—Y después, ¿qué pasó?
Jeb Blake cogió bien su taza de café, mientras formulaba aquella pregunta con voz ronca. Tenía casi setenta años, era alto y enjuto, casi demasiado delgado, y numerosas arrugas surcaban su rostro. Sus escasos cabellos eran casi blancos: en el cuello le sobresalía la nuez como una ciruela. Los brazos presentaban tatuajes y cicatrices, además de multitud de manchas producidas por el sol. Los nudillos parecían estar permanentemente hinchados por tantos años de desgaste debido a su trabajo como camaronero. De no haber sido por sus ojos, cualquiera hubiera podido pensar que era una persona débil y enferma, pero eso no se ajustaba a la realidad. Seguía trabajando casi cada día, aunque ahora solo media jornada. Salía de casa antes del amanecer y volvía hacia mediodía.
—No pasó nada. Subió al coche y se fue.
Jeb empezó a liar el primero de la docena de cigarrillos que solía fumar al día, mientras miraba fijamente a su hijo. Durante muchos años, el doctor le había repetido que el tabaco le mataría, pero, desde que este murió de un ataque al corazón a los sesenta años, su paciente mostraba cierto escepticismo respecto a los consejos médicos. Tal como lo conocía, Garrett suponía que su padre probablemente le sobreviviría.
—Bueno, entonces ha sido una pérdida de tiempo, ¿no?
A Garrett le sorprendió la crudeza de sus palabras.
—No, no lo fue. Anoche me lo pasé muy bien. Tuvimos una agradable conversación. Disfruté de su compañía.
—Pero no vas a volver a verla.
Garrett bebió un trago de café y negó con la cabeza.
—No creo. Ya te lo he dicho, solo está aquí de vacaciones.
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé. No se lo pregunté.
—¿Por qué?
Garrett añadió un poco más de crema de leche al café.
—¿Por qué muestras tanto interés? Salí a navegar con alguien y lo pasamos bien. No hay mucho más que añadir.
—Seguro que sí.
—Como por ejemplo…
—Si te gustó lo bastante como para empezar a salir con otras mujeres.
Garrett removió el café con la cuchara, mientras pensaba: «De modo que se trataba de eso». A pesar de que ya se había acostumbrado a los interrogatorios de su padre, aquella mañana no estaba de humor para discutir sobre el tema de siempre.
—Papá, ya hemos hablado de eso.
—Lo sé, pero estoy preocupado por ti. Últimamente pasas demasiado tiempo solo.
—No es cierto.
—Sí lo es —contravino su padre con un tono sorprendentemente amable.
—No quiero discutir contigo sobre esto, papá.
—Yo tampoco. Ya lo he intentado y no funciona. —Jeb sonrió y tras una breve pausa hizo otro intento—. Dime, ¿cómo es esa tal Theresa?
Garrett reflexionó durante un instante. Muy a su pesar, la noche anterior había pasado mucho tiempo pensando en ella antes de dormirse.
—¿Theresa? Es atractiva e inteligente. Y tiene un encanto muy especial.
—¿Está soltera?
—Creo que sí. Está divorciada, y no creo que hubiera venido de haber estado saliendo con otro.
Jeb estudió la expresión en el rostro de Garrett atentamente mientras este respondía, y después volvió a hacer un gesto de acercamiento por encima de la taza de café.
—Me parece que te gustó, ¿no es así?
La mirada de Garrett se cruzó con la de su padre. Sabía que no podía ocultarle nada.
—Sí. Pero como ya te he dicho, seguramente no volveré a verla. No sé dónde se aloja. Por lo poco que sé, tal vez se vaya hoy mismo.
Su padre le observó en silencio durante unos instantes, antes de formular con cautela su siguiente pregunta.
—Pero si todavía estuviera aquí, y tú supieras donde se hospeda, ¿crees que intentarías volver a verla?
Garrett apartó la vista sin responder. Jeb alargó un brazo por encima de la mesa, para coger la mano de su hijo. A pesar de sus setenta años, las manos seguían siendo fuertes. Garrett se dio cuenta de que le apretaba con la fuerza estrictamente necesaria para llamar su atención.
—Hijo, han pasado tres años. Sé que la querías, pero ya va siendo hora de dejar a un lado su recuerdo. Estoy seguro de que tú también lo sabes. Tienes que ser capaz de seguir con tu vida.
Garrett tardó un poco en contestar.
—Lo sé, papá. Pero no es tan fácil.
—Ninguna de las cosas que valen la pena en esta vida son fáciles. Tenlo en cuenta.
Pocos minutos después acabaron de tomar el café. Garrett dejó un par de dólares sobre la mesa y salió de la cafetería detrás de su padre. Subió a su furgoneta y se fueron. Cuando por fin llegó a la tienda, multitud de pensamientos se agolpaban en su cabeza. Incapaz de concentrarse en el papeleo que tenía pendiente, decidió volver al puerto para terminar con la reparación de un motor que había comenzado el día anterior. A pesar de que no podía dejar algunos asuntos de la tienda para otro día, en aquellos momentos necesitaba estar solo.
Garrett sacó la caja de herramientas de la parte trasera de la furgoneta y la llevó al barco que utilizaban para las clases de submarinismo. Un viejo Boston Whaler, lo suficientemente grande como para llevar hasta ocho alumnos y el equipo necesario para las inmersiones.
La reparación del motor no era difícil, pero requería tiempo, aunque había conseguido avanzar bastante el día anterior. Mientras retiraba la protección del motor, pensó en la conversación que había mantenido con su padre. Era evidente que tenía razón. No había ningún motivo para seguir sintiéndose de aquel modo; al fin y al cabo solo tenía que rendir cuentas a Dios. Pero no sabía cómo evitar los remordimientos. Catherine lo había sido todo para él. Tan solo una mirada, y de repente a Garrett le parecía que todo iba bien. Y cuando sonreía… Dios mío, todavía no había encontrado a nadie que sonriera de ese modo. Era injusto, tener a alguien así y que se la hubieran arrebatado. Y no solo le parecía injusto, sino también perverso. ¿Por qué ella, de entre todas las personas en el mundo? ¿Y por qué él? Durante meses había pasado las noches en vela, diciéndose «Y si…». ¿Y si ella se hubiera detenido tan solo un segundo antes de cruzar la calle? ¿Y si hubieran dedicado un poco más de tiempo a desayunar? ¿Y si él la hubiera acompañado aquella mañana en lugar de ir directamente a la tienda? Miles de suposiciones; sin embargo, seguía igual de confuso que cuando sucedió.
Intentó concentrarse en su tarea para apartar aquellos pensamientos. Desatornilló las tuercas que sujetaban el carburador y lo separó del motor. Empezó a desmontarlo cuidadosamente, para asegurarse de que no había ninguna pieza desgastada. No creía que esa fuera la causa del problema, pero quería comprobarlo, y para ello tenía que examinarlo de cerca.
Mientras trabajaba, el sol seguía subiendo; en un momento dado, tuvo que empezar a enjugarse el sudor que le perlaba la frente. Recordó que el día anterior, hacia esa misma hora, había visto a Theresa caminar por el muelle hacia el Happenstance. Había advertido su presencia enseguida, aunque solo fuera porque iba sola. Casi nunca se veía a mujeres como ella caminando solas por el muelle. Solían ir en compañía de hombres ricos, mayores, que eran los propietarios de los yates amarrados al otro lado del puerto deportivo. Le sorprendió que Theresa se detuviera ante su barco, aunque enseguida pensó que solo estaba haciendo una breve pausa antes de proseguir su camino, pues eso era lo que la mayoría de la gente hacía. Pero después de observarla durante un rato, Garrett se dio cuenta de que Theresa había ido hasta allí para ver el Happenstance. De hecho, por la forma en la que deambulaba de un lado a otro, le pareció que tal vez habría alguna otra razón que justificara su interés.
Aquello despertó su curiosidad, por lo que fue hasta donde estaba Theresa para hablar con ella. En un primer momento no fue consciente de ello, pero la noche anterior, mientras cerraba el velero, se dio cuenta de que había algo extraño en la forma en que Theresa le miró por primera vez. Fue casi como si «reconociera» algo de su personalidad que normalmente mantenía oculto en lo más profundo de su interior. Tuvo la impresión de que sabía más sobre él de lo que estaba dispuesta a admitir.
Garrett sacudió la cabeza como para intentar descartar aquella idea, consciente de que no tenía sentido. Theresa había dicho que había leído los artículos en la tienda; puede que esa extraña forma de mirarle se debiera a eso. Sí, ese debía de ser el motivo. Sabía que no se habían visto nunca antes, porque no habría podido olvidar a una mujer como ella. Además, Theresa venía de Boston y solo estaba de vacaciones. Era la única explicación plausible que se le ocurrió, pero, incluso después de aceptarla, sentía que había algo que no acababa de encajar del todo.
Pero no tenía importancia.
Habían salido a navegar, habían disfrutado mutuamente de la compañía y se habían despedido. Fin de la historia. Tal como le había dicho a su padre, no podría dar con ella aunque quisiera. Quizá ya estaría de regreso en Boston, o lo estaría en los próximos días; además, tenía muchos asuntos pendientes. El verano era la temporada alta para el submarinismo, y tenía todos los fines de semana ocupados dando clases hasta finales de agosto. No tenía tiempo ni ganas de llamar a todos los hoteles de Wilmington para encontrarla. Además, ¿qué le diría? ¿Qué podría decir que no sonara ridículo?
Con todas aquellas preguntas dando vueltas en su mente, siguió reparando el motor. Tras encontrar y sustituir un circuito que tenía una fuga, volvió a instalar el carburador y la protección del motor y lo hizo girar. Ahora sonaba mucho mejor. Soltó las amarras y salió a navegar con el Boston Whaler durante cuarenta minutos. Hizo una serie de comprobaciones a diferente velocidad, apagó y volvió a arrancar el motor unas cuantas veces y, cuando se dio por satisfecho, regresó al amarre. Le había llevado menos tiempo de lo que había calculado. Se sentía aliviado. Recogió las herramientas, volvió a guardarlas en la furgoneta y condujo hasta Island Diving.
Como de costumbre, había un montón de papeles apilados en su escritorio. Dedicó unos instantes a echarles un vistazo. En su mayoría se trataba de formularios de pedido, ya cumplimentados, para solicitar artículos que faltaban en la tienda. También había unas cuantas facturas. Tomó asiento y enseguida tuvo todos los papeles clasificados.
Justo antes de las once había acabado con casi todas las tareas pendientes. Entonces fue hacia el mostrador en la parte delantera de la tienda. Ian, uno de sus empleados de temporada, estaba hablando por teléfono. Cuando Garrett se acercó a él, Ian le dio tres notas con recados. Las dos primeras eran de distribuidores. Por los mensajes garabateados, probablemente se había producido alguna confusión con algunos de los pedidos realizados hacía poco. Otro problema por resolver, pensó, iniciando el camino de regreso a su despacho.
Mientras caminaba, leyó el tercer mensaje; al darse cuenta de quién se trataba, se detuvo en seco. Comprobó que no era un error. Entró en el despacho y cerró la puerta tras él. Marcó el número escrito en la nota y pidió que le pusieran con la extensión indicada.
Theresa estaba leyendo el periódico cuando sonó el teléfono, que descolgó al dar el segundo tono.
—Hola, Theresa; soy Garrett. Me han dicho en la tienda que has llamado.
Ella parecía alegrarse de oírle.
—Hola, Garrett. Gracias por devolverme la llamada. ¿Cómo estás?
Al oír su voz le vinieron a la cabeza algunas imágenes del día anterior. Sonrió para sí mismo, tratando de imaginar a Theresa en su habitación de hotel.
—Bien, gracias. Estaba poniendo en orden unos papeles y vi tu nota. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Ayer olvidé la chaqueta en el barco y quería preguntarte si la habías encontrado.
—No, pero tampoco la busqué. ¿La dejaste en la cabina?
—No estoy segura de dónde la dejé.
Garrett hizo una breve pausa.
—Bueno, dame un poco de tiempo para ir al muelle y echar un vistazo. Te volveré a llamar para decirte si la he encontrado.
—Espero que no sea demasiada molestia.
—En absoluto. No tardaré mucho. ¿Estarás en el hotel todavía un rato?
—Sí, creo que sí.
—De acuerdo. Entonces te llamaré en cuanto vuelva del barco.
Garrett se despidió, salió de la tienda y caminó a buen paso hasta el puerto deportivo. Una vez a bordo del Happenstance, abrió la puerta y entró en la cabina. No encontró la chaqueta, así que salió afuera y echó un vistazo por cubierta, hasta que por fin la divisó cerca de la popa, oculta en parte bajo uno de los cojines del banco. La cogió, comprobó que no estuviera manchada y regresó a la tienda.
De nuevo en su oficina, volvió a marcar el número del hotel. Esta vez Theresa descolgó al oír el primer tono.
—Soy Garrett otra vez. Encontré tu chaqueta.
Theresa parecía aliviada.
—Gracias por molestarte en buscarla.
—No ha sido ninguna molestia.
Ella guardó silencio durante un momento, como si estuviera pensando qué era mejor.
—¿Podrías guardarla allí? —dijo al fin—. Puedo pasar a recogerla dentro de unos veinte minutos.
—Por supuesto —respondió Garrett.
Tras colgar el teléfono, se reclinó en la silla, reflexionando sobre lo que acababa de pasar. «Todavía no se ha ido. Voy a verla de nuevo», pensó. Aunque no podía entender cómo podía haberse dejado la chaqueta, puesto que había traído muy pocas cosas consigo, resultaba evidente que se alegraba de que Theresa se hubiera despistado.
Aunque, por supuesto, eso no tenía importancia.
Theresa llegó veinte minutos después, vestida con pantalones cortos y una blusa escotada sin mangas que resaltaba su figura. Al entrar en la tienda, tanto Ian como Garrett se quedaron mirándola fijamente mientras ella echaba un vistazo a su alrededor. Cuando por fin divisó a Garrett, sonrió y saludó en voz alta desde el lugar en el que estaba. Ian arqueó una ceja mientras miraba inquisitivamente a Garrett, como diciendo: «¿Me he perdido algo?».
Garrett lo ignoró y caminó hacia Theresa con la chaqueta en la mano. Sabía que Ian no perdería detalle y le atosigaría a preguntas cuando ella se fuera, pero no pensaba contarle nada.
—Como nueva —dijo, mientras le tendía la prenda cuando Theresa estuvo lo suficientemente cerca.
Garrett había aprovechado el tiempo que había pasado desde su llamada para quitarse la grasa de las manos y ponerse una de las nuevas camisetas que tenía a la venta en la tienda. No era un cambio espectacular, pero tenía mejor aspecto que antes. Por lo menos ahora iba aseado.
—Gracias por buscarla —dijo ella. Había algo en sus ojos que le hizo volver a sentirse atraído por ella, del mismo modo que la primera vez que la había visto.
Garrett se rascó distraídamente una mejilla.
—Ha sido un placer. Supongo que el viento la llevó hasta el lugar donde la encontré.
—Tal vez —respondió Theresa encogiéndose de hombros.
Garrett se fijó en cómo se recolocaba el tirante de la blusa en el hombro. No sabía si Theresa tenía prisa, y tampoco estaba seguro de si deseaba que se marchara enseguida. Dijo lo primero que se le ocurrió:
—Lo pasé muy bien anoche.
—Yo también.
Theresa buscó sus ojos mientras decía aquellas palabras. Él esbozó una sonrisa. No sabía qué más decir, había pasado mucho tiempo desde que se había encontrado en una situación semejante. Aunque tenía buena mano con los clientes y con los desconocidos en general, aquello era completamente distinto. Se sorprendió moviéndose inquieto, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra, como si volviera a tener dieciséis años. Al final, fue Theresa quien volvió a hablar.
—Me siento como si te debiera algo por haberte tomado tantas molestias.
—No digas tonterías. No me debes nada.
—No solo por recoger mi chaqueta, sino también por llevarme contigo ayer.
Garrett negó con la cabeza.
—Tampoco me debes nada por eso, para mí fue un placer.
«Para mí fue un placer». En su mente oyó el eco de aquellas palabras que acababa de pronunciar. Dos días atrás no hubiera podido imaginarse diciendo algo así a nadie.
Sonó el teléfono, cuyo timbrazo le sacó de sus cavilaciones. Con el fin de ganar tiempo, preguntó:
—¿Has venido hasta aquí solo por tu chaqueta, o tienes prevista alguna visita turística?
—La verdad es que no tengo planes. Es la hora de comer. Había pensado ir a picar algo. —Theresa se quedó mirándole expectante—. ¿Puedes recomendarme algún restaurante?
Garrett reflexionó un instante antes de contestar.
—Me gusta comer en Hank’s, cerca del embarcadero. La comida es fresca y tiene unas vistas impresionantes.
—¿Dónde está exactamente?
Garrett señaló un punto por encima del hombro.
—En Wrightsville Beach. Hay que pasar por el puente que va a la isla y después girar a la derecha. No tiene pérdida, solo hay que seguir las indicaciones hacia el embarcadero. El restaurante está allí mismo.
—¿Qué tipo de comida tienen?
—Sobre todo pescado y marisco. Tienen buenos camarones y ostras, pero, si prefieres otra clase de comida, también puedes pedir una hamburguesa y cosas así.
Theresa esperó a que él añadiera algo, pero, al ver que permanecía callado, dirigió la mirada hacia las ventanas. Permaneció allí, de pie, y, por segunda vez en un par de minutos, Garrett se sintió incómodo en su presencia. ¿Qué era lo que le hacía sentirse así? Finalmente, haciendo acopio de valor, añadió:
—Si quieres puedo enseñarte dónde está. A mí también me está entrando hambre, y me gustaría acompañarte, si no te importa tener compañía.
Theresa sonrió.
—Me encantaría, Garrett.
Él pareció respirar aliviado.
—Mi furgoneta está ahí atrás. ¿Prefieres que te lleve?
—Conoces mejor el camino —replicó Theresa.
Garrett la guio a través de la tienda hasta la puerta de atrás. Ella le seguía un tanto rezagada, para que no pudiera ver su sonrisa de satisfacción, que era incapaz de reprimir.
Hank’s llevaba abierto desde la construcción del espigón y era un local muy frecuentado, tanto por la gente del lugar como por turistas. No tenía una atmósfera sofisticada, pero sí mucho carácter, en línea con la mayoría de los restaurantes situados en la costa de Cape Cod: suelos de madera rayados debido a la afluencia durante años de innumerables clientes con arena en los zapatos, enormes ventanales con vistas al océano Atlántico, fotos de capturas ganadoras de trofeos en las paredes. A un lado había una puerta que daba a la cocina. Theresa vio cómo los camareros, vestidos con pantalones cortos y camisetas azules con el nombre del restaurante, llevaban grandes bandejas cargadas de platos de pescado y marisco fresco. Las mesas y las sillas eran de madera y tenían un aspecto robusto, además de presentar inscripciones grabadas por cientos de clientes. En aquel local no era necesario ir elegantemente vestido; de hecho, la mayoría de los clientes parecían haber pasado la mañana tomando el sol en la playa.
—Confía en mí —dijo Garrett mientras caminaban hacia una mesa—. La comida es estupenda, no te dejes influir por el aspecto del local.
Tomaron asiento en una mesa cercana a un rincón. Garrett apartó dos botellas de cerveza que todavía no habían retirado. Las cartas quedaban sujetas entre toda una serie de condimentos en botellas de plástico, entre ellos kétchup, tabasco, salsa tártara, salsa rosa y una misteriosa botella con una sencilla etiqueta en la que se leía «Hank’s». Estaban burdamente plastificadas y parecía que no las habían cambiado en años. Theresa miró a su alrededor y se dio cuenta de que casi todas las mesas estaban ocupadas.
—Está abarrotado —dijo, poniéndose cómoda.
—Siempre está así. Incluso antes de que Wrightsville Beach se convirtiera en un destino turístico, este lugar era una especie de leyenda. No se puede venir a cenar el viernes o el sábado, a menos que uno esté dispuesto a esperar durante un par de horas.
—¿Cuál es el secreto?
—La comida y los precios. Todas las mañanas Hank compra un cargamento de pescado y camarones frescos. Normalmente no pagas más de diez dólares y propina con un par de cervezas incluidas.
—¿Cómo puede ser rentable?
—Me imagino que gracias a la cantidad de clientes. Ya te he dicho que siempre está lleno.
—Así que hemos tenido suerte de conseguir una mesa.
—Sí, pero hemos venido antes de que lleguen los locales, y los turistas no se entretienen demasiado. Vienen para picar algo y enseguida regresan a la playa a tomar el sol.
Dio un último vistazo al restaurante antes de consultar la carta.
—¿Qué me recomiendas?
—¿Te gusta el pescado?
—Me encanta.
—Entonces prueba el atún o el delfín. Ambos son deliciosos.
—¿Delfín?
Garrett rio entre dientes.
—No te van a poner a Flipper. En realidad es lampuga, pero aquí lo llaman así.
—Creo que prefiero el atún —dijo Theresa guiñando un ojo—, por si acaso.
—¿Crees que me lo he inventado?
—La verdad, no sé qué pensar. Nos conocimos ayer, ¿recuerdas? No te conozco lo bastante como para saber de lo que eres capaz —le respondió con voz burlona.
—La duda ofende —dijo él con idéntico tono de voz, y ambos empezaron a reír.
Después Theresa le sorprendió al rozar su brazo por encima de la mesa. De pronto se dio cuenta de que Catherine solía hacer lo mismo para reclamar su atención.
—Mira —dijo Theresa, señalando con la cabeza hacia las ventanas.
Garrett volvió el rostro en la misma dirección. En el espigón había un anciano con su equipo de pesca. Su aspecto era absolutamente normal, excepto por el enorme loro que estaba posado en uno de sus hombros.
Garrett sacudió la cabeza y sonrió. Todavía notaba los efectos del contacto físico en el brazo.
—Aquí hay de todo. No es como California, pero danos unos cuantos años y verás.
Theresa seguía observando al hombre acompañado por el loro mientras este deambulaba por el paseo marítimo.
—Deberías hacerte con una mascota parecida para que te haga compañía cuando sales a navegar.
—¿Para que acabe con mi paz y mi tranquilidad? Con la suerte que tengo, seguramente no aprendería a hablar. Se pasaría todo el día graznando y quizá me arrancaría de un mordisco un trozo de oreja en cuanto el viento cambiara de dirección.
—Pero parecerías un pirata.
—No, parecería un tonto.
—Oh, no tienes sentido del humor —dijo Theresa frunciendo el ceño con sorna. Tras una breve pausa, miró a su alrededor—. ¿Vendrá alguien a servirnos, o tendremos que pescar y cocinar nosotros mismos?
—Ay, estos yanquis —masculló mientras hacía un gesto de desesperación con la cabeza. Theresa volvió a reír, preguntándose si él se lo estaría pasando igual de bien que ella, aunque estaba casi segura de que sí.
Poco después una camarera se acercó a su mesa para tomar nota de su pedido. Ambos pidieron cerveza. Enseguida les llevó dos botellas a la mesa.
—¿Aquí no hay vasos? —preguntó arqueando una ceja cuando se alejó la camarera.
—No. Este es un sitio con clase.
—Ya veo por qué te gusta tanto.
—¿Debo tomármelo como una indirecta sobre mi falta de buen gusto?
—Solo si no estás seguro de ti mismo.
—Ahora me recuerdas a una psiquiatra.
—No lo soy, pero sí soy madre, y eso hace que sea una especie de experta en la naturaleza humana.
—¿De veras?
—Eso es lo que le digo a Kevin.
Garrett bebió un trago de cerveza.
—¿Has hablado con él?
Theresa asintió y dio un trago de su botella.
—Unos cuantos minutos. Estaba de camino a Disneyland cuando llamó. Tenían pases de mañana, por eso no podía entretenerse hablando. Quería ser el primero en la cola de la atracción de Indiana Jones.
—¿Se lo está pasando bien con su padre?
—Sí, se lo está pasando en grande. David siempre se ha portado bien con él, pero creo que ahora intenta compensarle porque no pueden estar juntos tan a menudo. Cuando Kevin va a visitarlo, siempre espera divertirse muchísimo.
Garrett la miró con curiosidad.
—Parece como si no estuvieras muy segura de ello.
Theresa vaciló antes de continuar.
—Bueno, solo espero que no se sienta decepcionado más adelante. David y su nueva mujer ahora tienen una familia y, cuando el bebé crezca, creo que será mucho más difícil que Kevin y su padre pasen tiempo juntos, los dos solos.
Garrett se inclinó hacia delante mientras respondía.
—No puedes proteger a tu hijo de las decepciones de la vida.
—Lo sé, de veras. Es solo que… —Theresa se interrumpió, y Garrett acabó la frase por ella.
—Es tu hijo y no quieres que le hagan daño.
—Exactamente. —En la botella de cerveza habían empezado a formarse gotas producidas por la condensación. Theresa empezó a quitar la etiqueta. Era otra de las cosas que Catherine solía hacer. Garrett bebió otro trago y se obligó a sí mismo a concentrarse en la conversación.
—No sé qué decir, excepto, que si Kevin se parece a ti, estoy seguro de que lo llevará bien.
—¿Qué quieres decir?
Garrett se encogió de hombros.
—La vida no es un camino de rosas, la tuya tampoco. Tú también has tenido que superar momentos difíciles. Creo que Kevin aprenderá a hacer frente a las adversidades, porque tiene una buena maestra.
—Ahora eres tú el que parece un psiquiatra.
—Solo te estoy diciendo lo que aprendí cuando todavía era un niño. Debía tener la edad de Kevin cuando mi madre murió de cáncer. Mi padre me enseñó con su actitud que siempre hay que seguir luchando, pase lo que pase.
—¿Volvió a casarse?
—No —dijo, negando con la cabeza—. Creo que en alguna ocasión ha llegado a lamentarlo, pero nunca puso el suficiente empeño.
Theresa pensó que él se estaba comportando del mismo modo. De tal palo, tal astilla.
—¿Sigue viviendo aquí? —preguntó.
—Sí. Últimamente nos vemos bastante. Intentamos estar juntos por lo menos una vez por semana. Quiere asegurarse de que voy por el buen camino.
Theresa sonrió.
—Como la mayoría de los padres.
La comida llegó enseguida. Continuaron conversando mientras comían. En aquella ocasión, Garrett habló más que ella: le explicó cómo fue su infancia en el sur y por qué nunca se iría de allí, aunque tuviera la oportunidad. También le contó algunas de sus aventuras, acontecidas durante sus inmersiones o mientras navegaba. Theresa le escuchaba, fascinada. En comparación con las hazañas de las que se jactaban los hombres en Boston, que normalmente hacían referencia a su éxito empresarial, los relatos de Garrett eran más que sorprendentes. Le habló de las miles de criaturas marinas diferentes que había visto en sus inmersiones y de la sensación de navegar en medio de una tormenta que le había sorprendido y que casi hizo volcar su barco. En una ocasión le había perseguido un pez martillo y se vio obligado a refugiarse en el barco hundido que estaba explorando.
—Casi me quedé sin aire antes de poder salir a la superficie —comentó, sacudiendo la cabeza al evocar aquel suceso.
Theresa le observaba atentamente mientras hablaba, encantada de que se mostrara mucho menos reservado que la noche anterior. Todo lo que había visto la víspera seguía ahí: el rostro enjuto, los ojos azul claro y los ademanes suaves. Pero ahora había una nueva energía en la forma en que le hablaba, que a Theresa le pareció muy atractiva. Ya no parecía que Garrett estuviera calculando los efectos de cada una de sus palabras.
Cuando acabaron de comer (Theresa tuvo que darle la razón, porque todo estaba delicioso), pidieron otra cerveza, con los ventiladores que giraban en el techo como ruido de fondo. El sol seguía subiendo, al igual que la temperatura en el local, que todavía estaba abarrotado. Cuando llegó la cuenta, él dejó algo de dinero en la mesa e hizo un gesto como indicando que había llegado el momento de irse.
—¿Nos vamos?
—Cuando quieras. Gracias por la comida. Estaba todo riquísimo.
Cuando salieron por la puerta, Theresa esperaba que Garrett le dijera que debía volver a la tienda, pero él la sorprendió con otra propuesta.
—¿Te apetece pasear por la playa? La temperatura suele ser más agradable al lado del agua.
Theresa aceptó. Garrett la guio hasta las escaleras situadas al lado del espigón y empezó a bajarlas con ella a su lado. Los escalones estaban ligeramente combados y recubiertos por una capa de arena, por lo que bajó apoyándose en la barandilla. Una vez en la playa, se dirigieron hacia el agua caminando por debajo del espigón, cuya sombra era una bendición en el calor del mediodía; cuando llegaron a la arena compacta que marcaba el punto más alto de la marea, ambos se detuvieron un instante para quitarse los zapatos. A su alrededor, la playa estaba atestada de familias apiñadas en sus toallas y niños chapoteando en el agua.
Empezaron a caminar juntos en silencio, mientras Theresa miraba a su alrededor, observándolo todo.
—¿Has pasado mucho tiempo en la playa durante tu estancia aquí? —preguntó Garrett.
Theresa negó con la cabeza.
—No. Llegué aquí anteayer. Así que es la primera vez que estoy en la playa.
—¿Te gusta?
—Es muy bonito.
—¿Se parece a las playas del norte?
—Un poco, pero el agua está mucho más caliente. ¿Nunca has estado en la costa más al norte?
—No he salido nunca de Carolina del Norte.
Theresa le ofreció una sonrisa.
—Todo un hombre de mundo, ¿no es así?
Garrett rio entre dientes.
—Pues no, pero no tengo la sensación de perderme gran cosa. Me gusta esto. No puedo imaginarme un lugar más bonito. No me gustaría estar en otro sitio. —Tras avanzar unos cuantos pasos, Garrett la miró y cambió de tema—: ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Wilmington?
—Hasta el domingo. Tengo que volver al trabajo el lunes.
Cinco días más, pensó Garrett.
—¿Conoces a más gente aquí?
—No. He venido sola.
—¿Por qué?
—Quería conocerlo. Había oído hablar de este lugar y quería verlo por mí misma.
Aquella respuesta hizo reflexionar a Garrett.
—¿Sueles irte de vacaciones sola?
—La verdad es que es la primera vez.
Vieron acercarse rápidamente a una mujer corriendo, con un labrador negro a su lado. El perro, con la lengua fuera, parecía exhausto por el calor. La mujer seguía corriendo, sin prestar atención al sufrimiento del animal, y esquivó a Theresa al llegar a su altura. Garrett estuvo a punto de hacerle un comentario a la mujer al pasar a su lado, pero finalmente decidió que no era asunto suyo.
Pasó un rato antes de que Garrett volviera a hablar.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
—Depende de la pregunta.
Él se detuvo y recogió un par de conchas de pequeño tamaño que le llamaron la atención. Después de hacerlas girar entre sus manos unas cuantas veces, se las enseñó a Theresa.
—¿Sales con alguien en Boston?
Ella tomó las conchas de sus manos mientras respondía.
—No.
Las olas les acariciaban los pies mientras permanecían allí, de pie en la orilla. Aunque Garrett esperaba aquella respuesta, no podía entender por qué alguien como esa mujer pasaba casi todas sus noches sola.
—¿Por qué no? Una mujer como tú tendría que poder escoger entre muchos hombres.
Theresa sonrió al oír su comentario. Ambos reanudaron la marcha lentamente.
—Gracias, eres muy amable. Pero no es tan fácil, sobre todo cuando ya tienes un hijo. Hay muchos aspectos que tener en cuenta cuando conoces a alguien. —Theresa hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿Sales con alguien?
—No —respondió él, sacudiendo la cabeza.
—Ahora me toca preguntar a mí: ¿por qué no?
Garrett se encogió de hombros.
—Supongo que no he conocido a nadie con quien me apetezca salir más de una vez.
—¿Eso es todo?
Garrett era consciente de que había llegado el momento de la verdad. Solo tendría que reiterar su argumento y la cuestión quedaría zanjada. Pero en lugar de eso guardó silencio mientras seguían caminando.
La muchedumbre se iba dispersando a medida que se alejaban del espigón; ahora solo se oía el ruido de las olas. Garrett vio una bandada de golondrinas de mar que estaban cerca de la orilla y que empezaron a alzar el vuelo para apartarse de su camino. El sol estaba casi en su punto más alto; se reflejaba en la arena de tal modo que ambos tuvieron que entrecerrar los ojos mientras seguían paseando. Cuando Garrett volvió a hablar lo hizo sin mirar a Theresa, que se acercó a él para poder oír sus palabras por encima del ruido del mar.
—No, hay algo más. Es más bien una excusa. Para serte sincero, ni siquiera lo he intentado.
Theresa le observaba atentamente mientras hablaba. Garrett tenía la vista fija al frente, como si estuviera poniendo en orden sus pensamientos, pero ella pudo percibir su renuencia cuando prosiguió.
—Hay algo que no te dije ayer.
Theresa sintió que se le hacía un nudo en el estómago, puesto que sabía exactamente lo que diría a continuación. Con una expresión neutra en el rostro, se limitó a decir:
—Ah, ¿sí?
—Yo también estuve casado una vez —dijo Garrett por fin—. Durante seis años. —Se volvió hacia ella con una expresión en la cara que le hizo estremecerse—. Pero mi esposa falleció.
—Lo siento —dijo Theresa en voz baja.
Garrett volvió a detenerse para recoger unas cuantas conchas, pero esta vez no se las dio a Theresa. Las miró con aire ausente y arrojó una de ellas al mar. Theresa la vio desaparecer en el océano.
—Fue hace tres años. Desde entonces no he sentido el menor interés por salir con otras mujeres, ni siquiera por mirarlas. —Garrett calló, pues se sentía incómodo.
—Supongo que a veces debes sentirte solo.
—Sí, pero intento no pensar demasiado en ello. La tienda me mantiene ocupado, siempre hay algo pendiente; eso ayuda a que los días pasen más rápido. Antes de darme cuenta, ya es hora de ir a la cama, y al día siguiente se repite la misma rutina.
Dicho esto, Garrett miró a Theresa con una tímida sonrisa. Ya estaba, lo había dicho. Hacía años que quería contárselo a alguien que no fuera su padre, y al final había acabado haciendo aquellas confidencias a una mujer de Boston a la que apenas conocía. Una mujer que de algún modo había sido capaz de abrir una puerta que él mismo había sellado.
Theresa no hizo ningún comentario. Pero al ver que Garrett no añadía nada, preguntó:
—¿Cómo era ella?
—¿Catherine? —Garrett sintió de pronto que tenía la garganta seca—. ¿De veras quieres saberlo?
—Sí, claro —dijo ella en un tono amable.
Garrett arrojó otra concha hacia las olas, de nuevo ordenando sus pensamientos. ¿Cómo podría siquiera intentar describirla con palabras? Y sin embargo, una parte de él deseaba hacerlo; quería que Theresa, de entre todas las personas del mundo, le entendiera. Muy a su pesar, se sumió nuevamente en sus recuerdos.
—¡Hola, cariño! —dijo Catherine alzando la vista desde el jardín—. No esperaba que volvieras tan pronto a casa.
—Esta mañana no ha habido demasiado movimiento en la tienda, así que pensé que sería mejor comer en casa y ver cómo te encuentras.
—Estoy mucho mejor.
—¿Crees que era la gripe?
—No lo sé. Seguramente fue algo que comí. Poco después de que salieras esta mañana, me sentí lo bastante bien como para bajar al jardín a trabajar un poco.
—Ya lo veo.
—¿Te gustan las nuevas flores? —preguntó mientras señalaba con la mano una parte del jardín en la que la tierra parecía removida.
Garrett examinó los pensamientos recién plantados alrededor del porche. Sonrió.
—Son muy bonitas, pero ¿no crees que deberías haber dejado un poco más de tierra en el parterre?
Ella se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano mientras se incorporaba y le miraba con los ojos entrecerrados debido a la brillante luz del sol.
—Debo de tener una pinta horrorosa.
Tenía las rodillas negras, recubiertas por una capa de suciedad, y una mancha de barro en una mejilla. Algunos cabellos se escapaban desordenadamente de su coleta. Tenía el rostro enrojecido y sudoroso por el esfuerzo.
—Estás perfecta.
Catherine se quitó los guantes y los arrojó al porche.
—No lo estoy, Garrett, pero gracias. Vamos, déjame que te prepare algo de comer. Ya sé que tienes que volver a la tienda.
Garrett suspiró y por fin volvió al presente. Theresa le miraba fijamente, esperando. Entonces él empezó a hablar en voz baja.
—Ella era todo lo que siempre he querido. Era hermosa y encantadora, con un audaz sentido del humor. Siempre me apoyaba en todo. La conocía prácticamente de toda la vida, desde la escuela. Nos casamos un año después de que acabase los estudios en la universidad. Llevábamos casados seis años antes de que ocurriera el accidente. Fueron los seis mejores años de mivida. Cuando me la arrebataron… —Hizo una pausa como si le faltaran las palabras—. Todavía no sé si algún día volveré a acostumbrarme a estar sin ella.
Aquella manera de hablar de Catherine hizo que Theresa le compadeciera mucho más de lo que había imaginado. No fue solo su voz, sino la expresión de su rostro antes de que empezara a describirla, como dividido entre la belleza del recuerdo y el dolor que le producía. Aunque las cartas le habían parecido conmovedoras, no estaba preparada para aquello. «No debería haberle preguntado», pensó. Ya sabía cuáles eran sus sentimientos hacia ella. No había ningún motivo para haberle hecho hablar de ello.
«Sí que lo había —replicó de repente otra voz en su cabeza—. Tenías que ver su reacción por ti misma. Tenías que averiguar si está dispuesto a dejar atrás el pasado».
Tras unos momentos, Garrett arrojó con aire ausente las demás conchas al agua.
—Lo siento —dijo.
—¿Cómo?
—No debería haberte hablado de ella. O por lo menos no tanto sobre mí.
—No pasa nada, Garrett. Quería saberlo. He sido yo quien te ha preguntado, ¿recuerdas?
—No era mi intención que la conversación fuera por esos derroteros. —Habló como si hubiera hecho algo malo.
La reacción de Theresa fue casi instintiva: se acercó a él y lentamente le tomó una mano, que apretó con suavidad. Cuando alzó la vista hacia él, vio en sus ojos un atisbo de sorpresa, pero Garrett no hizo amago de retirar la mano.
—Perdiste a tu mujer. La mayoría de las personas de nuestra edad no tiene la menor idea de lo que es eso. —Garrett bajó la vista mientras Theresa se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas—. Tus sentimientos dicen mucho de ti. Eres la clase de persona que, cuando ama a alguien, es para siempre… No es algo de lo que debas avergonzarte.
—Lo sé. Pero ya han pasado tres años…
—Algún día volverás a encontrar a alguien especial. La gente que ya ha estado enamorada en alguna ocasión suele repetir. Está en su naturaleza.
Theresa volvió a apretar la mano de Garrett, que sintió que su calor le hacía bien. Por alguna extraña razón, no quería retirar la mano.
—Espero que no te equivoques —dijo por último.
—Estoy segura de que no. Sé de esas cosas. Recuerda que soy madre.
Garrett rio por lo bajo, en un intento por aliviar la tensión.
—Lo tengo presente. Y estoy casi seguro de que eres una buena madre.
Dieron media vuelta y emprendieron el camino de vuelta al espigón, conversando en voz baja sobre los últimos tres años, con las manos enlazadas. Cuando llegaron a la furgoneta, Garrett empezó a conducir de regreso a la tienda, más confuso que nunca. Lo que había pasado en aquellos dos últimos días le había pillado por sorpresa. Theresa ya no era una extraña, pero tampoco simplemente una amiga. No cabía duda de que se sentía atraído por ella. Por otra parte, al cabo de un par de días se habría ido, y él sabía que probablemente era mejor así.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Theresa.
Garrett cambió de marcha mientras cruzaban el puente hacia Wilmington y su tienda. «Adelante —pensó—. Dile lo que se te está pasando por la cabeza».
—Estaba pensando —dijo por último, sorprendiéndose a sí mismo— que, si no tienes planes para esta noche, me gustaría que vinieras a mi casa a cenar.
Theresa sonrió.
—Estaba esperando que me lo pidieras.
Garrett giró a la izquierda para tomar la calle que conducía a su tienda, todavía desconcertado por haberse atrevido a pedirle tal cosa.
—¿Te va bien a las ocho? Tengo cosas pendientes en la tienda; es probable que no pueda acabar antes.
—De acuerdo. ¿Dónde vives?
—En Carolina Beach. Cuando lleguemos a la tienda te anotaré la dirección.
Después de aparcar la furgoneta, Theresa siguió a Garrett hasta su despacho, donde él garabateó las indicaciones en un papel. Intentando disimular su perplejidad, comentó:
—No creo que te cueste encontrar mi casa; además, mi furgoneta siempre está aparcada delante. Pero he anotado mi número de teléfono por si acaso.
Una vez que Theresa se hubo marchado, él empezó a pensar inconscientemente en la velada que había planeado. Sentado ante su escritorio, se sintió asediado por dos preguntas sin respuesta. En primer lugar, ¿por qué se sentía tan atraído hacia Theresa? Y por otro lado, ¿por qué de repente se sentía como si estuviera traicionando a Catherine?