dickins & Jones, en la última planta. Ahora aquella hermosa planta está cerrada y convertida en estrechas y vulgares cafeterías. Pero cuando llevé allí a Naomí aún conservaba cierta magnificencia. Ella tomó un abundante almuerzo, que completó con helado de postre.
—A Victoria le gustaría esto —dijo—. Nunca ha comido helado.
—¿Victoria? —pregunté—. ¿Quién es Victoria?
—¡Oh!, ya sabes —contestó, sin apenas prestar atención—. Una de las niñas que viven con nosotros. Ella y Caroline son amigas mías.
—¿Y quién es Caroline?
—Su hermana mayor, tonto. Creí que lo sabías.
Negué con la cabeza y sonreí. Oh, Señor, qué encantadores creemos que son nuestros hijos. Qué llenos de sueños y fantasías. Meneé la cabeza, la miré y sonreí.
Ella tenía muchas ganas de un buen juguete. En cierta ocasión Laura había mencionado el nombre de Hamleys, así que hacia allí nos dirigimos. Fue un corto paseo. Aunque ya era tarde, los almacenes estaban abarrotados de padres e hilos, tías y tíos. Empezamos por la segunda planta, con las muñecas. Cada mostrador contenía algún nuevo motivo de asombro, alguna nueva maravilla. Pero cuando logramos llegar a la planta de arriba, hasta Naomí empezaba a flaquear. También yo debía de estar cansándome. Pensé que dentro de poco sería hora de salir de allí y buscar un taxi que nos llevara otra vez a Liverpool Street. Las luces, los ruidos y los empujones de la gente me estaban volviendo irritable y descortés.
No le volví la espada más de medio minuto. Por lo que recuerdo, debió de ocurrir en pocos segundos. Nos encontrábamos ante una mesa enorme viendo circular los trenes eléctricos por entre colinas y valles de plástico. Si me hubiera vuelto dos o tres segundos antes, hubiese podido percatarme de que Naomí se alejaba. Pero cuando me volví, ya había desaparecido.
Todavía puedo recordar aquella punzada de pánico, pequeña aún pero inequívoca y acompañada de pavor. Aunque miré a derecha e izquierda, no vi ningún abrigo amarillo por ninguna parte. La llamé a gritos, pero mis palabras fueron ahogadas por mil voces distintas. Forcejeé entre la multitud que se apretujaba contra mí, convencido de que la niña no estaría muy lejos y no podía llegar a mi lado porque se lo impedía el bosque de cuerpos adultos que la rodeaban. Me fui abriendo camino trabajosamente en torno de la gran mesa con sus divertidos y ruidosos trenes y la rodeé hasta encontrarme otra vez en el punto de partida. Pero no importa dónde mirase ni a dónde fuera, Naomí no estaba en ninguna parte.