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—Decidnos —ordenó el krikkitense delgado y pálido que se había destacado con aire incierto de entre las filas de sus compañeros hacia el círculo de luz de la linterna, empuñando la pistola como si estuviera sujetándosela a alguien que acabara de largarse a algún sitio pero que volvería en un momento—, ¿sabéis algo acerca de eso que llaman Equilibrio de la Naturaleza?

Los cautivos no le respondieron, o al menos no articularon nada más que gruñidos y murmullos confusos. La luz de las linternas seguía enfocándolos. Arriba, en el cielo, continuaba la actividad en las zonas de los Robots.

—Sólo es algo de lo que hemos oído hablar, y probablemente no tenga importancia —prosiguió el krikkitense con aire inquieto—. Bueno, entonces supongo que será mejor mataros.

Miró la pistola como si tratara de decidir qué programa iba a poner.

—Es decir —prosiguió, alzando la vista de nuevo—, a menos que queráis charlar de algo.

Un pasmo lento y paralizante hizo presa en Slartibartfast, Ford y Arthur. Y pronto les llegaría al cerebro, que en aquel momento estaba exclusivamente ocupado en mover las mandíbulas de arriba abajo. Trillian meneaba la cabeza como si intentase terminar un rompecabezas sacudiendo la caja.

—Es que estábamos preocupados —dijo otro del grupo—, por ese plan de destrucción universal.

—Sí —añadió otro—, y el Equilibrio de la Naturaleza. Nos pareció que si todo el resto del Universo quedaba destruido, en cierto modo se rompería el Equilibrio de la Naturaleza. Somos muy aficionados a la ecología.

Su voz se apagó insatisfecha.

—Y al deporte —dijo otro en voz muy alta.

Aquello provocó una aprobación apoteósica por parte de los demás.

—Sí —convino el primero—, y al deporte…

Volvió la cabeza para mirar intranquilo a sus compañeros y se rascó la mejilla con aire confuso. Parecía luchar con alguna incertidumbre en lo más profundo de su ser, como si todo lo que quisiera decir y todo lo que pensara fuesen cosas completamente diferentes entre las cuales no viese ninguna relación posible.

—Mirad, algunos de nosotros… —masculló mirando otra vez a su alrededor como si esperase confirmación. Los otros hicieron ruidos de aprobación y él prosiguió—: Algunos de nosotros tenemos mucho interés en establecer vínculos deportivos con el resto de la Galaxia, y aunque entiendo el argumento de separar el deporte de la política, creo que si queremos tener relaciones deportivas con el resto de la Galaxia, que sí queremos, probablemente sería un error destruirlo. Y efectivamente, el resto del Universo… —su voz se apagó de nuevo—…, que es la idea que ahora parece…

—¿Qu…? —dijo Slartibartfast—. ¿Qu…?

—¿Ehhh…? —dijo Arthur.

—Ahh… —dijo Ford Prefect.

—Muy bien —dijo Trillian—. Hablemos de ello.

Se adelantó y cogió del brazo al pobre y confuso krikkitense. Parecía tener unos veinticinco años, lo que debido a las extrañas alteraciones de tiempo que se habían producido en aquella zona significaba que no habría tenido más de veinte cuando terminaron las Guerras de Krikkit, unos diez billones de años atrás.

Trillian le llevó a dar un corto paseo entre la luz de las linternas antes de decir algo más. El la siguió con aire vacilante. El círculo de luz de las linternas era ahora más reducido, como si se rindiera ante aquella muchacha extraña y tranquila que parecía ser la única en saber lo que hacía en aquel Universo de oscuridad y confusión.

Se dio la vuelta, le miró de frente y con suavidad puso las manos en sus brazos. El krikkitense parecía la encarnación del asombro y la desdicha.

—Cuéntame —dijo Trillian.

El no respondió de momento, limitándose a mirarla a los ojos, primero a uno y luego a otro.

—Nosotros… —dijo—, tenemos que estar solos…, me parece.

Torció el rostro y luego dejó caer la cabeza hacia adelante, sacudiéndola como alguien que tratara de sacar una moneda de una hucha. Volvió a alzar la vista.

—Ahora tenemos esa bomba, ¿sabes? Es pequeña.

—Lo sé —dijo Trillian.

La miró con los ojos en blanco como si hubiera dicho algo muy raro acerca de la remolacha.

—Sinceramente, es muy pequeñita.

—Lo se —repitió Trillian.

—Pero ellos dicen —su voz parecía apagarse—, dicen que puede destruir todo lo que existe. Y tenemos que hacerlo, ¿comprendes? Me parece. ¿Nos quedaremos solos después? No lo sé. Pero creo que es nuestro deber.

Al decir eso, dejó caer otra vez la cabeza.

—Sea lo que fuere lo que eso signifique —dijo una voz profunda entre el grupo.

Tríllian rodeó poco a poco con sus brazos al joven krikkitense, confuso y asustado, le apoyó la cabeza contra su hombro y le dio unas palmaditas.

—Está bien —dijo en voz baja, pero en un tono lo suficientemente claro para que todo el grupo lo oyera en la sombra—, no tenéis que hacerlo.

Le acunó.

—No tenéis que hacerlo —repitió.

Le soltó y dio un paso atrás.

—Quiero que hagáis algo por mí —dijo, echándose a reír de repente.

—Quiero —prosiguió, riendo de nuevo. Se puso la mano en la boca y continuó con expresión sobria—: Quiero que me llevéis ante vuestro jefe.

Señaló al cielo, a las Zonas de Guerra. De algún modo parecía saber que su jefe estaba allí.

Su risa pareció descargar algo en la atmósfera. En algún sitio detrás de la multitud una voz solista empezó a cantar una canción que, de haberla escrito él, habría puesto a Paul McCartney en condiciones de comprar el mundo entero.