—Así que ya veis lo que pasa —dijo Slartibartfast moviendo despacio su café artificialmente fabricado, y en consecuencia agitando también la vorágine de intersecciones entre números reales e irreales, entre las percepciones interactivas de la mente y del Universo, para generar de ese modo las matrices reestructuradas de la subjetividad implícitamente desarrollada que permitieran a su nave volver a componer el concepto mismo de tiempo y espacio.
—Sí —dijo Arthur.
—Sí —repitió Ford.
—¿Qué hago con este trozo de pollo? —preguntó Arthur.
Slartibartfast le miró con gravedad.
—Juega con él —recomendó—. Juega con él.
Hizo una demostración con su propia tajada.
Arthur hizo lo mismo y sintió el leve estremecimiento de una función matemática que vibraba por el muslo de pollo mientras se movía en cuatro dimensiones por donde Slartibartfast le había asegurado que era un espacio pentadimensional.
—De la noche a la mañana —explicó Slartibartfast—, todo el pueblo de Krikkit pasó de ser encantador, delicioso, inteligente…
—…aunque extravagante… —intercaló Arthur.
—…y normal y corriente —prosiguió Slartibartfast—, a ser un pueblo encantador, delicioso, inteligente…
—…extravagante…
—…y loco de xenofobia. La idea de Universo no encajaba en su concepción del mundo, por decirlo así. No pudieron asimilarla, sencillamente. Y así, por encantador, delicioso, inteligente y extravagante, si quieres, que fuesen, decidieron destruirlo. ¿Qué ocurre ahora?
—No me gusta mucho este vino ——dijo Arthur, olisqueándolo.
—Pues devuélvelo. Todo forma parte de su elemento matemático.
Así lo hizo Arthur. No le gustó la topografía de la sonrisa del camarero, pero el dibujo lineal nunca le había gustado de todos modos.
—¿A dónde vamos? —preguntó Ford.
—Volvemos a la Cámara de Ilusiones Informáticas —contestó Slartibartfast, levantándose y limpiándose la boca con la representación matemática de una servilleta de papel—, a ver la segunda parte.