En el Lord's hacía un día delicioso y encantador cuando Ford y Arthur cayeron a la ventura de una anomalía espacio-temporal y aterrizaron en el inmaculado césped, bastante duro.
El aplauso de la multitud fue tremendo. No era para ellos, pero de todos modos se incorporaron por instinto; afortunadamente, pues la pesada pelotita roja a la que aplaudía la multitud pasó silbando a unos milímetros de la cabeza de Arthur. Un espectador sufrió un colapso.
Se arrojaron al suelo, que parecía dar horribles vueltas en torno a ellos.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Arthur.
—Algo rojo —musitó Ford.
—¿Dónde estamos?
—Pues…, en algo verde.
—Formas —masculló Arthur—. Necesito formas.
A la ovación de la multitud sucedieron en seguida jadeos de asombro y risitas ahogadas de centenares de personas que aún no habían decidido si creer o no lo que acababan de ver.
—¿Es suyo este sofá? —preguntó una voz.
—¿Qué ha sido eso? —murmuró Ford.
Arthur levantó la vista.
—Algo azul —dijo.
—¿De qué forma?
Arthur volvió a mirar.
—Tiene la forma —musitó Ford, con el ceño fieramente fruncido— de un policía.
Se quedaron en cuclillas durante unos momentos, con el entrecejo muy junto. El objeto azul con forma de policía les dio unos golpecitos en el hombro.
—Vamos, ustedes dos —dijo la forma—, circulen.
Esas palabras tuvieron para Arthur el efecto de una sacudida eléctrica. Se puso en pie de un salto, como un escritor que oye el timbre del teléfono, y lanzó una serie de miradas sorprendidas al panorama que le rodeaba y que súbitamente había cobrado un aspecto tremendamente ordinario.
—¿De dónde han sacado esto? —gritó a la forma de policía.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó la sorprendida forma.
—Esto es el Lord's Cricket Ground, ¿verdad? —inquirió a su vez Arthur, con brusquedad—. ¿Dónde lo han encontrado? ¿Cómo lo han traído hasta aquí? Creo —añadió, llevándose la mano a la frente— que será mejor que me calme.
Bruscamente, se puso en cuclillas delante de Ford.
—Es un policía —anunció—. ¿Qué hacemos?
Ford se encogió de hombros.
—¿Qué quieres hacer tú? —preguntó.
—Quiero —contestó Arthur— que me digas que he estado soñando durante los últimos cinco años.
Ford volvió a alzar los hombros y le siguió la corriente.
—Has estado soñando durante los últimos cinco años —dijo.
Arthur se puso en pie.
—De acuerdo, agente —dijo—. He estado soñando durante los últimos cinco años. Pregúntele —añadió, señalando a Ford—. El también estaba.
Seguidamente, se encaminó hacia la banda del campo limpiándose la bata. Entonces la observó y se detuvo. La miró fijamente. Se precipitó hacia el policía.
—¿Y de dónde he sacado yo esta ropa? —aulló.
Cayó al suelo y se retorció sobre el césped.
Ford meneó la cabeza.
—Ha pasado dos millones de años malos —explicó al policía.
Entre los dos pusieron a Arthur sobre el sofá y lo llevaron fuera del terreno de juego sin dificultades, salvo por la súbita desaparición del sofá en el trayecto.
A todo esto, las reacciones del público eran muchas y variadas. La mayoría de la gente no toleraba ver el espectáculo, y en cambio lo oía por la radio.
—Vaya, qué incidente tan interesante, Brian —dijo un comentarista radiofónico a otro—. Me parece que no ha habido materializaciones misteriosas en el campo de juego desde… desde…; pero no creo que se haya producido ninguna…, ¿verdad?…, que yo recuerde…
—¿Edgbaston, en 1932?
—¡Ah! ¿Y qué pasó entonces?
—Pues, Peter, creo que Canter estaba frente a Willcox, que se dirigía a marcar desde el extremo del pabellón, cuando un espectador echó a correr de repente por medio del campo.
Hubo una pausa durante la cual el primer comentarista consideró esas palabras.
—S …í —dijo—, sí, eso no tiene nada de misterioso, ¿verdad? En realidad, no se materializó, ¿eh? Sólo echó a correr.
—No, eso es cierto, pero afirmó haber visto que algo se materializaba en el campo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Una especie de cocodrilo, según creo.
—Ya. ¿Y lo vio alguien más?
—Al parecer, no. Y nadie fue capaz de sacarle una descripción detallada, de manera que sólo se emprendió una búsqueda muy superficial.
—¿Y qué le ocurrió al espectador?
—Pues creo que alguien le invitó a almorzar, pero él explicó que ya había comido muy bien, de manera que se olvidó el asunto y Warwickshire siguió el juego ganando por tres tantos.
—Así que no se parece mucho al presente caso. A aquellos de ustedes que acaben de sintonizarnos les interesará saber que, hmmm… dos hombres, dos hombres zarrapastrosos y todo un sofá…, ¿un sofá grande, me parece?…
—Sí, un sofá grande.
—…se han materializado en este momento en pleno campo de juego del Lord's Cricket. Pero no creo que pretendieran hacer daño alguno, se han mostrado benévolos y…
—Perdona que te interrumpa un momento, Peter, para decir que el sofá acaba de desaparecer.
—Es cierto. Bueno, un misterio menos. Sin embargo, creo decididamente que es un caso digno de pasar a los anales, sobre todo al ocurrir en este momento dramático del juego, cuando Inglaterra sólo necesita veinticuatro tantos para ganar la final. Los dos hombres están saliendo del terreno de juego acompañados de un agente de policía, y me parece que todo el mundo se está calmando y que el juego está a punto de reanudarse de nuevo.
—Y ahora, caballero —dijo el policía después de abrirse paso entre la curiosa multitud y de depositar el cuerpo tranquilamente inerte de Arthur sobre una manta—, tal vez tenga la amabilidad de decirme quiénes son ustedes, de dónde vienen y de qué trataba esa escenita.
Ford miró un momento al suelo como si se preparase para tomar alguna determinación, luego levantó la cabeza y lanzó al policía una mirada que le alcanzó con toda la fuerza de cada milímetro de los seis años luz de distancia entre la Tierra y la casa de Ford en los alrededores de Betelgeuse.
—Muy bien —dijo Ford con voz muy queda—, se lo contaré.
—Sí, bueno, no es necesario —se apresuró a contestar el policía—, sólo que no deje que vuelva a ocurrir lo mismo, fuera lo que fuese.
El policía se volvió y marchó en busca de cualquiera que no fuese de Betelgeuse. Por fortuna, el campo estaba lleno de ellos.
La conciencia de Arthur se aproximó a su cuerpo como desde una gran distancia y de mala gana. Había pasado en él algunos malos ratos. Poco a poco, nerviosa, entró en él y se instaló en su posición acostumbrada.
Arthur se incorporó.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—En el campo de Lord's Cricket —contestó Ford.
—Estupendo —comentó Arthur mientras su conciencia volvía a salir para tomarse un breve respiro. Su cuerpo se desplomó de nuevo sobre el césped.
Diez minutos después, encorvado sobre una taza de té en el pabellón del bar, el color empezó a volver a su demacrado rostro.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Ford.
—Como en casa —repuso Arthur con voz ronca.
Cerró los ojos inhalando ansiosamente el humo del té como si fuese…, bueno, por lo que tocaba a Arthur, como si fuese té; y lo era.
—Estoy en casa —repitió—. En casa. Esto es Inglaterra y hoy es hoy; la pesadilla ha terminado. —Abrió los ojos de nuevo y sonrió serenamente, añadiendo con un murmullo emocionado—: Me encuentro en el sitio al que pertenezco.
—Hay dos cosas que, según creo, debería decirte —respondió Ford, tirándole un ejemplar del Guardian por encima de la mesa.
—Estoy en casa —repitió Arthur.
—Sí —dijo Ford, señalando la fecha de la cabecera del periódico—. Una es que la Tierra será demolida dentro de dos días.
—Estoy en casa —insistió Arthur—. Té, criquet —añadió con placer—, césped cuidado, bancos de madera, chaquetas blancas de lino, botes de cerveza…
Poco a poco empezó a centrar su atención en el periódico. Inclinó la cabeza a un lado con el ceño levemente fruncido.
—Este ya lo he visto antes —comentó. Su mirada subió despacio hacia la fecha, sobre la que Ford daba golpecitos indolentes. Su rostro se inmovilizó durante un par de segundos y luego empezó a hacer ese ruido terrible y lento con el que los témpanos de hielo del Artico se desmoronan tan espectacularmente en primavera.
—Y la otra —prosiguió Ford, bebiéndose el té de un trago—, es que pareces tener un hueso en la barba.
Fuera del pabellón del bar, el sol brillaba sobre una muchedumbre feliz. Relucía en los sombreros blancos —y en las caras rojas. Centelleaba sobre los helados y los fundía. Espejeaba en las lágrimas de los niños cuyos helados acababan de fundirse, desprendiéndose del palo. Fulguraba en los árboles, destellaba en los remolinos descritos por los bates de criquet, refulgía en el objeto absolutamente extraordinario que se había detenido tras los marcadores y que al parecer nadie había observado. Y cayó sobre Arthur y Ford cuando salieron del pabellón del bar, guiñando los ojos para examinar la escena que les rodeaba.
Arthur estaba temblando.
—Tal vez debería… —dijo.
—No —respondió Ford, con brusquedad.
—¿Qué? —inquirió Arthur.
—No intentes telefonearte a tu casa.
—¿Cómo sabías…?
Ford se encogió de hombros.
—Pero ¿por qué no? —insistió Arthur.
—Las personas que hablan por teléfono consigo mismas —amonestó Ford— nunca se enteran de nada provechoso.
' —Pero…
—Mira —dijo Ford. Descolgó un teléfono imaginario y marcó en un disco igualmente supuesto.
—¿Oiga? —dijo por el micrófono fingido—. ¿Es usted Arthur Dent? Ah, hola, sí. Arthur Dent al aparato. No cuelgue.
Miró decepcionado al teléfono inmaterial.
—Ha colgado —anunció, encogiéndose de hombros y colgando con cuidado el teléfono inexistente—. Esta no es mi primera anomalía temporal —añadió.
La expresión de melancolía se acentuó en el rostro de Arthur Dent.
—Así que no estamos a salvo y en casa —dijo.
—Ni siquiera podemos decir —respondió Ford— que estemos en casa secándonos vigorosamente con una toalla.
El partido continuaba. El lanzador se acercó a la meta a paso largo, al trote y, luego, a la carrera. De pronto se enredó en una confusión de brazos y piernas de la cual salió una pelota. El bateador giró en redondo mandándola detrás de él, por encima de los marcadores. La mirada de Ford siguió la trayectoria de la pelota y se crispó un poco. El betelegeusiano se puso rígido. Volvió a examinar el recorrido de la pelota y sus ojos se contrajeron de nuevo.
—Esta no es mi toalla —anunció Arthur, hurgando en su bolso de piel de conejo.
—¡Chss! —le conminó Ford. Frunció el ceño, concentrándose.
—Yo tenía una toalla golgafrinchana para correr —continuó Arthur—; era azul, con estrellas amarillas. Esta no es.
—¡Chss! —repitió Ford. Se tapó un ojo y miró con el otro.
—Esta es rosa —dijo Arthur—; no es tuya, ¿verdad?
—Me gustaría que cerraras el pico y dejaras de hablar de tu toalla —repuso Ford.
—No es mi toalla —insistió Arthur—, eso es lo que estoy tratando de…
—Y lo que yo pretendo —replicó Ford con un gruñido sordo— es que dejes de hablar de ello en este preciso momento.
—Muy bien —convino Arthur, empezando a guardarla de nuevo en el bolso de conejo, cosido de manera primitiva—. Confieso que a la escala cósmica de las cosas quizá no tenga importancia; sólo que resulta chocante, eso es todo. De pronto aparece una toalla rosa en lugar de otra azul con estrellas amarillas.
Ford empezaba a comportarse de forma bastante rara, o más bien comenzaba a actuar de una manera que resultaba extrañamente diferente del insólito estilo con que solía proceder habitualmente. Lo que hacía era lo siguiente: sin considerar las miradas de pasmo que provocaba entre la multitud reunida con él en torno al terreno de juego, se pasaba las manos por la cara con movimientos bruscos, agachándose detrás de unos espectadores, saltando por encima de otros, quedándose quieto luego y guiñando mucho los ojos. Al cabo de unos momentos echó a andar con cautela; iba con el ceño fruncido, absorto en sus pensamientos, como un leopardo que no está seguro de si acaba de ver una lata medio vacía de comida para gatos a menos de un kilómetro de distancia por la cálida y polvorienta llanura.
—Este tampoco es mi bolso —dijo Arthur, inesperadamente.
Ford salió de su abstracción. Miró enfadado a Arthur.
—No hablaba de la toalla —protestó éste—. Ya hemos demostrado que no es la mía. Es que el bolso en el que guardaba la toalla que no es mía, tampoco es mío, aunque tiene un parecido extraordinario. Y personalmente creo que eso es sumamente raro, sobre todo teniendo en cuenta que lo hice yo mismo en la Tierra prehistórica. Estas piedras tampoco son las mías —añadíó, sacando del bolso unas chinas lisas de color gris—. Hacía colección de piedras interesantes, y se ve que éstas son muy sosas.
Un rugido de excitación vibró entre la multitud y sofocó la respuesta de Ford a la información de Arthur. La pelota de criquet que había provocado tal reacción cayó del cielo y aterrizó perfectamente en el interior del misterioso bolso de Arthur, de piel de conejo.
—¡Vaya!, diría que éste también es un incidente curioso —dijo Arthur, cerrando de prisa el bolso y mirando al campo con aire de buscar la pelota—. No creo que esté por aquí –dijo a unos niños que le rodearon inmediatamente para incorporarse a la búsqueda—; es probable que haya rodado a alguna parte. Por allí, me parece.
Señaló vagamente en la dirección por la cual deseaba que se largaran.
—¿Está usted bien? —preguntó uno de los niños, mirándole con curiosidad.
—No ——contestó Arthur.
—Entonces, ¿por qué lleva un hueso en la barba?
—Le estoy enseñando a estar a gusto dondequiera que le pongan —repuso Arthur, orgulloso de la frase. Pensó que era precisamente el tipo de sentencia que entretiene y estimula a las mentalidades jóvenes.
—Ya —dijo el niño, inclinando la cabeza a un lado para pensarlo—. ¿Cómo se llama usted?
—Dent. Arthur Dent.
—Eres un pelma, Dent —aseguró el niño—, un completo gilipollas.
Miró a otra parte para indicarle que no tenía especial prisa por salir corriendo, y luego se alejó hurgándose la nariz. De pronto recordó Arthur que volverían a demoler la Tierra al cabo de dos días, y esta vez no lo sintió tanto.
El juego continuó con una pelota nueva, el sol siguió brillando, Ford insistió en saltar de un lado para otro, meneando la cabeza y parpadeando.
—Se te ha ocurrido algo, ¿verdad? preguntó Arthur.
—Creo ——contestó Ford con un tono de voz que Arthur ya reconocía como presagio de algo enteramente ininteligible— que hay un PRODO por ahí.
Señaló. Curiosamente, la dirección que indicaba no era hacia la que estaba mirando. Arthur miró a esta última, que llevaba a los marcadores, y hacia la otra, que daba al campo de juego.
Asintió con la cabeza y se encogió de hombros. Volvió a hacerlo.
—¿Un qué? preguntó.
—Un PRODO.
—¿Un PR…?
—…ODO.
—¿Y qué es eso?
—Un Problema de Otro —explicó Ford.
—Ah, bien —dijo Arthur, tranquilizándose. No tenía idea de qué se trataba, pero al menos parecía haberse acabado. No se había terminado.
—Por allí —dijo Ford, señalando de nuevo los marcadores y mirando el campo.
—¿Dónde? —preguntó Arthur.
—¡Allí! —exclamó Ford.
—Ya veo —dijo Arthur, que no lo veía.
—¿Lo ves?
—¿Qué?
—¿No ves —dijo Ford en tono paciente— el PRODO?
——Creí que habías dicho que era un problema de otro.
—Eso es.
Arthur asintió despacio, con cautela y con un aire de tremenda estupidez.
—Y quiero saber si lo ves —insistió Ford.
—¿Lo ves tú?
—Sí.
—¿Qué aspecto tiene?
—¿Y cómo voy a saberlo, idiota? —gritó Ford—. Si lo ves, dímelo tú.
Arthur experimentó la sorda palpitación detrás de las sienes que era el distintivo de muchas de sus conversaciones con Ford. Su cerebro hizo un movimiento furtivo, como un perrillo asustado en la perrera. Ford le cogió del brazo.
—Un PRODO —explicó— es algo que no podemos ver, que no distinguimos o que nuestra mente no nos deja observar porque creemos que es un problema de otro. Eso es lo que significa PRODO. Problema de Otro. El cerebro se limita a perfilarlo, es como un punto ciego. Si se mira directamente no se ve, a menos que se sepa qué es exactamente. La única esperanza consiste en percibirlo por sorpresa con el rabillo del ojo.
—Ah —dijo Arthur—, por eso es por lo que…
—Sí —confirmó Ford, que sabía lo que iba a decir Arthur.
—…has estado saltando y…
—Sí.
…parpadeando…
—Sí.
—…y…
—Creo que has captado el mensaje.
—Ya lo veo —anunció Arthur—, es una nave espacial.
Por un momento, Arthur quedó pasmado ante la reacción que provocó su descubrimiento. De la multitud surgió un rugido y la gente echó a correr en todas direcciones, gritando, aullando y tropezando en un tumulto lleno de confusión. Retrocedió asombrado y miró en torno, temeroso. Luego volvió a mirar alrededor con mayor sorpresa todavía.
—Emocionante, ¿verdad? —dijo una aparición.
El aparecido osciló ante los ojos de Arthur, aunque probablemente lo cierto era que los ojos de Arthur temblequeaban delante de la aparición.
—Q_q…q…q… —dijo con labios temblorosos.
—Me parece que tu equipo acaba de ganar —dijo la aparición.
—Q …q…q…q… —repitió Arthur, puntuando cada sonido con una presión en la espalda de Ford Prefect, que contemplaba el tumulto con ansiedad.
—Eres inglés, ¿no? —dijo el aparecido.
—Q …q…q…q…, sí —dijo Arthur.
—Pues, como decía, tu equipo acaba de ganar. El partido. Lo que significa que los otros se quedan con las cenizas. Debes estar muy contento. Confieso que me gusta mucho el criquet, aunque me molestaría que alguien me oyera decir eso fuera de este planeta. ¡Válgame Dios, no!
El aparecido esbozó lo que podría ser una sonrisa malévola, pero era difícil saberlo porque el sol estaba justo detrás de él, creando un halo cegador en torno a su cabeza e iluminando su barba y cabellos plateados, lo que le daba un aire reverente, dramático y difícil de conciliar con sonrisas malévolas.
—Sin embargo —añadió— todo terminará en un par de días, ¿verdad? Aunque tal como te dije la última vez que nos vimos, lo lamenté mucho. En fin, fuera lo que fuese lo que habrá sido, habrá sido.
Arthur intentó hablar, pero abandonó la lucha desigual. Volvió a azuzar a Ford.
—Creí que había pasado algo horrible ——dijo Ford—, pero no es más que se ha acabado el partido. Tenemos que marcharnos. ¡Ah, hola, Slartibartfast! ¿Qué haces aquí?
—Pues pasear —contestó gravemente el anciano—, dar una vuelta.
—¿Esa es tu nave? ¿Puedes llevarnos a alguna parte?
—Paciencia, paciencia —amonestó el anciano.
—Vale —dijo Ford—. Sólo que este planeta va a ser demolido bien pronto.
—Lo sé —repuso Slartibartfast.
—Bueno, sólo quería aclarar las cosas.
—Aclaradas están.
—Pues si te apetece mucho haraganear por un campo de criquet en este preciso momento…
—Me apetece.
—Entonces, es tu nave.
—Sí.
—Lo supongo —dijo Ford, volviendo bruscamente la espalda.
—Hola, Slartibartfast —dijo Arthur, al fin.
—Hola, terrícola —contestó el anciano.
—Al fin y al cabo —observó Ford—, sólo se muere una vez.
El anciano ignoró el comentario y miró fijamente el campo de juego con ojos que parecían rebosar de expresiones que no guardaban una relación clara con lo que allí pasaba. Ocurría que la multitud se agrupaba en un amplio círculo alrededor del centro del campo. Lo que veía en ello Slartibartfast, sólo él lo sabía.
Ford tarareaba algo. Sólo era una nota repetida a intervalos. Esperaba que alguien le preguntara qué canturreaba, pero nadie lo hizo. Si le hubiera interesado a alguien, habría dicho que se trataba de la primera nota de una canción de Noel Coward titulada Loca por el chico, repetida una y otra vez. Entonces, le habrían indicado que sólo entonaba una nota, a lo cual hubiese contestado él que, por razones que deberían saltar a la vista, estaba omitiendo la parte de «por el chico». Le molestaba que nadie le preguntara.
—Es que —saltó al fin— si no nos vamos pronto, podríamos vernos metidos otra vez en todo el asunto. Y no hay nada más deprimente que ver la destrucción de un planeta. Salvo, quizás, estar en él en el momento en que se lleva a cabo. O —añadió en voz baja— perder el tiempo en partidos de criquet.
—Paciencia —recomendó Slartibartfast de nuevo—. Se avecinan grandes cosas.
—Eso es lo que dijiste la última vez que nos vimos —recordó Arthur.
—Y fueron grandes —comentó el anciano.
—Sí, es cierto —reconoció Arthur.
Sin embargo, lo único que al parecer se avecinaba era una especie de ceremonia. Se montaba sobre todo en consideración a la TV, y no para los espectadores, pues desde donde estaban de lo único de que se enteraban era de lo que escuchaban por una radio que había cerca. Ford mostraba una indiferencia agresiva.
Se inquietó al oír que iban a entregar las cenizas al capitán del equipo inglés en el campo, se impacientó cuando explicaron que lo hacían porque les habían ganado por enésima vez, emitió un decidido ladrido de disgusto ante la información de que las cenizas eran los restos de una cantera de criquet y cuando, además, le pidieron que aceptara el hecho de que la cantera de criquet en cuestión se había quemado en Melbourne, Australia, en 1882, para ilustrar la «muerte del criquet inglés», se volvió hacia Slartibartfast y respiró hondo, pero no tuvo oportunidad de decir nada porque el anciano no estaba allí. Se dirigía al campo de juego con un paso tremendamente decidido que le alborotaba la barba, los cabellos y la túnica dándole un aspecto muy semejante al que habría tenido Moisés si el Sinaí hubiese sido un campo de césped bien cortado en vez de un monte ígneo y humeante, como suele representarse.
—Ha dicho que nos reunamos con él en la nave —dijo Arthur.
—¿Qué demonios apestosos está haciendo ese viejo idiota? —estalló Ford.
—Va a recibirnos en su nave dentro de dos minutos —dijo Arthur con un encogimiento de hombros que indicaba su total renuncia a pensar. Se encaminaron hacia la nave. Ruidos extraños llegaron a sus oídos. Trataron de no escucharlos, pero no pudieron dejar de entender que Slartibartfast exigía con irritación que le entregaran la urna de plata que contenía las cenizas.
—Son de una importancia vital para la seguridad pasada, presente y futura de la Galaxia —decía, lo que produjo una hilaridad desatada.
Arthur y Ford decidieron no hacer caso.
Lo que ocurrió a continuación no pudieron ignorarlo. Con un ruido como el de cien mil personas que gritaran «va», una nave espacial de color blanco acerado pareció surgir repentinamente de la nada justo por encima del campo de criquet y quedó flotando en el aire con una amenaza infinita y un zumbido leve. Durante un rato no hizo nada, como si esperase que todo el mundo volviera a sus ocupaciones sin importarle que se quedase flotando allí mismo.
Luego hizo algo sumamente extraordinario. Mejor dicho, se abrió y soltó algo sumamente extraordinario: once criaturas sumamente extraordinarias.
Eran robots. Robots blancos.
Lo más extraordinario era que parecían ir vestidos para la ocasión. No sólo eran blancos, sino que llevaban lo que parecían ser palos de criquet; y no sólo eso, sino que también llevaban lo que parecían ser pelotas de criquet. Y no sólo eso, sino que llevaban almohadillas acanaladas en la parte inferior de las piernas. Estas últimas eran extraordinarias, pues parecían contener motores a reacción que permitían a aquellos robots, curiosamente civilizados, salir volando de su nave, que seguía inmóvil en el aire, y empezar a matar gente, que es lo que hicieron.
—Vaya —dijo Arthur—, parece que pasa algo.
—¡Vamos a la nave! —gritó Ford—. No quiero saber, sólo ir a la nave —echó a correr sin dejar de gritar—. No quiero saber, no quiero ver, no quiero oír. ¡Este no es mi planeta, yo no elegí estar aquí, no deseo que me comprometan, sólo quiero salir de aquí y acudir a una fiesta con gente con la que pueda relacionarme!
Humo y llamas se alzaban del campo.
—Vaya, parece que la brigada sobrenatural ha venido hoy en gran número… —farfulló contenta una radio.
—Lo que necesito —gritó Ford, como para aclarar sus observaciones anteriores— es una buena copa y una reunión de mis pares.
Siguió corriendo, deteniéndose sólo un momento para coger del brazo a Arthur y arrastrarle con él. Arthur había asumido su actitud habitual ante los momentos críticos, que consistía en que darse con la boca abierta y dejar que todo le resbalase por encima.
—Están jugando al criquet —murmuró, avanzando a tropezones detrás de Ford—. juro que están jugando al criquet. No sé por qué, pero eso es lo que hacen. ¡No sólo matan gente, la mandan hacia arriba, Ford, nos envían por los aires!
Habría sido difícil no creérselo sin conocer bastante más historia de la Galaxia de la que Arthur había aprendido hasta el momento en sus viajes. Las espectrales pero violentas formas a quienes se veía moverse entre la espesa capa de humo parecían representar una serie de extrañas parodias con los palos de criquet; la diferencia residía en que, a cada golpe, las pelotas estallaban al tocar el suelo. La primera de ellas provocó en Arthur la idea inicial de que todo aquel asunto podría ser simplemente un truco publicitario de unos fabricantes australianos de margarina.
Y entonces, tan de repente como empezó, terminó todo. Los once robots blancos se elevaron en formación cerrada entre la nube de humo, entrando con los últimos chorros de llamas en las entrañas de su flotante nave blanca, que, con el fragor de cien mil personas que decían «va», se esfumó en el aire del que había surgido.
Por un momento hubo un silencio tremendo, lleno de pasmo, y luego apareció entre el humo oscilante la pálida figura de Slartibartfast, que se parecía aún más a Moisés porque, pese a que persistía la ausencia de monte, al menos caminaba ahora por un césped bien cortado, envuelto en llamas y humeante.
Lanzó en torno una mirada vehemente hasta distinguir las apresuradas siluetas de Arthur Dent y de Ford Prefect; éstos se abrían paso entre la multitud asustada, que en aquel momento se precipitaba atropelladamente en dirección contraria. La muchedumbre, claro está, pensaba en lo raro que estaba saliendo el día y no sabía a ciencia cierta qué camino tomar, si es que había alguno.
Slartibartfast hacía gestos apremiantes y gritaba a Ford y Arthur, y poco a poco los tres fueron llegando a la nave, que seguía inmóvil tras los marcadores, inadvertida por la multitud que se precipitaba desordenadamente bajo ella y que en aquel momento tenía probablemente que enfrentarse a bastantes problemas particulares.
—¡Han garnu granu la! —gritó Slartibartfast con su voz fina y trémula.
—¿Qué ha dicho? —jadeó Ford mientras se abría paso a codazos.
—Que han… no sé qué —contestó Arthur meneando la cabeza.
—¡Han garnu la gruná! —gritó otra vez Slartibartfast.
Ford y Arthur se miraron y menearon la cabeza.
—Parece urgente —comentó Arthur, que se detuvo y gritó—: ¿Qué?
—¡Que han gurua la grunamá! —aulló Slatirbartfast, sin dejar de hacerles señas.
—Dice —explicó Arthur— que se llevan las cenizas. Eso es lo que he entendido.
Siguieron corriendo.
—¿Las…? —preguntó Ford.
—Cenizas —contestó Arthur, pronunciando claramente—. Los restos quemados de una cantera de criquet. Es un trofeo. Al parecer —jadeó— eso… es… lo que… han venido a buscar.
Sacudió la cabeza con mucha suavidad, como si pretendiera trasladar su cerebro a un nivel más bajo dentro del cráneo.
—Qué cosa tan rara nos dice —comentó bruscamente Arthur.
—Qué cosa tan rara se llevan.
—Qué nave tan rara.
Habían llegado. La segunda cosa más rara de la nave era ver el campo del Problema de Otro en funcionamiento. Ahora veían la nave con claridad sólo porque sabían que estaba allí. Sin embargo era evidente que nadie más la veía. No porque fuese realmente invisible ni nada tan hiperimposible. La tecnología empleada para hacer algo invisible es tan infinitamente compleja, que novecientos noventa y nueve mil millones, novecientos noventa y nueve millones, novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve veces entre un billón resulta mucho más cómodo y eficaz guardar el objeto y pasarse sin ello. El ultrafamoso mago y científico Effrafax de Wug apostó una vez su vida a que en el plazo de un año podía volver invisible la gran megamontaña Magramala.
Tras pasar la mayor parte del año tirando de enormes Lux—0—Válvulas, Refracto-Desintegradores y Desvíos Espectr-O-Máticos, cuando le quedaban nueve horas comprendió que no lo conseguiría.
De manera que él y sus amigos, y los amigos de sus amigos, más los amigos de los amigos de sus amigos y los amigos de los amigos de los amigos de sus amigos, junto con algunos amigos suyos menos buenos que por casualidad eran propietarios de una importante compañía de transportes interestelares, produjeron lo que hoy se reconoce ampliamente como la noche de trabajo más dura de la historia, y al día siguiente, por supuesto, ya no se veía Magramala. Effrafax perdió la apuesta y, en consecuencia, la vida, sólo porque un árbitro pedante observó (a) que al andar por el área donde Magramala debía estar no tropezó ni se rompió las narices contra nada, y (b) que había una luna extra de aspecto sospechoso.
El campo del Problema de Otro es mucho más cómodo y eficaz, y además funciona más de cien años con una sencilla pila de linterna. La razón de ello es que se basa en la predisposición natural de la gente a no ver nada que no quiera ver, que no espere o que no pueda explicarse. Si Effrafax hubiese pintado la montaña de rosa y erigido en ella un sencillo y barato campo de PRODO, la gente habría pasado de largo por la montaña, la habría rodeado e incluso escalado sin darse cuenta ni por un momento de que estaba allí.
Y eso es precisamente lo que pasaba con la nave de Slartibartfast. No era rosa, pero de haberlo sido habría constituido el menor de sus problemas visuales y la gente se habría limitado a ignorarla, como cualquier otra cosa.
Lo más extraordinario era que sólo en parte parecía una astronave, con sus alerones, motores de cohetes, escotillas de emergencia, etcétera, asemejándose mucho a un pequeño bar italiano suspendido en el aire.
Ford y Arthur lo miraron con asombro y con la sensibilidad profundamente herida.
—Sí, lo sé —dijo Slartibartfast, que en ese momento corría hacia ellos, inquieto y sin aliento—, pero hay una razón. Vamos, tenemos qué irnos. La antigua pesadilla va a repetirse. El destino nos aguarda a todos. Debemos marcharnos ya.
—Me apetece algún lugar soleado —dijo Ford.
Ford y Arthur siguieron a Slartibartfast al interior de la nave, y estaban tan absortos en lo que veían dentro, que les pasó enteramente inadvertido lo que pasaba fuera.
Otra nave espacial, lisa y plateada, descendió del cielo sobre el campo, con calma, sin ruido, desplegando sus largas patas en un delicado ballet tecnológico.
Tomó tierra con suavidad. Extendió una rampa pequeña. Una criatura alta de color gris verdoso salió por ella y se acercó al reducido grupo de personas reunidas en el centro del campo que atendían a las víctimas de la reciente y extraña matanza. Fue apartando a la gente con autoridad firme y serena hasta llegar a un hombre que yacía en un desesperado charco de sangre, fuera del alcance de cualquier medicina terrenal, jadeando, tosiendo por última vez. La criatura se arrodilló en silencio a su lado.
—¿Arthur Philip Deodat? —preguntó.
El hombre, con una horrible confusión en la mirada, asintió débilmente.
—Eres un inútil, un estúpido que no vale para nada —musitó la criatura—. Pensé que deberías saberlo antes de morir.