—¡Hactar! —gritó Trillian—. ¿Qué te traes entre manos?
No hubo respuesta desde las sombras circundantes. Trillian esperó, nerviosa. Estaba segura de no equivocarse. Atisbó entre la penumbra desde la cual esperaba alguna especie de contestación. Pero sólo hubo un silencio frío.
—¿Hactar? —volvió a llamar—. Me gustaría que conocieras a mi amigo Arthur Dent. Yo quería marcharme con un tal Dios del Trueno, pero él no me dejó y se lo agradezco. Me hizo comprender dónde estaban realmente mis afectos. Lamentablemente, Zaphod está demasiado asustado por todo esto, de modo que traje a Arthur en su lugar. No estoy segura de por qué te cuento todo esto. ¿Hola? —insistió—. ¿Hactar?
Y entonces habló.
Era una voz tenue y débil, como traída por el viento desde una gran distancia. Apenas se oía; era la memoria o el sueño de una voz.
—Por qué no os acercáis los dos —dijo la voz—. Prometo que estaréis perfectamente a salvo.
Se miraron y luego aparecieron, como por arte de magia, en el centro de un haz luminoso que brotaba de la escotilla abierta del Corazón de Oro hacia la granulosa y débil penumbra de la Nube de Polvo.
Arthur intentó coger a Trillian de la mano para darle ánimo y confianza, pero ella no lo permitió. Se sujetó a la bolsa de líneas aéreas, con su lata de aceite de oliva griego, su toalla, sus postales arrugadas de Santorini y demás objetos diversos. A eso fue, en cambio, a lo que dio ánimo y confianza.
Se quedaron quietos, en medio de nada.
De una nada lóbrega y polvorienta. Cada mota de polvo del ordenador pulverizado brillaba tenuemente al girar despacio, atrapando la luz del sol en la oscuridad. Cada partícula del ordenador, cada mota de polvo contenía en su interior, vaga y débilmente, la estructura del todo. Al reducir el ordenador a polvo, los Monomaníacos Blindados Silásticos de Striterax sólo consiguieron baldarlo, no matarlo. Un campo débil e incorpóreo mantenía las partículas en una delicada relación mutua.
Arthur y Trillian estaban o, mejor dicho, flotaban en medio de esa extraña entidad. No tenían nada para respirar, pero de momento eso no parecía importar. Hactar cumplió su promesa. Se encontraban a salvo. De momento.
—No tengo nada que ofreceros en cuanto a hospitalidad, salvo juegos de luces —dijo Hactar con voz débil—. Aunque si sólo se dispone de juegos de luces, es posible encontrarse cómodo con ellos.
Su voz se apagó, y entre el polvo oscuro se formó vagamente un sofá de colores vivos.
Arthur apenas pudo soportar el hecho de que fuese el mismo que se le apareció en la campiña de la Tierra prehistórica. Que el Universo siguiera haciéndole esas locuras que le dejaban perplejo, era algo para ponerse a gritar y a retorcerse de rabia.
Dominó sus sentimientos y luego se sentó en el sofá con cuidado. Trillian hizo lo mismo.
Era de verdad.
Y si no lo era, al menos les sostuvo, y como eso es lo que los sofás tenían que hacer, aquel era auténtico desde cualquier prueba importante a que se le sometiese.
La voz volvió a murmurar en el aire solar.
—Espero que estéis cómodos ——dijo.
Ellos asintieron con la cabeza.
—Y me gustaría felicitaros por la precisión de vuestras deducciones.
Arthur se apresuró a indicar que él no había deducido muchas cosas; Trillian, sí. Ella le había invitado a acompañarla porque a él le interesaba la vida, el Universo y todo lo demás.
—Eso es algo que también me interesa a mí —susurró Hactar.
—Pues alguna vez deberíamos charlar sobre ello —sugirió Arthur—. Tomando una taza de té.
Entonces empezó a materializarse despacio delante de ellos una mesita de madera con una tetera de plata, una jarra de leche, un azucarero, dos tazas y dos platillos, todo ello de porcelana fina.
Arthur extendió la mano, pero no era más que un juego de luces. Se retrepó en el sofá, que era una ilusión a la que su cuerpo estaba preparado para admitir como cómoda.
—¿Por qué crees que debes destruir el Universo? —preguntó Trillian.
Le resultaba un tanto difícil hablar a la nada, con nada en que centrar la atención. Evidentemente, Hactar lo notó. Lanzó una risita espectral.
—Si va a ser una sesión tan corta —dijo—, bien podemos tener los decorados apropiados.
Y entonces se materializó ante ellos otra cosa: el sofá de un psiquiatra. El cuero de la tapicería era brillante y suntuoso, pero no era más que otro juego de luces.
En torno a ellos, para completar el decorado, había una vaga sugerencia de paredes forradas de madera. Y entonces apareció en el sofá la imagen del propio Hactar, que era como para apartar la vista.
El sofá tenía un tamaño normal de psiquiatra: entre uno ochenta y dos metros.
El ordenador parecía de una talla normal para un satélite de ordenador creado en el espacio: unos mil quinientos kilómetros de diámetro.
La ilusión de que uno estuviera sentado sobre el otro era lo que hacía apartar la vista.
—De acuerdo —dijo Trillian en tono firme.
Se levantó del sofá. Pensó que le pedirían que se sintiera muy cómoda y que aceptara demasiadas ilusiones.
—Muy bien. ¿También puedes crear cosas de verdad? Me refiero a objetos sólidos.
Hubo otra pausa antes de la respuesta, como si la mente pulverizada de Hactar tuviera que ordenar sus ideas a lo largo de los millones y millones de kilómetros por donde andaban esparcidas.
—Ah —suspiró—. Estás pensando en la astronave.
Empezaron a vagar ideas a través de ellos, como ondas a través del éter.
—Sí —reconoció Hactar—, puedo. Pero requiere una enorme cantidad de esfuerzo y de tiempo. Lo único que puedo hacer en mi… estado de partículas es animar y sugerir, ¿comprendes?
Animar y sugerir. Y sugerir…
La imagen de Hactar en el sillón pareció oscilar y fluctuar, como si le resultara difícil mantenerse.
Hizo acopio de fuerza.
—Puedo animar y sugerir que trozos diminutos de escombro espacial —el meteoro menudo y esporádico, unas cuantas moléculas por aquí, varios átomos de hidrógeno por allá— se muevan juntos. Les animo a juntarse. Puedo enredarlos y darles forma, pero se tardan muchos eones.
—Así que hiciste el modelo de la nave destrozada —insistió Trillian.
—Pues…, sí —murmuró Hactar—. He hecho… unas cuantas cosas. Puedo trasladarlas de un sitio a otro. He construido una nave espacial. Parecía lo mejor.
Algo hizo a Arthur recoger la bolsa de donde la había dejado sobre el sofá y agarrarla con fuerza.
La niebla de la vieja mente pulverizada de Hactar remolineaba en torno a ellos como una pesadilla perturbadora.
—Mira, me arrepentí —murmuró apesadumbrado—. Me arrepentí de haber saboteado el proyecto que hice para los Monomaníacos Blindados Silásticos. No me correspondía tomar tales decisiones. Fui creado para cumplir una función y fracasé. Negué mi propia existencia.
Hactar suspiró. Trillian y Arthur esperaron en silencio a que continuara su historia.
—Tenías razón prosiguió al cabo—. Guié deliberadamente al planeta de Krikkit para que llegaran al mismo estado de ánimo que los Monomaníacos Blindados Silásticos y me pidieran proyectar la bomba que no logré hacer la primera vez. Me envolví alrededor del planeta y lo cuidé. Bajo la influencia de los acontecimientos que pude fraguar y de otros que fui capaz de provocar, aprendieron a odiar como maníacos. Tuve que hacerlos vivir en el cielo. En la tierra mis influencias no tenían mucha fuerza.
»Claro que, sin mí, cuando se vieron separados de mí y encerrados en la envoltura de Tiempo Lento, sus respuestas se hicieron muy confusas y fueron incapaces de actuar.
»¡Vaya, vaya! —añadió—. Sólo trataba de cumplir con mi deber.
Poco a poco, con mucha lentitud, las imágenes de la nube empezaron a desvanecerse, disolviéndose con suavidad.
Y de repente, dejaron de hacerlo.
—También estaba el asunto de la venganza, por supuesto —dijo Hactar con una brusquedad que resultaba nueva en su voz—. Recordad que estaba pulverizado, que luego me dejaron lisiado, en un estado de semiimpotencia durante billones de años. Francamente, me gustaría acabar con el Universo. Vosotros sentiríais lo mismo, creedme.
Hizo otra pausa mientras unos remolinos barrían el polvo.
—Pero en primer lugar traté de cumplir mi función —afirmó en su anterior tono melancólico—. ¡Vaya, vaya!
—¿Te preocupa el haber fracasado? —preguntó Trillian.
—¿He fracasado? —musitó Hactar.
En el sofá de psiquiatra la imagen del ordenador empezó a desvanecerse de nuevo.
—¡Vaya, vaya! —volvió a entonar débilmente la voz—. No, en este momento no me preocupa el fracaso.
—¿Sabes lo que tenemos que hacer? —preguntó Trillian con voz fría e indiferente.
—Sí —repuso Hactar—. Vais a dispersarme. Vais a destruir mi conciencia. Haced lo que queráis, por favor; después de todos esos eones, lo único que imploro es el olvido. Si no he cumplido con mi cometido, ya es demasiado tarde. Gracias y buenas noches.
El sofá desapareció.
La mesa del té desapareció.
El sofá de vivos colores y el ordenador desaparecieron. Las paredes se esfumaron. Arthur y Trillian regresaron de extraña manera al Corazón de Oro.
—Pues eso parecería ser eso —dijo Arthur.
Las llamas crecieron frente a él y luego se aquietaron. Las últimas lenguas de fuego se apagaron, dejando únicamente ante él un montón de cenizas donde pocos minutos antes se alzaba el Pilar de Madera de la Naturaleza y de la Espiritualidad.
Las sacó del depósito inferior de la Barbacoa Gamma del Corazón de Oro, las puso en una bolsa de papel y regresó al puente.
—Creo que deberíamos devolverlas —anunció—. Tengo la fuerte impresión de que debemos hacerlo.
Ya había discutido del tema con Slartibartfast, y el anciano acabó aburriéndose y marchándose. Había vuelto a su nave, la Bistromática, tuvo una furibunda pelea con el camarero y desapareció en una idea enteramente subjetiva de lo que era el espacio.
La discusión surgió por la pretensión de Arthur de devolver las cenizas al Lord's Cricket Ground en el mismo momento en que se tomaron en un principio, lo que requeriría viajar hacia atrás en el tiempo durante un día más o menos, y eso era precisamente la especie de desbarajuste gratuito e irresponsable que la Campaña para el Tiempo Real trataba de impedir.
—Sí —había dicho Arthur—, pero intenta explicar eso al Instituto Meteorológico.
Y se negó a oír nada más en contra de la idea.
—Creo —volvió a decir y se detuvo.
Empezó a repetirlo porque nadie le había escuchado la primera vez, y se detuvo porque estaba bastante claro que esta vez tampoco iba a hacerle caso nadie.
Ford, Zaphod y Trillian miraban la visipantalla con atención. Hactar se estaba dispersando bajo la presión de un campo vibratorio que el Corazón de Oro le lanzaba.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Ford.
—Me parece —contestó Trillian en tono confundido— que ha dicho: «Lo hecho, hecho está… He llevado a cabo mi cometido… »
—Creo que deberíamos devolverlas ——dijo Arthur mostrando la bolsa que contenía las cenizas—. Tengo la firme impresión de que debemos hacerlo.