El año siguiente, el invierno se adelantó. Sentada en la playa, cerca del lugar en el que encontró la botella, Theresa advirtió que la gélida brisa del océano había arreciado desde que había llegado a la playa aquella mañana. Unas siniestras nubes grises pasaban a gran velocidad por encima de ella. Las olas empezaban a encabritarse y rompían en la playa con más frecuencia. Se dio cuenta de que la tormenta por fin se estaba acercando.
Llevaba casi todo el día allí, reviviendo su relación con Garrett hasta el día en que se dijeron adiós por última vez. Parecía buscar en sus recuerdos algo que la ayudara a comprender, algo que se le hubiera pasado por alto. Durante todo el año pasado, la expresión de Garrett, de pie en la entrada de su casa, y su reflejo en el retrovisor corriendo tras el coche mientras se alejaba la habían atormentado. Dejarlo había sido lo más difícil que había hecho jamás. A menudo deseaba poder volver atrás en el tiempo, para cambiar el pasado.
Al final se puso en pie. Empezó a caminar sigilosamente por la orilla, deseando que Garrett estuviera allí con ella. Estaba segura de que disfrutaría de aquel día brumoso y tranquilo, y se lo imaginó caminando a su lado mientras observaba el horizonte. Se detuvo un instante, mirando hipnotizada las aguas agitadas. Cuando por fin alzó la vista, se dio cuenta de que también había perdido la imagen de Garrett. Se quedó inmóvil un buen rato, intentando volver a evocarla, pero no pudo; entonces se dio cuenta de que había llegado el momento de irse. Reanudó la marcha, esta vez más despacio, preguntándose si Garrett hubiera entendido, de saberlo, por qué había vuelto allí.
Muy a su pesar, evocó los días que siguieron a su último adiós. «Perdimos tanto tiempo evitando hablar de cosas que no fuimos capaces de decir» se dijo. «Ojalá…», empezó a pensar por enésima vez. Las imágenes de aquellos días comenzaron a desfilar por su mente como si fueran un pase de diapositivas que no podía detener.
«Ojalá…»
Cuando regresó a Boston, Theresa recogió a Kevin de camino a casa. Había pasado el día en casa de un amigo y le contó atropelladamente la película que habían visto, sin darse cuenta de que su madre apenas le prestaba atención. Cuando llegaron a casa, Theresa pidió unas pizzas y cenaron en el salón con la televisión encendida. Cuando acabaron, ella se sorprendió pidiéndole a Kevin que se quedara un rato haciéndole compañía, en lugar de insistir en que acabara sus deberes. Él se acurrucó junto a su madre en el sofá, lanzándole de vez en cuando una mirada angustiada, pero ella se limitaba a acariciarle el pelo y a sonreírle con aire ausente, como si su mente estuviera muy lejos de allí.
Un poco más tarde, cuando Kevin ya estaba acostado, Theresa se puso un pijama y se sirvió una copa de vino. De camino al dormitorio, apagó el contestador automático.
El lunes comió con Deanna y se lo contó todo. Intentó parecer fuerte, pero su amiga le cogió la mano todo el rato, mientras escuchaba atentamente, sin hacer apenas ningún comentario.
—Es lo mejor —dijo Theresa con determinación al concluir su relato—. Es mi decisión. —Deanna le lanzó una mirada escrutadora, compasiva. Pero no dijo nada: se limitó a asentir ante las valientes afirmaciones de Theresa.
Durante los siguientes días, intentó no pensar en él. La reconfortaba trabajar en su columna. El hecho de concentrarse en el trabajo de documentación y destilarlo en palabras requería toda su energía mental. La actividad febril de la sala de redacción también la ayudaba a olvidar. Por otra parte, la conferencia con Dan Mandel había salido tal como Deanna había prometido, así que Theresa empezó a abordar su trabajo con un entusiasmo renovado, preparando hasta dos y tres columnas diarias, más productiva que nunca.
Sin embargo, por la noche, cuando Kevin se iba a la cama y se quedaba sola, le costaba no evocar la imagen de Garrett. Imitando los hábitos que había desarrollado en el trabajo, Theresa intentó concentrarse en otras tareas. En primer lugar limpió la casa a conciencia durante unas cuantas noches: enceraba el suelo, limpiaba la nevera, pasaba el aspirador y quitaba el polvo, incluso reorganizó los armarios. Nada se salvó de aquella fiebre de limpieza. Revisó incluso el contenido de los cajones en busca de la ropa que ya no se ponía nunca, para donarla a la gente necesitada. La guardó en cajas que cargó en el maletero del coche. Aquella noche vagó por el apartamento, buscando algo, lo que fuera, que quedase por hacer. Al final, al darse cuenta de que seguía sin poder dormir, encendió el televisor. Fue cambiando de canal hasta que encontró una entrevista a Linda Ronstadt en el programa Tonight. A Theresa siempre le había gustado su música, pero cuando Linda se acercó al micrófono para cantar una balada, rompió a llorar, sin poder parar durante casi una hora.
Aquel fin de semana fue con Kevin a ver un partido de fútbol americano entre los New England Patriots y los Chicago Bears. Su hijo había insistido en ir antes de que acabara la temporada de fútbol. Theresa finalmente había cedido, aunque no entendía demasiado bien el juego. Tomaron asiento en las gradas. De sus bocas salían nubes de vaho, mientras bebían un espeso chocolate caliente y animaban al equipo local.
Después, cuando fueron a cenar, Theresa le contó que ya no iría más a visitar a Garrett.
—Mamá, ¿pasó algo la última vez que fuiste a ver a Garrett? ¿Dijo algo que te molestó?
—No —respondió en un tono suave—, para nada. —Tuvo un momento de duda antes de apartar la mirada—. Simplemente no podía ser.
Aunque Kevin parecía más que desconcertado por la respuesta, ella no supo darle otra explicación mejor.
Pasó una semana. Theresa estaba trabajando ante el ordenador cuando sonó el teléfono.
—¿Theresa?
—¿Sí? —respondió, sin haber reconocido todavía la voz.
—Soy Jeb Blake…, el padre de Garrett. Sé que te parecerá extraño, pero me gustaría hablar contigo.
—Hola —dijo tartamudeando—. Mm… sí, claro, dime.
Jeb hizo una pausa.
—Preferiría hablar contigo en persona, si fuera posible. Por teléfono no me siento cómodo.
—¿Puedo preguntarte de qué se trata?
—De Garrett —dijo en voz baja—. Ya sé que no tengo derecho a pedírtelo, pero ¿podrías venir a Wilmington? No te lo pediría si no fuera importante.
Al final Theresa le dijo a Jeb que iría. Salió del trabajo y fue a buscar a Kevin al colegio antes de hora. Después fueron a casa de una amiga de confianza y le explicó que probablemente estaría fuera unos cuantos días. Kevin intentó sonsacarle el motivo de aquel viaje tan repentino, pero el comportamiento extraño y casi ausente de su madre le dejó claro que tendría que esperar.
—Salúdale de mi parte —dijo Kevin, después de dar un beso de despedida a su madre.
Theresa se limitó a asentir. Después fue al aeropuerto y cogió el primer vuelo. Una vez que estuvo en Wilmington, fue directamente a casa de Garrett, donde Jeb la estaba esperando.
—Me alegro de que hayas venido —la saludó Jeb.
—¿Qué pasa? —preguntó Theresa, buscando alguna señal de la presencia de Garrett en el apartamento.
Jeb parecía más viejo de lo que ella recordaba. La condujo a la mesa de la cocina, acercó una silla para que se sentara a su lado y empezó a contarle en voz baja lo que sabía.
—Por lo que he podido deducir de lo que me han contado —dijo, siempre en voz baja—, Garrett salió con el Happenstance más tarde de lo normal…
Tenía que hacerlo. Garrett sabía que las grandes nubes negras en el horizonte presagiaban una tormenta. Sin embargo, parecían estar todavía lo bastante lejos como para darle tiempo a salir. Además, solo se alejaría unas cuantas millas. Aunque le sorprendiera la tormenta, estaría lo bastante cerca como para conseguir regresar a puerto. Se puso los guantes y maniobró el Happenstance a través del oleaje creciente, con las velas en la posición correcta.
Durante los últimos tres años, cada vez que había salido a navegar hacía la misma ruta, llevado por el instinto y los recuerdos de Catherine. Había sido idea suya poner rumbo al este la primera noche que sacaron el Happenstance después de repararlo. En su imaginación, navegaban hacia Europa, donde ella siempre quiso viajar. A veces Catherine compraba revistas de viajes y miraba las fotografías con Garrett sentado a su lado. Quería verlo todo, los famosos castillos del valle del Loira, el Partenón, la región de los Highlands en el norte de Escocia, la basílica de San Pedro y todos aquellos lugares sobre los que había leído. Su ideal de unas vacaciones cambiaba según la revista que tuviera entre manos, del concepto más clásico al más exótico.
Pero, por supuesto, nunca fueron a Europa.
Era una de las cosas de las que Garrett más se arrepentía. Si lanzaba una mirada retrospectiva a su vida junto a Catherine, ahora se daba cuenta de que tendrían que haberlo hecho. Podía haberla complacido por lo menos en eso perfectamente. Tras un par de años ahorrando tenían bastante dinero y habían considerado la posibilidad de hacer el viaje, pero al final habían empleado el dinero para comprar la tienda. Cuando Catherine se dio cuenta de que la responsabilidad de llevar un negocio nunca les permitiría viajar, su sueño empezó a desvanecerse. Cada vez compraba menos revistas. Después de algún tiempo, nunca volvió a mencionar Europa.
Pero la primera noche que salieron con el Happenstance después de restaurarlo, Garrett supo que su sueño seguía ahí. Catherine estaba en la proa, con la vista clavada en el horizonte, apretando la mano de Garrett.
—¿Iremos algún día? —preguntó con dulzura. La imagen de Catherine en ese momento quedaría grabada en la retina de Garrett para siempre: sus cabellos flotando al viento, la expresión radiante e ilusionada de su cara, como un ángel.
—Sí —prometió Garrett—, en cuanto tengamos tiempo.
No había transcurrido ni un año, cuando Catherine, embarazada, murió en el hospital con Garrett a su lado.
Después, cuando empezó a soñar con ella, no sabía qué hacer. Durante algún tiempo, intentó reprimir aquellos sentimientos que le atormentaban. Pero una mañana, en un arrebato desesperado, intentó encontrar consuelo en la escritura. Escribió frenéticamente, sin pausa, la que sería la primera de sus cartas, de cinco páginas de extensión. Llevaba la carta consigo cuando salió a navegar aquel mismo día. Entonces, cuando la releyó, de repente tuvo una idea. Puesto que la corriente del golfo, que se dirigía hacia el norte resiguiendo la costa de los Estados Unidos, en un momento dado giraba hacia el este al llegar a las aguas más frías del Atlántico, con un poco de suerte, si lanzaba la carta dentro de una botella, tal vez esta podría llegar hasta Europa y arribar a las costas que ella siempre había querido visitar. Una vez tomada la decisión, metió la carta en una botella y la arrojó por la borda con la esperanza de poder cumplir de algún modo la promesa que le había hecho. De eso modo se inició una rutina que Garrett repitió en varias ocasiones.
Desde entonces, había enviado dieciséis cartas. La que llevaba consigo ahora era la número diecisiete. Mientras estaba de pie ante el timón, dirigiendo el barco al este, inconscientemente se llevó una mano al bolsillo de su chaqueta, en el que se encontraba la botella. Había escrito la carta aquella mañana, al amanecer.
El cielo empezaba a tornarse plomizo, pero Garrett mantuvo el rumbo hacia el horizonte. A su lado, la radio advertía entre interferencias de la proximidad de una tormenta. Tras un momento de vacilación, la apagó y escrutó el cielo. Determinó que tendría tiempo suficiente. El viento era constante y soplaba con fuerza, pero todavía no era impredecible.
Había escrito una segunda carta, después de escribir a Catherine, que ya se había ocupado de echar al correo. Por eso sintió la obligación de enviar aquella carta a Catherine aquel mismo día. Un frente de tormentas cruzaba el Atlántico, avanzando poco a poco hacia el oeste, en su marcha hacia la Costa Este. Por los pronósticos de la televisión, seguramente no podría salir durante una semana, y no podía esperar tanto tiempo. Para entonces ya se habría ido.
La mar estaba cada vez más rizada: las crestas de las olas cada vez más altas, los valles entre ellas un poco más profundos. Las velas empezaban a resentirse por el fuerte y constante viento. Garrett evaluó su situación. Estaba en una zona de aguas profundas, pero no lo suficiente. La corriente del golfo, puesto que es un fenómeno estival, ya no tenía fuerza, y la única posibilidad de que la botella consiguiera cruzar el océano era lanzarla lo suficientemente mar adentro. De otro modo la tormenta podría devolverla a aquellas costas al cabo de pocos días. De todas las cartas que le había escrito a Catherine, esa era la que más le importaba: deseaba por encima de todo que llegase a Europa. Había decidido que sería la última que enviaría.
En el horizonte se veían unas nubes amenazadoras.
Garrett se puso el chubasquero. Tenía la esperanza de que cuando empezase a llover le protegiera por lo menos durante un rato.
El Happenstance empezó a cabecear a medida que se adentraba en mar abierto. Garrett sostenía el timón con ambas manos, para mantenerlo lo más firme posible. Cuando el viento cambió y empezó a arreciar, señal de que la tormenta se acercaba, empezó a hacer bordos, avanzando en diagonal a través del oleaje, a pesar del peligro. Hacer bordadas era bastante complicado en aquellas condiciones y ralentizaba el avance, pero ahora prefería navegar contra el viento, para no tener que hacer bordos a la vuelta, si la tormenta le alcanzaba.
Era un esfuerzo agotador: cada vez que cambiaba las velas de posición, tenía que hacer uso de todas sus fuerzas para no perder el control de la embarcación. A pesar de los guantes, sentía que se le quemaba la piel de las manos debido a la fricción cuando los cabos se deslizaban entre ellas. En dos ocasiones, un inesperado viento racheado estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio, pero por suerte se trataba de ráfagas que enseguida bajaron de intensidad.
Durante casi una hora siguió haciendo bordos, sin perder de vista la tormenta que tenía delante. Parecía que había pasado, pero Garrett sabía que se trataba tan solo de una ilusión. Llegaría a la costa al cabo de pocas horas. En cuanto llegara a aguas menos profundas, la tormenta avanzaría rápidamente, por lo que navegar sería imposible. Ahora estaba cogiendo fuerza, como un fusible que empezara a quemarse, a punto de estallar.
Garrett ya había sido sorprendido por fuertes tormentas antes. Sabía que no debía subestimar la que tenía ante sí. Bastaba una simple maniobra incorrecta para que el océano se lo llevase. Estaba decidido a impedir tal cosa. Podía ser testarudo, pero no tonto. En cuanto sintiera que se encontraba en peligro, daría media vuelta y regresaría a puerto a toda velocidad.
Por encima de su cabeza, las nubes se hacían más densas, extendiéndose y adquiriendo nuevas formas. Empezó a lloviznar. Garrett miró hacia arriba, consciente de que solo era el principio.
—Unos cuantos minutos más —masculló entre dientes. Necesitaba solo un par de minutos más…
Un relámpago iluminó el cielo. Garrett contó los segundos hasta oír el estruendo del trueno. Dos minutos y medio después lo oyó. Retumbó en toda la extensión del océano. El centro de la tormenta se encontraba a unas veinticinco millas. Calculó que, con la velocidad del viento en aquel momento, disponía de más de una hora antes de que la tormenta desplegase toda su fuerza. Para entonces ya debería haber regresado.
Seguía lloviendo.
Empezó a oscurecer. Garrett seguía avanzando. A medida que el sol se ocultaba, unas nubes impenetrables comenzaron a bloquear la exigua luminosidad restante, haciendo que la temperatura del aire descendiera rápidamente. Diez minutos después, la lluvia se intensificó y las gotas eran más frías.
«¡Maldita sea!». Se le acababa el tiempo, pero todavía no había llegado.
Las olas parecían ahora más grandes en aquel océano agitado, mientras el Happenstance se abría paso a través de ellas. Garrett separó las piernas aún más para afianzarse y mantener el equilibrio. Seguía manteniendo firme el timón, pero las olas empezaron a romper contra el velero en diagonal. Lo mecían como en una cuna inestable. Sostuvo con fuerza el timón, decidido.
Poco después volvió a verse un relámpago…, pausa…, trueno. La tormenta estaba a veinte millas. Miró el reloj. Si seguía avanzando a ese ritmo, le iría de poco. Podría volver a puerto justo a tiempo, siempre que el viento siguiera soplando en la misma dirección.
Pero si el viento cambiaba…
Evaluó la situación. Se había adentrado en el mar durante dos horas y media; con el viento a favor, necesitaría una hora y media como mucho para volver a puerto, si todo salía según lo previsto. La tormenta llegaría a la costa al mismo tiempo que él.
—Maldita sea —dijo, esta vez en voz alta. Tenía que arrojar la botella, aunque no se hubiera adentrado tanto como quería. Pero no podía arriesgarse más.
Sostuvo el timón, que ahora daba sacudidas, con una mano, mientras se llevaba la otra a su chaqueta y sacaba la botella del bolsillo. Apretó el corcho para asegurarse de que estaba bien sellada y la sostuvo ante la luz menguante, para ver la carta que había en su interior, enrollada fuertemente.
Al mirarla, se sintió completo, como si hubiera llegado al final de un largo viaje.
—Gracias —susurró, su voz apenas audible por encima del estruendo del oleaje.
Arrojó la botella lo más lejos que pudo y siguió con la mirada su trayectoria, hasta que cayó al agua. Ya estaba hecho.
Ahora tenía que dar media vuelta.
En aquel momento, dos relámpagos iluminaron el cielo simultáneamente. Quince millas. Garrett vaciló, preocupado.
No podía acercarse tan rápido, pensó. Pero la tormenta aparentemente estaba ganando velocidad e intensidad, expandiéndose como un globo, avanzando directo hacia él.
Fijó el timón con unos cabos mientras volvía a la proa. Perdió un tiempo precioso luchando con todas sus fuerzas para mantener la botavara bajo control. Los cabos le quemaban las manos y desgarraban los guantes. Al final consiguió cambiar la posición de las velas. El velero escoró considerablemente cuando las velas se hincharon con el viento. Al volver hacia el timón, una gélida ráfaga sopló en otra dirección.
«El aire caliente se desplaza hacia el aire frío».
Encendió la radio justo en el momento en que se emitía un aviso para embarcaciones pequeñas. Subió el volumen de inmediato, escuchando atentamente la transmisión que describía el repentino cambio de la situación meteorológica: «Repetimos…, aviso a las pequeñas embarcaciones…, formación de fuertes vientos…, se esperan intensas lluvias».
La tormenta ganaba intensidad.
La temperatura descendía rápidamente y, como consecuencia, el viento había arreciado. En los últimos tres minutos, había aumentado en intensidad hasta llegar a los veinticinco nudos.
Se apoyó en el timón con desesperación.
No pasó nada.
De pronto se dio cuenta de que el oleaje alzaba la popa, ahora fuera del agua, por lo que el timón no respondía. El barco parecía haberse quedado inmóvil en la dirección errónea, balanceándose precariamente. El velero se alzó con una nueva ola. Al descender, el casco colisionó con fuerza contra las aguas, de modo que la proa quedó casi sumergida.
—Venga…, responde —susurró Garrett, que ya sentía los primeros síntomas del pánico en el estómago. Estaba tardando demasiado. El cielo estaba cada vez más oscuro y la densa e impenetrable cortina de lluvia empezaba a azotar el velero empujada por el viento lateral.
Un minuto después, el timón al final respondió y el velero empezó a virar…
Despacio…, muy despacio…, el barco seguía escorando demasiado…
Horrorizado, Garrett vio el océano alzarse a su alrededor para formar una gigantesca ola que con gran estruendo se dirigía directamente hacia él.
No lo conseguiría.
Se preparó para recibir el impacto del agua en el casco, que hizo que se alzaran columnas de espuma blanca. El Happenstance escoró aún más; las piernas de Garrett cedieron, pero seguía manteniendo firme el timón. Volvió a ponerse en pie justo cuando otra ola golpeaba el barco.
El agua inundó la cubierta.
El barco luchaba por mantenerse a flote en medio de las ráfagas de viento, pero estaba empezando a inundarse. Durante casi un minuto, el agua cayó sobre la cubierta con la fuerza de un río desbordado. A continuación, de repente, los vientos amainaron un instante; milagrosamente, el Happenstance empezó a enderezarse y el mástil se alzó hacia el cielo de ébano. El timón respondió de nuevo y Garrett giró la rueda con fuerza, consciente de que tenía que hacer virar el velero rápidamente.
Otro relámpago. Siete millas.
La radio emitía el aviso entre interferencias: «Repetimos…, aviso para pequeñas embarcaciones…, se espera que el viento llegue a los cuarenta nudos…, repetimos…, vientos de cuarenta nudos, con ráfagas de cincuenta nudos…».
Garrett se dio cuenta de que estaba en peligro. No podía controlar el Happenstance con vientos tan fuertes.
El velero siguió virando, luchando contra el exceso de lastre y el despiadado oleaje oceánico. Garrett tenía los pies casi quince centímetros bajo el agua. Estaba a punto de conseguirlo…
De pronto, una ráfaga con la fuerza de un vendaval empezó a soplar en dirección contraria, inmovilizando al Happenstance y haciendo que se balanceara como un juguete. Justo cuando el barco era más vulnerable, una enorme ola rompió contra el casco. El mástil se inclinó, apuntando ahora al océano.
Esta vez, aquella ráfaga no amainó.
La lluvia helada soplaba de forma lateral y lo cegaba. El Happenstance, en lugar de enderezarse, empezó a escorar aún más, con las velas llenas de agua. Garrett volvió a perder el equilibrio. El ángulo de inclinación del velero hacía vanos sus esfuerzos por ponerse en pie. Si venía otra ola…
Garrett no la vio venir.
Como el golpe de gracia de un verdugo, la ola colisionó contra el velero con una determinación terrible y obligó al Happenstance a ladearse; el mástil y las velas se sumergieron en el agua. Se iba a hundir. Garrett se aferró a la rueda, consciente de que, si la soltaba, el mar se lo tragaría.
El Happenstance empezó a inundarse rápidamente, resollando como una enorme bestia que se estuviera ahogando.
Tenía que llegar hasta el equipo de emergencia, que incluía una balsa, su única posibilidad de salvarse. Garrett se abrió paso hasta la puerta de la cabina, agarrándose a todo lo que podía, luchando contra la lluvia cegadora, luchando por su vida.
Sobrevino un relámpago y enseguida un trueno, casi simultáneos.
Por fin llegó a la escotilla y accionó la manilla. No cedía. Desesperado, colocó los pies para hacer palanca y volvió a tirar. Al abrirse, el agua empezó a inundar el interior; de pronto Garrett se dio cuenta de que había cometido un terrible error.
El océano se precipitaba hacia el interior de la cabina y la oscureció rápidamente. Garrett vio que el equipo de emergencia, que solía estar dentro de un contenedor fijado a la pared, ya estaba sumergido bajo el agua. Se dio cuenta, como una revelación, de que no podía hacer nada para impedir que el océano se tragara el barco.
Presa del pánico, intentó cerrar la puerta de la cabina, pero le resultó imposible, debido a la fuerza del agua y a la imposibilidad de hacer palanca. El Happenstance empezaba a hundirse rápidamente. Al cabo de pocos segundos, la mitad del casco se encontraba sumergida. De repente se le ocurrió otra posible solución.
«Los chalecos salvavidas…»
Estaban bajo los asientos al lado de la popa.
Miró hacia allí. Todavía estaban por encima del agua.
Luchó con todas sus fuerzas por llegar a la barandilla, el único asidero todavía por encima del agua. Cuando consiguió aferrarse a ella, el agua le llegaba al pecho. Garrett empezó a patalear con fuerza bajo el agua. Se maldijo a sí mismo, consciente de que tenía que haberse puesto antes el chaleco.
Tres cuartas partes del velero ya estaban bajo el agua. Seguía sumergiéndose.
Intentó llegar a los asientos con todas sus fuerzas, colocando una mano encima de la otra y luchando contra la fuerza de las olas y sus propios músculos, que ahora sentía muy pesados. A medio camino, el agua le llegaba al cuello. Entonces se dio cuenta de que era inútil seguir luchando.
No lo conseguiría.
El agua le llegaba a la barbilla cuando dejó de intentarlo. Miró hacia arriba, con el cuerpo exhausto, pero todavía negándose a aceptar que todo acabaría de ese modo.
Soltó la barandilla y empezó a alejarse del barco nadando. La chaqueta y los zapatos entorpecían sus movimientos en el agua. Se quedó flotando en el agua, subiendo y bajando con las olas mientras veía cómo el Happenstance finalmente se hundía en el océano. Después, mientras el frío y el agotamiento empezaban a entumecer sus sentidos, dio media vuelta y empezó a nadar para iniciar el lento e imposible regreso a la costa.
Theresa estaba sentada al lado de Jeb. Hablando desordenadamente, le había llevado un buen rato contarle lo que sabía.
Más tarde, Theresa recordaría que, mientras escuchaba su relato, no tenía miedo, sino más bien curiosidad. Sabía que Garrett había sobrevivido. Era un navegante experto y un excelente nadador. Era demasiado precavido, demasiado vital, como para que algo así pudiera acabar con él. Si alguien podía conseguirlo, era él.
Theresa se acercó hacia Jeb por encima de la mesa, confusa.
—No lo entiendo… ¿Por qué salió a navegar si sabía que se aproximaba un temporal?
—No lo sé —contestó él en voz baja, sin poder mirarla a los ojos.
Theresa frunció el ceño. Su desconcierto hacía que la situación le pareciera surrealista.
—¿Te dijo algo antes de salir?
Jeb negó con la cabeza. Estaba lívido, con la mirada fija en el suelo, como si estuviera ocultando algo. Theresa recorrió con la mirada la cocina, con aire ausente. Estaba muy ordenada, como si acabaran de limpiarla poco antes de que llegara. A través de la puerta abierta del dormitorio vio el edredón de Garrett sobre una cama impecable. Le sorprendió la presencia de dos grandes arreglos florales sobre él.
—No entiendo nada. Garrett está bien, ¿no?
—Theresa —dijo finalmente Jeb, con los ojos anegados en lágrimas—, le encontraron ayer por la mañana.
—¿Está en el hospital?
—No —dijo en voz baja.
—Entonces, ¿dónde está? —preguntó, negándose a aceptar lo que, de algún modo, ya sabía.
Jeb no respondió.
De repente sintió que casi no podía respirar. Empezaron a temblarle las manos, seguidas por todo su cuerpo. «¡Garrett!», pensó. «¿Qué ha pasado? ¿Por qué no estás aquí?». Jeb agachó la cabeza para ocultar el llanto, pero Theresa pudo escuchar su sollozo entre hipidos.
—Theresa… —murmuró, sin poder seguir hablando.
—¿Dónde está? —dijo, casi exigiendo una respuesta, poniéndose en pie de un salto, sintiendo una oleada de adrenalina. Como un rumor lejano, oyó el ruido de la silla al desplomarse tras ella.
Jeb la miró a los ojos en silencio. Después, con un solo y lento movimiento, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Encontraron su cuerpo ayer por la mañana.
Ella sintió que se le encogía el pecho, como si se estuviera ahogando.
—Nos ha dejado, Theresa.
En la playa en la que todo había empezado, Theresa dedicó un rato a recordar todo lo que había pasado el año anterior.
Enterraron a Garrett cerca de la tumba de Catherine, en un pequeño cementerio situado no muy lejos de su casa. Jeb y Theresa estuvieron juntos durante el servicio religioso, rodeados por las personas que habían acompañado a Garrett en vida: amigos del instituto, antiguos alumnos de buceo y empleados de la tienda. Fue una ceremonia sencilla; a pesar de la lluvia que empezó a caer justo cuando el sacerdote acabó de hablar, la gente permaneció allí hasta mucho después de que la ceremonia hubiera concluido.
El velatorio se celebró en casa de Garrett. Los asistentes les dieron el pésame uno por uno y recordaron momentos compartidos. Cuando se fueron los últimos, dejando a Jeb y Theresa a solas, él sacó una caja del armario y le pidió a Theresa que se sentara con él para ver su contenido juntos.
En la caja había cientos de fotografías. Durante las siguientes horas, Theresa vio desplegarse ante sus ojos la infancia y la adolescencia de Garrett, aquellos retazos de su vida que ella hasta entonces solo había podido imaginar. También había fotos más recientes, las ceremonias de graduación del instituto y de la universidad; el Happenstance restaurado; Garrett delante de la tienda acabada de remodelar, poco antes de su inauguración. Theresa advirtió que su sonrisa siempre era la misma en todas ellas. También se dio cuenta de que, además de su sonrisa, su forma de vestir en casi todas las fotos tampoco había cambiado. Con excepción de algunas fotos tomadas en ocasiones especiales, desde su más pronta infancia Garrett parecía vestirse siempre igual: pantalones vaqueros o bermudas, camisetas y náuticos sin calcetines.
Había muchas fotografías de Catherine. En un primer momento, Jeb pareció sentirse incómodo al mirarlas junto a Theresa. Sin embargo, curiosamente, a Theresa no parecía importarle. No le hacían sentirse triste ni enojada. Pero formaban parte de otra etapa de la vida de Garrett.
Cuando caía la tarde, mientras miraban las últimas fotos, Theresa reconoció a aquel hombre del que se había enamorado. Una foto concretamente le llamó la atención. Se quedó mirándola un buen rato. Cuando Jeb reparó en su expresión, le explicó que la habían tomado el Día de los Caídos, unas cuantas semanas antes de que Theresa encontrara la botella en Cape Cod. En ella, Garrett estaba de pie en la terraza de su casa, con un aspecto muy parecido al que tenía cuando ella le visitó por primera vez en su casa.
Cuando por fin la dejó sobre su regazo, Jeb se la quitó con delicadeza de las manos.
A la mañana siguiente, Jeb le dio un sobre. Al abrirlo, Theresa reconoció aquella foto, que le regaló junto con unas cuantas más. También había las tres cartas gracias a las cuales Theresa y Garrett habían llegado a conocerse.
—Creo que le hubiera gustado que las tuvieras tú.
Demasiado emocionada como para responder, asintió con un gesto silencioso de gratitud.
Theresa no podía recordar gran cosa de los días inmediatamente posteriores a su regreso a Boston, pero ahora se daba cuenta de que, en realidad, no deseaba hacerlo. Se acordaba de que Deanna la esperaba en el aeropuerto de Logan cuando su avión aterrizó. Solo con mirarla, Deanna decidió llamar enseguida a su marido para pedirle que le llevara un poco de ropa a casa de Theresa, donde pensaba quedarse algunos días. Ella pasó la mayor parte del tiempo en la cama, sin levantarse siquiera cuando Kevin volvía a casa de la escuela.
—¿Mamá se pondrá bien? —preguntaba Kevin.
—Necesita un poco de tiempo, Kevin —respondía Deanna—. Sé que también es duro para ti, pero te aseguro que se pondrá bien.
Los sueños de Theresa, en caso de que pudiera recordarlos, eran confusos y fragmentados. Curiosamente, Garrett no aparecía en ellos. Theresa no sabía si se trataba de una especie de presagio, o si debía intentar encontrarles un significado. En su aturdimiento, le resultaba difícil pensar en nada con claridad. Se acostaba temprano. Prefería quedarse en la cama, acurrucada en la balsámica oscuridad durante todo el tiempo posible.
A veces, al despertarse, durante apenas una fracción de segundo, experimentaba una sensación de confusa irrealidad en la que todo parecía un terrible error, demasiado absurdo para haber ocurrido en realidad. En aquella fracción de segundo, todo era como tenía que ser. Se esforzaba por escuchar los movimientos de Garrett en el apartamento, segura de que su hueco en la cama simplemente significaba que había ido a la cocina para tomar un café y leer el periódico. Enseguida se reuniría con él y le diría, sacudiendo la cabeza como para librarse de aquel sueño: «He tenido una pesadilla horrible…».
El único recuerdo de aquella semana era su necesidad obsesiva de comprender cómo podía haber ocurrido. Antes de irse de Wilmington, había hecho prometer a Jeb que, si llegaba a conocer más detalles sobre el día en que Garrett había salido a navegar en el Happenstance, la llamaría de inmediato. Con un razonamiento curiosamente distorsionado, creía que, al saber más, al averiguar por qué, de algún modo se sentiría aliviada. Se negaba a creer que Garrett había navegado hacia la tormenta sin intención de regresar. Cada vez que sonaba el teléfono, tenía la esperanza de escuchar la voz de Jeb. «Ahora lo entiendo», se imaginaba diciendo. «Sí… Claro. Eso lo explica todo…»
Por supuesto, en el fondo sabía que eso nunca sucedería. Jeb no llamó para darle una explicación aquella semana y la respuesta tampoco llegó en un momento de iluminación. No, la respuesta llegó finalmente de una forma que Theresa nunca hubiera podido prever.
Un año después, en la playa de Cape Cod, reflexionó sobre el giro inesperado de los acontecimientos que la habían llevado hasta ese lugar. Por fin se sintió preparada y rebuscó en la bolsa. Sacó el objeto que había traído consigo y lo miró, reviviendo el instante en que finalmente obtuvo una respuesta. A diferencia de los recuerdos de aquellos días después de volver a Boston, todavía era capaz de evocar aquel momento con suma nitidez.
Después de que Deanna pasara unos cuantos días con ella, Theresa había intentado restablecer una especie de rutina. Debido a la confusión en la que había estado sumida durante una semana, había ignorado aspectos prácticos de la vida, que, sin embargo, seguía su curso. Deanna la había ayudado con Kevin a mantener limpio el apartamento, pero se había limitado a amontonar el correo en un rincón de la sala de estar. Una noche, mientras Kevin estaba en el cine, Theresa empezó a revisar distraídamente el montón.
Había una docena de cartas, tres revistas y dos paquetes. Supo que uno de ellos contenía un regalo para el cumpleaños de Kevin que había pedido por catálogo. Pero el otro estaba envuelto en un papel de embalaje marrón y no aparecía el nombre del remitente.
De forma rectangular, alargado, estaba sellado con cinta adhesiva. Había dos pegatinas que advertían que su contenido era «frágil», una cerca de la dirección y la otra en la parte posterior, además de otra etiqueta que decía «Manejar con cuidado». Incitada por la curiosidad, decidió abrirlo.
Fue entonces cuando vio el matasellos de Wilmington, Carolina del Norte, con fecha de hacía dos semanas. Rápidamente volvió a mirar la dirección escrita a mano en la parte delantera del paquete.
Era la letra de Garrett.
—No… —Dejó el paquete sobre la mesa, de repente con un nudo en el estómago.
Buscó en un cajón unas tijeras y empezó a cortar la cinta adhesiva con pulso tembloroso, tirando a la vez del papel con cuidado. Ya sabía qué encontraría en su interior.
Tras extraer el objeto y comprobar que ya no quedaba nada más dentro del paquete, retiró con delicadeza el envoltorio acolchado protector, fuertemente pegado con cinta adhesiva en los extremos, por lo que tuvo que recurrir de nuevo a las tijeras. Al final, tras quitar los restos de embalaje, puso el objeto sobre la mesa y se quedó mirándolo durante un buen rato, incapaz de moverse. Lo levantó para ponerlo bajo la luz y vio su propio reflejo.
La botella estaba cerrada con un corcho y pudo ver un papel enrollado descansando en la base. Tras sacar el corcho, que Garrett no había apretado demasiado, giró la botella y la carta salió fácilmente. Al igual que la que había encontrado hacía apenas unos meses, estaba atada con un cordel. La desenrolló con mucho cuidado para no desgarrar el papel.
Había utilizado una pluma para escribirla. En la esquina superior derecha había un dibujo de un barco antiguo, con las velas hinchadas por el viento.
Querida Theresa:
¿Podrás perdonarme?
Dejó la carta sobre el escritorio. Sintió un doloroso nudo en la garganta que le hacía respirar con dificultad. La luz sobre su cabeza convertía sus espontáneas lágrimas en un extraño prisma. Cogió un pañuelo y se secó los ojos. Intentó serenarse y siguió leyendo.
¿Podrás perdonarme?
En un mundo que casi nunca acierto a comprender, el viento del destino sopla cuando menos lo esperamos. A veces con la furia del huracán, otras apenas podemos percibirlo en nuestras mejillas. Pero no podemos negar su existencia, ni el futuro que a menudo trae consigo, imposible de ignorar. Tú, mi amor, eres el viento que no supe prever y que ha soplado con más fuerza de lo que nunca hubiera imaginado. Tú eres mi destino.
Me equivoqué al hacer caso omiso de algo que era obvio, tanto que te suplico que me perdones. Al igual que un precavido viajero, intenté protegerme del viento, y perdí mi alma en el intento. Fui tonto al ignorar mi destino, pero hasta los tontos tienen sentimientos. Al final me he dado cuenta de que, para mí, eres lo más importante del mundo.
Sé que no soy perfecto. He cometido más errores en los últimos meses que otras personas en toda su vida. Me equivoqué al reaccionar como lo hice al encontrar las cartas, y también al ocultarte la verdad sobre el sufrimiento que me producía pensar en el pasado. Mientras te perseguía cuando te alejaste en el coche, mientras observaba cómo despegaba tu avión en el aeropuerto, tuve la certeza de que tenía que haberlo impedido. Pero, sobre todo, me equivoqué al negar lo que me dictaba mi corazón: no puedo vivir sin ti.
Tenías razón en todo. Cuando estábamos en la cocina, me resistí a creer en tus palabras, aunque sabía que eran ciertas. Como si en un viaje me limitara a mirar lo que queda atrás, ignoré lo que quedaba por recorrer. Me perdí la belleza del próximo amanecer, la maravilla de la ilusión por el porvenir, que es lo que hace que la vida valga la pena. Me equivoqué con mi actitud, que era un producto de mi confusión. Desearía haber entendido antes todo esto.
Sin embargo, ahora tengo la vista puesta en el futuro, y lo que veo es tu rostro, y lo que oigo es tu voz, y estoy seguro de que ese es el camino que debo seguir. En lo más profundo de mi ser, lo que más deseo es que me des otra oportunidad. Como tal vez hayas adivinado, tengo la esperanza de que esta botella sea la artífice de la magia, al igual que sus predecesoras, y que de algún modo consiga volver a unirnos.
Durante los primeros días después de tu marcha, quise creer que podría seguir con mi vida como había hecho hasta antes de conocerte. Pero me resultó imposible. Cada vez que contemplaba el ocaso, pensaba en ti. Cuando veía el teléfono, me sorprendía deseando llamarte. Incluso cuando salía a navegar, solo podía pensar en ti y en los buenos momentos que pasamos. Mi corazón sabía que mi vida nunca volvería a ser como antes. Anhelaba tu regreso, más de lo que creía posible; sin embargo, cada vez que evocaba tu imagen, en mi mente se repetía nuestra última conversación. Por mucho que te quiera, sabía que nuestro amor no sería posible a menos que ambos estuviéramos seguros de que yo podía involucrarme por completo en el camino que quedaba por recorrer. Estos pensamientos siguieron atormentándome hasta anoche, cuando la respuesta por fin se me hizo evidente.
Espero que, después de contarte mi sueño, este signifique tanto para ti como para mí: en mi sueño, Catherine y yo estábamos en la playa, en el mismo lugar al que te llevé después de comer en Hank’s. La luz del sol era cegadora y la arena reflejaba sus rayos con mucha intensidad. Paseábamos. Ella me escuchaba con atención mientras le hablaba de ti, de nosotros, de los momentos maravillosos que habíamos compartido. Al final, no sin vacilación, reconocí que te quería, pero que me sentía culpable por ello. Ella no dijo nada, simplemente siguió caminando, hasta que en un momento dado se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Por qué?». «Por ti».
Al escuchar mi respuesta, esbozó una sonrisa paciente y pícara a la vez, como solía hacer antes de morir. «Oh, Garrett —dijo por fin mientras me acariciaba la cara—, ¿quién crees que hizo que el mensaje en la botella llegara hasta ella?».
Theresa dejó de leer. El leve zumbido del frigorífico parecía repetir el eco de las palabras de la carta: «¿Quién crees que hizo que el mensaje en la botella llegara hasta ella?».
Se reclinó en la silla y cerró los ojos, intentando reprimir el llanto.
—Garrett —murmuró—, Garrett… —A través de la ventana podía oír el ruido del tráfico. Muy despacio, retomó la lectura.
Al despertar, me sentí solo y vacío. El sueño no me reconfortó. En vez de eso, sentí un dolor profundo, por el daño que le había hecho a nuestra relación. Empecé a llorar. Cuando por fin me tranquilicé, supe qué tenía que hacer. Con el pulso aún tembloroso, escribí dos cartas: una es la que tienes entre tus manos; la otra estaba dirigida a Catherine y representa mi último adiós. Hoy saldré con el Happenstance para enviársela, tal como hice con las demás. Será la última carta. Catherine, a su manera, me ha hecho llegar su deseo de que siga adelante. He elegido escuchar no solo sus palabras, sino también a mi corazón, que me conduce a ti.
Lo siento, Theresa; siento mucho haberte hecho daño. Viajaré a Boston la semana que viene con la esperanza de que hayas encontrado el modo de perdonarme. Quizá sea demasiado tarde. No lo sé.
Theresa, te quiero y siempre te querré. Estoy cansado de estar solo. Cuando veo a los niños riendo y gritando mientras juegan en el patio, me doy cuenta de que quiero tener niños contigo. Quiero ver cómo Kevin crece y se convierte en un hombre. Quiero darte la mano y verte llorar cuando se case algún día, quiero besarte cuando sus sueños se hagan realidad. Me mudaré a Boston si me lo pides; no puedo seguir así. Me siento triste y enfermo sin ti. Aquí, sentado en la cocina, rezo para que me dejes volver a ti, esta vez para siempre.
GARRETT
Anochecía. El cielo gris oscurecía rápidamente. Aunque había leído la carta mil veces, su contenido seguía despertando en ella los mismos sentimientos que la primera vez que la había leído. Durante todo un año, aquellos sentimientos la habían atormentado en cada momento de vigilia.
Sentada en la playa, intentó de nuevo imaginar a Garrett mientras escribía aquella carta. Recorría los renglones con los dedos, rozando levemente el papel, segura de que su mano había dejado su impronta en él. Luchando por contener las lágrimas, examinó la carta, como era su costumbre cada vez que la leía. En algunos puntos había borrones, como si la pluma hubiera goteado un poco mientras escribía; aquello le daba un aspecto característico, casi como si hubiera sido escrita con urgencia. Seis palabras aparecían tachadas. Eran a estas a las que Theresa prestaba mayor atención, preguntándose qué habría querido escribir. Como siempre, no podía distinguirlas. Como muchos otros detalles de su último día de vida, era un secreto que se había llevado con él. Theresa también había advertido que hacia el final de la carta le costaba entender su caligrafía, como si hubiera agarrado con mucha fuerza la pluma.
Una vez que hubo acabado de leer, volvió a enrollar la carta y a atarla con el cordel, con cuidado de que tuviera el mismo aspecto. La devolvió a la botella y la dejó a un lado, cerca de la bolsa. Sabía que, cuando llegara a casa, volvería a ocupar su lugar en el escritorio, donde la guardaba. Por la noche, cuando el resplandor de las luces de la calle entraba de forma rasgada en su dormitorio, la botella brillaba en la oscuridad. Normalmente era lo último que veía antes de cerrar los ojos.
Después cogió las fotos que Jeb le había dado. Recordó que al volver a Boston las había estudiado concienzudamente una por una. Cuando vio que empezaban a temblarle las manos, las guardó en un cajón y no volvió a mirarlas nunca más.
Pero ahora las pasó rápidamente y buscó aquella en la que Garrett estaba en el porche trasero de su casa. La sostuvo ante ella y evocó todo acerca de él: su forma de caminar y moverse, su sonrisa desenfadada, las arrugas de las comisuras de sus ojos. Quizá mañana, se dijo a sí misma, encargaría una ampliación de veinte por veinticinco que pondría en su mesita de noche, tal como él había hecho con la foto de Catherine. Luego se dibujó una sonrisa triste en sus labios, al darse cuenta en ese mismo momento de que no lo haría. Las fotos volverían al cajón del que habían salido, debajo de los calcetines y cerca de los pendientes de perlas que habían sido de su abuela. Le haría demasiado daño ver su cara todos los días; todavía no estaba preparada para ello.
Desde el funeral, había mantenido contacto con Jeb, aunque de forma esporádica. Le llamaba de vez en cuando para ver cómo estaba. La primera vez que le llamó, le explicó cómo había descubierto por qué Garrett había salido con el Happenstance aquel día. Ambos acabaron la conversación telefónica entre sollozos. A medida que pasaban los meses, sin embargo, por fin fueron capaces de mencionar su nombre sin llorar; entonces Jeb acababa contando sus recuerdos de la infancia de Garrett o relatando una y otra vez lo que su hijo decía sobre Theresa durante los largos períodos en los que estaban separados.
En julio, Theresa y Kevin volaron a Florida y fueron a bucear a los Cayos, donde las aguas eran cálidas, al igual que en Carolina del Norte, pero mucho más claras. Pasaron allí ocho días, buceando por la mañana y relajándose en la playa por la tarde. De regreso a Boston, decidieron que repetirían el año siguiente. Para su cumpleaños, él pidió como regalo una subscripción a una revista de submarinismo. Curiosamente, el primer número contenía un artículo sobre los barcos hundidos en la costa de Carolina del Norte, en el que figuraba el que habían visitado con Garrett en aguas poco profundas.
Aunque algunos hombres habían mostrado interés, no había salido con nadie desde la muerte de Garrett. Los compañeros de trabajo, con excepción de Deanna, intentaban continuamente organizarle citas con distintos hombres, a quienes describían como atractivos y buenos partidos, pero ella siempre declinaba, no sin amabilidad, aquellas propuestas. De vez en cuando escuchaba por casualidad los comentarios de sus compañeros: «No entiendo por qué se ha dado por vencida»; «Sigue siendo muy atractiva y todavía es joven». Otros, más comprensivos, simplemente comentaban que lo superaría cuando llegase el momento.
Fue una llamada de Jeb, unas tres semanas antes, lo que la había hecho volver a Cape Cod. Cuando oyó aquella voz agradable que la intentaba convencer de que ya era hora de mirar hacia delante, los muros que Theresa había erigido a su alrededor por fin empezaron a derrumbarse. Lloró durante casi toda la noche, pero a la mañana siguiente supo lo que tenía que hacer. Enseguida lo tuvo todo arreglado para volver a Cape Cod, lo que no resultó demasiado difícil, puesto que era temporada baja. Y fue entonces cuando por fin empezó a curarse.
De pie, en la playa, se preguntó si alguien podría verla. Miró a un lado y a otro, pero la playa estaba desierta. Solo el océano parecía estar en movimiento. Theresa se sintió atraída por su furia. Las aguas parecían airadas y tenían un aspecto peligroso: no era el lugar romántico que recordaba. Contempló el mar durante un buen rato, pensando en Garrett, hasta que oyó el retumbar de un trueno que reverberó en el cielo invernal.
El viento arreció. Theresa sintió que su mente se dejaba llevar por él. Se preguntaba por qué había tenido que acabar así. No lo sabía. Otra ráfaga de viento. Sintió que Garrett estaba junto a ella, apartando un mechón de cabello de su cara. Era lo último que él había hecho al despedirse. Theresa sentía que ahora podía volver a notar el roce de sus dedos. Había tantas cosas que hubiera deseado cambiar de aquel día, tantas cosas de las que se arrepentía…
Ahora, a solas con sus pensamientos, pensó que todavía le amaba. Siempre le amaría. Lo supo desde el momento en el que le conoció en el puerto. Seguía sintiendo lo mismo. Ni el paso del tiempo ni su muerte podrían cambiar sus sentimientos. Cerró los ojos, murmurando unas palabras para Garrett.
—Te echo de menos, Garrett Blake —dijo con ternura. Y por un momento, se imaginó que él podía oírla, porque el viento cesó súbitamente y el aire se quedó inmóvil.
Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia al mismo tiempo que Theresa quitaba el corcho de la botella transparente que sostenía con fuerza en sus manos, para sacar la carta que había escrito a Garrett el día anterior, la carta que había traído consigo para arrojarla al mar. Tras desenrollarla, la sostuvo ante ella, tal como hizo con la primera carta que había encontrado. Bajo la exigua luz apenas podía leer las palabras, pero no importaba, puesto que conocía de memoria su contenido. Cuando empezó a leer, notó que le temblaban las manos.
Mi amor:
Ha pasado un año desde aquel día en que estuve hablando con tu padre en la cocina de tu casa. Es tarde y, aunque apenas encuentro palabras, no puedo evitar tener la sensación de que ya ha llegado la hora de que responda a tu pregunta.
Por supuesto que te perdono. Te perdoné en el mismo instante en que leí tu carta. En lo más profundo de mi corazón, no tenía otra opción. Te dejé una vez, y ya resultó bastante duro; no hubiera podido hacerlo una segunda vez. Te quería demasiado para haberte dejado marchar de nuevo. A pesar de que sigo afligida por lo que hubiera podido ser, siento que tengo que darte las gracias por haber entrado en mi vida, aunque fuera por poco tiempo. Al principio, supuse que el destino nos había unido para ayudarte a superar tu pena. Pero ahora, transcurrido un año, he llegado a creer que fue justo al revés.
Aunque parezca irónico, ahora me encuentro en la misma situación que tú cuando nos conocimos. Mientras escribo, estoy enfrentándome con el fantasma de alguien a quien amé para después perderlo. Ahora entiendo mejor por lo que estabas pasando y me doy cuenta de lo doloroso que debió de ser para ti seguir adelante. A veces, el dolor es insoportable y, aunque sepa que nunca volveremos a vernos, una parte de mí quiere permanecer unida a ti para siempre. Sería fácil hacerlo, porque amar a otra persona podría relegar mis recuerdos al olvido. Y sin embargo, esa es la paradoja: aunque te echo muchísimo de menos, precisamente gracias a ti no temo el futuro. Porque fuiste capaz de enamorarte de mí, cariño mío, me has dado esperanza. Me has enseñado que es posible seguir adelante, por muy terrible que sea la pena. Y a tu manera, me has hecho creer que no es posible negar el amor verdadero.
Todavía no creo estar preparada, pero eso es decisión mía. No tienes que sentirte culpable por ello. Gracias a ti, tengo la esperanza de que algún día mi tristeza se vea reemplazada por la belleza. Gracias a ti, tengo fuerzas para continuar.
No sé si los espíritus pueden regresar a nuestro mundo, invisibles para aquellos que los amaban, pero, en caso de que así sea, sé que siempre estarás conmigo. Cuando escuche el ruido del océano, oiré tu voz susurrando; cuando la fresca brisa me acaricie las mejillas, sabré que es tu espíritu pasando a mi lado. No te has ido para siempre, aunque haya otras personas en mi vida. Estás con Dios y con mi alma, ayudándome, guiándome hacia un futuro que no puedo predecir.
Esta carta no es una despedida, mi amor, es una carta de agradecimiento. Gracias por formar parte de mi vida y por darme tantas alegrías; gracias por amarme y recibir mi amor; gracias por los hermosos recuerdos que conservaré para siempre. Pero, sobre todo, gracias por demostrarme que llegará el día en que por fin podré dejarte marchar.
Te quiero,
T.
Tras releer la carta por última vez, Theresa la enrolló y selló la botella. La giró varias veces, mientras pensaba que había vuelto al punto de partida. Finalmente, consciente de que no podía esperar más, arrojó la botella lo más lejos que pudo.
Justo en ese momento, el fuerte viento arreció y la niebla empezó a disiparse. Theresa permaneció de pie, en silencio, sin perder de vista la botella mientras esta empezaba a adentrarse en el mar. Y aunque sabía que era imposible, imaginó que nunca arribaría a otras costas, sino que viajaría para siempre por todo el mundo y que flotaría a la deriva en mares lejanos que ella nunca podría visitar.
Cuando la botella desapareció de la vista a los pocos minutos, emprendió el regreso al coche. Caminando en silencio bajo la lluvia, Theresa esbozó una sonrisa. No sabía dónde ni cuándo quedaría varada la botella, pero eso en realidad no importaba. De algún modo sabía que Garrett recibiría el mensaje.