Arthur yacía dolorido en un trozo de hormigón agrietado; jirones de nube le pasaban rozando y se sentía confuso por el apacible rumor de juerga que oía vagamente a sus espaldas.
Había un ruido que no pudo identificar en seguida, en parte porque no conocía la canción Me dejé la pierna en Jaglan Beta y en parte debido a que la orquesta estaba muy cansada y algunos de sus componentes la tocaban en un ritmo de tres por cuatro y otros en una especie de r2 completamente borracho, cada cual según la cantidad de sueño de que hubiera disfrutado últimamente.
Respiraba agitadamente en el aire húmedo. Tanteó partes de su cuerpo para ver dónde estaría herido. Donde tocaba, hallaba un dolor. Al cabo del rato pensó que era porque le dolía la mano.
Al parecer se había torcido la muñeca. La espalda también le dolía, pero pronto comprobó que no le pasaba nada malo, que sólo estaba magullado y un tanto conmocionado, ¿y quién no lo estaría? No podía entender qué hacía un edificio volando entre las nubes.
Por otro lado, se habría visto en un apuro para explicar su presencia de manera convincente, por lo que decidió que el edificio y él no tendrían más remedio que aceptarse mutuamente. Alzó la vista. Tras él se alzaba un muro de baldosas de piedra, blancas pero manchadas: el edificio propiamente dicho. Arthur parecía estar tumbado en una especie de reborde o saliente que se proyectaba a unos ciento treinta centímetros alrededor. Era un pedazo del suelo en donde el edificio de la fiesta había tenido los cimientos y que había llevado consigo para mantenerse aferrado a su base.
De pronto se puso en pie, nervioso; miró por el saliente y el vértigo le dio náuseas. Se apretó la espalda contra la pared, empapado de niebla y sudor. Su cabeza nadaba a estilo libre, pero en su estómago alguien practicaba el mariposa.
Aunque había llegado allá arriba por sus propios medios, ahora ni siquiera era capaz de mirar la espantosa caída que tenía delante. No se disponía a probar suerte y saltar. No estaba preparado para acercarse ni un milímetro al borde.
Asió la bolsa con fuerza y avanzó pegado a la pared, esperando encontrar una puerta de entrada. El sólido peso de la lata de aceite de oliva le dio mucha confianza.
Iba en dirección a la esquina más próxima, con esperanza de que la pared del otro lado ofreciera más posibilidades respecto a entradas que ésta, que no brindaba ninguna.
El equilibrio inestable del edificio le ponía enfermo de miedo, y al cabo de poco sacó la toalla de la bolsa e hizo algo que una vez más justificó su lugar predominante en la lista de cosas útiles que llevar cuando se haga autoestop por la Galaxia. Se la puso por la cabeza para no ver lo que estaba haciendo.
Sus pies tanteaban el suelo. Su mano extendida bordeaba la pared.
Al fin llegó a la esquina y, cuando su mano la traspasó, encontró algo que le dio un susto tal, que casi se cae sin más. Era otra mano.
Las dos manos se agarraron mutuamente.
Sintió la desesperada necesidad de utilizar la otra mano para quitarse la toalla de los ojos, pero con ella llevaba la bolsa de viaje con la lata de aceite de oliva, la retsina y las tarjetas postales de Santorini, y no tenía intención de soltarla.
Pasó por uno de esos momentos «yoístas» en que uno se da la vuelta de repente, se mira a sí mismo y piensa: «¿Quién soy yo? ¿Para qué sirvo? ¿Qué he logrado? ¿Estoy progresando?» Lloriqueó muy bajito.
Trató de liberar la mano, pero no pudo. La otra la asía con fuerza. No tuvo más remedio que acercarse más a la esquina. Se inclinó al doblarla y meneó la cabeza con intención de desprenderse de la toalla. Eso provocó un grito agudo de insondable emoción en el dueño de la otra mano.
La toalla salió despedida de su cabeza y se encontró mirando cara a cara a Ford Prefect. Detrás estaba Slartibartfast, y al fondo vio con toda claridad un porche y una enorme puerta cerrada.
Ford y Arthur se hallaban pegados a la pared, con los ojos desorbitados de terror al tratar de mirar entre la densa nube negra que les rodeaba y de resistir el inestable balanceo del edificio.
—¿Dónde fotones has estado? —siseó Ford, lleno de pánico.
—Pues, bueno —tartamudeó Arthur, sin saber cómo resumirlo todo de manera muy breve—. Por ahí. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Ford volvió a mirar a Arthur con ojos desorbitados.
—No nos dejan entrar si no llevamos una botella —murmuró.
Lo primero que Arthur observó cuando pasaron al meollo de la fiesta, aparte del ruido, del calor sofocante, de la abigarrada profusión de colores que se destacaban vagamente entre la atmósfera de humo cabezón, de las alfombras, llenas de cristales espachurrados, de ceniza y de restos de aguacate, y del grupillo de criaturas semejantes a pterodáctilos de lúrex que caían sobre su apreciada botella de retsina graznando: «Un placer nuevo, un placer nuevo», fue que Trillian estaba charlando con un tal Dios del Trueno.
—¿No te he visto en Milliways? —decía el Dios.
—¿No llevabas tú un martillo?
—Sí. Esto me gusta mucho más. Cuanto menos respetable, más ambiente.
Alaridos de algún placer repugnante resonaban por la estancia, cuyas dimensiones exteriores resultaban invisibles entre la jadeante multitud de criaturas ruidosas que gritaban alegremente cosas que nadie podía oír y que de cuando en cuando sufrían momentos de crisis.
—Parece divertido ——comentó Trillian—. ¿Qué decías, Arthur?
—Decía que cómo demonios has llegado aquí.
—Me convertí en una línea de puntos que flotaba a la ventura por el Universo. ¿Conoces a Tor? Hace el trueno.
—Hola —dijo Arthur—. Supongo que eso debe ser muy interesante.
—Hola —contestó Tor—. Lo es. ¿Estás bebiendo?
—Pues, no, en realidad…
—Entonces, ¿por qué no vas a buscar una copa?
—Hasta luego, Arthur —dijo Trillian.
Algo se movió a ritmo lento por la cabeza de Arthur. Miró en torno con aire acosado.
—Zaphod no está aquí, ¿verdad? —preguntó.
—Hasta luego —repuso Trillian en tono firme.
Tor le fulminó con sus ojos negros como el carbón, su barba se erizó y la poca luz que había en la habitación tomó fuerzas brevemente para relucir de forma amenazadora en los cuernos de su casco.
Tomó a Trillian del codo con una mano sumamente grande y los músculos de su brazo se movieron unos en torno a otros como un par de Volkswagen en el momento de aparcar.
Se fue con ella.
—Una de las cosas interesantes de ser inmortal —iba diciendo— es…
—Una de las cosas interesantes del espacio —oyó Arthur que decía Slartibartfast a una criatura grande y voluminosa con aspecto de haber perdido una pelea con una tela de terciopelo rosa y que miraba embelesado a los ojos profundos y a la barba plateada del anciano— es que resulta muy aburrido.
—¿Aburrido? —repitió la criatura guiñando unos ojos inyectados en sangre y bastante arrugados.
—Sí —confirmó Slartibartfast—, asombrosamente aburrido. Pasmosamente. Mira, es muy grande y hay muy poco en él. ¿Te gustaría que te citara unas estadísticas?
—Pues, bueno…
—Por favor, a mí sí me gustaría. También son sensacionalmente aburridas.
—Volveré a escucharlas dentro de un momento —dijo ella.
Le dio una palmadita en el brazo, se alzó las faldas como un hidrofóil y se alejó entre la jadeante multitud.
—Pensé que no se marcharía nunca —gruñó el anciano—. Vamos, terrícola.
—Arthur.
—Tenemos que encontrar el Arco de Plata; está aquí, en alguna parte.
—¿No podemos descansar un poco? —protestó Arthur—. He tenido un día muy agitado. A propósito, Trillian está aquí; no me ha dicho cómo ha venido, probablemente no importa.
—Piensa en el peligro que corre el Universo…
—El Universo es lo bastante mayor y está lo suficientemente crecido como para cuidar de sí mismo durante media hora. De acuerdo —añadió Arthur en respuesta a la inquietud creciente de Slartibartfast—, daré una vuelta a ver si alguien lo ha visto.
—Bien, bien —aprobó Slartibartfast—, bien.
Se metió entre la multitud y todos los que se encontraba le decían que se relajara.
—¿Has visto un arco por algún sitio? —preguntó Arthur a un hombrecillo que parecía estar esperando ansiosamente escuchar a alguien—. Es de plata, es de importancia vital para la seguridad futura del Universo y así de largo.
—No ——contestó el enjuto personaje—, pero toma una copa y cuéntamelo.
Ford Prefect pasó haciendo contorsiones. Bailaba una danza fogosa, frenética, no enteramente desprovista de obscenidad, con una que parecía llevar el palacio de la ópera de Sidney en la cabeza.
—¡Me gusta el sombrero! —gritó Ford a voz en cuello.
—¿Qué?
—He dicho que me gusta el sombrero.
—No llevo sombrero.
—Pues, entonces, me gusta la cabeza.
—¿Cómo?
—He dicho que me gusta la cabeza. Tiene una estructura ósea interesante.
Ford se las arregló para encogerse de hombros sin salirse de los complicados movimientos que ejecutaba.
—He dicho que bailas estupendamente —gritó—, sólo que no muevas tanto la cabeza.
—¿Qué?
—Es que cada vez que mueves la cabeza… ¡Ay! —exclamó cuando su pareja inclinó la cabeza para decir «¿Qué?» y una vez más le picoteó en la frente con el extremo afilado de su cráneo prominente.
—Mi planeta fue demolido una mañana —dijo Arthur, que de un modo enteramente inesperado se encontró contando al hombrecillo la historia de su vida o, al menos, retocando sus rasgos sobresalientes—; por eso voy vestido así, en bata. Mi planeta saltó por los aires con toda mi ropa, ¿entiendes? No reparé en que podría venir a una fiesta.
El hombrecillo asintió con entusiasmo.
—Después me echaron de una nave espacial. Con la bata. En vez de con un traje espacial, que es lo que normalmente cabría esperar. Poco después me enteré de que mi planeta lo construyó originalmente un grupo de ratones. Puedes figurarte lo que sentí. Luego me dispararon durante un rato y me reprendieron. En realidad, me han regañado con una frecuencia absurda; me han disparado, insultado, privado de té, desintegrado con regularidad, y hace poco aterricé en un pantano y tuve que pasar cinco años en una cueva húmeda.
—¡Ah! —exclamó embelesado el hombrecillo—. ¿Y te has divertido mucho?
Arthur se atragantó violentamente con la copa.
—¡Qué tos tan maravillosamente emocionante! —dijo el hombrecillo, muy sorprendido—. ¿Te importa que te acompañe?
Y acto seguido le acometió el más extraordinario y espectacular acceso de tos, y Arthur, pillado por sorpresa, se atragantó violentamente, se dio cuenta de que ya había empezado a hacer eso y se sintió muy confundido.
Ambos ejecutaron un dúo como para romperse los pulmones que duró dos minutos enteros hasta que Arthur logró toser y detenerse con un chisporroteo.
—Muy tonificante —manifestó el hombrecillo, jadeando y limpiándose las lágrimas de los ojos—. Qué vida tan emocionante debes llevar. Muchísimas gracias.
Estrechó calurosamente la mano a Arthur y se dirigió hacia la multitud. Arthur meneó la cabeza, lleno de estupor.
Se le acercó un hombre con aire juvenil, un tipo de aspecto agresivo con labios en forma de gancho, nariz de farol y mejillas diminutas, como perlas. Vestía pantalones negros, camisa de seda negra abierta hasta lo que probablemente era su ombligo, aunque Arthur había aprendido a no hacer suposiciones respecto a la anatomía de la clase de gente con la que solía encontrarse por entonces, y del cuello le colgaba toda clase de objetos de oro, feos y tintineantes. Llevaba algo en una bolsa negra, y sin duda quería que la gente notara que él no tenía deseo alguno de que repararan en ella.
—Oye, hmmm…, ¿acabo de oírte decir tu nombre? —preguntó.
Esa era una de las muchas cosas que Arthur había contado al hombrecillo.
—Sí, Arthur Dent.
El recién llegado pareció bailar suavemente a un ritmo distinto de los varios que la orquesta se esforzaba desagradablemente por imponer.
—Sí —repuso el desconocido—, sólo que en una montaña había un hombre que quería verte.
—Lo he visto.
—Sí, sólo que parecía muy deseoso de verte, ¿sabes?
—Sí, lo he visto.
—Sí, bueno, creí que deberías saberlo.
—Lo sé. Lo he visto.
El desconocido hizo una pausa para mascar chicle. Luego dio una palmada a Arthur en la espalda.
—De acuerdo —dijo—, muy bien. Yo me limito a decírtelo, ¿vale? Buenas noches, buena suerte, que ganes premios.
—¿Cómo? —dijo Arthur, que para entonces comenzaba a perder seriamente el hilo.
—Lo que sea. Hagas lo que hagas, hazlo bien.
Hizo una especie de chasquido con lo que estuviera mascando y luego un gesto vagamente dinámico.
—¿Por qué? —preguntó Arthur.
—Hazlo mal —repuso el hombre—, ¿qué más da? ¿A quién le importa un rábano?
De pronto pareció que la sangre le afluía al rostro y empezó a gritar, colérico.
—¿Por qué no volverse loco? —añadió—. Márchate, déjame en paz, ¿eh, tío? ¡¡¡Lárgate!!!
—Muy bien, me voy —se apresuró a decir Arthur.
—Ha sido real —concluyó el desconocido, haciendo un gesto brusco y desapareciendo entre el gentío.
—¿A qué venía eso? —preguntó Arthur a una chica que encontró a su lado—. ¿Por qué me ha dicho que gane premios?
—Cosas del mundo del espectáculo —contestó la muchacha encogiéndose de hombros—. Acaba de ganar un premio en la ceremonia anual de premios del Instituto de Ilusiones Recreativas de Osa Menor Alfa, y esperaba traspasarlo sin dificultad, pero como tú no lo has mencionado, no ha podido.
—Pues siento no haberlo hecho ——comentó Arthur—. ¿Por qué se lo han dado?
—Por El uso más gratuito de la palabra «Joder» en un guión cinematográfico serio. Es muy prestigioso.
—Ya veo —dijo Arthur—, ¿y qué es lo que dan?
—Un Rory. No es más que un pequeño objeto de plata engastado en una base negra. ¿Qué has dicho?
—No he dicho nada. Iba a preguntarte si la plata…
—Ah, creía que habías dicho «va».
—¿Qué?
—«Va».
Ya hacía unos años que pasaba gente a ver la fiesta, gorrones elegantes de otros mundos que al mirar bajo ellos a su propio planeta, con las ciudades destruidas, los cultivos de aguacate asolados, los viñedos marchitos, las grandes extensiones de nuevo terreno desértico, los mares llenos de migas de galletas y de algo peor, se les ocurrió durante un tiempo que a una escala reducida y casi imperceptible su mundo no era tan divertido como lo había sido. Unos empezaron a preguntarse si lograrían permanecer sobrios el tiempo suficiente para trasladar la fiesta por el espacio y dirigirse a otros mundos donde el aire fuese más fresco y les diese menos dolores de cabeza.
Los pocos campesinos que aún conseguían vivir precariamente de la tierra semiárida del planeta, se habrían alegrado mucho de oír eso, pero aquel día, cuando la fiesta surgió gritando de entre las nubes y los campesinos alzaron la vista consumidos por el miedo de otra incursión en busca de un botín de queso y vino, se hizo evidente que la fiesta no iba a trasladarse durante algún tiempo a ningún otro sitio y que terminaría pronto. En seguida vendría la hora de recoger sombreros y abrigos y salir al exterior; los asistentes, vacilantes y agotados, tendrían que averiguar la hora, la época del año y si en alguna parte de aquella tierra quemada y asolada había taxis que llevaran a alguna parte.
La fiesta estaba enzarzada en un abrazo horrible con una extraña nave de color blanco que parecía medio metida en ella. Iban unidas por el cielo, jadeando, dando tumbos y vueltas, haciendo caso omiso de su grotesco peso.
Las nubes se abrieron. Rugió el aire, apartándose de un salto de su paso.
En sus contorsiones, la fiesta y la nave de Krikkit se parecía un poco a dos patos; era como si uno de ellos tratara de hacer un tercer pato dentro del segundo mientras que éste intentase explicar con todas sus fuerzas que en aquel momento no se sentía preparado para un tercer pato, inseguro indeciso en cualquier caso de si quería que ese primer pato en concreto hiciera un tercer pato, y desde luego no mientras él mismo, el segundo pato, estaba muy ocupado volando.
El cielo cantó y gritó con la rabia que le producía todo aquello y abofeteó el suelo con ondas de choque.
Y súbitamente, con un zumbido, la nave de Krikkit desapareció.
La fiesta vagó torpemente por el cielo como alguien que se apoyara contra una puerta inesperadamente abierta. Giró y tembló sobre sus motores a reacción. Trató de enderezarse y, en cambio, se torció. Volvió a tambalearse hacia atrás por el firmamento. Tales vacilaciones prosiguieron durante algún tiempo, pero era evidente que no podían continuar mucho tiempo. La fiesta ya estaba mortalmente herida. Había desaparecido toda la alegría, y eso no podía disimularse con cabriolas ocasionales y sin gracia.
En esa situación, cuanto más tiempo evitara el suelo, más fuerte sería el impacto cuando entrara en contacto con él.
En el interior las cosas tampoco iban muy bien. En realidad marchaban monstruosamente mal, y eso no le gustaba a la gente, que lo decía a gritos.
Habían hecho desaparecer el premio por El uso más gratuito de la palabra «Joder» en un guión cinematográfico serio, y en su lugar habían dejado una escena de devastación que a Arthur le hizo sentirse casi tan mal como un aspirante al Rory.
—Nos encantaría quedarnos y ser útiles —gritó Ford, abriéndose paso con dificultad entre los escombros irreconocibles—, pero no vamos a hacerlo.
La fiesta sufrió una nueva sacudida, provocando gruñidos y gritos enfebrecidos entre los restos humeantes del edificio.
—Tenemos que ir a salvar el Universo, ¿sabéis? —explicó Ford—. Y si os parece una excusa bastante inaceptable, tal vez tengáis razón. De todos modos, nos vamos.
De pronto encontró en el suelo una botella sin abrir, que no se había roto de milagro.
—¿Os importa que nos la llevemos? —preguntó—. Vosotros no la necesitaréis.
También cogió una bolsa de patatas fritas.
—¿Trillian? —gritó Arthur con voz débil y asustada. No podía ver nada entre la humeante confusión.
—Debemos irnos, terrícola —dijo Slartibartfast, nervioso.
—¿Trillian? —volvió a gritar Arthur.
Instantes después apareció Trillian, temblando y haciendo eses, apoyada en su nuevo amigo, el Dios del Trueno.
—La chica se queda conmigo —anunció Tor—. Se está celebrando una gran fiesta en Valhala y volaremos…
—¿Dónde estabas cuando pasaba todo esto? —preguntó Arthur
—En el piso de arriba —contestó Tor—. Estaba pesándola. Mira, volar es un asunto complicado, hay que calcular el viento…
—Ella viene con nosotros —afirmó Arthur.
—Oye —protestó Trillian—, yo no…
—No —insistió Arthur—, vienes con nosotros.
Tor le miró despacio, con ojos de ira. Daba mucha importancia a su aspecto divino, lo que no tenía nada que ver con estar limpio.
—Viene conmigo —dijo con calma.
—Vamos, terrícola —dijo nerviosamente Slartibartfast, cogiendo á Arthur de la manga.
—Vamos, Slartibartfast —dijo Ford, nervioso, mientras cogía al anciano de la manga. Slartibartfast tenía el aparato teletransportador.
La fiesta se bamboleaba y daba tumbos, haciendo rodar a todo el mundo menos a Tor y a Arthur, que miraba tembloroso a los negros ojos del Dios del Trueno.
Poco a poco, de forma increíble, Arthur levantó lo que ahora parecían ser unos puños diminutos.
—¿Quieres ver para qué sirven? —preguntó.
—Te pido minúsculas disculpas, ¿cómo has dicho?
—He dicho —repitió Arthur sin poder contener el temblor de su voz —que si quieres ver para qué sirven.
Movió los puños de manera ridícula.
Tor le miró con incredulidad. Entonces, una pequeña espiral de humo ascendió de su nariz. También había una llamita diminuta. Se cogió el cinturón.
Hinchó el pecho para que quedase absolutamente claro que ahí estaba la clase de hombre sobre el que uno no se atrevería a pasar a menos de ir acompañado de un grupo de sherpas.
Sacó del cinto el mango del martillo. Lo sostuvo en las manos para mostrar la maciza cabeza de hierro. De ese modo aclaró cualquier malentendido posible de que sólo llevara consigo un poste de telégrafos.
—¿Acaso quiero —preguntó con un siseo que parecía un río que desembocara en una fábrica de acero— comprobar su utilidad?
—Sí —repuso Arthur con una voz súbita y extraordinariamente fuerte y agresiva.
Volvió a mover los puños, esta vez como si lo hiciera en serio.
—¿Quieres hacerte a un lado? —sugirió a Tor con un gruñido.
—¡De acuerdo! —aulló Tor como un toro rabioso (o, mejor dicho, como un Dios del Trueno enfurecido, lo que es mucho más impresionante), apartándose.
—Bien —dijo Arthur—, nos hemos librado de él. Slarty, vámonos de aquí.