El sábado, después de ocho días de vacaciones en Cape Cod, Theresa regresó a Boston.
Abrió la puerta de su apartamento y Harvey salió corriendo del dormitorio. Se restregó contra la pierna de su ama, ronroneando suavemente. Ella lo tomó en sus brazos y fue a la nevera. Cogió un trozo de queso y se lo dio al gato mientras le acariciaba la cabeza, agradecida a su vecina Ella por haber aceptado cuidarlo mientras estaba fuera. Cuando hubo dado cuenta del queso, Harvey saltó desde los brazos de Theresa y se dirigió con paso tranquilo a las puertas correderas de cristal que conducían al patio trasero. El aire del apartamento estaba viciado tras tantos días cerrado, así que abrió las puertas para ventilarlo.
Tras deshacer las maletas y recoger las llaves y el correo de casa de Ella, se sirvió un vaso de vino, fue hacia el equipo de música y puso el CD de John Coltrane que había comprado. Mientras el jazz inundaba la habitación, miró el correo. Como de costumbre, se trataba principalmente de facturas, así que las dejó para otro momento.
Había ocho mensajes en el contestador. Dos de ellos eran de hombres con los que había salido en el pasado y que le pedían que devolviera la llamada cuando pudiera. Reflexionó brevemente y decidió que no lo haría. Ninguno de los dos le resultaba atractivo y no le apetecía salir solo porque tenía un hueco en su agenda. También tenía mensajes de su madre y de su hermana, y anotó mentalmente que las llamaría la próxima semana. No había ninguna llamada de Kevin. En esos momentos debía estar haciendo rafting, de acampada con su padre en algún lugar de Arizona.
Sin Kevin, la casa parecía más silenciosa de lo habitual. Y también ordenada, lo cual lo hacía todo un poco más fácil. Era agradable llegar a casa y solo tener que limpiar de vez en cuando lo que una misma ensuciaba.
Pensó en las dos semanas de vacaciones que todavía le quedaban ese año. Iría a la playa con su hijo, se lo había prometido. Pero aún le quedaría otra semana. Podría tomársela en Navidad, pero ese año Kevin estaría con su padre, así que no tenía mucho sentido. Odiaba pasar las Navidades sola, siempre habían sido sus vacaciones preferidas, pero no tenía elección, así que decidió que no valía la pena seguir pensando en ello. Tal vez iría a las Bermudas o a Jamaica, o a alguna isla del Caribe, pero tampoco quería ir sola, y no se le ocurría quién podría acompañarla. Janet tal vez, pero era improbable. Las tres niñas la tenían muy ocupada, y Edward normalmente no podía tomarse tantos días libres. Quizá podría emplear aquella semana para hacer los arreglos que tenía pendientes en la casa…, pero le parecía una lástima. ¿Quién quería pasar su tiempo libre pintando y empapelando paredes?
Se dio por vencida y decidió que, si no se le ocurría nada, guardaría aquella semana para el año siguiente. Tal vez podría ir con Kevin a Hawái un par de semanas.
Se fue a la cama con una de las novelas que había empezado a leer en Cape Cod. Leía rápido y sin distracciones, y casi había llegado a las cien páginas antes de sentirse cansada. A medianoche apagó la luz. Aquella noche soñó que caminaba por una playa desierta, pero no supo por qué.
La cantidad de correspondencia que la aguardaba sobre la mesa el lunes por la mañana era abrumadora. Había casi doscientas cartas cuando llegó; otras cincuenta llegaron a lo largo del día con el correo. En cuanto entró en la oficina, vio a Deanna señalando orgullosa las cartas amontonadas.
—¿Lo ves? Te lo dije —anunció con una sonrisa.
Theresa pidió que no le pasaran llamadas y empezó a abrir el correo inmediatamente. Todo eran reacciones a la carta publicada en su columna. La mayoría de mujeres, aunque también había algunas escritas por hombres. Le sorprendió la coincidencia de opiniones. Las leyó una por una. Todas ellas le contaban hasta qué punto les había conmovido aquella carta anónima. En varios casos le preguntaban si sabía quién era el autor; de hecho, unas cuantas mujeres sugerían que, si el escritor estaba soltero, les gustaría casarse con él.
Descubrió que casi todos los dominicales de todo el país habían publicado su columna, por lo que había cartas procedentes incluso de Los Ángeles. Seis hombres reclamaban la autoría de la carta; cuatro de ellos exigían el pago de derechos de autor. Uno incluso la amenazaba con emprender acciones legales. Pero al examinar la caligrafía, comprobó que en ningún caso se parecía ni remotamente a la del autor de la carta.
A mediodía fue a comer a su restaurante japonés favorito. Unas cuantas personas que estaban comiendo en mesas contiguas mencionaron que también habían leído la columna. «Mi mujer la ha pegado en la puerta del frigorífico», comentó un hombre. Theresa no pudo evitar una carcajada.
Al final de su jornada laboral, casi había terminado con el montón y se sentía agotada. No había podido trabajar en su próxima columna y volvía a sentir tensión en la nuca, como le solía pasar cuando se acercaba el plazo de entrega. A las cinco y media empezó a preparar una columna sobre el hecho de que Kevin estuviera ausente y qué suponía para ella. Iba mejor de lo que esperaba y casi había terminado cuando sonó el teléfono.
Era la recepcionista del periódico.
—Eh, Theresa, sé que me pediste que no te pasara llamadas, y así lo he hecho —empezó a decir—. No ha sido fácil, por cierto; has tenido unas sesenta llamadas. El teléfono no ha parado de sonar.
—¿Qué pasa?
—Hay una mujer que no para de llamar. Es la quinta vez hoy; la semana pasada también llamó un par de veces. No me quiere dar su nombre, pero a estas alturas ya reconozco su voz. Dice que tiene que hablar contigo.
—¿No puedes pedirle que te deje un recado?
—Ya lo he intentado, pero es muy insistente. Sigue pidiéndome que la ponga en espera hasta que tengas un minuto. Dice que, aunque sea una conferencia, esperará.
Theresa reflexionó un momento mientras miraba fijamente la pantalla del ordenador. La columna estaba casi lista, solo faltaban un par de párrafos más.
—¿Puedes pedirle un número en el que pueda localizarla?
—No, tampoco quiere darme ningún número. Es muy reservada.
—¿Sabes qué quiere?
—No tengo ni idea. Pero suena coherente, no como la mayoría de la gente que ha llamado hoy. Llamó un tipo que quería casarse conmigo.
Theresa se rio.
—De acuerdo, dile que se mantenga a la espera. La atenderé dentro de un par de minutos.
—De acuerdo.
—¿En qué línea está?
—En la cinco.
—Gracias.
Theresa acabó la columna rápidamente. Volvería a repasarla en cuanto colgara el teléfono.
Pulsó el botón de la línea cinco al descolgar el aparato.
—Hola.
Durante unos instantes, no se oyó nada. Después, una voz suave y melódica preguntó:
—¿Hablo con Theresa Osborne?
—Sí. —Theresa se reclinó en su silla y empezó a retorcer un mechón de su cabello.
—¿Es usted la persona que escribió la columna sobre el mensaje en la botella?
—Sí. ¿Cómo puedo ayudarla?
La persona al otro lado hizo de nuevo una pausa. Theresa podía oír su respiración, como si estuviera pensando sus próximas palabras. Después de un instante, preguntó:
—¿Podría decirme los nombres que aparecen en la carta?
Theresa cerró los ojos y dejó de jugar con su pelo. «Otra curiosa», pensó. Volvió la vista a la pantalla y empezó a repasar la columna.
—No, lo siento; no puedo. No quiero hacer pública esa información.
Su interlocutora volvió a guardar silencio. Theresa empezó a perder la paciencia. Comenzó a releer en pantalla el primer párrafo. Entonces la persona al otro lado la sorprendió.
—Por favor —dijo—, tengo que saberlo.
Theresa apartó la mirada de la pantalla. Por el tono pudo intuir que hablaba más que en serio. Pero había algo más, aunque no podía decir de qué se trataba exactamente.
—Lo siento —dijo Theresa por fin—, de veras no puedo.
—¿Podría responder una pregunta?
—Quizá.
—¿La carta estaba dirigida a Catherine y firmada por un hombre llamado Garrett?
Theresa se incorporó en su asiento.
—¿Quién habla? —preguntó con repentino apremio, y mientras decía esas palabras se dio cuenta de que aquella mujer ya sabía la verdad.
—¿Estoy en lo cierto?
—¿Quién habla? —preguntó nuevamente, esta vez con más amabilidad. Oyó a la persona al otro lado de la línea tomar aire antes de responder.
—Me llamo Michelle Turner y vivo en Norfolk, Virginia.
—¿Cómo sabe eso de la carta?
—Mi marido trabaja en la Marina y está destinado aquí. Hace tres años, mientras paseaba por la playa, encontré una carta similar a la que usted encontró estando de vacaciones. Tras leer su columna, supe que el autor era el mismo. Las iniciales coinciden.
Theresa enmudeció por un momento. No era posible, pensó. ¿Hacía tres años?
—¿Cómo es el papel en que está escrita?
—El papel es beis y tiene un barco estampado en la esquina superior derecha.
Theresa sintió que se le aceleraba el corazón. Pero le seguía pareciendo imposible.
—En la carta que encontró también hay un velero estampado, ¿verdad?
—Sí, en efecto —susurró Theresa.
—Lo sabía. Lo supe en cuanto leí su columna. —Por el tono de voz de Michelle parecía como si se hubiera librado de una pesada carga.
—¿Todavía tiene la carta? —preguntó Theresa.
—Sí. Mi marido nunca la ha visto, pero yo la releo de vez en cuando. Es un poco distinta de la publicada en su columna, pero los sentimientos son los mismos.
—¿Podría enviarme una copia?
—Claro —dijo, y a continuación hizo una pausa—. Es increíble, ¿no cree? Me refiero al hecho de que yo encontrara una carta hace tanto tiempo, y ahora usted haya encontrado otra.
—Sí —murmuró Theresa—, es increíble.
Tras darle el número de fax a Michelle, Theresa apenas consiguió releer la nueva columna. Michelle tenía que ir a una copistería para enviar la carta por fax. Ella, por su parte, se sorprendió a sí misma levantándose de su escritorio cada cinco minutos para comprobar si había llegado algún fax, mientras esperaba la carta. Cuarenta y seis minutos después oyó resucitar el aparato de fax. La primera página en pasar era la cubierta oficial de presentación del servicio de correos, dirigida a Theresa Osborne del Boston Times.
Observó cómo caía en la bandeja y oyó el sonido del fax mientras reproducía la carta línea a línea. Era bastante rápido, solo tardaba diez segundos por página, pero incluso aquella breve espera se le hizo demasiado larga. Después empezó a imprimirse una tercera página; se dio cuenta de que, al igual que la carta que había encontrado, esta también debía de estar escrita por ambas caras.
Cuando el fax emitió el pitido que indicaba el final de la transmisión, recogió las páginas impresas y las llevó a su escritorio sin leerlas, las puso boca abajo durante un par de minutos, mientras intentaba calmar su respiración. «Solo es una carta», se dijo a sí misma.
Respiró profundamente y retiró la cubierta del fax. Con tan solo echar un vistazo, vio el velero estampado, que le demostraba que se trataba del mismo autor. Puso la página bajo la luz y empezó a leer.
6 de marzo de 1994
Mi querida Catherine:
¿Dónde estás? Mientras estoy aquí, sentado en una casa a oscuras, me pregunto por qué nos hemos visto obligados a separarnos.
Desconozco la respuesta a estas preguntas, por mucho que me esfuerce en comprender. La razón es obvia, pero mi mente me obliga a rechazarla y me siento desgarrado por la ansiedad durante todas las horas de vigilia. Sin ti estoy perdido. Como si no tuviera alma, como si fuera a la deriva y no tuviera un hogar, un pájaro solitario volando a ninguna parte. Soy todo eso, y nada a la vez. Así es, mi amor, mi vida sin ti. Cómo anhelo que vuelvas a enseñarme a vivir de nuevo.
Intento recordar cómo éramos entonces, cuando estábamos en la cubierta del Happenstance, barrida por la brisa. ¿Recuerdas cómo trabajábamos juntos? Mientras hacíamos las reparaciones, nos convertimos en parte del océano, porque ambos sabíamos que era el océano el que nos había unido. En momentos semejantes comprendí el significado de la verdadera felicidad. De noche, navegábamos sobre las oscuras aguas y yo contemplaba tu belleza reflejada por la luz de la luna. Te observaba sobrecogido y en mi corazón era consciente de que siempre estaríamos juntos. Me pregunto si siempre será así, cuando dos personas están enamoradas. No lo sé, pero, si mi vida desde que te fuiste de mi lado sirve como prueba, entonces creo que sé la respuesta. A partir de ahora, sé que estaré solo.
Pienso en ti, sueño contigo, te evoco cuando más te necesito. Es lo único que puedo hacer, pero no es suficiente. Nunca será suficiente, estoy seguro de ello; sin embargo, ¿qué más puedo hacer? Si estuvieras aquí, me lo dirías, pero me siento burlado incluso en eso. Siempre sabías qué palabras eran las más apropiadas para aliviar el dolor que sentía. Siempre sabías cómo hacerme sentir bien.
¿Es posible que sepas cómo me siento sin ti? En mis sueños, me gusta pensar que es así. Antes de estar juntos, pasé por la vida sin un sentido, sin un fin. Sé que de algún modo iba a tu encuentro, con cada paso que di desde que aprendí a andar. Estábamos destinados a estar juntos.
Pero ahora, solo en casa, me he dado cuenta de que el destino puede herir a una persona en la misma medida en que puede bendecirla, y me sorprendo a mí mismo preguntándome por qué, de todas las personas en el mundo que hubieran podido ser objeto de mi amor, tuve que enamorarme de alguien que me sería arrebatado.
GARRETT
Cuando acabó de leer la carta, se reclinó en la silla y se llevó los dedos a los labios. Los ruidos de la sala de redacción parecían provenir de algún lugar lejano. Buscó su bolso, extrajo la primera carta y la puso al lado de la que acababa de recibir. Volvió a leer la primera, después la otra, y repitió el proceso en orden inverso, mientras se sentía como si fuera una voyeur, como si estuviera espiando un momento privado, cargado de misterio.
Abandonó el escritorio con una extraña sensación de desaliento. En la máquina de bebidas compró un zumo de manzana, mientras intentaba analizar sus sentimientos. Pero al volver a su mesa, de repente sintió que le temblaban las piernas y se dejó caer en la silla. Pensó que, de no haberse encontrado justo delante de su asiento, se hubiera desplomado en el suelo.
Con la esperanza de aclarar sus ideas, empezó a ordenar con aire ausente el caos de su mesa. Guardó los bolígrafos en el cajón, archivó los artículos que había utilizado en su investigación, recargó la grapadora y afiló los lápices para colocarlos después dentro de una taza sobre la mesa. Cuando terminó, todo estaba en su sitio, con excepción de las dos cartas, que no había tocado.
Hacía poco más de una semana que había encontrado la primera; su contenido la había impactado, pero su pragmatismo la había obligado a intentar desvincularse. Pero ahora, después de haber encontrado esa segunda carta, probablemente escrita por la misma persona, le parecía imposible conseguirlo. Se preguntó si habría más cartas parecidas. Y qué clase de hombre se dedicaba a enviarlas en botellas. Parecía casi imposible que otra persona, hacía ya tres años, hubiera encontrado otra carta y la hubiera guardado en un cajón porque también le había conmovido. Y sin embargo, era real. Pero ¿qué significaba todo aquello?
Era consciente de que no debía afectarle tanto, pero así era. Se pasó las manos por el cabello y recorrió con su mirada la sala de redacción. Todos parecían estar muy ocupados. Abrió la lata de zumo de manzana y tomó un trago, mientras intentaba descifrar los pensamientos que asaltaban su mente. Todavía no estaba segura de qué se trataba; su único deseo era que nadie se acercara a su mesa en los próximos minutos, hasta que tuviera una mejor visión de conjunto. Guardó ambas cartas en el bolso, mientras seguía dando vueltas a la primera frase de la que acababa de recibir.
«¿Dónde estás?».
Cerró el programa que utilizaba para escribir sus columnas. Y entonces, a pesar de sus recelos, abrió un navegador para entrar en Internet.
Tras unos momentos de vacilación, escribió WRIGHTSVILLE BEACH en el programa de búsqueda y pulsó la tecla INTRO. Sabía que al cabo de menos de cinco segundos aparecería una lista de temas relacionados entre los que podría elegir.
Tres resultados que contienen las palabras «Wrightsville Beach».
Resultados de 1 a 3.
Categorías de ubicación - Sitios de ubicación - Páginas Web Mariposa.
Categorías de ubicación.
Regional: Estados Unidos: Carolina del Norte: Ciudades: Wrightsville
Beach
Sitios de ubicación
Regional: Estados Unidos: Carolina del Norte: Ciudades: Wilmington:
Real Estate
Ticar Real Estate Company / otras delegaciones en Wrightsville
Beach y Carolina Beach
Regional: Estados Unidos: Carolina del Norte: Ciudades: Wrightsville
Beach: Alojamiento
Cascade Beach Resort
Con la mirada fija en la pantalla, de pronto se sintió ridícula. Incluso aunque Deanna tuviera razón y Garrett viviera en algún lugar en la región de Wrightsville Beach, era prácticamente imposible localizarlo. ¿Por qué entonces estaba intentando encontrarle?
Por supuesto, sabía la razón. El autor de las cartas era un hombre que amaba profundamente a una mujer, un hombre que ahora estaba solo. De niña había llegado a creer en la existencia de un hombre ideal, el príncipe o el caballero de los cuentos infantiles. En el mundo real, sin embargo, simplemente no había hombres así. Las personas reales tenían jornadas laborales reales, necesidades reales, así como expectativas reales sobre cómo deberían comportarse los demás. Ciertamente, también había hombres buenos, que amaban con todo su corazón y se mantenían firmes incluso cuando había que hacer frente a grandes obstáculos. La clase de hombre que había deseado conocer desde que se divorció de David. Pero ¿cómo podría encontrar a un hombre semejante?
Ahora sabía que existía uno así y que estaba solo. Se le hizo un nudo en el estómago. Parecía evidente que Catherine, fuera quien fuera, probablemente estaba muerta, o como mínimo en paradero desconocido. Y sin embargo, Garrett seguía amándola hasta tal punto que le escribía cartas por lo menos desde hacía tres años, con lo que demostraba que era capaz de amar a alguien con pasión y, sobre todo, de mantener el compromiso, incluso mucho después de que su amada hubiera desaparecido.
«¿Dónde estás?».
Aquella frase seguía resonando en su cabeza, como la primera canción que se oye en la radio por la mañana y que se repite en la mente hasta la tarde.
«¿Dónde estás?».
No lo sabía, pero aquel hombre existía, y una de las primeras cosas que había aprendido en la vida era que, si descubres algo que te emociona, más vale intentar averiguar de qué se trata. Si uno se limita a ignorar esa sensación, nunca sabrá qué hubiera podido pasar, y en muchos casos eso es peor que descubrir que te estabas equivocando desde el principio. Porque, si te equivocas, es posible seguir adelante sin volver la vista atrás, preguntándote qué hubiera podido pasar.
Pero ¿adónde llevaría todo aquello? ¿Y qué significaba? ¿Acaso el hallazgo de la carta tenía algo que ver con el destino, o se trataba de una mera coincidencia? Pensó que quizá se trataba simplemente de un recordatorio de aquello que echaba de menos en su vida. Se retorció un mechón de cabello con aire ausente mientras consideraba la última cuestión. De acuerdo, decidió. Puedo aceptarlo.
Pero sentía curiosidad acerca del escritor misterioso, y no tenía sentido negarlo, como mínimo a sí misma. Y puesto que nadie más lo entendería (si ni siquiera ella podía comprenderlo, ¿cómo podrían los demás?), en ese momento resolvió no hablar con nadie de sus sentimientos.
«¿Dónde estás?».
En su interior, sabía que la búsqueda en Internet y su fascinación por Garrett no conducían a ningún sitio. Poco a poco aquel suceso se convertiría en una especie de insólita anécdota que contaría de vez en cuando. Seguiría con su vida, escribiendo su columna, pasando los días con Kevin y haciendo todas las cosas que una madre sin pareja debe hacer.
Y casi tenía razón. Habría seguido con su vida tal como la imaginaba de no haber sido porque tres días más tarde ocurrió algo que hizo que se lanzara a lo desconocido con tan solo una maleta llena de ropa y un montón de papeles que podían tener o no tener algún significado.
Descubrió una tercera carta de Garrett.