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Entretanto, a una distancia de más millones de kilómetros de los que la imaginación puede cómodamente abarcar, Zaphod Beeblebrox se encontraba exultante de nuevo.

Había arreglado la nave; es decir, había mirado con gran interés mientras un robot de servicios la reparaba. Volvía a ser una de las naves más potentes y extraordinarias que existían. Podía dirigirse a cualquier parte, hacer lo que quisiera. Hojeó un libro y luego lo tiró. Era el que había leído antes.

Se acercó al banco de comunicaciones y abrió un canal conectado a todas las frecuencias.

—¿Alguien quiere una copa? —preguntó.

—¿Es una emergencia, tío? —crepitó una voz a medio camino del otro extremo de la Galaxia.

—¿Tienes alguna coctelera? —dijo Zaphod.

—Vete a dar una vuelta en cometa.

—Vale, vale —concluyó Zaphod, volviendo a cerrar el canal.

Se levantó y se dirigió a la pantalla de un ordenador. Pulsó unos botones. Por la pantalla empezaron a correr unas burbujitas que se comían las unas a las otras.

—¡Paf! —exclamó Zaphod—. ¡Aaauuuú! ¡Pa pa pá!

—Hola —dijo el ordenador en tono jovial al cabo de un minuto de lo mismo—, has marcado tres puntos. La mejor marca anterior es de siete millones quinientas noventa y siete mil doscientas…

—Muy bien, muy bien —dijo Zaphod apagando la pantalla de nuevo.

Volvió a sentarse. Jugueteó con un lápiz. Poco a poco, el lapicero también empezó a perder su encanto.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo, introduciendo en el ordenador los datos de su tanteo y los de la mejor marca anterior.

La nave convertía el Universo en una mancha.