—¿Has estado llorando? —preguntó Deanna cuando Theresa entró por la terraza trasera, con la botella y el mensaje. Todavía confusa, había olvidado deshacerse de ella.
Ella se sintió avergonzada y se enjugó las lágrimas mientras su amiga dejaba a un lado el periódico y se ponía en pie. Aunque tenía sobrepeso (Theresa ya la había conocido así), rodeó la mesa ágilmente con una expresión preocupada en su rostro.
—¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado? ¿Te has hecho daño? —Tropezó con una silla al alargar los brazos para coger la mano de Theresa.
Ella negó con la cabeza.
—No, nada de eso. Solo que me encontré esta carta y…, no sé, después de leerla, no pude evitarlo.
—¿Una carta? ¿Qué carta? ¿Estás segura de que estás bien? —Deanna agitaba compulsivamente la mano que le quedaba libre mientras formulaba aquellas preguntas.
—Estoy bien, de veras. La carta estaba dentro de la botella. La encontré en la playa. Cuando la abrí y la leí… —Su voz se fue apagando, y la expresión en el rostro de Deanna se relajó un poco.
—Oh…, menos mal. Por un momento pensé que había pasado algo horrible, que alguien te había atacado a algo así.
Theresa se apartó un mechón de pelo que el viento había arrojado sobre su cara y sonrió.
—No, simplemente la carta me ha afectado mucho. Es una tontería, lo sé. No debería haberme puesto tan sensible. Siento haberte asustado.
—¡Bah! —dijo Deanna encogiéndose de hombros—. No tienes que pedirme perdón. Me alegro de que estés bien. —Hizo una breve pausa—. ¿Dices que la carta te ha hecho llorar? ¿Por qué? ¿Qué decía?
Theresa se secó las lágrimas y le dio la carta, mientras se dirigía a la mesa de hierro forjado, en la que Deanna estaba leyendo cuando llegó. Todavía se sentía avergonzada por haber llorado, así que intentó serenarse.
Deanna leyó la carta despacio; al terminar, alzó la vista hacia Theresa. También tenía los ojos llorosos. Le consoló no ser la única que se había emocionado.
—Es… preciosa —dijo por fin Deanna—. Es de las cosas más conmovedoras que he leído en mi vida.
—Lo mismo pensé yo.
—¿Y la encontraste en la playa? ¿Mientras corrías?
Theresa asintió.
—No entiendo cómo pudo llegar hasta aquí. La bahía queda resguardada del resto del océano, y nunca antes he oído hablar de Wrightswille Beach.
—Yo tampoco lo entiendo, pero parecía como si hubiera llegado a la arena durante la noche. En un primer momento casi pasé de largo, antes de darme cuenta de lo que era.
Deanna deslizó un dedo por encima del texto del mensaje, y de pronto se detuvo.
—Me pregunto quiénes serán. Y qué hace la carta dentro de una botella.
—No lo sé.
—¿No sientes curiosidad?
En realidad, Theresa sí tenía curiosidad. Inmediatamente después de haberla leído, volvió a leerla, y hasta una tercera vez. ¿Cómo debía de ser que alguien la quisiera a una de ese modo?
—Un poco. Pero ¿acaso importa? No hay manera de averiguarlo.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—Guardarla, supongo. En realidad, ni siquiera había pensado en ello.
—Mmm —murmuró Deanna con una sonrisa indescifrable. Y preguntó—: ¿Qué tal tu salida?
Theresa dio un sorbo al vaso de zumo que se había servido.
—Muy bien. La salida del sol fue realmente especial. Parecía que el mundo estaba en llamas.
—Te lo pareció porque estabas mareada por la falta de oxígeno. Correr tiene ese efecto.
Theresa sonrió, divertida.
—Entonces, ¿debo suponer que no me acompañarás en mis salidas esta semana?
Deanna alargó el brazo para coger su taza de café con una expresión de indecisión en el rostro.
—No tienes la menor posibilidad. Mi ejercicio se limita a pasar la aspiradora por la casa los fines de semana. ¿Puedes imaginarme corriendo, jadeando y resoplando? Probablemente tendría un ataque al corazón.
—Resulta tonificante, cuando te acostumbras.
—Puede que sea cierto, pero no soy joven y esbelta como tú. La única vez que recuerdo haber corrido fue cuando era una niña y el perro del vecino se escapó del patio. Corrí tan rápido que casi mojé los pantalones.
Theresa soltó una carcajada.
—Bueno, ¿cuál es el plan del día?
—Pensé que podríamos ir de compras y comer en la ciudad. ¿Te apetece?
—Es exactamente lo que esperaba que dijeras.
Las dos mujeres hablaron de los lugares a los que irían. Después Deanna se puso en pie y fue adentro a por otra taza de café. Theresa la observó hasta que desapareció en el interior de la casa.
Deanna tenía cincuenta y ocho años, la cara redondeada, y sus cabellos estaban tornándose gradualmente grises. Llevaba el pelo corto, peinado de forma sencilla; era la mejor persona que había conocido. Era una entendida en música y arte; en el trabajo, la música de Mozart y Beethoven siempre salía flotando de su despacho hacia el caos de la sala de redacción. Vivía en un mundo de optimismo y buen humor, y todos los que la conocían la adoraban.
Cuando Deanna volvió a la mesa, se sentó y miró hacia el otro lado de la bahía.
—¿No te parece el lugar más hermoso que has visto nunca?
—Sí. Me alegro mucho de que me hayas invitado.
—Lo necesitabas. Hubieses estado absolutamente sola en tu apartamento.
—Me recuerdas a mi madre.
—Me lo tomaré como un cumplido.
Deanna alargó el brazo por encima de la mesa para volver a coger la carta. Al examinarla, arqueó las cejas, pero no dijo nada. Theresa tuvo la impresión de que la carta había despertado en ella algunos recuerdos.
—¿Qué pasa?
—Estaba pensando… —dijo lentamente.
—¿Qué?
—Bueno, cuando estaba adentro empecé a pensar en esta carta. Me preguntaba si no deberíamos publicarla en tu columna de esta semana.
—¿De qué estás hablando?
Deanna se inclinó sobre la mesa.
—De lo que acabo de decirte. Creo que deberíamos publicarla en tu columna de esta semana. Estoy segura de que habrá mucha gente a la que le encantará leerla. Es verdaderamente insólita. La gente necesita leer cosas así de vez en cuando. Y es tan conmovedora. Me imagino a cientos de mujeres recortándola para ponerla en la puerta de la nevera, y para que sus maridos puedan verla cuando vuelvan a casa del trabajo.
—Ni siquiera sabemos quiénes son. ¿No crees que antes deberíamos pedirles permiso?
—Esa es la cuestión. No podemos. Puedo hablar con el abogado del periódico, pero estoy segura de que es legal. No usaremos sus nombres reales, y mientras no nos atribuyamos el mérito de la autoría, ni divulguemos su posible procedencia, estoy segura de que no será un problema.
—Sé que probablemente es legal, pero no estoy segura de que sea ético. Quiero decir que se trata de una carta muy personal. No estoy segura de que deba publicarse de forma que todo el mundo pueda leerla.
—Es una historia de interés humano, Theresa. A la gente le encanta esta clase de cosas. Además, no hay nada en ella de lo que alguien pueda avergonzarse. Es una carta hermosa. Y recuerda, ese tal Garrett envió la carta en una botella que arrojó al océano. Debía de ser consciente de que podía llegar a cualquier sitio.
Theresa movió la cabeza para dar a entender que ella no estaba tan segura de eso.
—No sé, Deanna…
—Bueno, piénsalo. Consúltalo con la almohada, si lo necesitas. Creo que es una buena idea.
Efectivamente, Theresa pensó en la carta mientras se desvestía y entraba en la ducha. Pensó en el hombre que la había escrito, Garrett, si es que ese era su nombre. ¿Y quién era Catherine, si es que existía? Su amante, o su esposa, estaba claro, pero aparentemente ya no estaban juntos. Se preguntó si habría muerto, o ¿acaso había sucedido algo que les había obligado a separarse? ¿Y por qué había metido la carta en una botella para que fuera a la deriva? Todo era demasiado extraño. Su instinto de periodista tomó el relevo y pronto pensó que el mensaje tal vez no significaba nada. Podría tratarse de alguien que quisiera escribir una carta de amor y no tuviera a quién enviársela. Incluso podría haberla escrito alguien que sintiera una especie de placer indirecto al hacer llorar a mujeres solitarias en playas lejanas. Pero al evocar las palabras en su mente, se dio cuenta de que tales conjeturas eran poco probables. El texto de la carta salía sin duda alguna del corazón. ¡Y pensar que había sido un hombre quien la había escrito! En todos sus años de vida, nunca había recibido una carta que se pareciera ni remotamente a aquella. Las cartas que le habían enviado para expresar sentimientos conmovedores siempre venían acompañadas del logo de las tarjetas de felicitación Hallmark. David nunca había escrito mucho, al igual que los demás hombres con los que había salido. ¿Cómo debía de ser un hombre semejante?, se preguntó. ¿Sería tan cariñoso en persona como la carta daba a entender?
Se lavó y se aclaró el cabello, y las preguntas se deslizaron fuera de su mente arrastradas por el agua fría que resbalaba por su piel. Se lavó el resto del cuerpo con una manopla y un jabón hidratante, permaneció bajo el agua más tiempo del que acostumbraba, y al final salió de la ducha.
Se miró en el espejo mientras se secaba con la toalla. No estaba tan mal para ser una madre de treinta y seis años con un hijo adolescente, pensó para sí misma. Nunca había tenido demasiado pecho y, aunque eso le había molestado cuando era más joven, ahora se alegraba porque no tenía los senos caídos como muchas mujeres de su edad. Tenía el abdomen plano y las piernas largas y delgadas, gracias a todo el ejercicio que había hecho durante tantos años. Tampoco eran muy patentes las patas de gallo, aunque eso no tenía demasiada importancia. En conjunto, le gustaba el aspecto que tenía esa mañana, y atribuyó aquella actitud poco corriente de aceptarse a sí misma a estar de vacaciones.
Tras aplicarse un poco de maquillaje, se puso unos pantalones cortos de color beis, una blusa blanca sin mangas y sandalias marrones. Dentro de una hora haría calor y humedad, y quería estar cómoda durante su paseo por Provincetown. Miró por la ventana del baño hacia el exterior, vio que el sol estaba aún más alto y anotó mentalmente que debía ponerse protección. En caso contrario, se le quemaría la piel, y sabía por experiencia que esa era la forma más rápida de estropear unas vacaciones en la playa.
Afuera, en la terraza, Deanna había preparado el desayuno en la mesa. Había melón y pomelos, además de panecillos tostados. Theresa tomó asiento y extendió queso bajo en calorías sobre los panecillos. Deanna estaba haciendo una de sus innumerables dietas. Las dos mujeres hablaron durante un buen rato. Brian había salido a jugar al golf, de acuerdo con su plan para todos los días de aquella semana, y tenía que ir muy temprano porque tomaba una medicación que según decía Deanna: «afecta de forma terrible a la piel si pasa demasiado tiempo al sol».
Brian y Deanna estaban juntos desde hacía treinta y seis años. Enamorados desde la universidad, se habían casado el verano siguiente a su graduación, justo después de que él aceptara un trabajo en un despacho contable en el centro de Boston. Ocho años más tarde, Brian se convirtió en socio de la empresa y se compraron una espaciosa casa en Brookline, en la que habían vivido desde hacia veintiocho años.
Siempre habían querido tener hijos, pero después de seis años de matrimonio Deanna no se había quedado embarazada. Acudieron a un ginecólogo y supieron que las trompas de Falopio de Deanna estaban obstruidas y que por eso no podía concebir. Intentaron adoptar un niño durante varios años, pero la lista de espera parecía interminable. Con el tiempo perdieron la esperanza. En una ocasión su amiga le había confesado a Theresa que habían pasado unos años difíciles, en los que su matrimonio estuvo a punto de fracasar. Pero su compromiso, aunque se había visto amenazado, continuó siendo sólido. Deanna se volcó en el trabajo para llenar el vacío en su vida. Empezó en el Boston Times cuando era poco habitual que allí trabajasen mujeres. Poco a poco ascendió en la empresa. Cuando llegó al puesto de editora jefe, hacía ya diez años, empezó a tomar bajo su protección a otras mujeres periodistas. Theresa había sido su primera discípula.
Cuando Deanna subió para ducharse, Theresa hojeó el periódico brevemente y después miró el reloj. Se puso en pie para buscar el teléfono y llamar a David. Todavía era pronto en California, solo las siete de la mañana, pero sabía que toda la familia estaría despierta.
Kevin se levantaba siempre al amanecer. Por una vez se sentía agradecida de que fuera otro quien compartiera aquella maravillosa experiencia con su hijo. Deambuló por la sala con el teléfono hasta que Annette descolgó. Theresa pudo oír la televisión de fondo y el llanto de un bebé.
—Hola. Soy Theresa. ¿Está Kevin?
—Oh, hola. Por supuesto. Espera un momento.
El teléfono hizo un ruido metálico al dejarlo sobre la mesa y Theresa oyó a Annette llamando a su hijo:
—Kevin, es para ti. Theresa está al teléfono.
El hecho de que no hubiera dicho «tu mamá» la hirió más de lo que esperaba, pero no tenía tiempo de pensar en ello.
A Kevin le faltaba el aliento cuando cogió al teléfono.
—Eh, mamá. ¿Cómo estás? ¿Qué tal tus vacaciones?
Sintió una punzada de soledad al oír su voz. Seguía siendo aguda, infantil, pero el cambio era tan solo cuestión de tiempo.
—Muy bien, pero solo llevo aquí desde anoche. No he hecho gran cosa, aparte de salir a correr esta mañana.
—¿Había mucha gente en la playa?
—No, pero vi unas cuantas personas que iban hacia la playa cuando acabé de correr. ¿Cuándo te vas con tu padre?
—Dentro de un par de días. No empieza las vacaciones hasta el lunes, que es cuando nos iremos. Ahora mismo se está preparando para ir a la oficina y adelantar trabajo, para no tener nada pendiente cuando nos vayamos. ¿Quieres hablar con él?
—No, no es necesario. Solo te llamaba para decirte que espero que te lo pases muy bien.
—Será muy guay. He visto un folleto sobre el viaje por el río. Algunos de los rápidos tienen muy buena pinta.
—Bueno, ten cuidado.
—Mamá, ya no soy un niño.
—Lo sé. Pero tienes que tranquilizar a tu madre, es una anticuada.
—Vale, lo prometo. Llevaré el chaleco salvavidas todo el tiempo. —Hizo una breve pausa—. Pero ya sabes que no tendremos teléfono, así que no te podré llamar hasta que regrese.
—Me lo imaginaba. Pero seguro que será muy divertido.
—Será increíble. Me gustaría que pudieras venir con nosotros. Nos lo pasaremos muy bien.
Theresa cerró los ojos un instante antes de responder, un truco que le había enseñado su terapeuta. Cuando Kevin hacía algún comentario sobre la posibilidad de que los tres volvieran a estar juntos, siempre intentaba asegurarse de no decir nada que pudiera lamentar después. Su tono de voz fue el más optimista que pudo encontrar.
—Tu padre y tú tenéis que pasar un poco de tiempo juntos. Sé que te ha echado mucho de menos. Tenéis que poneros al día. Él estaba tan ilusionado como tú por hacer este viaje.
«Bueno, no ha sido tan difícil».
—¿Te lo dijo?
—Sí. Unas cuantas veces.
Kevin guardó silencio.
—Te echo de menos, mamá. ¿Puedo llamarte en cuanto vuelva para contarte el viaje?
—Por supuesto. Puedes llamarme cuando quieras. Me encantará que me lo cuentes. —Después de una pausa, añadió—: Te quiero, Kevin.
—Yo también, mamá.
Colgó con una sensación triste y feliz a la vez, que era como normalmente se sentía cuando hablaba por teléfono con su hijo cuando el chico estaba con su padre.
—¿Quién era? —oyó preguntar a Deanna, que estaba tras ella. Había bajado las escaleras vestida con una blusa amarilla atigrada, pantalones rojos, calcetines blancos y unas zapatillas Reebok. Su vestimenta decía a gritos: «¡Soy una turista!». Theresa se esforzó por contener la risa.
—Era Kevin. Le he llamado.
—¿Cómo está? —Abrió el armario y sacó una cámara para rematar el conjunto.
—Está bien. Se va dentro de un par de días.
—Bien, eso está bien. —Se colgó la cámara al cuello—. Y ahora que este tema ya está resuelto, tenemos pendientes unas cuantas compras. Hemos de hacer que parezcas una mujer nueva.
Ir de compras con Deanna era toda una experiencia.
Una vez en Provincetown, pasaron toda una mañana y parte de la tarde entrando en varias tiendas. Theresa se compró tres conjuntos nuevos y un bañador antes de que Deanna la arrastrara a una tienda de lencería que se llamaba Nightingales.
En aquel establecimiento, su amiga se volvió loca. No buscaba nada para ella, por supuesto, sino para Theresa. Escogía ropa interior transparente de encaje con sujetador a juego de los estantes y se la mostraba a Theresa para su evaluación: «Esto es bastante sexy», decía, o: «¿Verdad que no tienes nada en este color?».
Por supuesto, cuando hacía aquellos comentarios había otras personas en la tienda que podían oírlos. Theresa no podía evitar reírse con cada uno de ellos. La desinhibición de Deanna era uno de los rasgos de su personalidad que más le gustaban. Realmente no le importaba lo que los demás pudieran pensar; a menudo deseaba parecerse más a ella.
Tras comprar dos de las propuestas de Deanna, ya que después de todo estaba de vacaciones, las dos pasaron un rato en una tienda de música. Deanna quería comprar el último CD de Harry Connick Jr. «Es muy mono», dijo como explicación. Y Theresa compró un CD de jazz de una de las primeras grabaciones de John Coltrane. Cuando regresaron a casa, Brian estaba leyendo el periódico en la sala de estar.
—Hola, estaba empezando a preocuparme por vosotras. ¿Cómo os ha ido el día?
—Muy bien —respondió Deanna—. Hemos comido en Provincetown y fuimos un rato de compras. ¿Qué tal el golf?
—Bastante bien. Si no hubiera tenido que hacer un golpe sobre par adicional en los últimos dos hoyos, hubiera conseguido un ochenta.
—Bueno, tendrás que practicar un poco más para mejorar.
Brian se rio.
—¿No te importaría?
—Por supuesto que no.
El hombre sonrió mientras retomaba su lectura del periódico haciendo crujir sus páginas, satisfecho con la perspectiva de poder pasar más tiempo en el campo de golf esa semana. Deanna reconoció la señal de que quería seguir leyendo y susurró al oído de Theresa: «Sigue mi consejo. Deja a un hombre que juegue al golf y nunca te montará un numerito por nada».
Theresa les dejó solos durante el resto de la tarde. Puesto que hacía calor, se puso el nuevo bañador recién comprado, cogió una toalla, una pequeña silla plegable y la revista People, y se dirigió a la playa.
Hojeó ociosamente la revista y leyó algunos de los artículos, aunque en realidad no le interesara nada la vida de los ricos y los famosos. A su alrededor, podía escuchar las risas de los niños jugando en el agua y llenando sus cubos con arena. A un lado había dos chicos y un hombre, seguramente su padre, construyendo un castillo cerca de la orilla. El rumor de las olas era relajante. Dejó la revista en su regazo y cerró los ojos, con la cara vuelta hacia el sol.
Quería volver al trabajo con un poco de color, aunque solo fuera para que pareciera que se había tomado algún tiempo para no hacer nada. Incluso en el trabajo, la veían como la clase de persona que siempre tiene que hacer algo. Si no estaba preparando su columna semanal, estaba trabajando en la columna para el dominical, o investigando en Internet, o enfrascada en publicaciones sobre desarrollo infantil. Estaba suscrita a todas las revistas importantes sobre puericultura y educación infantil, así como las dedicadas a mujeres trabajadoras. También estaba suscrita a publicaciones médicas, que estudiaba regularmente en busca de temas que pudieran serle útiles.
El contenido de la columna nunca era predecible. Tal vez esa era una de las razones por las que tenía tanto éxito. En ocasiones respondía preguntas; a veces informaba de los últimos descubrimientos sobre desarrollo infantil y sus implicaciones. Muchas de sus columnas versaban sobre las alegrías de educar a los niños, mientras que otras describían las dificultades. Escribía sobre la lucha de las madres solteras, tema que parecía tocar la fibra sensible de las mujeres de Boston. Su columna la había convertido en una celebridad local, por decirlo de algún modo, algo que nunca hubiera imaginado. Pero aunque en un principio le había gustado ver su foto encabezando sus escritos, o recibir invitaciones para fiestas privadas, siempre tenía tanto que hacer que parecía no disponer de tiempo para disfrutar de su éxito. Ahora lo veía como otra de las características de su trabajo, agradable, pero que no significaba gran cosa.
Después de haber tomado el sol durante una hora, Theresa se dio cuenta de que tenía calor y se dirigió al agua. Entró en el mar hasta la altura de las caderas; cuando vio que se aproximaba una ola pequeña se sumergió. El agua fría le hizo proferir un grito ahogado cuando sacó la cabeza. Un hombre de pie cerca de ella se rio entre dientes.
—Refrescante, ¿verdad? —dijo, y ella asintió con la cabeza al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho.
Era un tipo alto de cabello oscuro, del mismo color que el suyo, y por un momento se preguntó si estaría ligando con ella. Pero había unos niños cerca de ellos que muy pronto acabaron con aquella ilusión al gritar «¡Papá!». Después de pasar unos cuantos minutos más en el agua, salió y volvió a su silla. La playa se estaba quedando vacía. Recogió sus cosas y emprendió el regreso.
En la casa, Brian estaba mirando una partida de golf en la televisión y Deanna leía una novela con la foto de un joven y atractivo abogado en la cubierta. Deanna alzó la vista del libro.
—¿Qué tal la playa?
—Fantástica. El sol era muy agradable, pero el agua impresiona un poco cuando te sumerges en ella.
—Siempre es así. No entiendo a la gente que se queda dentro un buen rato.
Theresa colgó la toalla en un perchero al lado de la entrada. Habló volviendo la cabeza por encima del hombro.
—¿Qué tal el libro?
Deanna cerró el libro en sus manos y miró la portada.
—Fantástico. Me recuerda a Brian hace unos años.
Su marido profirió un gruñido sin apartar la vista de la televisión.
—¿Eh?
—Nada, cariño. Solo estaba recordando. —Volvió su atención hacia Theresa, con los ojos brillantes—. ¿Te apetece jugar al gin rummy?
A Deanna le encantaban los juegos de naipes de cualquier clase. Era miembro de dos clubs de bridge, jugaba a los corazones como una campeona y mantenía un registro de todas las veces que ganaba un solitario. Pero era al gin rummy a lo que jugaba con Theresa cuando tenían algo de tiempo libre, porque era el único en el que su amiga tenía una oportunidad real de ganar.
—Claro.
Deanna estaba encantada. Hizo una marca en la página, dejó el libro a un lado y se puso en pie.
—Tenía la esperanza de que dijeras que sí. Las cartas están sobre la mesa, afuera.
Theresa se anudó la toalla por encima del bañador y fue hacia la mesa en la que habían tomado el desayuno. Deanna se reunió con ella, trayendo consigo dos latas de Coca-Cola Light, y se sentó frente a ella mientras Theresa quitaba el mantel. Barajó las cartas y las repartió. Deanna alzó la vista.
—Parece que te ha dado el sol en la cara. El sol debía ser bastante fuerte.
Theresa empezó a colocar sus cartas.
—Me sentía como en un horno.
—¿Conociste a alguien interesante?
—La verdad es que no. Simplemente leí un poco y me relajé al sol. Casi todos estaban con sus familias.
—Vaya.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, esperaba que conocieras a alguien especial esta semana.
—Tú eres especial.
—Ya sabes a qué me refiero. Esperaba que encontraras a un hombre. Uno que te quitara el aliento.
Theresa la miró sorprendida.
—¿Qué te ha hecho pensar eso?
—El sol, el océano, la brisa. No sé. Tal vez sea la dosis extra de radiación, que está ablandando mi cerebro.
—La verdad es que no he estado buscando, Deanna.
—¿Nunca?
—No demasiado.
—¡Ajá!
—No es para tanto. No ha pasado tanto tiempo desde que me divorcié.
Theresa puso el seis de diamantes. Su amiga lo cogió antes de arrojar el tres de trébol. Deanna habló en el mismo tono que su madre cuando conversaban sobre ese tema.
—Han pasado casi tres años. ¿No tendrás a alguien en la reserva que me has estado ocultando?
—No.
—¿Nadie?
Deanna robó carta, dudó un instante y se descartó del cuatro de corazones.
—No. Pero no es solo cuestión mía, ya sabes. Es difícil conocer gente en estos tiempos. Y no es que tenga demasiado tiempo para salir y relacionarme.
—Ya lo sé, de veras. Es solo que tienes tanto que ofrecer. Sé que hay alguien para ti en algún lugar.
—Estoy segura de ello. Pero todavía no lo he conocido.
—¿Acaso has estado buscando?
—Cuando puedo. Pero mi jefa es muy exigente, ya sabes. No me da ni un momento de descanso.
—Tal vez debería hablar con ella.
—Tal vez —corroboró Theresa, y ambas profirieron una carcajada.
Deanna robó carta y se deshizo del siete de picas.
—¿Has salido con alguien?
—En realidad no. No desde que Matt Como-Se-Llame me dijo que no quería salir con una mujer que tuviera hijos.
Deanna frunció el ceño durante unos momentos.
—A veces los hombres pueden comportarse como auténticos imbéciles, y ese es el ejemplo perfecto. Es la clase de tipo cuya cabeza debería estar en una pared con una placa en la que pudiera leerse «típico macho egocéntrico». Pero no todos son así. Hay muchos hombres de verdad ahí fuera, hombres que se enamorarían de ti en un abrir y cerrar de ojos.
Theresa cogió el siete y tiró el cuatro de diamantes.
—Esa es la razón por la que me gustas, Deanna. Dices unas cosas tan bonitas…
Deanna robó de nuevo de la baraja.
—Pero es cierto. Créeme. Eres guapa, inteligente y tienes éxito en tu trabajo. Podría encontrar una docena de hombres a los que les encantaría salir contigo.
—No lo pongo en duda. Pero eso no significa que tuvieran que gustarme.
—No me estás dando la menor oportunidad.
Theresa se encogió de hombros.
—Tal vez no. Pero eso no significa que vaya a acabar mis días sola en alguna pensión para solteronas. Créeme, me encantaría volver a enamorarme, encontrar a un hombre maravilloso y vivir con él feliz para siempre. Es solo que no es una prioridad en este momento. Ahora mismo Kevin y el trabajo absorben todo mi tiempo.
Deanna no quiso responder inmediatamente. Arrojó el dos de picas.
—Creo que tienes miedo.
—¿Miedo?
—Segurísimo. Aunque eso no tiene nada de malo.
—¿Por qué lo dices?
—Porque sé que David te hizo mucho daño, y también sé que, si yo estuviera en tu situación, tendría miedo de que volviera a pasarme lo mismo. Es la naturaleza humana. Gato escaldado del agua fría huye, como dice el refrán. Y así es.
—Probablemente tengas razón. Pero estoy segura de que si llega el hombre adecuado, lo reconoceré. Tengo fe.
—¿Qué clase de hombre estás buscando?
—No lo sé…
—Seguro que lo sabes. Todas sabemos más o menos lo que queremos.
—No todas.
—Seguro que sí. Empieza por lo más evidente y, si así tampoco puedes, empieza por pensar quién o qué no quieres, como por ejemplo… ¿Te parecería bien que fuera de una banda de moteros?
Theresa sonrió y robó carta. Estaba empezando a ligar una buena jugada. Una carta más y habría ganado. Se descartó de la jota de corazones.
—¿Por qué te interesa tanto?
—Oh, ¿por qué no le das ese gusto a una vieja amiga?
—De acuerdo. No debería estar en una banda de moteros, eso seguro —dijo negando con la cabeza. Reflexionó un momento—. Mmm… Supongo que, sobre todo, debería ser una clase de hombre que me fuera fiel, que «nos» fuera fiel, a lo largo de toda la relación. Ya he conocido a la otra clase de hombre y no podría pasar por algo semejante otra vez. Y creo que también me gustaría alguien más o menos de mi edad, si no fuera demasiado pedir. —Theresa hizo una pausa y frunció el ceño levemente.
—¿Y?
—Dame un segundo, estoy pensando. No es tan fácil como parece. Supongo que debería conformarme con los clichés típicos: que sea atractivo, amable, inteligente y encantador, ya sabes, todas esas cosas buenas que a las mujeres nos gustan de los hombres.
Volvió a hacer una pausa. Deanna cogió la jota. Por su expresión se diría que disfrutaba poniendo a Theresa en aquella encrucijada.
—¿Y?
—Tendría que pasar tiempo con Kevin, como si fuera su propio hijo; eso es realmente importante. ¡Ah!, también tendría que ser romántico. Me encantaría recibir flores de vez en cuando. Y además atlético. No puedo respetar a un hombre si puedo ganarle un pulso.
—¿Eso es todo?
—Sí, eso es todo.
—Vamos a ver si lo he entendido bien: quieres un hombre fiel, encantador, atractivo, de treinta y pico años, que sea además inteligente, romántico y que esté en forma. Y también tiene que ser bueno con Kevin, ¿no es así?
—Lo has pillado.
Tomó aire mientras disponía su juego sobre la mesa.
—Bueno, por lo menos no eres tiquismiquis. Gin.
Tras perder contundentemente al gin rummy, Theresa se fue adentro para empezar a leer uno de los libros que había traído consigo. Se sentó en el banco al lado de la ventana, en la parte trasera de la casa, mientras Deanna retomaba la lectura de su libro. Brian había encontrado otro torneo de golf y pasó la tarde viéndolo, absorto, haciendo comentarios en voz alta cuando algo llamaba su atención.
Aquella tarde, a las seis, cuando acabó el golf, Brian y Deanna fueron a pasear por la playa. Theresa se quedó en la casa y los observó desde la ventana mientras andaban de la mano por la orilla. Tenían una relación ideal, pensó mientras los miraba. A pesar de tener intereses completamente distintos, parecía que era precisamente eso lo que los mantenía tan unidos, en lugar de hacer que se distanciasen.
Tras la puesta de sol, los tres fueron hasta Hyannis y cenaron en Sam’s Crabhouse, un famoso restaurante que se merecía su buena reputación. Estaba abarrotado, por lo que tuvieron que esperar una hora para conseguir una mesa, pero los cangrejos al vapor y la mantequilla clarificada hicieron que la espera valiera la pena. La mantequilla estaba aromatizada con ajo; entre los tres dieron cuenta de seis cervezas en dos horas. Hacia el final de la cena, Brian preguntó por la carta que había encontrado en la playa.
—La leí cuando volví de jugar al golf. Deanna la había puesto en la nevera.
Su amiga se encogió de hombros y rio. Se volvió hacia Theresa con una mirada en los ojos que decía «Te dije que habría gente que lo haría», pero no dijo nada.
—La encontré en la playa cuando estaba corriendo.
Brian acabó su cerveza y siguió hablando.
—Un carta muy impactante. Me pareció tan triste…
—Lo sé. Así me sentí cuando la leí.
—¿Sabes dónde está Wrightsville Beach?
—No. Ni siquiera me sonaba.
—Está en Carolina del Norte —dijo Brian mientras extraía un cigarrillo de un bolsillo—. Una vez fui allí para jugar al golf. Un buen campo. Con pocos desniveles, pero se podía jugar.
Deanna metió baza con un movimiento de cabeza.
—Para Brian, todo está relacionado de algún modo con el golf.
—¿Exactamente en qué parte de Carolina del Norte? —preguntó Theresa.
El hombre encendió el cigarrillo y dio una calada. Respondió mientras echaba el humo.
—Cerca de Wilmington, o incluso puede que forme parte del municipio, no estoy seguro de cuáles son sus límites. En coche está a hora y media, más o menos, al norte de Myrtle Beach. ¿Has oído hablar de la película El cabo del miedo?
—Claro.
—El río Cape Fear está en Wilmington: allí es donde se rodaron ambas versiones de la historia. De hecho, ha sido el escenario de muchas películas. La mayoría de los principales estudios de cine tienen una delegación en la ciudad. Wrightsville Beach es una isla cercana a la costa. Muy urbanizada, casi se ha convertido en un centro turístico. Allí es donde se alojan muchas estrellas de cine durante los rodajes.
—¿Cómo es posible que nunca haya oído hablar de ese lugar?
—No lo sé. Supongo que Myrtle Beach le hace sombra, pero en el sur es bastante popular. Las playas son muy bonitas, de arena blanca y aguas cálidas. Es un lugar fantástico para pasar una semana, si alguna vez tienes la oportunidad.
Theresa no respondió. Deanna volvió a hablar con un tono un tanto travieso.
—Así que ahora sabemos de dónde es nuestro escritor misterioso.
Theresa se encogió de hombros.
—Supongo que sí, pero tampoco podemos estar seguros. Podría tratarse de un lugar en el que pasaba las vacaciones o en el que estaba de visita. Nada nos asegura que viva allí.
Deanna negó con la cabeza.
—No lo creo. Por la manera como está escrita la carta, parece como si su sueño fuera demasiado real para desarrollarse en un lugar en el que solo hubiera estado un par de veces.
—Realmente has pensado largo y tendido sobre ello, ¿me equivoco?
—Instintos. Aprendes a escucharlos. Apostaría a que su casa está en Wrightsville Beach o Wilmington.
—¿Y qué?
Deanna alargó el brazo hasta la mano de Brian para coger el cigarrillo, dio una larga calada y se lo quedó como si fuera suyo. Hacía años que hacía lo mismo. Ya que no lo encendía, oficialmente no se consideraba adicta al tabaco. Brian, como si nada, encendió otro. Deanna se inclinó hacia delante.
—¿Has vuelto a considerar la posibilidad de publicar la carta?
—Para ser sincera todavía no. No sé si es una buena idea.
—¿Y si no utilizamos sus nombres, sino solo sus iniciales? Podríamos cambiar incluso el nombre de Wrightsville Beach, si así lo prefieres.
—¿Por qué es tan importante para ti?
—Porque sé reconocer una buena historia cuando la veo. Además, creo que sería de gran importancia para muchas personas. Hoy en día, la gente está tan ocupada que parece que el romanticismo está agonizando lentamente. Esta carta demuestra que todavía existe.
Theresa empezó a jugar con un mechón de su cabello con aire ausente. Era una costumbre que tenía desde que era pequeña, que se repetía cada vez que reflexionaba sobre alguna cuestión. Después de un rato, finalmente respondió.
—De acuerdo.
—¿Lo harás?
—Sí, pero tal como has dicho, solo usaremos sus iniciales y omitiremos la parte en la que se menciona Wrightsville Beach. Escribiré un par de líneas como introducción.
—Me alegro tanto —exclamó Deanna con entusiasmo de niña—. Sabía que lo harías. La enviaremos por fax mañana.
Aquella noche, Theresa escribió a mano la introducción de la columna en un papel de cartas que encontró en el cajón del escritorio en el estudio. Cuando terminó, fue a su habitación, depositó las dos páginas sobre la mesita de noche y se acurrucó en la cama. Aquella noche tuvo un sueño agitado.
Al día siguiente, Theresa y Deanna fueron a Chatham para mecanografiar la carta en una copistería. Puesto que ninguna de ellas había traído su portátil, y Theresa insistía en que la columna no debía incluir ciertas informaciones, parecía la opción más lógica. Cuando la columna estuvo lista, la enviaron por fax. Saldría publicada en el periódico al día siguiente.
Pasaron el resto de la mañana y de la tarde como el día anterior: fueron de compras, se relajaron en la playa, mantuvieron una agradable conversación y disfrutaron de una cena deliciosa. Cuando el periódico llegó a primera hora del día siguiente, Theresa fue la primera en leerlo. Se había levantado muy pronto y había vuelto de correr antes de que Deanna y Brian se despertaran. Abrió el periódico y leyó la columna:
Hace cuatro días, mientras estaba de vacaciones, escuchando en la radio viejas canciones, sonó Sting cantando Message in a bottle. Incitada por aquella apasionada balada, corrí a la playa para encontrar mi propia botella. Al cabo de pocos minutos encontré una; por supuesto, en su interior había un mensaje. (En realidad, no escuché aquella canción: me lo he inventado para conseguir mayor dramatismo. Pero sí que es cierto que encontré una botella con un mensaje muy conmovedor). No he sido capaz de quitármelo de la cabeza, y aunque no suelo escribir sobre estas cosas, en una época en la que el amor eterno y el compromiso parecen escasear, espero que este mensaje os parezca tan significativo como me lo pareció a mí.
El resto de la columna lo ocupaba la carta. Cuando Deanna se reunió con Theresa para desayunar, lo primero que hizo fue leer la columna.
—Maravilloso —dijo al terminar de leer—. Ha quedado mejor de lo que pensaba. Vas a recibir un montón de cartas por esta columna.
—¿Tú crees?
—Claro que sí. Estoy segura.
—¿Más de lo normal?
—Por toneladas. Lo presiento. De hecho, voy a llamar a John hoy mismo. Haré que lo cuelgue en Internet, un par de veces esta semana. Puede que incluso la publiquen en dominicales.
—Ya veremos —dijo Theresa mientras comía un panecillo, no muy segura de si debía creer en las palabras de Deanna. Sin embargo, en el fondo, le podía la curiosidad.