—¡Chsss! —dijo Slartibartfast—. Atentos, escuchad.
La noche ya había caído sobre el viejo Krikkit. El cielo estaba negro y vacío. La única luz procedía del pueblo cercano, de donde la brisa traía suavemente rumores agradables de vida en común. Se pararon bajo un árbol que les envolvió con su fuerte fragancia. Arthur se puso en cuclillas y sintió la Ilusión Informática del suelo y de la hierba, que le recorrió los dedos. El suelo parecía sólido y fértil; la hierba, fuerte. Era difícil rechazar la impresión de que se trataba de un lugar absolutamente delicioso en todos los aspectos.
Sin embargo, el cielo estaba sumamente vacío y a Arthur le pareció que enviaba cierto escalofrío sobre el paisaje idílico, aunque normalmente invisible. Pero pensó que era cuestión de a lo que uno estuviera acostumbrado.
Sintió un golpecito en el hombro y levantó la vista. Slartibartfast llamaba calladamente su atención sobre algo que estaba al otro lado de la colina. Miró y apenas ditinguió unas luces mortecinas que danzaban y oscilaban moviéndose despacio en su dirección.
Al aproximarse, también se oyó un rumor y pronto resultó que el débil resplandor y los ruidos eran un pequeño grupo de personas que volvían a sus casas caminando desde la colina hacia el pueblo.
Pasaron muy cerca de los que acechaban bajo el árbol, moviendo faroles que hacían describir a las luces una danza suave y extravagante entre los árboles y sobre la hierba, charlando alegremente y cantando una canción sobre lo bonito y maravilloso que era todo, lo felices que eran, cuánto disfrutaban trabajando en la granja y lo agradable que resultaba volver a casa y ver a sus mujeres e hijos, con un estribillo melodioso referente al aroma especialmente fragante que las flores despedían en aquella época del año y a que era una pena que el perro hubiese muerto mirándolas de tanto como le gustaban.
Arthur casi se imaginó a Paul McCartney sentado, una noche, junto a la chimenea con los pies en alto tarareándosela a Linda y pensando en qué comprar con las ganancias, decidiéndose probablemente por Essex.
—Los Amos de Krikkit —murmuró Slartibartfast en tono sepulcral.
Al venir esa observación tan seguida de su pensamiento acerca de Essex, Arthur sufrió un momento de confusión. Luego la lógica de la situación se impuso por sí misma en su mente dispersa y descubrió que seguía sin entender lo que había querido decir el anciano.
—¿Cómo? —preguntó.
—Los Amos de Krikkit —repitió Slartibartfast, y si antes su voz tenía un tono sepulcral, ahora parecía la de algún habitante del Hades con bronquitis.
Arthur observó al grupo y trató de sacar algún sentido de la poca información de que disponía hasta el momento.
Aquellas personas eran claramente extrañas, aunque sólo fuese porque eran un poco altos, delgados, angulares y tan pálidos que casi parecían blancos, pero por lo demás tenían un aspecto bastante agradable; un poco raro, tal vez, uno no quisiera necesariamente pasar un viaje largo en autocar con ellos, pero el caso era que si distaban en cierto modo de ser gente buena y honrada, quizá fuese en el sentido de que eran muy simpáticos en vez de no serlo de manera suficiente. Así que, ¿a qué venía el áspero ejercicio pulmonar de Slartibartfast, que parecía más apropiado para un anuncio radiofónico de esas desagradables películas en que los operarios de una sierra de cadena se llevan trabajo a casa?
Entonces, es que eso de Krikkit era algo serio. No había caído en la relación existente entre lo que él conocía como criquet y lo que…
Slartíbartfast interrumpió sus pensamientos como si presintiera lo que pasaba por su mente.
—El juego que tú conoces como criquet —dijo con una voz que parecía perdida entre pasajes subterráneos— no es más que un curioso capricho de la memoria racial, que puede conservar imágenes vivas en la mente eones después de que su significado verdadero se haya perdido en la niebla del tiempo. De todas las razas de la Galaxia, sólo la inglesa podía revivir el recuerdo de las guerras más horribles que dividieron el Universo y transformarlo en un juego que, según me temo, se considera generalmente como absurdo e incomprensiblemente aburrido.
—A mí me gusta mucho —añadió—, pero a ojos de la mayoría de la gente, sois involuntariamente culpables del mal gusto más grotesco. Sobre todo por eso de la pelotita roja que llega a la meta; eso es muy desagradable.
—Hum —dijo Arthur con el ceño fruncido en actitud reflexiva para indicar que sus sinapsis cognitivas se las arreglaban con el comentario lo mejor que podían—, hum.
—Y estos —anunció Slartibartfast, otra vez en tono abovedado y gutural, al tiempo que señalaba al grupo de hombres de Krikkit, que ya los habían sobrepasado— son los que empezaron todo, que volverá a iniciarse esta noche. Vamos, los seguiremos y veremos por qué.
Salieron de debajo del árbol y siguieron al alegre grupo por el oscuro sendero de la colina. Su instinto natural hizo que fueran tras su presa de forma silenciosa y furtiva aunque, como iban caminando simplemente por una grabación de Ilusión Informática, bien podían teñirse de azul y tocar la tuba por toda la atención que los perseguidos les prestaban.
Arthur observó que un par de miembros del grupo cantaban ahora una canción diferente. La melodía les llegó a través del suave aire nocturno; era una dulce balada romántica que habría asegurado Kept y Sussex para McCartney poniéndole en buenas condiciones para hacer una oferta razonable por Hampshire.
—Sin duda tú debes saber lo que está a punto de ocurrir —dijo Slartibartfast.
—¿Yo? —repuso Ford—. No.
—¿No estudiaste de niño Historia Antigua de la Galaxia?
—Estuve en el cibercubículo de detrás de Zaphod —explicó Ford—; era muy distraído. Lo que no significa que no aprendiera algunas cosas bastante sorprendentes.
En ese momento Arthur notó una extraña peculiaridad en la canción que cantaba el grupo. La melodía, que habría instalado sólidamente a McCartney en Winchester haciéndole mirar con resolución desde el Test Valley al rico botín de New Forest, tenía una letra curiosa. El compositor se refería a la cita con una chica no «bajo la luna» ni «bajo las estrellas», sino «sobre la hierba», lo que pareció a Arthur un poco prosaico. Luego volvió a mirar al cielo, sorprendentemente vacío, y tuvo la clara sensación de que eso debía tener una importancia especial: ojalá pudiera saber cuál. Le dio la impresión de estar solo en el Universo, y lo dijo.
—No —repuso Slartibartfast apretando un poco el paso—, la gente de Krikkit nunca ha considerado que está «sola en el Universo». Mira, están envueltos en una Nube de Polvo, con su único sol y su único mundo, y se encuentran justo en el extremo más oriental de la Galaxia. Debido a la Nube de Polvo, nunca ha habido nada que ver en el cielo. De noche está enteramente vacío. Durante el día hace sol, pero como no se le puede mirar de frente, no lo hacen. Apenas prestan atención al cielo. Es como si tuviesen un punto ciego que se extendiera 180 grados de horizonte a horizonte.
»Y la razón por la que nunca han pensado en que "estamos solo”, es que hasta esta noche no se enterarán de la existencia del Universo. Hasta esta noche.
Siguió andando, dejando que las palabras resonaran en el aire tras él.
—Figúrate —continuó—, ni siquiera pensar en que «estamos solos», sólo porque a ti nunca se te ha ocurrido que existe otro modo de estar.
Volvió a avanzar.
—Me parece que esto va a resultar un poco desconcertante —añadió.
Al decir eso oyeron un trueno agudo, muy tenue, por encima de sus cabezas, en el cielo vacío. Levantaron la vista, alarmados, pero durante unos instantes no vieron nada.
Luego Arthur notó que delante de ellos los del grupo habían oído el ruido, pero que ninguno parecía saber qué era. Se miraban mutuamente; consternados, pasaban la vista de, izquierda a derecha, hacia adelante, hacia atrás, e incluso al suelo. No se les ocurrió mirar arriba.
La profundidad del horror y del sobresalto que manifestaron unos instantes después, cuando los restos llameantes de una nave espacial cayeron retumbando del cielo para estrellarse a unos setecientos metros de donde ellos estaban, era algo que había que haber estado allí para verlo.
Unos hablan en tonos apagados del Corazón de Oro, otros de la Astronave Bistromática.
Muchos hablan de la legendaria y gigantesca Titanic Espacial, nave de travesía fastuosa y señorial botada en las grandes factorías navales de Artrifactovol; y no les falta motivo.
Era de una belleza sensacional, increíblemente alta, y con unas instalaciones más agradables que las de cualquier nave de lo que queda de la historia (véase más abajo la nota sobre la Campaña en pro del tiempo real), pero tuvo la desgracia de que su construcción se llevó a cabo en los primeros días de la Física de la Improbabilidad, mucho antes de que esa difícil y abominable rama del conocimiento fuese plenamente, o un poco, entendida. En su inocencia, los proyectistas e ingenieros decidieron incorporarle un prototipo de Campo de la Improbabilidad con la supuesta intención de garantizar que era Infinitamente Improbable que alguna parte de la nave se estropeara alguna vez.
No comprendieron que, debido a la naturaleza circular y casi recíproca de todos los cálculos de Improbabilidad, era bastante factible que casi de inmediato ocurriese algo Infinitamente Improbable.
La Titanic Espacial ofrecía un aspecto monstruosamente bello mientras estaba fondeada como una ballena plateada del megavacío arcturiano entre la tracería iluminada por láser de los puentes de las grúas: una nube reluciente de alfileres y agujas luminosos frente a la honda negrura interestelar; pero al despegar, ni siquiera logró lanzar su primer mensaje por radio, un SOS, antes de sufrir un súbito, gratuito y absoluto fracaso existencial.
Sin embargo, el mismo acontecimiento que vio el desastroso fracaso de una ciencia en su infancia, también presenció la apoteosis de otra. Se demostró de manera concluyente que el número de gente que vio el reportaje televisivo en tres dimensiones de la botadura era mayor del que existía realmente en la época, lo que en la actualidad se ha reconocido como el mayor logro jamás alcanzado por la ciencia de la investigación de audiencia.
Otro acontecimiento espectacular para los medios de comunicación fue la supernova por la que horas después pasó la estrella Ysllodins. Allí es donde viven o, más bien, vivían los propietarios de las más importantes empresas de seguros de la Galaxia. Pero mientras de esas naves, y de otras grandiosas que vienen a la cabeza, como la Flota Galáctica de Combate —el GSS Temerario, el GSS Audacia y el GSS Locura Suicida—, se habla mucho, con respeto, orgullo, entusiasmo, cariño, admiración, pesadumbre, celos, resentimiento y, de hecho, con la mayoría de las mejores emociones conocidas, la que normalmente despierta mayor asombro es Krikkit Uno, la primera nave espacial que jamás construyera el pueblo de Krikkit.
No porque fuese una nave maravillosa, que no lo era.
Era un extraño montón de algo semejante a chatarra. Parecía que lo habían aplastado en algún patio, y en ese lugar fue precisamente donde lo aplastaron. Lo asombroso no era que la nave estuviera bien construida (no lo estaba), sino que llegara a construirse. El período de tiempo transcurrido entre el momento en que la gente de Krikkit descubrió que había una cosa llamada espacio y la botadura de su primera nave espacial, fue casi exactamente de un año.
Mientras se abrochaba el cinturón de seguridad, Ford Prefect se sintió sumamente agradecido de que aquello no fuese más que otra Ilusión Informática y de que en consecuencia se encontrara completamente a salvo. En la vida real no habría puesto el pie en aquella nave ni por todo el vino de arroz de China. Una de las frases que le vinieron a la cabeza fue: «Extremadamente insegura»; y otra: «¿Puedo bajarme, por favor?»
—¿Va a volar esto? —inquirió Arthur, lanzando miradas sombrías por las tuberías atadas con cuerdas y por los alambres que festoneaban el atestado interior de la nave.
Slartibartfast le aseguró que sí, que se hallaban perfectamente a salvo, que todo iba a ser muy instructivo y nada desolador. Ford y Arthur decidieron relajarse y quedar desolados.
—¿Por qué no volverse loco? ——comentó Ford.
Delante de ellos y, desde luego, totalmente ignorantes de su presencia por la mismísima razón de que en realidad no se encontraban allí, estaban los tres pilotos. Eran también los constructores de la nave. Habían estado aquella noche en el sendero de la colina cantando canciones enteramente tiernas. Sus cerebros quedaron levemente trastornados por la cercana colisión de la nave desconocida. Pasaron semanas arrancando hasta el último y minúsculo secreto de los restos de aquella nave chamuscada, sin dejar de cantar alegres cancioncillas de destripar astronaves. Aquélla era su nave, y en aquel momento también cantaban por ello, expresando el doble gozo del logro y de la propiedad. El estribillo era un poco conmovedor, describía la pena que el trabajo les había deparado durante tantas horas en el garaje, lejos de la compañía de sus mujeres e hijos, que les habían echado muchísimo de menos pero que habían mantenido su alegría contándoles historias interminables de lo bien que estaba creciendo el perrito.
¡Zas!, despegaron.
Surcaron el espacio con estrépito, como si la nave supiera exactamente lo que estaba haciendo.
—De ningún modo —dijo Ford poco después de que se recobraran del sobresalto de la aceleración, cuando salían de la atmósfera del planeta; e insistió—: En modo alguno termina nadie de proyectar y construir en un año una nave como ésta, por mucho entusiasmo que tenga. No lo creo. Demostrádmelo y seguiré sin creerlo.
Meneó la cabeza con aire pensativo y por un minúsculo ojo de buey contempló la nada del exterior.
Durante un rato no hubo incidentes en la travesía y Slartibartfast les tuvo pendientes de ella.
Sin embargo, muy pronto llegaron al perímetro interior de la Nube de Polvo, esférica y profunda, que envolvía el sol y su planeta natal, ocupando, por así decir, la siguiente órbita exterior.
Era como si se hubiese producido un cambio paulatino en la textura y consistencia del espacio. Ahora parecía que la oscuridad se desgarraba en ondas a su paso. La negrura del cielo nocturno de Krikkit era densa, vacía y helada.
La frialdad, la densidad y el vacío atenazaron lentamente el corazón de Arthur, que captó en lo más hondo los sentimientos de los pilotos, suspendidos en el aire como una gruesa carga estática. En aquel momento se hallaban en la frontera misma de la conciencia histórica de su raza. Era el límite exacto más allá del cual jamás habían especulado, o ni siquiera sabido que hubiese especulación alguna que hacer.
La oscuridad de la nube dio un bofetón a la nave. En su interior se encerraba el silencio de la historia. Su misión histórica consistía en averiguar si había algo o alguien al otro lado del cielo, desde donde pudieran llegar los restos de la nave, tal vez otro mundo extraño e incomprensible, aunque esa idea pertenecía a las estrechas mentes que habían vivido bajo el cielo de Krikkit.
La Historia se replegaba para asestar otro golpe.
La oscuridad seguía orlándose a su paso, el vacío se tragaba las sombras. Parecía cada vez más próxima, cada vez más densa, cada vez más honda. Y de pronto desapareció.
Salieron de la nube.
Vieron las gemas titilantes de la noche en su polvo infinito y sus cabezas cantaron de miedo.
Siguieron volando durante un rato, inmóviles frente a la extensión estrellada de la Galaxia, quieta ella misma frente a la infinita extensión del Universo. Y entonces dieron la vuelta.
—Tenía que pasar —dijeron los hombres de Krikkit al dirigirse de vuelta a casa.
En la travesía de vuelta cantaron una serie de canciones melodiosas y reflexivas sobre los temas de la paz, la justicia, la moral, la cultura, el deporte, la vida de familia y la destrucción de todas las demás formas de vida.