El cuerpo de Arthur Dent rodó.
El Universo saltó a su alrededor en un millón de añicos, y cada fragmento particular giró silenciosamente en el vacío, reflejando en su superficie plateada un ardiente holocausto de fuego y destrucción.
Luego estalló la negrura que hay al otro lado del Universo, y cada trozo de oscuridad era el humo furibundo del infierno. La nada que se oculta tras la negrura del otro lado del Universo emergió, y detrás de la nada agazapada tras la oscuridad del otro lado del Universo despedazado se vio al fin la formó de un hombre inmenso que decía palabras grandiosas.
—Esas fueron, pues —dijo el hombre, que hablaba sentado en un sillón enormemente cómodo—, las Guerras de Krikkit, la mayor desolación que jamás se precipitara sobre nuestra Galaxia. Lo que habéis sentido…
Slartibartfast pasó flotando.
—No es más que un documental —gritó haciendo gestos—. No es una buena muestra. Lo lamento mucho, al buscar el mando para rebobinar…
—…es lo que billones y billones de inocentes…
—No estéis dispuestos a creeros nada todavía —gritó Slartibartfast, que volvió a pasar flotando y manipuló con furia el aparato que había colocado en la pared de la Cámara de Ilusiones Informáticas.
—…personas, de criaturas, de semejantes vuestros…
La música subió de tono; era inmensa, de acordes tremendos. Y a espaldas del hombre, poco a poco, empezaron a erigirse tres altas columnas entre los enormes remolinos de niebla.
—…sintieron, vivieron o, con mayor frecuencia, no lograron vivir. Pensad en ello, amigos míos. Y no olvidemos (dentro de un momento podré sugerir un medio que nos ayudará a recordar siempre) que antes de las Guerras de Krikkit la Galaxia era algo raro y maravilloso: ¡una Galaxia feliz!
En ese momento la música se volvía loca en su inmensidad.
—¡Una Galaxia feliz, amigos míos, tal como representa el símbolo de la Puerta Wikket!
Las tres columnas ya estaban claramente a la vista: tres pilares coronados por dos tramos transversales de un modo que resultaba extrañamente familiar al perplejo cerebro de Arthur.
—¡Los tres pilares! —tronó el gran hombre—. ¡El Pilar de acero, que representa la Fuerza y el Poder de la Galaxia!
Se encendieron reflectores que ejecutaron una danza enloquecida sobre la columna de la izquierda; era evidente que estaba hecha de acero o de algo parecido. La música arremetía con ruidos sordos y chillones.
—¡El Pilar Perspex —anunció el hombre inmenso—, que representa la fuerza de la Ciencia y de la Razón en la Galaxia!
Otros focos se movieron caprichosamente por la columna transparente de la derecha, creando en ella dibujos deslumbrantes y un ansia repentina e inexplicable de tomar un helado en el estómago de Arthur Dent.
—Y el Pilar de Madera, que representa —prosiguió la voz tonante, que en ese momento se enronqueció un poco, llena de sentimientos maravillosos— las fuerzas de la Naturaleza y de la Espiritualidad.
Las luces enfocaron la columna central. La música creció valerosamente al reino de la abominación absoluta.
—¡Los tres soportan —prosiguió la voz, alcanzando su punto culminante— el Arco Dorado de la Prosperidad y el Arco Plateado de la Paz!
Toda la estructura estaba entonces inundada de luces cegadoras y la música, afortunadamente, había traspasado los limites de lo discernible. En lo alto de las tres columnas, los dos arcos deslumbraban. Parecía haber tres chicas sentadas encima de ellos, o tal vez representaran ángeles. Aunque a los ángeles se les suele ver con más ropa.
De pronto hubo un dramático silencio en lo que posiblemente representaba al Cosmos y las luces se apagaron.
—No hay un mundo —vibró la voz experta del hombre—, ni un solo mundo civilizado en la Galaxia donde este símbolo no se reverencie incluso en nuestros días. Y persiste en la memoria racial de mundos primitivos. ¡Esto es lo que destruyeron las fuerzas de Krikkit, y esto es lo que ahora encierra su mundo hasta el fin de la eternidad!
Y con un gesto ceremonioso, el hombre mostró en sus manos un modelo de la Puerta Wikket[1]. En medio de aquel espectáculo absolutamente extraordinario resultaba muy difícil estimar la escala, pero la maqueta parecía tener un metro de altura.
—Desde luego, ésta no es la llave original. Como todo el mundo sabe, fue destruida, lanzada a los remolinos incesantes del continuo espacio/tiempo, y se perdió para siempre. Esta es una réplica admirable, hecha a mano por hábiles artesanos, amorosamente ensamblada mediante antiguos secretos gremiales hasta formar un recuerdo que vosotros estaríais orgullosos de poseer, en memoria de los que cayeron y en homenaje a la Galaxia, a nuestra Galaxia, en cuya defensa murieron…
En ese momento, Slartibartfast pasó flotando otra vez.
—Lo encontré —anunció—. Podemos perdernos toda esta basura. No hagáis un gesto, eso es todo.
—Y ahora, inclinemos la cabeza en señal de reparación —entonó la voz, que volvió a repetirlo más de prisa y hacia atrás.
Las luces se encendieron y apagaron, las columnas desaparecieron, la voz cotorreó al revés hasta extinguirse, el Universo se recompuso de golpe a su alrededor.
—¿Habéis comprendido lo esencial? —preguntó Slartibartfast.
—Estoy asombrado —confesó Arthur—, y pasmado.
—Me he dormido —dijo Ford, que apareció flotando en ese momento—. ¿Me he perdido algo?
Una vez más se encontraron columpiándose a bastante velocidad al borde de un peñasco angustiosamente alto. El viento les azotaba el rostro y soplaba por una hondonada en donde los restos de una de las mayores y más potentes astronaves de combate que jamás se construyeran en la Galaxia volvía a la existencia envuelta en llamas. El cielo era rosa pálido y, a través de un color bastante curioso, se convertía en azul hasta pasar a negro en lo alto. Abajo, el humo ascendía con increíble rapidez.
Los acontecimientos se sucedían ahora ante sus ojos con demasiada velocidad para distinguirlos, y poco después, cuando una enorme nave de batalla pasó vertiginosamente por su lado, comprendieron que aquél era el momento en que habían llegado.
Pero ahora las cosas marchaban con demasiada rapidez; era un borrón videotáctil que los hacía pasar por siglos de historia galáctica, girando, retorciéndose, titilando. Sólo se oía una vibración leve.
De cuando en cuando, entre la tupida maraña de acontecimientos percibían catástrofes apabullantes, grandes horrores, estremecimientos cataclísmicos que siempre se relacionaban con ciertas imágenes recurrentes, las únicas que siempre se destacaban con claridad entre la avalancha de vértigo histórico: una línea de meta, una pelota pequeña y dura de color rojo, unos robots recios de color blanco y un objeto menos claro, sombrío y neblinoso.
Pero también se percibía claramente otra sensación del vibrante paso del tiempo.
Así como una serie lenta de golpecitos pierde al acelerarse la claridad de cada ruidito individual para adquirir poco a poco la calidad de un tono sostenido y ascendente, de igual modo una serie de impresiones individuales cobraba entonces un aspecto de emoción sostenida, aunque no fuese una emoción. Si lo hubiese sido, no habría conmovido nada. Era odio; un odio implacable. Era frío; no frío como el hielo, sino como una pared. Era impersonal; no como un puñetazo lanzado al azar en medio de una multitud, sino como multas de aparcamiento impuestas por ordenador. Y era mortal; no como una bala o un puñal, sino como una pared de ladrillo en medio de una autopista.
Y así como un tono creciente cambia de carácter y cobra armonía en el ascenso, del mismo modo esa emoción que no conmovía parecía crecer hasta llegar a un grito insoportable, aunque inaudible, adquiriendo un timbre de culpa y fracaso.
Y de pronto, cesó.
Quedaron de pie en la cima de una colina tranquila; era una tarde serena.
Se ponía el sol.
A su alrededor, una campiña verde, levemente ondulada, se extendía suavemente en la lejanía. Los pájaros cantaban expresando lo que pensaban de todo aquello; la opinión general parecía ser buena. A cierta distancia se oía el ruido de niños que jugaban, y un poco más allá de donde provenía el ruido se veía el contorno de un pueblo a la débil luz crepuscular.
El pueblo parecía consistir fundamentalmente en edificios bastante bajos hechos de piedra blanca. El cielo estaba lleno de curvas suaves y agradables.
El sol casi había desaparecido.
Como de ninguna parte, empezó a sonar música. Slartibartfast tiró de un interruptor y la música cesó.
—Esto… —dijo una voz.
Slartibartfast tiró de otro interruptor y la voz calló.
—Os lo contaré —dijo el anciano con voz queda.
El sitio era tranquilo. Arthur estaba contento. Hasta Ford parecía animado. Caminaron un trayecto corto en dirección al pueblo. La Ilusión Informática de la hierba era agradable y primaveral bajo sus pies. La Ilusión Informática de las flores daba un olor dulce y fragante. Sólo Slartibartfast parecía receloso y de mal humor.
Se detuvo y levantó la vista.
A Arthur se le ocurrió de pronto que, al haber llegado al final, por así decir, o más bien al principio de todo el horror que acababan de presenciar de manera borrosa, estaría a punto de ocurrir en alguna parte algo tan desagradable como idílico era todo aquello. También él miró hacia arriba. No había nada en el cielo.
—No estarán a punto de atacar, ¿verdad? —preguntó.
Sabía que caminaba por una grabación, pero aun así se sentía alarmado.
—Nadie está a punto de atacar esto —anunció Slartibartfast con una voz que temblaba de emoción inesperada—. Aquí es donde empieza todo. Este es el lugar. Esto es Krikkit.
Miró fijamente al cielo.
De uno a otro horizonte, de oriente a occidente, de norte a sur, el firmamento estaba enteramente negro.