Las encontré ayer, por pura casualidad. Las fotografías. Las que tomamos durante las Navidades de aquellos lejanos años. Y también las que tomamos después en Egipto. Recuerdos de todo un invierno. Yo las creía perdidas o destruidas. Tal vez deseaba que así fuera.
Estaban en una caja, en el desván; una caja metálica que originariamente había contenido una tarta del Betty’s Teashop de Harrogate. Una tarta de jengibre y nueces, de las que se tomaban con rebanada de queso Wensleydale y una taza de té de China. No me explico cómo llegaron allí las fotografías; estoy seguro de que yo no las puse allí. Y sé que Laura no pudo haberlo hecho.
En cualquier caso, esta vez me aseguraré de quemarlas. Tengo un pequeño bote de queroseno, suficiente para mi propósito. Las sacaré al jardín esta noche, encenderé un pequeño fuego junto al árbol de la ceniza y las arrojaré a las llamas. El pasado hace tiempo que se ha consumido. No importará. Tal vez el acto de quemarlas me proporcione un poco de paz. Eso sería maravilloso. Un poco de paz. Fuera, el sol es del color del mármol amarillo. Hay escarcha en la pared.
¿Las encontré por puro accidente? ¿O llegué hasta ellas por una reactivación de la memoria, por un instinto rector que llevaba años dormido, durante los días helados de mi vida, y que algo ha despertado ahora? Hace precisamente veinte años que tuvieron lugar aquellos acontecimientos, los acontecimientos que las fotografías recogen en parte. Todo empezó y terminó aquí, en Cambridge, en esta casa, en estas habitaciones. Las paredes lo recuerdan tan bien como yo. ¿Por qué aquellos sucesos no encuentran aquí su eco?
Anoche volví a tener el mismo sueño. No me visitaba desde hacía muchos años. ¿Está ella aquí otra vez? ¿Estará aquí conmigo esta noche? Hoy iré a la iglesia y encenderé unos cirios, por si acaso.
Aquel árbol de la ceniza del jardín trasero era entonces mucho más pequeño. Yo tenía treinta años y Laura veintiséis. Llevábamos cinco años casados. Y Naomí…, Naomí tenía cuatro. La predilecta del colegio, la muñeca del decano. Acababa de obtener mi nombramiento en la junta docente y nos habíamos mudado del piso del colegio, lejos de Huntingdon Road, a esta casa de Newtown. La vida de uno, cuando tiene treinta años, parece muy encaminada, se cuidan muchos los años, hay una pátina en las cosas, existen menos aristas en las que resbalar. La casa iba a ser nuestro hogar indefinidamente, al menos mientras durase mi cátedra. Vendría un segundo hijo, tal vez un tercero. Habría un árbol de Navidad en invierno, té por las tardes, tostadas junto al fuego, el sonido de un piano bien entrada la tarde, notas como copos de nieve desgranándose en medio del aire tranquilo de la noche. Nuestra vida parece muy encaminada cuando tenemos treinta años.
Había escrito mi tesis sobre el significado de la Navidad en Gawain y el caballero verde. La imprenta de la universidad se había ofrecido a publicarla en cuanto le diese forma. Le hacía el amor a Laura casi todas las noches, pues había fuego en mi interior. Y Naomí solía jugar en el rellano de mi despacho, colocando con cuidado infantil sus muñecas de plástico al lado de mi puerta, cantándoles con voz insegura: «Naranjas y limones, dicen las campanas de St. Clement’s». Anoche, durante mi sueño, se lo oí cantar otra vez.
El invierno de 1970 fue frío en Cambridge. Durante todo noviembre hubo fuertes lluvias. Soplaron los vendavales y se inundaron los campos. El comienzo de diciembre fue seco y su segunda mitad, fría y con tempestades de nieve. El hielo colgaba de los árboles inclinados, la niebla cubría como cortinas los Backs la mayoría de los días, y la nieve se amontonaba sobre los tejados de los colegios. Las paredes de mi despacho conservaban el calor, protegidas por los lomos rojos, verdes y marrones de los libros. La vieja piel, el brillo de sus letras doradas. Pasaba mucho tiempo en casa retocando mi tesis, preparando las clases, jugando con Naomí.
Muchísimos días, paseábamos juntos por Trumpington Street hasta Pembroke y recogíamos el correo que me enviaban allí. Después, sólo nos restaban andar unos pocos metros hasta Fitzbillies para comprar los pasteles. Ella adoraba los buñuelos de Chelsea, grandes y viscosos, que sujetaba en su manita con increíble destreza. Después regresábamos a casa, cogidos de la mano, por las calles medio vacías, Naomí agitando alegremente una bolsa de papel. En seguida oscurecía. Pasábamos ante las luces que salían de las ventanas, divididas con parteluz, tras las que el fuego ardía en las parrillas del hogar, con el hechizo del invierno. Como mejor recuerdo a mi hija es a la luz de la lámpara, con un abrigo amarillo y una bufanda roja.
Un día, las luces de Navidad iluminaron Sidney Street. Para Naomí, éste fue de verdad el primer día navideño. Su excitación resultaba contagiosa. Laura y yo fuimos a Deers, la tienda de flores y plantas de la esquina de Huntingdon y Histon Roads, y volvimos a casa con un hermoso árbol. Con la ayuda de Naomí lo adornamos con luces y oropeles. Estaba presidido en lo alto por un ángel de Burne-Jones, con el cabello bermejo, aureolado de luces de colores rozando el techo. Naomí se pasaba horas contemplando los reflejos de la habitación sobre una gran bola plateada que giraba lentamente, colgada de la rama más baja. Una noche se quedó dormida al pie del árbol, sujetando fuertemente un trozo de cinta azul. La radio entonaba villancicos: «He visto tres barcos que venían navegando el día de Navidad, el día de Navidad…».
Un domingo de Adviento acudimos al servicio de villancicos en la capilla de Wren del colegio. Naomí caminaba entre nosotros con gesto solemne, como una niña victoriana, sus manitas embutidas en un grueso manguito de piel. Las voces del coro tenían aquel año un tono singular. Desde entonces nunca las he oído sonar de aquella forma. Era como si los coristas no estuvieran cantando, como si a través de ellos volvieran a tener acceso a los cánticos las generaciones precedentes. Durante los intermedios, los fieles prorrumpían en accesos de toses ahogadas. Pero mientras sonaban los cánticos nadie se movía. Alrededor, los vitrales se fundían a la luz de los maravillosos cirios.
Nosotros no éramos especialmente religiosos. Tanto Laura como yo habíamos sido educados en la iglesia anglicana, pero nuestra práctica religiosa era esporádica, en las celebraciones de Navidad, la Pascua de Resurrección, las bodas y los funerales. Pero en aquellos momentos de Adviento, dentro de la majestuosa capilla, arrojados por los exquisitos cánticos, casi nos sentíamos creyentes. Ahora soy creyente, pero por otras razones. No es la belleza de los vitrales ni la luz del mundo lo que me ha traído la fe. Es el temor. El simple, absoluto y terrible temor.
Fue difícil hacer que Naomí se acostara aquella noche. Quería que yo le cantara, que le enseñara villancicos para el Niño Jesús. Era una de esas niñas a las que se puede llevar a los conciertos y a los servicios religiosos sin que te dejen mal. Sus maneras eran serias, incluso solemnes a veces. Y debajo de todo ello subyacía una risa tan austera que parecía carecer de sustancia. Aun en sus juegos era solemne, pero luego afloraba una sonrisa que transformaba su rostro. Yo la quería mucho. Creo que más que a Laura. Tal vez los padres quieren siempre así a sus hijas.
Hay muchas fotografías, más de las que yo recordaba. Las he colocado en largas filas sobre la mesa de la cocina, como piezas de un rompecabezas. Yo aparezco en muy pocas, pues generalmente hacía de fotógrafo. Aquí hay una de Laura delante del King’s College, sonriendo como una turista. Detrás de ella puedo distinguir una capa de nieve sobre el sendero y sobre una reducida franja de hierba delante del muro del colegio. Es fácil detectar al fondo la ventana de la capilla que daba al este.
Aquí está Naomí de pie junto al árbol de Navidad, con un revoltijo de regalos sin abrir a los pies y la cinta azul en la mano. Fue tomada por alguien que no recuerdo, tal vez Galen o Philip. En ella aparecemos los tres, Laura, Naomí y yo, tomando el té por Navidad en el salón de los mayores. Debió de ser aproximadamente una semana antes de que acabara el curso. Me parece recordar una conversación acerca de la metáfora. Debió de ser con Randolph.
Durante aquel curso yo impartía clases sobre Beowulf a un grupo de segundo grado. Los martes y jueves daba clases particulares en mi despacho del colegio, una vieja y bonita habitación con vistas al jardín. Afortunadamente, Pembroke es un colegio apartado de la corriente turística, carente de la grandeza arquitectónica de King’s Trinity o John’s. Los norteamericanos y japoneses lo evitan. Pero algunos turistas vienen a visitar su capilla, el primer trabajo encomendado a Wren, y un número muy reducido busca allí una especie de sosiego, como si acudieran a un claustro en un momento de agobio.
Todavía tengo aquel despacho, todavía veo los alumnos en él, todavía hay momentos en que me levanto del sillón y contemplo por la ventana esas apacibles imágenes, pero no tengo paz. Estoy exclaustrado. Mi momento de agobio ha venido y se ha ido.
Laura pasaba los días con Naomí. Al poco de nacer nuestra hija dejó su trabajo en el Fitzwilliam Museum. No era un trabajo intenso, pues consistía principalmente en clasificar y preparar los catálogos para los lectores. Era graduada en historia del arte y le habían ofrecido una plaza para trabajar como posgraduada en Newham, pero en vez de eso optó por el matrimonio y la maternidad. Su plan consistía en solicitar de nuevo trabajo como licenciada en filosofía tan pronto como Naomí empezara a ir al colegio. Ya tenía preparado un tema: la sexualidad en la pintura de Balthus. Hacíamos muchos planes, éramos los arquitectos de nuestras propias vidas.
Ésta es una foto mía, una de las únicas de aquella época. La quemaré con el resto. Para lo que vale… Apenas me reconozco, el largo cabello negro hasta los hombros, escasa barba, una expresión ligeramente arrogante, la suficiencia de un joven profesor consciente de que no puede dar un paso en falso. Yo llevaba una vida encantadora: una bella esposa, una hija perfecta, un puesto seguro de profesor en una de las grandes universidades. Si me fotografiaran hoy no aparecería ninguna de aquellas cosas. Ya no tengo tales presunciones en la vida, mis expectativas son totalmente distintas. Y desde hace años no dejo que nadie me fotografíe.
Se está haciendo tarde. Quemaré las fotos mañana. Sé que debería irme a la cama, pero no puedo obligarme a eso, realmente no puedo. Esta casa es demasiado grande para una persona, hay demasiados ruidos para mi paz mental. Debería haberme mudado a las habitaciones del colegio hace años. Hace veinte años. Todos somos unos necios, nos traicionamos a nosotros mismos por razones nimias. Yo pensaba que los recuerdos eran importantes.
Muy bien, he de admitirlo, tengo miedo de subir allí, tengo miedo de lo que puedo oír. O ver. Ella puede estar allí. Después de todo, no he ido a la iglesia, no he encendido mi cirio. Por supuesto, puedo rezar aquí, puedo encender un cirio ante la pequeña estatua de Nuestra Señora que conservo en el salón. Pero eso no servirá de nada, no disipará mis temores. Ni la oscuridad. Ni los ruidos de esta casa.
En contra de lo que sería prudente, antes he ido arriba, sólo para comprobar que todo estaba en orden. La casa estaba milagrosamente sumida en el silencio y yo lo engullía con avidez, como el hombre que respira aire libre al salir del confinamiento. Pero no había nada tranquilizador en el silencio, nada cómodo. Todo empezaba siempre en el silencio.
Cometí el error de mirar hacia abajo. No debí hacerlo. Miré al suelo. Había algo sobre la alfombra, justo al otro lado de la puerta del viejo cuarto de los niños, en la puerta de Naomí. Era un trozo de cinta azul. Naturalmente, no lo toqué. Todavía podía estar caliente.