Sin saber adónde ir, después de salir del apartamento, Garrett paró un taxi para ir al aeropuerto. A aquellas hora no había ningún vuelo, por lo que acabó pasando el resto de la noche en la terminal, todavía demasiado enojado como para poder dormir. Deambuló por allí durante horas, vagando por la zona de las tiendas que ya hacía rato que habían cerrado; solo se detenía para echar un vistazo de vez en cuando a través de la suerte de barricadas tras las que se atrincheraban los viajeros nocturnos.
Por la mañana, cogió el primer vuelo y llegó a casa poco después de las once. Lo primero que hizo fue ir a su dormitorio. Sin embargo, aunque ya estaba tumbado en la cama, no podía conciliar el sueño, turbado por lo sucedido la noche anterior. Después de un buen rato intentando dormir, se dio por vencido y se levantó. Se duchó y se vistió, y volvió a sentarse en la cama. Su mirada se dirigió a la foto de Catherine. Luego la cogió y se la llevó a la sala de estar.
En la mesa de la cocina, las cartas descansaban en el mismo lugar en el que las había dejado. En el apartamento de Theresa estaba demasiado aturdido como para prestarles la debida atención, pero ahora, acompañado por la foto, abordó la lectura muy despacio, casi con una actitud reverencial, como si pudiera notar la presencia de Catherine.
—¡Hola! Ya estaba pensando que se te había olvidado nuestra cita —dijo Garrett al ver a Catherine acercarse al embarcadero con las bolsas de la compra.
Ella sonrió y le dio la mano para subir al barco.
—No me he olvidado. Es que tenía que pasar por otro sitio antes de venir.
—¿Adónde has ido?
—Pues la verdad es que he tenido que ir al médico.
Garrett cogió las bolsas y las dejó a un lado.
—¿Estás bien? Ya sé que últimamente no has estado muy fina…
—Estoy bien —respondió, interrumpiéndole en un tono amable—. Pero no creo que salir a navegar esta noche sea una buena idea.
—¿Qué pasa?
Catherine volvió a sonreír mientras se inclinaba hacia delante y sacaba un pequeño envoltorio de una de las bolsas. Garrett la miró mientras ella lo abría.
—Cierra los ojos —dijo— y después te lo explicaré todo.
Aunque todavía estaba un poco inquieto, hizo lo que ella le pedía y oyó el ruido del papel al desenvolverlo.
—Vale, ahora ya puedes abrirlos.
Catherine sostenía en sus manos ropita de bebé.
—¿Qué es esto? —preguntó Garrett, todavía sin comprender.
El rostro de Catherine estaba resplandeciente.
—Estoy embarazada —dijo emocionada.
—¿Embarazada?
—Ajá. De ocho semanas, técnicamente hablando.
—¿Ocho semanas?
Catherine asintió con la cabeza.
—Creo que debí de quedarme embarazada la última vez que salimos a navegar.
Todavía conmocionado, Garrett cogió la ropa de bebé y la sostuvo con delicadeza en sus manos. Se acercó a Catherine y la abrazó.
—No puedo creerlo…
—Pues es verdad.
Una amplia sonrisa se dibujó en sus labios cuando Garrett empezó a asimilar la noticia.
—Estás embarazada.
Catherine cerró los ojos y le susurró al oído:
—Y tú vas a ser padre.
El chirrido de una puerta interrumpió su recuerdo. Su padre asomó la cabeza.
—He visto tu furgoneta aparcada y quería saber si todo está bien —le dijo—. Creía que no volverías hasta esta noche. —Al ver que Garrett no decía nada, entró en la cocina; de inmediato reparó en la fotografía de Catherine sobre la mesa—. ¿Estás bien, hijo? —preguntó, prudente.
Fueron a la sala de estar y Garrett se lo explicó todo desde el principio: los sueños que le habían asaltado durante años, los mensajes que había arrojado al mar, hasta concluir con la discusión de la noche anterior. No omitió nada. Al terminar, su padre cogió las cartas que Garrett aún tenía entre las manos.
—¡Vaya sorpresa! —dijo, mientras echaba un vistazo a las cartas, asombrado de que nunca se las hubiera mencionado. Después de una pausa, añadió—: Pero ¿no crees que has sido demasiado duro con ella?
Su hijo negó con la cabeza.
—Lo sabía todo de mí, papá, y me lo ocultó. Fue un montaje.
—No, eso no es cierto —dijo en un tono tranquilizador—. Puede que viniera aquí para conocerte, pero no te obligó a enamorarte de ella. Eso lo hiciste tú solito.
Garrett apartó la mirada antes de volver a posarla sobre la foto encima de la mesa.
—Pero ¿no crees que hizo mal en ocultármelo?
Jeb suspiró. Intentó esquivar la cuestión, consciente de que una respuesta afirmativa haría que Garrett se enrocara en su posición. En lugar de eso, buscó otra manera de abrirle los ojos a su hijo.
—Hace un par de semanas, cuando estábamos en el espigón, me dijiste que querías casarte con ella porque la querías. ¿Te acuerdas?
Garrett asintió con aire ausente.
—¿Por qué has cambiado de opinión?
Miró a su padre, confuso.
—Ya te he dicho que…
Jeb le interrumpió con delicadeza.
—Sí, ya me lo has explicado, pero no has sido sincero. Ni conmigo ni con Theresa, ni siquiera contigo mismo. Puede que no te dijera lo de las cartas, y tal vez tengas razón en que no debería habértelo ocultado. Pero esa no es la razón por la que sigues tan disgustado. La verdad es que estás enfadado porque Theresa ha hecho que te des cuenta de algo que no querías reconocer.
Garrett miró a su padre, pero no respondió. Después se levantó del sofá y fue a la cocina, apremiado por la necesidad de rehuir aquella conversación. En la nevera encontró una jarra de té frío y se sirvió un poco en un vaso. Luego abrió el congelador, y, sin cerrarlo, sacó la cubitera. Con un movimiento brusco que denotaba su frustración, al intentar sacar un par de cubitos tiró con tanta fuerza que estos salieron volando y quedaron desparramados sobre la encimera y el suelo.
Mientras Garrett mascullaba y maldecía en la cocina, Jeb se quedó mirando fijamente la foto de Catherine y pensó en su mujer. Dejó las cartas al lado del retrato y se dirigió a la puerta corredera. La abrió y observó que el viento gélido de diciembre procedente del Atlántico levantaba grandes olas que rompían en la orilla con violencia, con un estruendo que retumbaba en toda la casa. Jeb contempló el oleaje y los remolinos del océano, hasta que oyó que alguien llamaba a la puerta.
Se volvió, preguntándose quién podría ser. Se dio cuenta de que, curiosamente, nadie había llamado nunca a la puerta cuando él estaba de visita.
Garrett seguía en la cocina y aparentemente no había oído los golpes. Jeb fue a abrir. Tras él, las campanillas de viento colgadas en la terraza no paraban de sonar.
—Un momento —gritó.
Cuando abrió la puerta principal, una ráfaga de viento inundó la sala de estar, haciendo volar las cartas, que acabaron esparcidas por el suelo. Pero Jeb no se dio cuenta de ello. La persona que estaba en el porche reclamaba toda su atención. No pudo evitar mirarla fijamente.
Ante él había una mujer joven de cabellos oscuros, a la que nunca había visto antes. Se quedó sin palabras, como pasmado, en la entrada, aunque sabía exactamente quién era. Se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Pasa —dijo en voz baja.
Al entrar en la casa y cerrar la puerta tras ellos, el viento cesó de inmediato. Theresa miró a Jeb, sintiéndose incómoda. Ambos guardaron silencio durante unos instantes.
—Tú debes de ser Theresa —dijo finalmente él, que al mismo tiempo todavía podía oír a Garrett mascullando entre dientes mientras recogía los hielos desperdigados por la cocina—. He oído hablar de ti.
Ella cruzó los brazos, como si se sintiera insegura.
—Sé que no me esperabais…
—No pasa nada —la animó Jeb.
—¿Está aquí?
Jeb asintió y señaló con la cabeza la cocina.
—Sí, está aquí. Se estaba preparando una bebida.
—¿Cómo está?
Jeb se encogió de hombros y sus labios dibujaron poco a poco un atisbo de sonrisa.
—Tendrás que preguntárselo tú misma…
Theresa asintió. De repente le asaltó la duda de si había sido buena idea ir a verle. Echó un vistazo a su alrededor y vio las cartas esparcidas por el suelo. También vio la maleta de Garrett, todavía en la puerta del dormitorio, sin abrir. Aparte de eso, la casa tenía el mismo aspecto de siempre.
Con excepción, por supuesto, de la fotografía.
La vio al mirar por encima del hombro de Jeb. Normalmente estaba en el dormitorio, pero, por alguna razón, ahora ocupaba un lugar destacado; Theresa no podía apartar la mirada de ella. Seguía mirándola cuando Garrett volvió a entrar en la sala de estar.
—Papá, ¿qué ha pasado aquí?
Se quedó paralizado. Theresa lo miró insegura. Pasaron unos instantes antes de que ninguno hablara. Después, Theresa inspiró hondo.
—Hola, Garrett —dijo.
Él no respondió. Jeb cogió las llaves de la mesa, consciente de que había llegado el momento de irse.
—Creo que tenéis muchas cosas de las que hablar, así que será mejor que me vaya.
Fue a la puerta, mientras miraba de reojo a Theresa.
—Encantado de conocerte —murmuró. Pero al decir esas palabras, levantó las cejas e hizo un leve movimiento con los hombros, como para desearle suerte. Enseguida estuvo en la calle.
—¿Por qué has venido? —preguntó Garrett en un tono neutro cuando estuvieron a solas.
—Porque quería… —dijo con voz suave—. Quería volver a verte.
—¿Por qué?
No respondió. En lugar de eso, tras un momento de vacilación, avanzó hacia él, sin dejar de mirarle a los ojos. Cuando se hubo acercado lo suficiente, colocó un dedo sobre los labios de Garrett y, con un gesto de la cabeza, le pidió que no hablara.
—Chis —susurró—, no preguntes nada…, por ahora. Por favor… —Theresa intentó sonreír, pero, ahora que la tenía más cerca, Garrett se dio cuenta de que había estado llorando.
No podía decir nada. No había palabras para describir hasta qué punto estaba sufriendo.
En lugar de hablar, le abrazó. Garrett también la rodeó con los brazos cuando ella apoyó la cabeza en su pecho, no sin cierta reticencia. Luego, Theresa le besó el cuello y lo atrajo hacia sí. Le pasó una mano por el pelo y acercó la boca a una de sus mejillas, tanteando; después le rozó los labios. Le besó con suavidad al principio, apenas rozando sus labios, para después volver a hacerlo, esta vez de forma más apasionada. Garrett se dejó llevar, sin pensar, y empezó a reaccionar a las caricias de Theresa. Empezó a recorrerle la espalda con las manos, hasta que sus cuerpos se fundieron en un abrazo.
En medio de la sala de estar, con el rugido del océano como ruido de fondo, siguieron abrazándose con fuerza, abandonándose al deseo cada vez más apremiante. Al final, Theresa se apartó un poco de él, mientras le cogía una mano para conducirle hasta el dormitorio.
Liberó su mano y fue hacia el otro extremo de la habitación, mientras él esperaba al lado de la puerta. El dormitorio estaba únicamente iluminado por la tenue luz del salón, que proyectaba sombras por todo el dormitorio. Vaciló un momento antes de volver a mirarle a la cara y después empezó a desnudarse. Garrett hizo ademán de cerrar la puerta, pero ella le indicó con un gesto de cabeza que no lo hiciera. Quería verlo con claridad y que él la viera a ella, que se diera cuenta de que estaba con ella, con nadie más.
Despacio, con parsimonia, se quitó la ropa. La blusa…, los vaqueros…, el sujetador…, las bragas. Se quitó todas aquellas prendas muy poco a poco, con los labios ligeramente entreabiertos y sin dejar de mirarle a los ojos. Ya desnuda, permaneció de pie ante él y permitió que Garrett recorriera su cuerpo con la mirada.
Por último, se acercó a Garrett. Cuando Theresa estuvo muy cerca, empezó a acariciarle el pecho, los hombros, los brazos, rozándolo apenas, como si quisiera guardar para siempre en su memoria el tacto de su piel. Luego retrocedió un poco para dejar que Garrett se desvistiera y observó cómo lo hacía, posando los ojos en cada parte de su cuerpo mientras las prendas caían al suelo. Se puso a su lado y empezó a besarle los hombros; después dio una vuelta a su alrededor, sin despegar los labios de su piel, dejando una sensación cálida y húmeda allí donde sus labios le rozaban. Luego le llevó a la cama, se tumbó y lo atrajo hacia sí.
Hicieron el amor apasionadamente, aferrándose casi con desesperación el uno al otro. Nunca antes habían hecho el amor con esa clase de pasión, cada uno consciente del placer que sentía el otro, con la electricidad de las caricias a flor de piel. Como si tuvieran miedo del porvenir, parecían verse abocados a adorar el cuerpo del otro con una intensidad que quedaría grabada en su memoria. Cuando finalmente llegaron juntos al orgasmo, Theresa echó atrás la cabeza y gritó, sin intentar reprimirse.
Después ella se quedó sentada en la cama, con la cabeza de Garrett en su regazo. Le acarició el pelo con las manos, rítmicamente, sin dejar de hacerlo hasta que se dio cuenta de que su respiración se había hecho más profunda.
Aquella tarde, cuando Garrett despertó, estaba solo en la cama. Al no ver la ropa de Theresa, se puso enseguida los vaqueros y la camisa, y salió rápidamente del dormitorio mientras se abrochaba los botones, para buscarla por toda la casa.
Hacía frío.
La encontró en la cocina. Estaba sentada, abrigada con su chaqueta. En la mesa había una taza de café casi vacía, como si llevara un buen rato sentada allí. La cafetera estaba en el fregadero. Garrett miró el reloj y calculó que había dormido casi dos horas.
—Hola —dijo con timidez.
Theresa giró la cabeza y lo vio al mirar por encima del hombro.
—Hola…, no te he oído levantarte —dijo con voz apagada.
—¿Estás bien?
No respondió directamente.
—¿Quieres sentarte conmigo? Tengo muchas cosas que contarte.
Garrett tomó asiento a la mesa, mientras esbozaba un asomo de sonrisa. Theresa jugueteaba con la taza de café, cabizbaja. Garrett acercó una mano para apartar un mechón de pelo de su cara. Al ver que no reaccionaba, retiró la mano.
Finalmente, sin mirar a Garrett, cogió con la mano las cartas que descansaban en su regazo y las dejó sobre la mesa. Debía de haberlas recogido del suelo mientras él dormía.
—Encontré una botella cuando salí a correr, en mis vacaciones del verano pasado —empezó a decir, con un tono de voz neutro y distante, como si estuviera recordando algo que le hacía daño—. No tenía la menor idea de qué había dentro, pero, cuando leí el mensaje, empecé a llorar. Era tan hermoso… Me di cuenta de que aquellas palabras salían directamente del corazón. Y aquella forma de escribir…; supongo que me identifiqué con el contenido de la carta, porque yo también me sentía muy sola.
Theresa alzó la vista para mirarle.
—Esa mañana, se la enseñé a Deanna. La idea de publicarla fue suya. En un principio yo me opuse…; me parecía demasiado personal, pero ella no veía qué podía haber de malo en ello. Pensó que mucha gente disfrutaría con su lectura. Así que cedí. Supuse que ahí acabaría todo. Pero no fue así.
Theresa suspiró.
—Cuando volví a Boston, recibí una llamada de una lectora, que me envió otra de tus cartas, que había encontrado hace un par de años. Después de leerla, sentí mucha curiosidad, pero tampoco pensé que aquella segunda carta conduciría a algo.
Theresa hizo una pausa.
—¿Has oído hablar de la revista Yankee?
—No.
—Es una revista de ámbito regional, no demasiado conocida fuera de Nueva Inglaterra, pero contiene artículos interesantes. Ahí encontré la tercera carta.
Garrett la miró atónito.
—¿Había sido publicada allí?
—En efecto. Busqué al autor de aquel artículo, quien me envió la tercera carta, y…, bueno, la curiosidad pudo más que yo. Ahora tenía no una, sino tres cartas, Garrett, y todas ellas me conmovían de igual modo. Así que, con ayuda de Deanna, averigüé quién eras y dónde estabas, y vine hasta aquí para conocerte.
Theresa le ofreció una sonrisa triste.
—Tal como tú dijiste, parece como si todo fuera una especie de fantasía, pero no lo era. No vine hasta aquí para enamorarme de ti ni para escribir una columna. Vine exclusivamente para ver quién eras, eso es todo. Quería conocer a la persona que escribía aquellas cartas tan hermosas. Así que fui al puerto y ahí estabas tú. Hablamos y, entonces, si recuerdas, me preguntaste si quería salir a navegar contigo. De no haberlo hecho, probablemente me habría marchado ese mismo día.
Garrett se quedó sin habla. Theresa alargó una mano para posarla con suavidad sobre la de Garrett.
—Pero ¿sabes qué?, aquella noche nos lo pasamos muy bien, y pensé que me gustaría volver a verte. No era por las cartas, sino por tu forma de tratarme. Y a partir de ahí, todo empezó a surgir de forma natural. Después de nuestro primer encuentro, nada de lo que ha pasado entre nosotros formaba parte de ningún plan. Simplemente, ocurrió.
Garrett guardó silencio un instante, con la mirada clavada en las cartas.
—¿Por qué no me dijiste lo de las cartas? —preguntó por fin.
Theresa tardó un poco en responder.
—Había momentos en los que quería hacerlo, pero… No sé… Supongo que me convencí a mí misma de que no tenía tanta importancia que te hubiera conocido a través de ellas. Lo único que me parecía importante era que nos entendíamos muy bien. —Hizo una pausa, consciente de que aún quedaba algo por decir—. Además, creí que no lo entenderías. Y no quería perderte.
—Si me lo hubieras dicho antes, lo habría entendido.
Theresa le observó atentamente mientras respondía.
—¿De veras lo crees, Garrett? ¿Estás seguro de que realmente lo habrías entendido?
Él sabía que era el momento de la verdad. Al ver que no respondía, Theresa negó con un movimiento de cabeza y desvió la mirada.
—Anoche, cuando me pediste que viniera a vivir aquí, no pude decirte que sí de inmediato porque me inquietaba por qué me lo pedías. —Hizo una pausa, dudando—. Necesitaba estar segura de que me quieres a mí, Garrett. Necesitaba estar segura de que me lo pedías por nosotros, y no porque todavía estuvieras huyendo de algo. Supongo que quería que me convencieras cuando volví de la tienda. Pero, en lugar de eso, encontraste las cartas…
Theresa se encogió de hombros y empezó a hablar en un tono aún más suave.
—En el fondo, supongo que lo sabía desde el principio, pero quería creer que todo se arreglaría.
—¿De qué estás hablando?
Theresa no respondió directamente a su pregunta.
—Garrett, no es que no crea que me quieres; sé que me amas. Eso es lo que hace que esto sea tan difícil. Sé que me quieres, y yo siento lo mismo por ti. En otras circunstancias, quizá seríamos capaces de superar todo esto. Pero ahora mismo, no creo que podamos. No creo que estés preparado.
Garrett sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Theresa le miró a los ojos.
—No estoy ciega, Garrett. Sabía por qué te quedabas a veces tan callado cuando estábamos juntos. Sabía por qué querías que me mudara a Wilmington.
—Porque te echaba de menos —la interrumpió.
—Tal vez, en parte…, pero eso no era todo —dijo ella. Hizo una pausa para parpadear, con el fin de reprimir el llanto. Prosiguió, pero ahora le temblaba la voz—. También era por Catherine.
Se restregó la comisura de los ojos, en un claro intento de contener las lágrimas, decidida a no derrumbarse.
—Cuando me hablaste de ella por primera vez, observé la expresión de tu cara…, y me pareció obvio que seguías amándola. Y anoche, a pesar de tu enfado, volví a verlo en tus ojos. Incluso después de todo el tiempo que hemos pasado juntos, me he dado cuenta de que todavía la quieres. Y luego…, todo lo que dijiste… —Theresa respiró hondo, agitadamente—. No solo estabas enfadado por haber encontrado las cartas en mi casa, sino porque sentías que yo era una amenaza para todo lo que compartías con Catherine… Y creo que aún crees que es así.
Garrett apartó la vista, oyendo en su mente el eco de la acusación de su padre. Theresa volvió a rozar su mano.
—Eres como eres, Garrett, un hombre capaz de amar intensamente, pero también para siempre. Por mucho que me quieras, no creo que puedas llegar a superar lo de Catherine, y yo no puedo vivir con la ansiedad de que no puedas dejar de compararme con ella.
—Podemos intentar superarlo —empezó a decir con voz ronca—. Quiero decir…, puedo intentar superarlo. Sé que esto puede cambiar…
Theresa le interrumpió apretándole suavemente la mano.
—Sé que quieres creerlo, y una parte de mí también quiere convencerse de ello. Si ahora me abrazaras y me suplicaras que me quedara, estoy segura de que lo haría, porque me has dado algo que hacía mucho que echaba de menos en mi vida. Y seguiríamos igual que antes, convencidos de que todo está bien… Pero en el fondo no sería así, ¿no te das cuenta? Porque la próxima vez que discutiéramos… —Hizo una pausa—. No puedo competir con ella. Y por mucho que quiera seguir contigo, no puedo permitirlo, porque tú no lo permitirías.
—Pero sabes que te quiero.
Theresa esbozó una leve sonrisa. Dejó la mano de Garrett, para acariciar con suavidad su mejilla.
—Yo también te quiero, Garrett. Pero a veces el amor no basta.
Él se quedó callado, con el rostro lívido. El silencio que se hizo entonces quedó interrumpido por las lágrimas de Theresa.
Garrett se acercó a ella y la rodeó lánguidamente con un brazo, casi sin fuerzas. Theresa se refugió en su pecho, temblando y llorando, y él apoyó la mejilla en su cabello. Pasó un buen rato hasta que ella se secó la cara y se apartó. Se miraron a los ojos. Garrett parecía estar suplicando con la mirada. Theresa negó con la cabeza.
—No puedo quedarme, Garrett. Aunque los dos lo estemos deseando, no puedo.
Aquellas palabras le hirieron. De repente, todo le daba vueltas.
—No… —dijo con voz temblorosa.
Theresa se puso en pie, consciente de que, si no se iba en ese momento, no tendría valor para hacerlo. Afuera retumbó un trueno. Pocos segundos después empezó a llover.
—Tengo que irme.
Se colgó el bolso en el hombro y echó a andar hacia la puerta. Garrett se quedó paralizado por un momento, aturdido.
Pero en el último momento, todavía traspuesto, se puso en pie y la siguió. La lluvia empezaba a arreciar. El coche de alquiler estaba aparcado al lado de la entrada. Garrett observó que Theresa abría la puerta del coche, sin saber qué decir.
Ya en el asiento del conductor, ella buscó la llave y después la puso en el contacto. Cerró la puerta obligándose a sonreír. Aunque estaba lloviendo, bajó la ventana para poder ver mejor a Garrett. Giró la llave. El motor arrancó. Theresa esperó unos instantes, con el coche parado, durante los cuales no dejaron de mirarse a los ojos.
La expresión en el rostro de Garrett la desarmó y minó su frágil determinación. Por un momento, deseó echarse a atrás, decirle que en realidad no había querido decir eso, que todavía le amaba, que aquello no debería acabar así. Sintió que sería muy fácil, que era lo correcto…
Pero por mucho que deseaba hacerlo, no consiguió pronunciar aquellas palabras.
Garrett avanzó hacia el coche. Theresa le indicó con un movimiento de cabeza que no lo hiciera. Eso haría la despedida aún más difícil.
—Te echaré de menos, Garrett —dijo en voz baja, sin estar segura de que la hubiera oído.
Puso la marcha atrás.
La lluvia era cada vez más intensa: ahora caían las gotas gélidas y gruesas típicas de una tormenta de invierno.
Garrett se había quedado parado, mirándola.
—Por favor —dijo con voz rasgada—, no te vayas. —El ruido de la lluvia amortiguaba sus palabras, casi inaudibles.
Theresa no respondió.
Consciente de que volvería a echarse a llorar si no se iba de allí enseguida, subió la ventanilla. Miró por encima del hombro para maniobrar. Garrett puso una mano sobre el capó cuando el coche empezó a moverse. Sus dedos se deslizaron sobre la superficie húmeda mientras el coche retrocedía lentamente. Enseguida, el automóvil estuvo en la carretera, listo para salir. Theresa había accionado los limpiaparabrisas.
Con una repentina desesperación, Garrett sintió que aquella era su última oportunidad.
—¡Theresa! —gritó—. ¡Espera!
Ella no pudo oírle debido al fragor de la lluvia. El coche ya se alejaba de la casa.
Garrett corrió hasta el final del camino, sacudiendo los brazos para llamar su atención. Pero aparentemente ella no se dio cuenta.
—¡Theresa! —volvió a gritar.
Estaba en medio de la carretera, corriendo tras el coche, pisando los charcos que empezaban a formarse. Las luces de freno parpadearon durante un segundo; luego permanecieron encendidas cuando el coche se detuvo. Envuelto en la lluvia y la bruma, parecía un espejismo. Sabía que Theresa veía por el retrovisor cómo él recortaba la distancia que los separaba. «Todavía hay una posibilidad…»
De pronto, las luces de freno se apagaron y el coche siguió avanzando, cada vez más rápido, acelerando. Garrett corría tras él, persiguiéndolo por la carretera, viendo cómo se alejaba, cada vez más pequeño. Le dolían los pulmones, pero seguía corriendo, en una carrera contra la sensación de futilidad. Ahora llovía a cántaros. Las gruesas gotas de la tormenta empapaban su ropa y dificultaban la visibilidad.
Garrett se detuvo. La lluvia hacía el aire más denso y le costaba respirar. La camisa se le había quedado pegada al cuerpo, y el cabello le tapaba los ojos. Permaneció en medio de la carretera, bajo la lluvia, viendo que el coche doblaba la esquina y desaparecía.
Aun así, Garrett permaneció allí, en medio de la calle durante un buen rato, intentando recuperar el aliento, con la esperanza de que Theresa diera media vuelta y regresara, maldiciéndose por haber dejado que se marchara.
Deseaba tener otra oportunidad.
Pero se había ido.
Poco después, otro coche hizo sonar el claxon para que se apartara. Garrett sintió que el corazón le daba un vuelco. Se dio la vuelta bruscamente y se secó el agua de los ojos, con la esperanza de ver la cara de Theresa tras el parabrisas, pero no era ella. Se hizo a un lado para dejar pasar al vehículo. Al ver la mirada curiosa del conductor, de pronto se dio cuenta de que nunca se había sentido tan solo.
Una vez que estuvo en el avión, Theresa se sentó con el bolso en el regazo. Había sido uno de los últimos pasajeros en embarcar, casi a punto de perder el avión.
Miró por la ventanilla y vio las cortinas de lluvia moverse con las ráfagas de viento. Bajó la mirada. En la pista unos operarios se afanaban en cargar las últimas maletas, para evitar que quedaran empapadas. Acabaron justo en el momento en que se cerraba la puerta de la cabina. Poco después, la rampa de embarque regresó a la terminal.
Estaba anocheciendo. Apenas quedaban unos cuantos minutos de luz mortecina. Las azafatas hicieron un último recorrido por la cabina, para comprobar que el equipaje de mano estaba en su lugar. Luego se fueron hacia sus asientos. Las luces interiores parpadearon y el avión empezó a separarse lentamente de la terminal, y a girar hacia la pista.
El avión se detuvo, a la espera de la autorización para despegar, en posición paralela a la terminal.
Theresa miró hacia la terminal con aire distraído. Por el rabillo del ojo, vio una figura solitaria de pie, muy cerca de una de las ventanas de la terminal, con las manos apoyadas en el cristal.
Intentó enfocar la vista. ¿Era él?
No podía estar segura. Los cristales tintados de la terminal sumados a la densa lluvia no dejaban ver bien. De no haber estado tan cerca del cristal, habría sido imposible que su vista captara aquella presencia.
Theresa siguió mirando la figura fijamente, con un nudo en la garganta.
Quienquiera que fuera seguía allí, inmóvil.
Se oyó el rugido de los motores, que fue disminuyendo en intensidad a medida que el avión empezaba a rodar por la pista. Theresa sabía que despegarían al cabo de pocos instantes. La puerta de embarque quedó atrás mientras el avión iba ganando velocidad.
«Adelante…, hacia la pista de despegue…, lejos de Wilmington…»
Volvió la cabeza, forzando la vista con la esperanza de ver la figura por última vez, pero no pudo distinguir si seguía allí.
Mientras el avión rodaba por la pista hasta la posición definitiva de despegue, Theresa siguió mirando por la ventanilla, preguntándose si realmente había visto aquella figura o si solo habían sido imaginaciones suyas. El avión dio la vuelta para ponerse en posición. Theresa sintió la potencia de los motores al avanzar por la pista y el ruido sordo del tren de aterrizaje hasta que los neumáticos abandonaron el asfalto. Entrecerró los ojos anegados de lágrimas mientras el avión despegaba, para contemplar la vista aérea de Wilmington. Reconoció las playas vacías al sobrevolarlas…, el espigón…, el puerto deportivo…
El avión empezó a trazar una curva, ladeándose levemente, para poner rumbo al norte, hacia casa. Desde la ventana ahora solo podía ver el océano, el mismo que los había unido.
Detrás de las espesas nubes, el sol descendía rápidamente y se ocultaba en el horizonte.
Justo antes de introducirse en las nubes que le taparían la vista, posó delicadamente una mano en el cristal de la ventanilla y volvió a imaginarse el tacto de la mano de Garrett.
—Adiós —susurró.
Y empezó a llorar en silencio.