El día que descubrió la tercera carta, por supuesto, no había podido imaginar que fuera a ocurrir nada extraordinario. Era un día típico de verano en Boston, cálido y húmedo, con las mismas noticias de costumbre: unas cuantas agresiones y, por la tarde, dos asesinatos.
Theresa estaba en la sala de redacción, documentándose sobre el autismo en niños. El Boston Times contaba con una excelente base de datos de artículos publicados en años anteriores en una amplia gama de revistas. Mediante su ordenador podía acceder a la biblioteca de la Universidad de Harvard o de Boston; además tenía a su disposición cientos de miles de artículos, lo cual hacía que cualquier búsqueda resultara mucho más fácil y rápida que algunos años atrás.
Al cabo de un par de horas había podido encontrar casi treinta artículos escritos en los últimos tres años, publicados en periódicos de los que nunca había oído hablar, y por sus titulares seis de ellos parecían lo bastante interesantes como para poder serle útiles. Puesto que tenía que pasar por Harvard de camino a casa, decidió aprovechar para recogerlos.
Cuando estaba a punto de apagar el ordenador, de repente, un pensamiento asaltó su mente y se detuvo.
«¿Por qué no? —se preguntó a sí misma—. Es una posibilidad muy remota, pero ¿qué puedo perder?». Se sentó ante el escritorio, accedió nuevamente a la base de datos de Harvard y escribió: «MENSAJE EN UNA BOTELLA».
Dado que los artículos en el sistema de la biblioteca estaban clasificados por temas o titulares, escogió hacer una criba por titulares para acelerar la búsqueda. La temática solía ofrecer un mayor número de resultados, pero descartar los que no le interesaban era un proceso laborioso; además, en ese momento no disponía de tanto tiempo. Después de pulsar la tecla INTRO, se reclinó en la silla y esperó la respuesta del ordenador.
El resultado la sorprendió: una docena de artículos diferentes escritos sobre ese tema en los últimos años, en su mayoría de publicaciones científicas, cuyos titulares parecían sugerir que las botellas se habían empleado en varios proyectos de investigación sobre las corrientes oceánicas.
No obstante, había tres artículos que parecían interesantes, así que anotó sus títulos con la intención de recogerlos de paso.
Había mucho tráfico, por lo que tardó más de lo que esperaba en llegar a la biblioteca y copiar los nueve artículos seleccionados. Llegó tarde a casa. Después de hacer un pedido en el restaurante chino local, se sentó en el sofá con los tres artículos sobre mensajes en botellas ante ella.
En primer lugar, leyó un artículo publicado en la revista Yankee en marzo del año anterior. Hacía un recorrido histórico sobre los mensajes en botellas y recogía la crónica de las botellas que habían llegado a Nueva Inglaterra en los últimos años. Algunas de las cartas encontradas eran memorables. Le gustó especialmente la historia de Paolina y Ake Viking.
El padre de Paolina había encontrado un mensaje en una botella escrito por Ake, un joven marinero sueco. Ake, aburrido durante sus numerosas travesías por mar, solicitaba respuesta de cualquier mujer hermosa que encontrara su carta. El padre de Paolina le entregó el mensaje, y ella respondió a Ake. Una carta llevó a la siguiente. Cuando Ake finalmente pudo viajar a Sicilia para conocerla, ambos se dieron cuenta de que estaban enamorados; se casaron poco después.
Hacia el final del artículo, había un par de párrafos dedicados a otro mensaje que había llegado a las playas de Long Island:
En la mayoría de los mensajes enviados en una botella normalmente se solicita a la persona que lo encuentre que responda, con la esperanza de llegar a mantener correspondencia para toda la vida. Sin embargo, en ocasiones, el autor no desea respuesta alguna. El año pasado se encontró una carta semejante en una botella que había llegado a la costa de Long Island: se trata de un conmovedor tributo a un amor perdido. En ella podía leerse: «Sin ti entre mis brazos, siento un vacío en mi alma. Me sorprendo a mí mismo buscando tu rostro entre la multitud; sé que es imposible, pero no lo puedo evitar. Mi búsqueda en pos de ti es eterna y está condenada al fracaso. Ya sé que hablamos de cómo actuaríamos si las circunstancias nos obligaban a separarnos, pero no puedo mantener la promesa que te hice aquella noche. Lo siento, mi amor, pero nunca habrá nadie que pueda reemplazarte. Las palabras que murmuré a tu oído eran un disparate y debería haberme dado cuenta en ese momento. Tú, y solo tú, has sido el único objeto de mi deseo; ahora que te has ido, no quiero encontrar a otra. “Hasta que la muerte nos separe”, susurramos en la iglesia, y he llegado a creer que aquellas palabras siempre serán ciertas, hasta que por fin llegue el día en el que yo también abandone este mundo».
Theresa dejó de comer y puso el tenedor en la mesa.
«¡No puede ser!». Se encontró a sí misma mirando fijamente las palabras. «Simplemente no puede ser…»
Pero…
Pero… ¿quién podría ser, sino él?
Se enjugó la frente, consciente de que de repente le temblaban las manos. ¿Otra carta? Volvió a la portada del artículo para ver quién era su autor: el doctor Arthur Shendakin, profesor de Historia en el Boston College, lo cual significaba…
«Debe de vivir cerca de aquí».
Se puso en pie de un salto y cogió la guía de teléfonos del estante situado al lado de la mesa del comedor. La hojeó en busca de aquel nombre. Había casi una docena de Shendakins, pero solo dos de ellos parecían poder corresponder al autor. Ambos tenían como inicial la letra «A». Antes de marcar el primer número miró el reloj. Las nueve y media. Era tarde, pero tampoco una hora intempestiva. Marcó el primer número. Respondió una mujer que la informó de que se había equivocado de número. Al colgar, se dio cuenta de que tenía la boca seca. Fue a la cocina por un vaso de agua. Dio un buen trago, respiró profundamente y volvió a coger el teléfono.
Se aseguró de que estaba marcando el número correcto y esperó a que el teléfono empezara a dar señal.
Un tono.
Dos.
Tres.
Al cuarto empezó a perder la esperanza, pero al quinto oyó que alguien descolgaba.
—¿Sí? —respondió un hombre. Por la voz, pensó que debía de tener unos sesenta años.
Se aclaró la voz.
—Hola, soy Theresa Osborne del Boston Times. ¿Es usted Arthur Shendakin?
—Sí —respondió él con un tono de sorpresa en su voz.
«Tranquila», se dijo a sí misma.
—Hola. Le llamaba porque desearía saber si se trata del mismo Arthur Shendakin que escribió un artículo publicado el año pasado en la revista Yankee, sobre mensajes enviados en botellas.
—Sí, soy yo. ¿Cómo puedo ayudarla?
Sentía que le sudaban las manos.
—Tengo cierta curiosidad sobre uno de los mensajes que según usted encontró en Long Island. ¿Recuerda la carta de la que le hablo?
—¿Puedo preguntarle por qué tiene tanto interés?
—Bueno —empezó a explicar Theresa—, el Times está pensando en la posibilidad de escribir un artículo sobre el mismo tema, y nos interesaría contar con una copia de esa carta.
Hizo una mueca de vergüenza ante su propia mentira, pero pensó que peor sería decir la verdad. Hubiera sonado fatal: «Ah, hola, estoy obsesionada con un hombre misterioso que envía mensajes en botellas y me preguntaba si no sería también el autor de la carta que usted encontró…».
—Bueno, no sé —respondió Shendakin poco a poco—. Fue precisamente esa carta la que me inspiró para escribir aquel artículo… Tendría que pensarlo.
Theresa sintió un nudo en la garganta.
—Entonces, ¿todavía tiene la carta?
—Sí. La encontré hace un par de años.
—Señor Shendakin, sé que es una petición fuera de lo normal, pero le informo de que estamos dispuestos a pagarle una pequeña suma si nos permite utilizar la carta. Y además, no necesitamos la carta original. Bastará con una copia, así que en realidad no tendrá que desprenderse de ella.
Estaba segura de que la respuesta le había sorprendido.
—¿De cuánto estamos hablando?
«No lo sé, me lo estoy inventando. ¿Cuánto quiere?».
—Estamos dispuestos a ofrecerle trescientos dólares, y, por supuesto, se le atribuirá el hallazgo de la carta.
Su interlocutor hizo una breve pausa para considerar la propuesta. Theresa insistió antes de que el hombre tuviera tiempo de negarse.
—Señor Shendakin, estoy segura de que en parte está preocupado por la posibilidad de que su artículo presente alguna semejanza con lo que el periódico pretende publicar. Le aseguro que no tendrán nada que ver. Nuestro artículo tratará, sobre todo, acerca de la dirección en la que viajan las botellas, ya sabe, las corrientes oceánicas y ese tipo de cosas. Solo queremos algunas cartas reales para ofrecer un aspecto humano a nuestros lectores.
«¿Cómo se me ha ocurrido todo esto?».
—Bueno…
—Por favor, señor Shendakin. Significaría mucho para mí.
El hombre guardó silencio por un momento.
—¿Solo una copia?
«¡Sí!».
—Sí, por supuesto. Puedo facilitarle un número de fax, o si lo prefiere puede enviarla por correo. ¿Quiere que extendamos el cheque a su nombre?
Hizo una pausa de nuevo antes de responder.
—Supongo que sí. —Por el tono de voz, parecía como si le hubieran acorralado en una esquina y no supiera cómo escapar.
—Gracias, señor Shendakin. —Antes de que pudiera cambiar de opinión, Theresa le dio el número de fax, anotó su dirección y pensó que al día siguiente le enviaría un giro postal. Si le enviaba un cheque de su cuenta personal tal vez sospecharía algo.
A la mañana siguiente, después de dejar un recado en el despacho del profesor en el Boston College en el que le informaba de que ya le había enviado el giro, se dirigió al trabajo con un torbellino en la cabeza. Que pudiera existir una tercera carta casi le hacía imposible pensar en nada más. De hecho, no tenía ninguna garantía de que el autor de la carta fuera la misma persona, pero, en caso de que así fuera, no sabía cuál sería el siguiente paso. Pensó en Garrett casi toda la noche, intentando imaginar su aspecto, qué era lo que le gustaba hacer… No podía comprender el alcance de sus sentimientos; finalmente decidió dejar que la carta determinara el rumbo de las cosas. Si no era de Garrett, acabaría con aquello de una vez por todas. No utilizaría el ordenador para dar con él, no buscaría pruebas de la existencia de otras cartas. Y en caso de que siguiera obsesionada con el tema, se desharía de las otras dos cartas. La curiosidad era positiva mientras no se apoderara de su vida. No podía permitir que tal cosa ocurriera.
Pero, por otra parte, si la carta era de Garrett…
Seguía sin saber qué era lo que haría en ese caso. En parte, tenía la esperanza de equivocarse, para no tener que tomar ninguna decisión.
Cuando llegó a su mesa, esperó deliberadamente antes de dirigirse al aparato de fax. Encendió el ordenador, llamó a dos médicos con los que tenía que hablar sobre la columna que estaba preparando e hizo un par de anotaciones sobre otros posibles temas. Cuando dio por terminadas aquellas gestiones tan poco productivas, casi se había convencido a sí misma de que el autor de la carta no sería el mismo. «Probablemente hay miles de cartas flotando en el océano —se dijo a sí misma—. Lo más seguro es que sea de otra persona».
Cuando no se le ocurrió ninguna otra cosa que hacer, se dirigió por fin hacia el aparato de fax y empezó a examinar el montón de faxes recibidos. Todavía no habían sido clasificados. Como mínimo, había varias docenas dirigidos a distintas personas. Cuando ya había comprobado la mitad del montón, encontró uno con una portada en la que figuraba su nombre como destinataria. Había dos páginas más; al examinarlas con más detenimiento, lo primero que advirtió, al igual que en las dos cartas anteriores, fue el dibujo del velero estampado en la esquina superior derecha. Aquella carta era más corta que las anteriores, por lo que pudo leerla antes de volver a su escritorio. El último párrafo coincidía con el que Arthur Shendakin había incluido en su artículo.
25 de septiembre de 1995
Querida Catherine:
Ha pasado un mes desde que te escribí, pero me parece mucho más tiempo. La vida pasa ahora como el paisaje que veo desde la ventanilla del coche. Respiro, y como, y duermo, como siempre, pero no parece haber un objetivo importante en mi vida que requiera de mí. Simplemente me dejo llevar por los mensajes que te escribo. No sé adónde voy ni cuándo llegaré.
Ni siquiera el trabajo alivia mi dolor. Salgo a bucear por placer, o para enseñar a otros, pero, cuando regreso a la tienda, me parece vacía sin ti. Organizo el almacén y hago los pedidos, como siempre, pero a veces todavía miro por encima de mi hombro y te llamo sin darme cuenta. Mientras te escribo esta carta, me pregunto cuándo dejaré de hacerlo, si es que llega ese día.
Sin ti entre mis brazos, siento un vacío en mi alma. Me sorprendo a mí mismo buscando tu rostro entre la multitud; sé que es imposible, pero no lo puedo evitar. Mi búsqueda de ti es eterna y está condenada al fracaso. Ya sé que hablamos de cómo actuaríamos si las circunstancias nos obligaban a separarnos, pero no puedo mantener la promesa que te hice aquella noche. Lo siento, mi amor, pero nunca habrá nadie que pueda reemplazarte. Las palabras que murmuré a tu oído eran un disparate y debería haberme dado cuenta en ese momento. Tú, y solo tú, has sido el único objeto de mi deseo, y ahora que te has ido, no quiero encontrar a otra. «Hasta que la muerte nos separe», susurramos en la iglesia, y he llegado a creer que aquellas palabras siempre serán ciertas, hasta que por fin llegue el día en el que yo también abandone este mundo.
GARRETT
—Deanna, ¿tienes un momento? Necesito hablar contigo.
La mujer alzó la vista del ordenador y se quitó las gafas.
—Por supuesto. ¿Qué pasa?
Theresa puso las tres cartas sobre la mesa de Deanna sin decir una palabra. Ella las cogió una a una, boquiabierta.
—¿De dónde has sacado estas otras?
Theresa le explicó cómo las había conseguido. Cuando acabó, Deanna leyó las cartas en silencio. Theresa se sentó en la silla al otro lado de la mesa.
—Bueno —dijo, mientras dejaba a un lado la última carta—, parece ser que has estado guardando un secreto, ¿no?
Theresa se encogió de hombros. Su amiga siguió hablando.
—Pero hay algo más, aparte del hecho de que has encontrado las cartas, ¿no es cierto?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir —dijo con una sonrisa traviesa— que no has entrado en mi despacho por haber encontrado estas cartas, sino porque ese tal Garrett te interesa.
Theresa abrió la boca, pasmada. Deanna se rio.
—No me mires como si estuvieras sorprendida, Theresa. No soy del todo idiota. Sabía que tenías algo entre manos durante estos últimos días. Has estado muy distraída, como si estuvieras a cientos de kilómetros de distancia. Iba a preguntarte, pero me imaginé que me lo contarías cuando estuvieras preparada para hacerlo.
—Pensé que no se me notaba tanto.
—Tal vez de cara a los demás. Pero yo te conozco desde hace demasiado tiempo como para no darme cuenta de que te pasa algo. —Volvió a sonreír—. Cuéntame, ¿qué sucede?
Theresa reflexionó un momento.
—Es muy raro. Me refiero a que no puedo dejar de pensar en él. No sé por qué. Es como si volviera a estar en el instituto y hubiera perdido la cabeza por alguien a quien todavía no conozco. Peor aún; no solo no he hablado nunca con él, sino que ni siquiera sé qué aspecto tiene. No sé nada de él. Podría ser un hombre de setenta años.
Deanna se reclinó en la silla y asintió pensativa.
—Es cierto…, pero no creo que sea tan mayor; ¿tú sí?
Theresa negó con un lento movimiento de cabeza.
—La verdad es que no.
—Yo tampoco —dijo Deanna mientras volvía a coger las cartas—. Habla de cómo se enamoraron cuando eran jóvenes, pero no dice que tuvieran hijos. Enseña buceo y escribe sobre Catherine como si hubiera estado casado durante muy poco tiempo. Dudo de que sea tan viejo.
—Eso mismo pensé yo.
—¿Quieres saber lo que opino?
—Claro que sí.
Deanna pronunció las palabras lentamente:
—Creo que deberías ir a Wilmington para intentar encontrar a Garrett.
—Pero todo parece tan… ridículo, hasta para mí…
—¿Por qué?
—Porque no sé nada de él.
—Theresa, sabes bastante más sobre Garrett que yo sobre Brian antes de conocerle. Además, no te he dicho que te cases con él, solo que intentes encontrarlo. Puede que descubras que no te gusta en absoluto, pero por lo menos así lo sabrás, ¿no te parece? Quiero decir, ¿qué hay de malo en ello?
—Y si… —Hizo una pausa, y Deanna acabó por ella la frase:
—¿Y si no es como imaginas? Theresa, puedo garantizarte que no es como tú te imaginas. Nadie lo es. Pero en mi opinión, eso no tiene nada que ver con tu decisión. Si crees que quieres saber más, ve a su encuentro. Lo peor que puede pasar es que descubras que no es el tipo de hombre que buscas. ¿Y qué harás entonces? Regresarás a Boston, pero por lo menos tendrás una respuesta. ¿Qué daño puede hacerte eso? Probablemente no será peor que la ansiedad por la que estás pasando ahora.
—¿No crees que es una locura?
Deanna negó con la cabeza, pensativa.
—Theresa, hace mucho tiempo que pienso que ya es hora de que empieces a buscar otro hombre. Tal como te dije cuando estábamos de vacaciones, mereces encontrar a otra persona con la que compartir tu vida. Pero no sé cómo acabará todo este asunto sobre Garrett. Si tuviera que apostar, diría que probablemente no conducirá a nada. Pero eso no significa que no debas intentarlo. Si toda la gente que desea hacer algo pero piensa que va a fracasar ni siquiera lo intentara, ¿dónde estaríamos ahora?
Theresa guardó silencio.
—Estás siendo demasiado lógica sobre todo esto…
Deanna hizo caso omiso de sus protestas.
—Soy mayor que tú: he pasado por muchas cosas. Una de las cosas que he aprendido en la vida es que a veces tienes que arriesgar. Y en mi opinión, en este caso el riesgo no es tan grande. Me refiero a que no vas a abandonar a tu esposo y a tu familia para ir en busca de esta persona, ni tampoco vas a dejar tu trabajo y trasladarte a la otra punta del país. Tu situación es envidiable. No tienes nada que perder, así que no exageres. Si piensas que debes ir, ve. Si no quieres ir, no lo hagas. Es así de simple, de veras. Además, Kevin no está y te quedan todavía muchos días de vacaciones este año.
Theresa empezó a retorcerse un mechón de pelo con un dedo.
—¿Y mi columna?
—No te preocupes por eso. Todavía tenemos la que escribiste y que no utilizamos porque en su lugar publicamos la carta. Y si hace falta, podemos repetir algunas de hace un par de años. La mayoría de los periódicos todavía no habían elegido tu columna por aquel entonces, así que probablemente no notarán la diferencia.
—Haces que parezca tan fácil.
—Es fácil. Lo difícil ahora es encontrarlo. Pero creo que estas cartas dan algunas pistas que pueden sernos útiles. ¿Qué me dices de hacer un par de llamadas y buscar un poco en Internet?
Ambas guardaron silencio un buen rato.
—De acuerdo —dijo Theresa por último—. Pero espero no tener que arrepentirme.
—Bueno —preguntó Theresa a Deanna—, ¿por dónde empezamos?
Arrastró la silla hasta el otro lado de la mesa, al lado de su amiga.
—En primer lugar —empezó a decir Deanna—, comencemos con aquello de lo que ya estamos bastante seguras. Para empezar, creo que podemos afirmar que Garrett es su verdadero nombre. Así es como firmó todas las cartas. No creo que se molestara en utilizar un nombre falso. Podría haberlo hecho si se tratara de una única carta, pero tenemos tres cartas, por lo que estoy casi segura de que se trata de su nombre de pila, o tal vez incluso de su segundo nombre. Sea como sea, le llaman así.
—Y —añadió Theresa—, probablemente vive en Wilmington o Wrightsville Beach, o en algún pueblo cercano.
Deanna asintió.
—Todas sus cartas hablan sobre el océano o de temas relacionados con él; además, lo utiliza para enviar sus mensajes en botellas. Por el tono de las cartas, parece que las escribe cuando se siente solo o cuando piensa en Catherine.
—Eso mismo creo yo. No parece mencionar ocasiones especiales en las cartas. Hablan de su vida diaria, y de lo mal que lo está pasando.
—Bien, estamos de acuerdo —dijo Deanna, asintiendo. Se estaba entusiasmando por momentos—. Menciona además un barco…
—El Happenstance —dijo Theresa—. La carta dice que repararon juntos el barco en el que solían salir a navegar. Así que probablemente se trata de un velero.
—Anota eso —ordenó Deanna—. Puede que podamos descubrir algo más sobre ese barco haciendo un par de llamadas desde aquí. Quizás exista un registro de barcos en el que aparezcan inscritos por su nombre. Creo que podríamos llamar al periódico local para averiguarlo. ¿Había algo más en la segunda carta?
—No se me ocurre nada. Pero en la tercera carta hay un poco más de información. Por su contenido podemos deducir dos cosas.
Deanna intervino:
—Una, que Catherine en efecto ha muerto.
—Y también que da la impresión de que es el dueño de una tienda de submarinismo en la que solía trabajar con Catherine.
—Anota eso también. Creo que podemos averiguar más cosas al respecto sin movernos de aquí. ¿Algo más?
—No lo creo.
—Bueno, para ser el principio no está mal. Puede que resulte más fácil de lo que imaginábamos. Empecemos por hacer unas cuantas llamadas.
En primer lugar, Deanna llamó al Wilmington Journal, el periódico local. Se identificó y preguntó si podía hablar con alguien familiarizado con el tema náutico. Después de que la pasaran de un lado a otro un par de veces, se encontró hablando con Zack Norton, que cubría la información sobre pesca deportiva y otros deportes acuáticos. Tras explicarle que deseaba saber si existía algún registro de nombres de embarcaciones, Zack le comunicó que no había nada parecido.
—Los barcos se registran con un número de identificación, casi como los coches —dijo el hombre, con un acento característico, arrastrando las palabras—, pero, si sabe el nombre del propietario, podría encontrar el nombre de la embarcación en el formulario de inscripción, si es que está registrado. No es una información imprescindible, pero, de todos modos, mucha gente la incluye en el registro. —Deanna garabateó las palabras «Barcos no se registran por nombre» en el bloc de notas y se lo mostró a su amiga.
—Es un callejón sin salida —dijo Theresa en voz baja.
Deanna puso la mano sobre el auricular y susurró:
—Quizá, pero tal vez no. No te des por vencida tan fácilmente.
Tras agradecer a Zack Norton por haberle dedicado su tiempo, Deanna colgó el teléfono y repasó la lista de pistas. Reflexionó unos instantes y decidió llamar a información para pedir los números de teléfonos de las tiendas de submarinismo de la región de Wilmington. Theresa observó cómo Deanna escribía los nombres y los números de las once tiendas registradas en ese servicio.
—¿Puedo hacer algo más por usted? —preguntó el operador.
—No, gracias, ha sido de gran utilidad.
Colgó de nuevo. Theresa la miró con curiosidad.
—¿Qué vas a decir cuando cojan el teléfono?
—Voy a preguntar por Garrett.
El corazón le dio un brinco a Theresa.
—¿Así, sin más?
—Así, sin más —dijo Deanna, sonriendo mientras marcaba un número. Hizo una señal a Theresa para que escuchara la conversación en otro terminal—. Por si se pone él —añadió, y ambas esperaron en silencio a que alguien respondiera en Atlantic Adventures, el primer nombre que les habían facilitado.
Cuando por fin cogieron el teléfono, Deanna respiró hondo y preguntó con amabilidad si Garrett estaba disponible para darle algunas clases.
—Lo siento, me parece que le han dado el número equivocado —dijo una voz rápidamente.
Deanna pidió disculpas y colgó.
Las cinco llamadas siguientes tuvieron como resultado la misma respuesta. Deanna no se desanimó y marcó el siguiente número de la lista. Esperaba recibir alguna respuesta semejante, así que le sorprendió que la persona al otro lado vacilase un momento.
—¿Se refiere a Garrett Blake?
«Garrett».
Theresa casi se cae de la silla al oír aquel nombre. Deanna respondió afirmativamente. Su interlocutor siguió hablando.
—Trabaja para Island Diving. Pero tal vez nosotros podamos ayudarla. Muy pronto empieza un nuevo curso.
Deanna se excusó rápidamente.
—No, lo siento. De veras, le prometí a Garrett que haría el curso con él. —Al colgar el teléfono, se dibujó una amplia sonrisa en su cara.
—Nos estamos acercando.
—No puedo creer que sea tan fácil…
—Si lo piensas bien, no ha sido tan fácil, Theresa. No hubiera sido posible si alguien no hubiera encontrado las demás cartas.
—¿Crees que se trata del mismo Garrett?
Deanna ladeó la cabeza mientras arqueaba una ceja.
—¿Tú no?
—Todavía no estoy segura. Tal vez.
Deanna quitó importancia a su respuesta.
—Bueno, lo descubriremos enseguida. Esto empieza a ser divertido.
Volvió a llamar a información para pedir el número del registro de embarcaciones de Wilmington.
Después de marcar el teléfono correspondiente, se presentó ante la mujer que había cogido el teléfono y preguntó si podía hablar con alguien que le confirmase cierta información.
—Mi marido y yo estábamos de vacaciones —explicó—, cuando nuestro barco tuvo una avería. Encontramos a un hombre muy amable que nos ayudó a regresar a tierra. Se llama Garrett Blake. Creo que el nombre de su velero era Happenstance, pero quiero asegurarme antes de escribir mi artículo.
Deanna prosiguió con su relato, impidiendo que la mujer al otro lado de la línea metiera baza. Le contó que habían pasado mucho miedo y lo mucho que había significado para ella que Garrett hubiera acudido en su ayuda. Después empezó a alabar la amabilidad de los sureños y en especial la de los habitantes de Wilmington, e insistió en que deseaba escribir un artículo sobre la hospitalidad sureña y la generosidad de los desconocidos, de modo que al final la mujer del registro estaba más que dispuesta a ayudar.
—Puesto que solo desea verificar una información y no está pidiendo ningún otro dato, estoy segura de que no habrá ningún problema. Espere un segundo.
Deanna tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras escuchaba la música de fondo de Barry Manilow. La mujer del registro volvió a ponerse al aparato.
—Bueno, vamos a ver.
Deanna la oyó teclear algo, y después un extraño pitido. Tras unos pocos instantes, la mujer dijo las palabras que Deanna y Theresa querían oír.
—Sí, así es. Garrett Blake. Mmm… El nombre es correcto, como mínimo así consta en el registro, que también incluye el nombre de la embarcación, Happenstance.
Deanna agradeció efusivamente a la mujer del registro la información y le pidió su nombre, «para poder escribir sobre otra persona que era un ejemplo paradigmático de hospitalidad». Tras repetirlo para comprobar que lo había escrito correctamente, colgó el teléfono con una expresión radiante en su rostro.
—Garrett Blake —dijo con una sonrisa victoriosa—. Nuestro escritor misterioso se llama Garrett Blake.
—No puedo creer que hayas dado con él.
Deanna asintió como si hubiera logrado algo de lo que no había estado muy segura.
—Créelo. Esta anciana todavía sabe cómo encontrar información.
—Eso es cierto.
—¿Hay algo más que desees saber?
Theresa reflexionó un momento.
—¿Puedes averiguar algo más sobre Catherine?
Deanna se encogió de hombros y se preparó para su nuevo cometido.
—No lo sé, pero podemos intentarlo. Podemos llamar al periódico y preguntar si consta algo sobre ella en los archivos. Si la muerte fue accidental, puede que haya algún informe al respecto.
Deanna llamó de nuevo al periódico y preguntó por el Departamento de Documentación. Pero tras hablar con un par de personas, le comunicaron que los periódicos de los últimos años estaban archivados en microfichas y que no era fácil acceder a la información sin una fecha específica. Deanna preguntó por la persona con la que Theresa podría contactar cuando estuviera allí, en caso de que quisiera buscar la información por sí misma.
—Creo que esto es todo lo que podemos hacer desde aquí. El resto depende de ti, Theresa. Pero al menos sabes dónde puedes encontrarle.
Deanna le ofreció la nota con el nombre. Theresa vaciló. Su amiga la miró un momento y volvió a dejar la nota sobre la mesa. Volvió a descolgar el teléfono.
—¿A quién estás llamando ahora?
—A mi agencia de viajes. Necesitarás un vuelo y alojamiento.
—Todavía no he dicho que tenga intención de ir.
—Oh, sí que irás.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque no pienso tenerte sentada sin hacer nada en la sala de redacción durante todo el próximo año preguntándote qué hubiera pasado. No trabajas bien cuando estás distraída.
—Deanna…
—No digas mi nombre con ese tono. Sabes que la curiosidad te volverá loca. Ya me está afectando a mí.
—Pero…
—Pero nada. —Hizo una breve pausa y habló con más suavidad—: Theresa, recuerda: no tienes nada que perder. Lo peor que puede pasar es que vuelvas a casa dentro de un par de días. Eso es todo. No vas en busca de una tribu de caníbales. Solo vas a averiguar si tu curiosidad estaba justificada.
Ambas guardaron silencio mientras se miraban fijamente a los ojos. Deanna tenía una leve sonrisa de suficiencia dibujada en la cara. Theresa sintió que se le aceleraba el pulso cuando se dio cuenta de lo irrevocable de la decisión. «Dios mío, voy a hacerlo. No puedo creer que vaya a seguir adelante».
Sin embargo, hizo una última tentativa desganada de encontrar una excusa.
—Ni siquiera sé qué podría decirle si llego a conocerle…
—Estoy segura de que se te ocurrirá algo. Ahora deja que haga esta llamada. Coge tu bolso. Voy a necesitar un número de tarjeta de crédito.
En la cabeza de Theresa se desató un torbellino: «Garrett Blake. Wilmington. Island Diving. Happenstance». Las palabras bombardeaban su mente, como si estuviera ensayando su papel en una representación.
Abrió el último cajón de su escritorio, que estaba cerrado con llave y en el que guardaba su bolso, y se detuvo un momento antes de volver al despacho de Deanna. Pero algo se había apoderado de su voluntad, así que al final entregó a Deanna una tarjeta de crédito.
A la tarde siguiente saldría para Wilmington, en Carolina del Norte.
Deanna le dijo que podía tomarse el resto del día libre, y el siguiente también. Al salir de la oficina, Theresa se sintió como si la hubieran acorralado para obligarla a hacer algo, con una táctica parecida a la que ella había empleado con el anciano señor Shendakin.
Pero a diferencia del señor Shendakin, en su interior ella se sentía contenta de haberse dejado acorralar. Después de que el avión aterrizara al día siguiente en Wilmington, Theresa Osborne se registró en un hotel, mientras no dejaba de preguntarse adónde conduciría todo aquello.