La botella fue arrojada al mar una cálida noche de verano, pocas horas antes de que empezase a llover. Como todas las botellas, era frágil y se rompería en caso de dejarla caer al suelo desde cierta altura. Pero pocas cosas navegan mejor que una botella bien cerrada. Podía flotar con seguridad en medio de un huracán o de una tormenta tropical, o cabecear en lo más alto de los remolinos más peligrosos. En cierto modo, era el medio ideal para el mensaje que llevaba en su interior, un mensaje enviado para cumplir una promesa.
Al igual que todas las botellas que navegan a la deriva en el océano, su rumbo era impredecible. Los vientos y las corrientes juegan un importante papel en la dirección que puedan tomar; las tormentas y otras cosas que el hombre arroje al mar también pueden afectar su trayectoria. Puede ocurrir que una red de pesca enganche una botella y la arrastre a decenas de millas en dirección contraria a la que llevaba. Como consecuencia, dos botellas arrojadas al océano simultáneamente y en el mismo lugar pueden acabar varadas en continentes distintos, en puntos opuestos del globo. No hay forma de prever hacia dónde viajará una botella, y eso forma parte del misterio.
Dicho misterio ha intrigado a mucha gente desde que existen, pero muy pocos han procurado profundizar en él. En 1929, un grupo de científicos alemanes decidió intentar seguir la trayectoria de una botella determinada, que arrojaron al sur del océano Índico con una nota en la que se solicitaba a quien la encontrara que anotase el lugar en el que había aparecido y volviera a arrojarla al mar. En 1935 ya había dado la vuelta al mundo. Había recorrido unas dieciséis mil millas, la mayor distancia que se ha registrado oficialmente.
Existen referencias históricas a los mensajes en botellas desde hace varios siglos, en las que intervienen además algunos personajes famosos. Ben Franklin, por ejemplo, utilizó botellas con mensaje para recopilar información básica sobre las corrientes en la Costa Este a mediados del siglo XVIII, información que se sigue utilizando en la actualidad. Incluso la Marina de Estados Unidos se sirve de botellas para recopilar información sobre mareas y corrientes, que se utiliza con frecuencia para determinar la dirección de las mareas negras.
El mensaje más famoso de la historia fue enviado en 1784 por un joven marinero, Chunosuke Matsuyama, que arribó a un arrecife de coral en el que permaneció sin agua ni comida tras haber naufragado su barco. Antes de morir grabó en un trozo de madera el relato de lo que había acontecido, y después lo introdujo en una botella. En 1935, ciento cincuenta años después de haber sido arrojada al mar, la botella llegó a una pequeña localidad costera de Japón, precisamente en la que había nacido Matsuyama.
Sea como sea, la botella arrojada al mar en aquella cálida noche de verano no contenía información sobre un naufragio, ni tenía una finalidad científica, sino que llevaba un mensaje que cambiaría la vida de dos personas para siempre, dos personas que de otro modo nunca se hubieran encontrado; por eso podría decirse que su mensaje era providencial. Durante seis días derivó poco a poco hacia el noreste, arrastrada por los vientos de un sistema de altas presiones que se situaba sobre el golfo de México. Después de siete días el viento amainó, y la botella viró directamente hacia el este, hasta quedar atrapada en la corriente del golfo, donde empezó a ganar velocidad, desplazándose unas setenta millas diarias hacia el norte.
Dos semanas y media después de que iniciara su viaje, la botella seguía en la corriente del golfo. Pero cuando llevaba diecisiete días en el mar, de nuevo una tormenta, esta vez situada en mitad del Atlántico, trajo consigo vientos de dirección este lo bastante fuertes para sacar la botella de la corriente y empezar a desviarla hacia Nueva Inglaterra. Fuera de la corriente del golfo, la botella perdió velocidad y empezó a zigzaguear en distintas direcciones en las proximidades de la costa de Massachusetts durante cinco días, hasta que quedó atrapada por la red de un pescador, John Hanes. La encontró rodeada por numerosas percas y la arrojó a un lado mientras examinaba sus capturas. El destino quiso que la botella no se rompiera, pero quedó relegada al olvido cerca de la proa del barco durante toda la tarde, mientras la embarcación ponía rumbo de regreso a la bahía de Cape Cod. A las ocho y media de aquella tarde, cuando el pesquero ya había entrado en la bahía, Hanes tropezó con la botella mientras fumaba un cigarrillo. La sostuvo en sus manos, pero no advirtió nada en su interior bajo la trémula luz del ocaso, así que volvió a arrojarla por la borda sin pensárselo dos veces. De ese modo se decidió la suerte de la botella, que llegaría a uno de los pueblecitos que salpicaban la bahía.
Sin embargo, su viaje todavía no había acabado. Siguió a la deriva durante unos cuantos días más, como si estuviera eligiendo su destino antes de fijar su rumbo, y al final varó en una playa cercana a Chatham.
Y allí fue donde, después de veintiséis días y setecientas treinta y ocho millas, concluyó su viaje.