11

Pasos.

Zumbido.

—Encantada de serle útil.

—Cierra el pico.

—Gracias.

Más pasos.

Zumbido.

—Gracias por hacer feliz a una sencilla puerta.

—Ojalá se te pudran los diodos.

—Gracias. Que tenga buen día.

Siguen los pasos.

Zumbido.

—Es un placer abrirme para usted…

—Piérdete.

—…y una satisfacción el volverme a cerrar con la conciencia del trabajo bien hecho.

—He dicho que te pierdas.

—Gracias por escuchar este mensaje.

Más pasos.

—Va.

Zaphod dejó de caminar. Hacía días que pateaba el Corazón de Oro, y hasta el momento ninguna puerta le había dicho «va». No era lo que solían decir las puertas. Demasiado conciso. Además, no había bastantes puertas. Sonó como si cien mil personas hubieran dicho «va», y eso le dejó perplejo porque era el único ocupante de la nave.

Estaba oscuro. La mayoría de los aparatos secundarios de la nave estaban desconectados. El Corazón de Oro se hallaba flotando a la deriva en una zona remota de la Galaxia, en lo más hondo de la densa negrura del espacio. De manera que, ¿qué clase de cien mil personas determinadas aparecerían en ese momento para decir un «va» absolutamente inesperado?

Miró alrededor, a un lado y a otro del pasillo. Todo estaba sumido en la oscuridad. Sólo se veía el débil resplandor rosado de los marcos de las puertas, que al hablar emitían vibraciones luminosas entre las sombras, aunque había intentado impedírselo por todos los medios imaginables.

Las luces estaban apagadas, de modo que sus cabezas podían dejar de mirarse, porque de ordinario ninguna de ellas era especialmente una visión atractiva, y tampoco habían mejorado desde que cometió el error de observar el interior de su alma.

En efecto, había sido una equivocación.

Fue por la noche, tarde, desde luego.

Había sido un día difícil, claro.

En el aparato de sonido de la nave sonaba música espiritual, por supuesto.

Y desde luego, él estaba un poco borracho.

En otras palabras, intervinieron todas las condiciones habituales que conducen a un acceso de búsqueda espiritual, pero de todos modos fue un error.

Ahora, solo en el silencio y oscuro pasillo, recordó el momento y se estremeció. Una de sus cabezas miraba a un lado y otra en dirección contraria, y cada una de ellas decidió que el camino adecuado era el opuesto.

Escuchó, pero no oyó nada.

Lo único que había oído era el «va».

Parecía un viaje tremendamente largo sólo para llevar a una enorme cantidad de personas a que dijeran una palabra.

Despacio y nervioso, empezó a caminar en dirección al puente. Al menos, allí se encontraba al mando de la situación. Volvió a detenerse. Se sentía de un modo que no podía considerar como muy positivo para una persona que estuviera al mando de algo.

Según recordaba, el primer sobresalto de aquel momento fue descubrir que tenía alma.

En realidad, siempre había más o menos supuesto que sí poseía alma, puesto que tenía un acopio completo de todo lo demás, aparte de dos cabezas, pero el encontrarse de repente con esa idea agazapada en su interior le había dado un grave susto.

Y cuando averiguó (ése fue el segundo sobresalto) que no se trataba de algo absolutamente maravilloso casi le hizo verter la copa. La apuró rápidamente, antes de que le ocurriera algo serio; a la copa, claro. A continuación se tomó otra de un trago para que fuese detrás de la primera y comprobara que estaba bien.

—Libertad —dijo en voz alta.

En ese momento entró Trillian en el puente y dijo varias cosas entusiastas sobre el tema de la libertad.

—No puedo con ella —comentó Zaphod en tono sombrío mientras daba cuenta de una tercera copa para ver por qué la segunda aún no había informado del estado de la primera. Miró indeciso a sus dos cabezas y prefirió la de la derecha.

Bebió otra copa por la otra garganta con idea de que al pasar atajara a la otra, uniera fuerzas con ella y juntas lograran que la segunda se recobrase. Luego, las tres irían en busca de la primera, le darían buena conversación y tal vez la animarían para cantar un poco.

No estaba seguro de si la cuarta copa lo había entendido todo, de manera que bebió una quinta para que explicara el plan con más detalle y una sexta como apoyo moral.

—Estás bebiendo mucho —advirtió Trillian.

Sus cabezas chocaron tratando de distinguir separadamente las cuatro que ahora veía en la sola persona de ella. Se dio por vencido. Miró a la pantalla de navegación y quedó asombrado al ver una cantidad de estrellas fenomenal.

—La emoción y la aventura son cosas verdaderamente fantásticas —musitó.

—Mira —dijo Trillian en tono afable, sentándose cerca de él—, es muy comprensible que te sientas un poco perdido durante algún tiempo.

Zaphod la miró sobresaltado. Nunca había visto que alguien se sentara en su propio regazo.

—¡Uf! —exclamó.

Tomó otra copa.

—Has concluido la misión en la que has trabajado durante años.

—No he trabajado en ella. He intentado evitarla.

—Pero la has terminado.

—Creo que ella ha acabado conmigo —repuso él—. Aquí me tienes; soy Zaphod Beeblebrox, puedo ir a cualquier parte y hacer lo que me dé la gana. Tengo la nave más grandiosa que surca el cielo conocido, una chica con quien parece que las cosas marchan muy bien…

—¿Marchan bien?

—Por lo que yo sé. No soy experto en relaciones personales…

Trillian enarcó las cejas.

—Soy un tipo estupendo —añadió Zaphod—, puedo hacer lo que se me antoje; sólo que no tengo la menor idea de lo que quiero.

Hizo una pausa.

—De repente —continuó—, una cosa ha dejado de llevar a otra.

En contradicción con sus palabras, tomó otra copa y cayó al suelo deslizándose graciosamente de la silla.

Mientras la dormía, Trillian investigó un poco en el ejemplar de la nave de la Guía del autoestopista galáctico. Ofrecía un consejo sobre la embriaguez:

—Adelante —decía—, y buena suerte.

Había una llamada al artículo referente al tamaño del Universo y a los modos de arreglárselas con ello.

Luego encontró el artículo sobre Han Wavel, un extraño planeta de vacaciones y una de las maravillas del Universo.

Han Wavel es un mundo que consiste fundamentalmente en fabulosos hoteles y casinos de superlujo, todos los cuales se formaron por la erosión natural del viento y la lluvia.

Las probabilidades de que eso ocurra son de una entre infinito. Poco se sabe de cómo ocurrió, porque ningún geofísico, perito en estadística de la probabilidad, meteoroanalista o estudioso de extravagancias, que están tan deseosos de investigarlo, puede permitirse una estancia en ese planeta.

Tremendo, pensó Trillian para sí, y al cabo de unas horas la gran nave en forma de zapatilla blanca avanzaba despacio por el cielo, bajo un sol ardiente y luminoso, hacia un puerto espacial de arena vistosamente coloreada. Se veía que en tierra causaba sensación la nave, y Trillian disfrutaba con ello. Oyó que Zaphod se movía y silbaba en alguna parte de la nave.

—¿Cómo estás? —preguntó Trillian por el circuito de intercomunicación general.

—Estupendamente —contestó él en tono vivaz—, espléndidamente bien.

—¿Dónde estás?

—En el cuarto de baño.

—¿Qué haces?

—Estar aquí.

Al cabo de una o dos horas quedó claro que lo había dicho en serio, y la nave volvió a remontarse sin haber abierto la escotilla una sola vez.

—¡Ea! —dijo Eddie el Ordenador.

Trillian asintió pacientemente con la cabeza, dio unos golpecitos con los dedos y pulsó el interruptor del intercomunicador.

—Creo que la diversión forzosa no es probablemente lo que necesitas en este momento.

—Probablemente no —respondió Zaphod desde donde estuviera.

—Me parece que un poco de desafío físico ayudaría a sacarte de ti mismo.

—Lo que te parezca —contestó Zaphod.

«IMPOSIBILIDADES RECREATIVAS» era el título que llamó la atención de Trillian un poco después, cuando se sentó a hojear de nuevo la Guía; y mientras el Corazón de Oro se precipitaba a velocidad improbable en una dirección indeterminada, tomó una taza de algo imbebible preparado por el Distribuidor Numitrático de Bebidas, leyendo sobre cómo volar.

La Guía del autoestopista galáctico tiene esto que decir sobre el tema de volar:

El volar es un arte o, mejor dicho, un don.

El don consiste en aprender a tirarse al suelo y fallar.

Elija un día que haga bueno —sugiere— e inténtelo.

La primera parte es fácil.

Lo único que se necesita es simplemente la habilidad de tirarse hacia adelante con todo el peso del cuerpo, y buena voluntad para que a uno no le importe que duela.

Es decir, dolerá si no se logra evitar el suelo.

La mayoría de la gente no consigue evitar el suelo, y si de verdad lo intenta como es debido, lo más probable es que no logre evitarlo de ninguna manera.

Está claro que la segunda parte, la de evitar el suelo, es la que presenta dificultades.

El primer problema es que hay que evitar el suelo por accidente. No es bueno tratar de evitarlo deliberadamente, porque no se conseguirá. Hay que distraer de golpe la atención con otra cosa cuando se está a medio camino, de manera que ya no se piense en caer, o en el suelo, o en cuánto le va a doler a uno si no logra evitarlo.

Es sumamente difícil distraer la atención de esas tres cosas durante la décima de segundo que uno tiene a su disposición. De ahí que fracasen la mayoría de las personas y que finalmente se sientan decepcionadas de este deporte estimulante y espectacular.

Sin embargo, si se es lo suficientemente afortunado para quedar distraído justo en el momento crucial por, digamos, unas piernas espléndidas (tentáculos, pseudopodia, según el fílum y/o las inclinaciones personales), por una bomba que estalle cerca o por la repentina visión de una especie sumamente rara de escarabajo que se arrastre junto a un hierbajo próximo, entonces, para pasmo propio, se evitará el suelo por completo y uno quedará flotando a pocos centímetros de él en una postura que podría parecer un tanto estúpida.

Es éste un momento de soberbia y delicada concentración.

Oscilar y flotar, flotar y oscilar.

Ignore toda consideración sobre su propio peso y déjese flotar más alto.

No escuche lo que alguien le diga en ese momento, porque es improbable que sea algo de provecho.

—¡Santo Dios, no es posible que estés volando! —es el tipo de comentario que suele hacerse.

Es de importancia vital no creerlo, o ese alguien tendrá razón de pronto.

Flote cada vez más alto.

Intente unos descensos en picado, suaves al principio, luego flote a la deriva sobre las copas de los árboles respirando con normalidad.

NO SALUDE A NADIE.

Cuando haya hecho esto unas cuantas veces, descubrirá que el momento de distracción se logra cada vez con mayor facilidad.

Entonces aprenderá todo tipo de cosas sobre cómo dominar el vuelo, la velocidad, la capacidad de maniobra, y el truco consiste normalmente en no pensar demasiado en lo que uno quiere hacer, sino limitarse a dejar que ocurra como si fuese a suceder de todos modos.

También aprenderá a aterrizar como es debido, algo en que casi con seguridad fracasará, y de mala manera, el primer intento.

Hay clubs privados que enseñan a volar y en los que se puede ingresar, donde le ayudarán a conseguir ese momento fundamental de distracción. Contratan a personas con cuerpos u opiniones sorprendentes, chocantes para saltar de autobuses en marcha y exhibirlos y/o explicarlos en los momentos críticos. Pocos autoestopistas auténticos podrán permitirse el ingreso en tales clubs, pero algunos quizá puedan conseguir un empleo temporal en ellos.

Trillian leyó anhelosamente todo eso, pero decidió de mala gana que Zaphod no se encontraba verdaderamente en el estado mental adecuado para tratar de volar, caminar a través de montañas o para intentar que la administración pública de Brantisvogan aceptara una tarjeta de cambio de dirección, que eran las demás cosas enumeradas bajo el título de «Imposibilidades Recreativas».

En cambio, dirigió la nave hacia Allosimanius Syneca, un mundo de hielo, nieve, belleza violenta y frío apabullante. El viaje desde las llanuras nevadas de Liska a la cumbre de las Pirámides de Cristal Helado de Sastantua es largo y agotador, incluso con esquíes a reacción y un tiro de perros de nieve de Syneca, pero el panorama que se ve desde las alturas, que dominan los helados ventisqueros de Stin, la sierra del Prisma, de tenue resplandor, y las luces danzantes del hielo, etéreas y remotas, es tal, que primero paraliza la mente para luego lanzarla hasta horizontes de belleza desconocidos hasta entonces, y Trillian, por no ir más lejos, sintió que le vendría bien que su mente se lanzara despacio hacia horizontes de belleza desconocidos hasta entonces. Entraron en una órbita de poca altura.

Bajo ellos se extendía la blanca belleza plateada de Allosimanius.

Zaphod se quedó en la cama con una cabeza metida bajo la almohada, mientras la otra se dedicaba a hacer crucigramas hasta bien avanzada la noche.

Trillian volvió a asentir pacientemente con la cabeza, contó hasta un número lo bastante elevado y se dijo que lo importante ahora era hacer hablar a Zaphod.

A fuerza de desactivar todos los robots sintomáticos de la cocina, preparó la comida más fabulosamente deliciosa que pudo lograr: carnes delicadamente impregnadas de aceite, frutas olorosas, quesos fragantes y vinos finos de Aldebarán.

Se lo llevó y le preguntó si tenía ganas de comentar el asunto.

—Piérdete —replicó Zaphod.

Trillian asintió pacientemente, contó hasta un número aún más alto, apartó un poco la bandeja, se dirigió a la cámara de transporte y se teledirigió a hacer gárgaras.

Ni siquiera programó coordenada alguna, no tenía la menor idea de a dónde iba, sólo se marchó: una caprichosa hilera de puntos que circulaba por el Universo.

—Cualquier cosa es mejor que esto —dijo para sí en el momento de marcharse.

—Buen trabajo —murmuró Zaphod, que se dio la vuelta y no logró dormirse.

Al día siguiente caminó inquieto por los corredores vacíos de la nave, pretendiendo que no la buscaba, aunque sabía que no estaba. Ignoró las quejumbrosas preguntas del ordenador, que quería saber qué demonios estaba pasando; le puso una pequeña mordaza electrónica entre un par de terminales.

Al cabo de un rato empezó a apagar las luces. No había nada que ver. No iba a pasar nada.

Una noche —y la noche era prácticamente continua en la nave—, tumbado en la cama, decidió dominarse y ver las cosas con cierta perspectiva. Se incorporó bruscamente y empezó a vestirse. Decidió que en el Universo debía haber alguien más desgraciado, miserable y abandonado que él mismo, y se determinó a buscarlo y encontrarlo.

A medio camino del puente se le ocurrió que podía ser Marvin, y volvió a la cama.

Pocas horas después de esto fue cuando recorría desconsolado los pasillos oscuros maldiciendo a las alegres puertas y al oír el «va» se puso muy nervioso.

Estaba en tensión. Se apoyó en la pared del pasillo y frunció el ceño como alguien que tratara de enderezar un sacacorchos a fuerza de telequinesis. Dejó las huellas de los dedos en la pared y notó una vibración extraña. Ahora oía con toda claridad ruidos leves. Y también distinguía su procedencia: venían del puente. Movió la mano a lo largo de la pared y llegó a algo que se alegró de encontrar. Siguió avanzando un poco más, en silencio.

—¿Ordenador? —musitó.

—¿Mmmm? —contestó con la misma discreción la terminal del ordenador que estaba más cerca de él.

—¿Hay alguien en la nave?

—Mmmmm —dijo el ordenador.

—¿Quién es?

—Mmmmm mmm mm mmmmmmm.

—¿Qué?

—Mmmmm mmmm mm mmmmmmm.

Zaphod se tapó una de las caras con las manos.

—¡Oh, Zarquon! —masculló.

Miró por el pasillo hacia la entrada del puente; de ese tramo oscuro venían otros ruidos más decididos, y allí era donde estaban situadas las terminales amordazadas.

—Ordenador —susurró de nuevo.

—¿Mmmmm?

—Cuando te quite la mordaza…

—Mmmmm.

—Recuérdame que me dé un puñetazo en la boca.

—¿Mmmmm mmm?

—En cualquiera de las dos. Ahora dime una cosa. Una vez para sí, dos para no. ¿Hay peligro?

—Mmmm.

—¿Lo hay?

—Mmmm.

—¿No has dicho «mmmm» dos veces?

—Mmmm mmmm.

—Hummm.

Avanzó muy despacio por el corredor, como si más bien retrocediera en sentido contrario, cosa que era cierta.

Se hallaba a unos dos metros del puente cuando de pronto comprendió horrorizado que la puerta iba a mostrarse amable con él, y se detuvo en seco. No había podido desconectar los circuitos de cortesía de las puertas.

La que daba al puente quedaba oculta a la vista por la rechoncha y excitante forma que se había dado al puente para que describiera una curva, y por eso esperaba entrar sin que le vieran.

Desalentado, volvió a apoyarse en la pared y dijo unas palabras que sorprendieron sobremanera a su otra cabeza.

Atisbó el débil resplandor rosado del marco de la puerta y descubrió que en la oscuridad del pasillo podía distinguir a duras penas el Campo Sensorio que se extendía por el corredor y decía a la puerta cuándo había alguien para que se abriera y le hiciese una observación agradable y simpática.

Se apretó bien contra la pared y se acercó a la puerta, encogiendo el pecho todo lo que podía para no rozar con el debilísimo perímetro del campo. Contuvo el aliento y se felicitó por el mal humor que le hizo quedarse en la cama durante los últimos días en lugar de ordenar sus sentimientos en los aparatos ensanchadores de pecho del gimnasio de la nave.

Comprendió que iba a tener que hablar en aquel momento. Hizo una serie de respiraciones muy someras, y luego, tan rápida y calladamente como pudo, dijo:

—Puerta, si me puedes oír, dímelo en voz muy, muy baja.

—Le oigo —murmuró la puerta en voz muy, muy baja.

—Bien. Ahora, dentro de un momento, voy a pedirte que te abras. Cuando lo hagas, no quiero que digas que estás muy contenta de abrirte, ¿entendido?

—Entendido.

—Y tampoco quiero que me digas que he hecho muy feliz a una sencilla puerta, o que es un placer abrirte para mí y una satisfacción volver a cerrarte con la conciencia del trabajo bien hecho, ¿vale?

—Vale.

—Y no quiero que me desees que pase un buen día, ¿comprendes?

—Comprendo.

—Muy bien —dijo Zaphod, poniéndose en tensión—, ábrete.

La puerta se abrió en silencio. Zaphod la cruzó con calma. La puerta se cerró discretamente a sus espaldas.

—¿Es así como quería, míster Beeblebrox? —preguntó la puerta a voz en grito.

—Quiero que se imaginen —dijo Zaphod al grupo de robots blancos que en aquel momento se dieron la vuelta para mirarle— que tengo en la mano una pistola Mat-O-Mata sumamente potente.

Hubo un silencio enormemente frío y feroz. Los robots le observaban con ojos horribles, sin expresión. Estaban muy quietos. Había en su aspecto algo muy macabro, especialmente para Zaphod, que nunca había visto antes a ninguno y ni siquiera había oído hablar de ellos. Las Guerras de Krikkit pertenecían al pasado remoto de la Galaxia, y Zaphod había pasado la mayor parte de las clases de historia antigua pensando en cómo acostarse con la chica que estaba en el cibercubículo vecino al suyo, y como el ordenador que le enseñaba formaba parte integrante de su plan, al final se borraron todos los circuitos de historia y quedaron sustituidos por una serie de ideas completamente diferentes con el resultado de que las borraron y las mandaron a una casa para Cibermats Degenerados, a donde les siguió la chica, que sin darse cuenta se enamoró perdidamente de la infortunada máquina, con el resultado de que a) Zaphod nunca se acercó a ella y b) de que se perdió un período de historia antigua que en este momento le habría sido de un valor inestimable.

Los miró fijamente, pasmado.

Era imposible explicar por qué, pero sus cuerpos blancos, lisos y pulidos, parecían la encarnación del mal puro y clínico. Desde sus ojos horriblemente inexpresivos a sus poderosos pies sin vida, constituían claramente el producto calculado de una mente que simplemente deseaba matar. Zaphod tragó saliva, espantado.

Habían desmantelado parte de la pared posterior del puente, abriendo un paso hacia algunas partes vitales del interior de la nave. Con una nueva y peor sensación de sobresalto, Zaphod vio entre el laberinto de escombros que estaban abriendo un túnel hacia el corazón mismo de la nave, al núcleo de la Energía de la Improbabilidad que de modo tan misterioso había surgido de la nada, al propio Corazón de Oro.

El robot más próximo a él lo observaba de tal modo que parecía medir hasta la partícula más pequeña de su cuerpo, de su intelecto y de sus aptitudes. Y al hablar, sus palabras parecieron transmitir tal impresión. Antes de pasar a lo que dijo, conviene recordar en este momento que Zaphod era el primer ser orgánico viviente que oía hablar a una de aquellas criaturas durante un espacio de más de diez billones de años. Si hubiese prestado mayor atención a sus clases de historia antigua y menos a su ser orgánico, se habría sentido más impresionado por tal honor.

La voz del robot era como su cuerpo, fría, bruñida y sin vida. Casi poseía un tono áspero y culto. Parecía tan antigua como en realidad lo era.

—Tienes en la mano una pistola Mat-O-Mata sumamente potente —dijo el robot.

Zaphod no comprendió por un instante lo que quería decir, pero luego se miró la mano y sintió alivio al ver que lo que había encontrado en una abrazadera de la pared era realmente lo que había pensado.

—Sí —repuso con una especie de mueca de alivio, cosa que resultaba bastante difícil—, bueno, no quisiera exigirle demasiado de tu imaginación, robot.

Nadie dijo nada durante un rato, y Zaphod comprendió que los robots no habían ido a entablar conversación, que eso le correspondía a él.

—No puedo dejar de observar que habéis aparcado vuestra nave —dijo, indicando en la dirección adecuada con una de sus cabezas— en medio de la mía.

Nadie lo negó. Sin atender a ninguna clase de apropiado comportamiento dimensional, se limitaron a materializar su nave en el lugar preciso en que querían, lo que significaba que estaba encajada en el interior del Corazón de Oro como si no fuera más que un peine metido en otro.

Tampoco respondieron a eso y Zaphod se preguntó si la conversación cuajaría llevándola en forma de preguntas.

—¿no es así? —añadió.

—Sí —contestó el robot.

—Pues…, vale —dijo Zaphod—. ¿Y qué estáis haciendo aquí, tíos?

Silencio.

—Robots —corrigió Zaphod—. ¿Qué estáis haciendo aquí, robots?

—Hemos venido por el Oro del Arco —contestó el robot con su voz áspera.

Zaphod asintió. Movió la pistola invitando a que le dieran más explicaciones. El robot pareció entenderlo.

—El Arco de Oro es parte de la Llave que buscamos —prosiguió el robot— para liberar a nuestros Amos de Krikkit.

Zaphod asintió de nuevo. Volvió a balancear la pistola.

—La Llave se desintegró en el tiempo y en el espacio —continuó el robot—. El Arco de Oro está engastado en el motor que impulsa tu nave. Al reconstruirlo se transformará en la Llave. Nuestros Amos serán liberados. El Reajuste Universal continuará.

Zaphod volvió a asentir.

—¿De qué hablas? —preguntó.

Una expresión levemente apenada pareció surgir en el rostro totalmente inexpresivo del robot. Era como si la conversación le resultara deprimente.

—Destrucción ——explicó, y repitió—: Buscamos la Llave; ya tenemos el Pilar de Madera, el Pilar de Acero y el Pilar Perspex. Dentro de un momento tendremos el Arco de Oro…

—No, no lo tendréis.

—Lo conseguiremos —aseguró el robot.

—No, no lo tendréis. Eso hace que mi nave funcione.

—Dentro de un momento —repitió pacientemente el robot— tendremos el Arco de Oro…

—No lo tendréis ——declaró Zaphod.

—Y luego nos marcharemos —dijo el robot con toda seriedad— a una fiesta.

—¡Ah! ——exclamó Zaphod, sorprendido—. ¿Puedo acompañaros?

—No —repuso el robot—. Vamos a disparar contra ti.

—¿Ah, sí? —dijo Zaphod moviendo la pistola.

—Sí —confirmó el robot.

Le dispararon.

Zaphod quedó tan sorprendido que tuvieron que dispararle otra vez antes de que tocara el suelo.